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EDITORIAL 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: Fracasamos al soñar.

 

© 2017 Dioni Arroyo.

© Diseño Gráfico y cubiertas: Nouty.

 

Colección: Volution.

Director de colección: JJ Weber.

 

 

Primera edición junio 2017.

Segunda edición noviembre 2017.

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2017

 

Edición digital agosto 2018

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

 

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Para Mónica, que nunca ha desfallecido

ante mis agobiantes obsesiones. Para que sigamos

soñando juntos sin fracasar jamás.

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 1

VULGARES HABICHUELAS

 

 

 

 

 

 

A pesar de la incesante lluvia, el vehículo se deslizaba firme por el pavimento a gran velocidad. Atravesó una amplia circunvalación inhóspita a esas horas de la noche, y tras varios giros, se incorporó a la vía central. Entonces entraron en funcionamiento las zapatas magnéticas de las ruedas, al incorporarse al eficiente sistema de raíles. La vía contaba con modernos motores de inducción lineal para controlar la velocidad de los vehículos mediante la conducción automática. Al adentrarse en el trazado urbano, dichos motores permitían a los automóviles unirse unos a otros gracias a las cubiertas deslizantes que reducían al mínimo la resistencia del aire. Tardaron unos segundos en encontrar una hilera de coches, pero cuando por fin les llegó su turno, un ordenador ubicado en algún punto de la ciudad, activó un mecanismo que aceleró a distancia el vehículo hasta la velocidad adecuada.

El vehículo en cuestión gozaba de un diseño espectacular, obra de su dueño, el célebre y extravagante profesor genetista Johann von Paulus, cuya carrocería se había desarrollado en los modernos baños de nutrientes, hasta adquirir la forma y el tamaño deseado. Se trataba de una imitación de los modelos clásicos de mediados del siglo xx, eso sí, sin renunciar a los especiales alerones para ahorrar energía, así como la suspensión hidroneumática con control de espacio en carretera, y no digamos las correspondientes turbinas y motores eléctricos, los habituales de su época, el otoño del 2047.

Aquel otoño. Un año lejano y perdido en las brumas del pasado que no nos dirá absolutamente nada, porque representa una etapa felizmente olvidada por todos. Una etapa convulsa y singular, denominada por los historiadores contemporáneos como la época del «humano transitorio». Pero no adelantemos acontecimientos.

Esa noche, el genetista Johann von Paulus se encontraba dentro de su coche disfrutando de su diario zumo multifrutas, después de haber apurado un delicioso combinado de insectos a la brasa. Siempre se tomaba ese refrigerio en horas de vigilia, mientras escuchaba las preguntas de un joven periodista de mirada perdida y atractiva apariencia, que si no fuese porque en su solapa aparecía su tarjeta identitaria, parecería humano. Se trataba de un ser sintético de última generación, en el que se habían extremado hasta los últimos detalles para confundirlo con un ser humano, lo mejor de la robótica inteligente de la agonizante década.

—No sé cómo puede hacerme preguntas tan genéricas, parece un rebelde disidente, de esos que no paran de llevarnos la contraria… ¿cómo ha dicho que se llama? —fanfarroneó bravucón Johann, sorbiendo el zumo de una pajita al tiempo que observaba el desdibujado paisaje. La velocidad superaba los 200 km/h, por lo que su vista se perdía en un universo de centelleantes luces que parpadeaban a aquellas horas de la noche, bajo una abundante lluvia que no daba tregua.

—Mi nombre es Sócrates, querido profesor. No le quiero agobiar con tantas preguntas aparentemente inconexas y nada concretas, porque para mí es un honor poder realizar esta entrevista en la intimidad de su coche. —El sonido metálico de su voz contrastaba con sus finos y delicados rasgos, como si el objetivo de su creador hubiera sido convertirlo en un sensual modelo destinado a las glamurosas pasarelas, y no en un pertinaz periodista—. Le recuerdo que tal como concertamos, las preguntas han sido redactadas por estudiantes adolescentes, por lo que le agradeceré que responda de manera sencilla y sin profundizar en detalles.

—Vale, venga, siga disparando preguntas fáciles —Carraspeó el profesor al tiempo que sus ojos brillaban con malicia y se concentraba en escuchar.

—Una cuestión insistente en los planteamientos de estos jóvenes, es conocer los dilemas éticos que encierra la sustitución de la selección natural por la selección artificial.

