© 2018 ESTRELLA CORREA

© 2018 de la presente edición en castellano para todo el mundo: Ediciones Coral Romántica (Group Edition World)

Dirección:www.edicionescoral.com/www.groupeditionworld.com

 

Primera edición: Agosto 2018

Isbn digital: 978-84-17228-72-9

Diseño portada: Kris Buendía

Maquetación: Ediciones Coral

 

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la ley. Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico, electrónico, actual o futuro incluyendo las fotocopias o difusión a través de internet y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo público sin la autorización por escrito de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 

 

Image

 

SINOPSIS

 

 

 

Atrevida, sensual, divertida, emocionante. Llena de sorpresas y engaños. Todo se une en una novela donde el amor inunda cada página, nada es lo que parece y las dudas rodean a una chica que lucha por sobrevivir cada día tratando de olvidar el pasado.

 

Dani es una mujer trabajadora enamorada del arte y que, como todos, busca ser feliz. Le encanta salir de fiesta con sus amigas a pasarlo bien y en una de esas noches confusas conoce al enigmático y atractivo Alejandro Fernández, un empresario acostumbrado a triunfar y a conseguir todo lo que desea. Ninguno de los dos espera lo que sus corazones comienzan a sentir y, desde luego, tampoco lo que les depara el futuro al obligarlos a enfrentarse a lo que verdaderamente son. ¿Podrán superar todas las pruebas que el destino les depara? ¿Serán capaces de asimilar todo lo que ocurre a su alrededor?

 

«Un gin-tonic, por favor» es el título de la primera parte de una trilogía que te hará reír y llorar a partes iguales. Una historia diferente, en la que encontrarás, no solo amistad y erotismo, sino mucho más. ¿Quieres saber qué? Adéntrate en la vida de estos personajes y no podrás parar de leer hasta conocer el final.

 

«Una novela para reír, llorar y, sobre todo, pasa sentir. Ilusiona saber y leer a autoras con magia en la pluma».

 

«Una montaña rusa que no te deja respirar. Una sorpresa tras otra. Magnífica trama».

 

«Me ha cautivado desde las primeras páginas. Ha sido una historia que me ha hecho reír, llorar, amar, odiar y, en general, vivirla de una manera que pocas han conseguido. Me ha absorbido por completo. La forma de escribir y de narrar cada una de sus páginas ha sido impresionante. Enamorada esa es la palabra. Estrella tiene una frescura y soltura que se agradece en este tipo de historias tan intensas. A veces desgarradora y otras desternillante. Un equilibrio perfecto».

 

«Adictiva», «Magnífica».

 

«Esta novela ha sido una gratísima sorpresa. Se la recomiendo a todos aquellos que quieran sumergirse en una historia con ritmo frenético, emocionante y desternillante a partes iguales. 100% Recomendable».

 

«Estrella Correa maneja con soltura un estilo literario brillante, de vocabulario cercano a expresiones y gustos juveniles, los diálogos ágiles, con atinada soltura. Los capítulos y párrafos muy bien estructurados, con una distribución de tiempos y espacios acordes con la trama. La escritora ha montado una historia que te engancha de principio a fin».

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

ÍNDICE

 

 

Capítulo 1: Imágenes sin sentido

Capítulo 2: Empezando desde el principio

Capítulo 3: En los brazos de Morfeo

Capítulo 4: Nunca duermas con extraños

Capítulo 5: No me lo puedo creer

Capítulo 6: Tierra, trágame

Capítulo 7: Y me fui

Capítulo 8: La noche es joven. Y nuestra

Capítulo 9: Besos, besos, besos

Capítulo 10: Puto dios del sexo

Capítulo 11: Te quiero, nena

Capítulo 12: ¿Cuándo ha ocurrido todo esto?

Capítulo 13: Un enorme y maldito error

Capítulo 14: Quiero que vuelvas a mí

Capítulo 15: No lo digas

Capítulo 16: Habla conmigo

Capítulo 17: Yo… te quiero

Capítulo 18: Y yo a ti

Capítulo 19: Aléjate de él

Capítulo 20: Salir o entrar

Capítulo 21: Sorpresas te da la vida

Capítulo 22: El pasado. Aquí y ahora

Capítulo 23: Tú, nunca

Capítulo 24: Promesas

Capítulo 25: Las bombas informativas de una en una

Capítulo 26: Soy tuya

Capítulo 27: Desaparecer

Capítulo 28: Quédate

Capítulo 29: Otra sorpresa no, por favor

Capítulo 30: ¿Qué es lo nuestro?

Capítulo 31: El amor te ciega

Capítulo 32: Después hablamos

Capítulo 33: En busca de la verdad

Capítulo 34: Abre los ojos

Capítulo 35: Tal vez sí, tal vez no

Epílogo

 

 

 

 

 

 

 

 

1

 

IMÁGENES SIN SENTIDO

 

 

Creo que anoche bebí demasiado, el dolor de cabeza es insoportable. En realidad no lo creo, el zumbido en mis oídos lo confirma ¡Dios mío! Necesito un paracetamol o un ibuprofeno o, mejor, un hacha para poder cortarme la cabeza de un golpe seco. Eso estaría bien.