—Sinceramente, me parece que estos chicos cada vez tienen menos sesera. Podían estrujar más sus cerebros en vez de objetar estas tonterías, porque le advierto que esa curiosidad que plantean, lleva implícita un cuestionamiento de la selección artificial. —Dejó molesto su zumo al tiempo que un brazo biomecánico del automóvil lo recogía en una bandeja, a escasos centímetros del profesor—. Vamos a ver, y que les quede claro a esos mequetrefes: dilemas éticos, ninguno. Y si alguien piensa lo contrario, para eso están los filósofos, si es que sirven para algo, ¡que lo aclaren ellos! —Y profirió una enojada exclamación.

»Al fin y al cabo, es lo que lleva haciendo la humanidad desde que se considera humana: selección artificial. El cultivo de plantas y la cría de ganado que nos ha acompañado desde hace casi cinco mil años, ¿acaso no consiguieron que las vacas produjesen litros y litros de leche con una selección determinada? ¿Y qué me dice de las ovejas? ¡Son todo lana! Y no digamos el arroz con su grano súper largo. Todo esto es consecuencia de la selección artificial, de la sabiduría de los pueblos a lo largo de los siglos para mejorar nuestra calidad de vida.

—Pero nunca se había empleado en la especie humana —Se jactó Sócrates desquiciando a Johann.

—Le agradecería que no me interrumpiese. Explique a esos listillos, que los ciudadanos afroamericanos son la consecuencia de la selección artificial. —Y levantó su dedo índice al más puro estilo académico—. Los europeos capturaron esclavos del golfo de Guinea desde el siglo xvi hasta bien entrado el xix. Se buscaba a los más aptos para el trabajo intensivo en la caña de azúcar y otras labores extremas de lo más desagradable, oficios que nadie en su sano juicio desearía realizar. La mayoría fallecía bajo aquellas condiciones infrahumanas, por ello, a lo largo de los siglos, solo sobrevivieron una ínfima parte. Los actuales son los descendientes de los más aptos, los mejores de entre los mejores. ¡Por eso están tan bien dotados para el deporte! ¡Su organismo es un buen ejemplo de superación humana en situaciones extremas!

—Con sus respetos omitiré este delicado asunto. La esclavitud es el periodo más aborrecible de la Historia humana y sería contraproducente expresar su mención…

—Pero es la respuesta a la duda de estos chicos. —Y movió la mandíbula en señal confirmativa y autocomplaciente—. Ni se le ocurra omitirlo, es parte de la Historia.

—¿Y esa selección artificial no puede provocar mutaciones genéticas? Quiero decir, si la realizamos en los humanos…

—Bueno, técnicamente los cambios o mutaciones, como las denomina usted, podrían ser alentados por las radiaciones, o por algunos productos químicos, pero no es reseñable. Hay que tener en cuenta que los cambios genéticos de las especies que se producen en periodos muy lentos de tiempo, suelen deberse a accidentes, ni más ni menos que a meros accidentes circunstanciales.

—Entonces, a partir de ahora, el desarrollo de la especie humana se precipitaría, y podría ser monitorizado para que sus características fueran provocadas por la elección, y no por el azar o el accidente.

—Pues sí, claro, digamos que sería un atajo… la ingeniería genética encontraría atajos para acelerar el proceso de la evolución. —Se rascó la barba con ansiedad mientras encontraba las palabras precisas. Ahora estaban entrando en un terreno en el que se sentía más cómodo.

»Puedes cortar un gen del ADN de un organismo, y lo insertas en el ADN de otro, realizando en varios días un proceso que la biología tardaría millones de años. Con la tecnología aceleras un proceso que mejora nuestra calidad de vida. De eso se trata, ¡sí señor! —Se incorporó para volver a beber su zumo multifrutas, pero la expresión de su rostro fue de nostalgia—. Y no me dedico a la genética solo por vocación. De hecho, si no fuese por mis riñones mecánicos y mi corazón artificial, ahora estaría disfrutando de un buen lingotazo de vodka ruso, pero ya ve, mi organismo no me lo permite, y no solo por salud, mi economía me exige mimar estos malditos riñones.

Ambos sonrieron intentando reír, pero ninguno lo logró. A Sócrates no le pareció oportuno, y a Johann se lo impidió un fuerte escozor en la garganta. Los excesos le estaban amargando su senectud, a sus setenta y cinco años su cuerpo requería pasar por un buen banco de órganos para ponerlo a punto. Multitud de órganos esperaban bañados en nitrógeno líquido, como jamones curándose en frías e inhóspitas bodegas. Órganos cuyo destino sería sustituir envejecidos estómagos, pero solo de aquellos bolsillos acaudalados como el suyo, que le permitieran gozar de la vitalidad de los jóvenes, y poder volver a emborracharse hasta caerse rendido.

—¿Y el proceso de cartografiar los genes? ¿Cuál es su objetivo inmediato? —retomó Sócrates.

—Pues lo que se ha hecho siempre, permitir que se abran posibilidades para preseleccionar genes. Al igual que el diagnóstico prenatal de las enfermedades hereditarias para interrumpir los embarazos no viables, por lo menos, en las maternidades tradicionales, al margen de la ectogénesis, tan de moda hoy en día.

—¿Y no le parece que es la primera vez en la historia, en que la tecnología va a estar por encima de la naturaleza? ¿Que las limitaciones biológicas se van a ver superadas por la investigación científica?

—Alguna vez debía llegar el gran día, la «singularidad tecnológica» que destruyera las limitaciones biológicas, y que llegaran los ensambladores moleculares y la modificación morfológica a placer, al gusto del consumidor; para que seamos como anhelamos ser, con una identidad adaptada a nuestros deseos, como la estética de este vehículo, desarrollado a imagen y semejanza de su amo. ¿Ve qué extraordinaria moqueta, qué colores, qué buen gusto?

De repente se encendió una imagen holográfica sobre el reposabrazos que los separaba a ambos. Mostraba el rostro de un hombre de unos cuarenta años con evidentes rasgos latinos, muy moreno y de cabello rizado. Se encontraba arrellanado en un sofá, como si acabara de dejarse caer después de una intensa jornada de trabajo.

—No tengo la menor idea de quién es este tipo… Disculpe, me pica la curiosidad, ¿quién es usted? —Con la variación del tono de voz, el lector de sonidos abrió el canal y el hombre del otro lado del videófono, contestó. La imagen mostraba su origen en una impronunciable ciudad del sur de Europa.

—Verá, tengo varias llamadas desde este número, tal vez haya sido un problema con mi terminal… me llamo Logan y soy profesor de Antropología de la Identidad. —Mientras hablaba, aplicó el dispositivo inteligente de su interfono para traducir la conversación a la lengua materna de cada usuario. Su interlocutor estaba usando otro idioma.

—Ah, claro, usted es el profesor de la República Federal de Iberia. —La imagen holográfica multidimensional se desplazó colocándose enfrente del profesor Johann, permitiendo a este apoyarse sobre el respaldo del tapizado asiento inteliorgánico—. Mi secretaria lleva intentando localizarle todo el día, no sé dónde demonios se mete.

—Disculpe, pero mi trabajo me exige una dedicación absoluta. He comenzado a dar clases en la Universidad y acabo de terminar ahora mismo. —Se hizo un incómodo silencio, como si Logan tuviese intención de hablar, pero al final cambiase de opinión y se decidiese por mantener la boca cerrada.

—Vamos a ver, soy el profesor Johann von Paulus, doctorado en Genética —Aspiró profundamente y continuó hablando—. Las autoridades esperan su respuesta para participar en el anteproyecto de Ley de las Identidades Múltiples, ya han pasado muchos días y sigue sin dar señales de vida. Me han solicitado que le insista para que tome una decisión cuanto antes, debe ser consciente de que hay unos plazos que cumplir. Es importante que sepa que será tutelado por mí personalmente. —Exclamó Johann acariciándose la barba y enfatizando la última palabra.

—Es un honor poder hablar con usted, he seguido sus trabajos desde hace mucho tiempo. Respecto a mi participación, necesitaba un tiempo para meditarlo; supongo que se hará cargo de que estoy trabajando en varios proyectos, y era urgente atenderlos hasta que estuvieran en buenas manos antes de darle mi respuesta afirmativa, considero un privilegio formar parte de tan prestigioso equipo de investigadores. Conozco su trabajo en ingeniería genética, y la valoro muy positivamente…

—Vale, es más de lo que esperaba oír. Ya sabe las condiciones y le reitero que se encontrará bajo mi mando, que seremos un equipo multidisciplinar y todo eso… oiga, no me malinterprete, no sé qué hora es en su tierra, pero aquí es noche cerrada, así que dentro de ocho horas vuelva a marcar este número y mi secretaria le dará las instrucciones para formalizar su colaboración y transmitírsela a las autoridades, así que si me disculpa, buenas noches. —Dilató sus pupilas para que el lector óptico interrumpiese la comunicación respirando aliviado. No parecía gustarle la idea de colaborar con un individuo de mediana edad, y encima del sur.

Los científicos del sur de Europa tenían fama de inestables e imprevisibles, además de poco trabajadores. Johann había nacido en la desindustrializada cuenca del Rhur, tierra antaño de promisión, una enorme conurbación formada por una docena de ciudades y atestada de gente, región decadente pero con ciudadanos acostumbrados a trabajar de sol a sol, y que lamentaron que las nuevas tecnologías se llevasen tanta mano de obra. Sin embargo, obedientes y sumisos a los cambios, con la desaparición de la jubilación habían acuñado el lema «trabaja hasta morir», careciendo para añadir más drama a su nueva realidad, del reconocimiento y prestigio que por justicia debería conllevar sacrificar toda una vida a un oficio determinado.

Johann apuró su zumo y miró resignado a Sócrates, que le observaba atentamente sin mover un ápice la artificial expresión de su rostro.

—Es una buena noticia, profesor Johann, que además de investigador se dedique también a la política para desarrollar sus ideas, le felicito —Esta vez ambos relajaron la incómoda entrevista con unas buenas carcajadas.

Desde el cambio de régimen de los años veinte, los políticos habían desaparecido. De gozar de un simbólico poder «de iure», a prácticamente ser apartados por los mercados financieros especulativos, que hasta entonces gobernaban «de facto», con grandes fortunas económicas, pero sin poder institucional real. Por ello, después de la crisis de los diez años que azotó Occidente a partir del 2008, fueron lentamente dinamitando el papel del Estado del Bienestar, hasta acabar con el Estado mismo. Fue un proceso lento, como cuando comes una alcachofa y le vas quitando las hojas, lentamente, poco a poco y con paciencia, hasta llegar al corazón. Ahora figuraban una gran cantidad de repúblicas por todo el planeta, pero sin facultades potestativas. Sus dirigentes, si los había, eran meros adornos, como floreros desproporcionados en pequeñas habitaciones que solo estorbaban la visión. Todos los ciudadanos sabían que la Nueva Economía era dirigida y gobernada por los llamados Mercados Financieros Especulativos, quienes realmente decidían los destinos de las personas desde despachos virtuales. Y todo el mundo sabía que eran insensibles a las emociones y firmes en sus determinaciones. La época de la «soberanía popular que residía y emanaba del pueblo», se había extinguido. Los pueblos seguían votando cada cuatro años, pero más por tradición que por efectividad. La democracia representaba al antiguo régimen, una etapa superada que representaba un mundo extinto, un experimento, una anomalía errónea del pasado.

—Pero volviendo al tema que nos toca, profesor Johann, los estudiantes desean saber las consecuencias de la nueva condición poshumana; ya sabe cómo son los estudiantes de inquietos, todo lo quieren saber…

—¡Pero qué clase de escolares alimentamos hoy en día! No estoy dispuesto a que mencionen nada que tenga que ver con transhumanismo, a ver si al final vamos a acabar hablando de política. —Agitó el brazo biomecánico que acertó con sus intenciones y le preparó otro zumo de multifrutas que ingirió ansioso en unos pocos sorbos—. No va a haber ninguna condición poshumana, de lo que se trata es de anticipar, reconocer y corregir las alteraciones radicales de la naturaleza, que nosotros seamos los que, gracias a la tecnología, sepamos afrontar los cambios, provocarlos y mejorarnos día a día. Pensando en mejorar nuestra calidad de vida.

—Es la segunda vez que menciona la calidad de vida humana, y sin embargo, muchos chicos hacen hincapié en que de lo que se trata es de mejorar el rendimiento humano, como si fuese una pieza, un engranaje más, un medio para un fin, como en la revolución industrial…

—¿Están insinuando esos chicos que los humanos somos una herramienta? Pues sí que es grave que piensen de esta manera, habría que ir y darles unos buenos azotes, ja, ja, ja. —Y Johann estalló en una descontrolada risa que se ahogó en un agónico tosido. El vehículo se había detenido frente a la residencia del profesor, y una densa niebla había sustituido la lluvia de unos minutos antes.

—Profesor, hay muchas más preguntas, no sé si le gustaría responder a alguna más, varios chicos quieren saber los objetivos del anteproyecto de Ley en el que va a comenzar a colaborar.

—Vaya pregunta, esa sí que es buena, me va a forzar a reflexionar. —Johann había hecho intención de abandonar su vehículo, pero se lo pensó dos veces y permaneció sentado—. Supongo que los fines son los de siempre, respetar la razón y la evolución de la ciencia, una firme determinación con el progreso en todas sus formas, y valorar positivamente la existencia humana. También quería que añadiese un aspecto que considero trascendental, que tal vez a estos mequetrefes no les importe de momento, pero para un hombre de mi edad, sí hay que resaltar, y es que la ingeniería genética se propone entre sus múltiples metas, eliminar los efectos del envejecimiento. —Alzó la mano en señal categórica enarcando sus negras cejas, dando por finalizada la engorrosa entrevista.

Sonrió al joven periodista sintético que a su vez se la devolvía con un forzado movimiento de las facciones de su rostro. En aquellos momentos, Johann dudó si gesticulaba por imitación o era una sonrisa intencionada. Cualquiera de las dos posibilidades era igual de nefasta. Si sus gestos eran producto de la imitación, denotaba que la última generación de organismos robóticos inteligentes, carecía de la extraordinaria riqueza y diversidad de los movimientos humanos, y se mostraban incapaces de replicarnos; y si podía sonreír deliberadamente, entonces sus habilidades sociales eran un cúmulo de decepciones, o no agradecía suficientemente la oportunidad de haber podido entrevistar a un emérito profesor de su categoría.

—Profesor Johann von Paulus, le agradezco inmensamente esta entrevista…

—Vale, pero para otra vez selecciona mejor las cuestiones a tratar, ha sido de lo más aburrido, no sé si te han fabricado para esto, pero es mejor que rediseñen tu cerebro positrónico para otra función. —Johann volvió a sonreír esta vez de manera más irónica, y observó atentamente el efecto de sus palabras sobre Sócrates, y lo que percibió fue patético, apenas volvió a mover las facciones de su rostro. Desde luego, la inteligencia emocional de estas máquinas dejaba aún mucho que desear.

Las puertas del automóvil se abrieron y sus únicos dos viajeros salieron al exterior.

—¡Por fin, un poco de aire puro!

El viento rugía con rabia, y se masticaba la humedad en el ambiente. Sócrates se abrochó los botones de su chaqueta y sin embargo Johann quiso mostrar su adaptación a aquella fría zona, al fin y al cabo se trataba de su tierra, y él estaba acostumbrado a permanecer a la intemperie horas y horas, así conseguía meditar sobre sus investigaciones. Caviló por unos instantes antes de despedirse, hasta que una sombra a través de la niebla llamó poderosamente su atención.

Una silueta aparentemente humana se fue aproximando a pasos acelerados, y sin que pudiesen reaccionar, se dirigió directamente al profesor Johann. Era imposible adivinar de quién se trataba, pues llevaba la cabeza totalmente embozada. Entonces, y ante la sorpresa de Johann, abrió su abrigo y mostró un extraño artefacto, que por la proximidad, pudieron comprobar estupefactos que se trataba de un lanzallamas antiguo, un obsoleto modelo que parecía robado de algún museo de antigüedades, y ante su asombro, pulsó el dispositivo de ignición. Una poderosa llama azul salió despedida con extraordinaria fuerza en dirección a Johann, que en pocos segundos ardió como una tea. Una columna de fuego y humo ascendió a las alturas, sin que Sócrates fuese capaz de moverse. Los gritos que emitió el anciano profesor, terminaron por ahogarse en su propia garganta, según se iba consumiendo su cuerpo. Agitó los brazos inútilmente, intentando que el fuego no lo devorase por completo. Segundos después, sus restos se precipitaron contra el suelo, reduciéndose a rescoldos. A continuación, aquella sombra arrojó el lanzallamas y desapareció en la densa bruma como si nunca hubiese existido. Sócrates aspiró el frío aire de la noche impregnado en un combustible desconocido para él, y dio la vuelta al vehículo para contemplar, estupefacto, que las llamas se iban consumiendo, como el cuerpo de Johann, carbonizado, convertido en un puñado de huesos retorcidos. Todo había sucedido en menos de un minuto. El viejo profesor permanecía inerte sobre el frío asfalto y los huesos se deshacían por las altas temperaturas del fuego que lo había abrasado.

Sócrates se aproximó y atisbó, horrorizado, que en el suelo lo único que se mantenía intacto eran sus riñones, los riñones mecánicos, que como dos vulgares habichuelas del tamaño de un puño cerrado, se mantenían incólumes sobre el asfalto. El resto, incluido el corazón artificial, era un desagradable conjunto de despojos y ceniza con un inconfundible olor a churrasco que aspiró instintivamente, lo que para colmo de males, activó sus papilas gustativas, segregando abundante saliva. Hasta aquel momento Sócrates no había tenido conciencia de que los humanos se pudieran reducir a eso. Los humanos, sus creadores, sus señores, mostraban su rostro más frágil y endeble. Se mostraban tal como eran.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 















 «El transhumanismo es la idea más peligrosa del mundo»

Francis Fukujama.