No me lo puedo creer. Sara con ganas de fiesta. No me gusta este piso. Odio que su cabecero colinde con el mío y que las paredes parezcan de papel cebolla. Creo que practico sexo siempre que lo hace ella o, al menos, estoy presente cada vez. Y ocurre muy a menudo. No debería quejarme, si no fuera por ella, se follaría muy poco en esta casa. La estoy oyendo gemir. ¡Oh, no! Me tapo los oídos. Ni siquiera recuerdo a quién trajo anoche. En realidad, ni siquiera recuerdo cómo llegamos a casa. Levanto las sábanas y me recorro el cuerpo con la mirada. Al menos lo hicimos sanas y salvas.

Me tapo la cabeza con la almohada e intento volver a dormir… ¡Imposible! El reloj digital marca sobre la pantalla del móvil las diez de la mañana y no debimos llegar antes de las siete. Estoy segura de esto porque encendieron las luces y nos echaron de la discoteca. Es de las pocas cosas que recuerdo. Eso y que alguien con cara de enfado me llevaba casi en brazos. Debió tocarme el portero más antipático.

 

—Nena, nena..., despierta —susurra en mi oído. Sonrío y siento cómo un reguero de besos baja desde mi garganta hasta el centro de mi estómago—. Vamos..., llegamos tarde.

—No quiero —me quejo—. Es muy temprano.

—Son más de las nueve —vuelve a subir y roza con sus labios los míos.

—Pues eso..., muy temprano.

Noto cómo sonríe sin parar de besarme. Introduce la lengua en mi boca y rodeo su cintura con mis piernas. Se incorpora un poco quedándose de rodillas frente a mí. Se quita la camiseta y me deleito observando su perfecto torso desnudo. Se desabrocha los pantalones y baja mis bragas hasta deshacerse de ellas dejándome completamente desnuda.

—Si vamos a llegar tarde, que sea por una buena razón. —Se introduce lento en mí.

 

Vuelvo a despertarme, esta vez con la ropa empapada en sudor. Los sueños que me acompañan a veces me afectan demasiado. Miro el reloj de nuevo y decido que esta sí es una hora decente para abandonar la cama un sábado de resaca. Las doce y media de la mañana.

Cojo unas braguitas, una camiseta y arrastro los pies hasta el único y minúsculo cuarto de baño del apartamento. No tiene nada especial; es blanco, con un inmenso espejo con el borde morado a juego con las toallas (las más baratas de Ikea) y poco más que reseñar, pero a mí me encanta. ¡Mierda! Casi desnuda, me doy cuenta de que no estoy sola. Un culo, digno de premios internacionales, me mira con un solo ojo.

—Pero, ¿qué coño…? —me dice el dueño del culo medalla de oro.

—¡Hostias! —respondo tapándome lo que puedo—. ¡Sara! —grito.

En menos de dos segundos mi querida amiga nos deleita con su presencia y tira del dueño de ese trasero para llevárselo gritándome que lo siente. El tío se gira y tiene la cara de decirme que él estaba ahí primero. ¿Perdona? Cierro de un portazo, me siento sobre la taza del inodoro y respiro profundamente. Por favor, vivo en una casa de locos.

 

Me ducho, termino de vestirme y me voy a la cocina a hacerme una taza de café. O dos. Lo decido sobre la marcha. No debí dejar las clases de yoga, aunque hubiera una razón de peso para no volver a aparecer por allí jamás.

Nota mental, volver el lunes próximo. Y, por supuesto, ignorar la razón de peso.

 

Entro en nuestra cocina. El piso no es gran cosa: dos habitaciones y un baño, pero la cocina no está nada mal. Incluso tiene una mesita con unas sillas muy coquetas. Los muebles de color celeste y lila deben tener por lo menos 20 años, es muy... vintage. Vieja, pero con estilo. A mí me encanta.

¡Mierda! El del culo prieto me mira con una sonrisa. Tiene el pelo rubio y unos grandes ojos color miel que enmarcan su cara en una tez morena y cuidada. Cuerpo musculado sin llegar a ser obsesivo. Es carne de gimnasio, por supuesto, pero no le va la vida en ello.

—Hola —dice descaradamente.

—Hola —le respondo apartando la mirada.

Abro el frigorífico y decido que lo voy a ignorar. Si tuviera que hacerme amiga de todos los amantes que trae mi compañera de correrías a nuestra posada, no me cabrían en la agenda del móvil.

Leche,

leche,

necesito leche.

—¿Estás buscando esto? —agita la botella con una mano. Cierro el frigorífico y le quito el bote de un tirón.

—Me llamo Mike —sonríe.

Ya, y a mí, ¿qué coño me importa?

Me preparo el café todo lo rápido que puedo y me voy al salón a tomármelo tranquila. ¿Tranquilidad en esta puta casa? Imposible. Sara se da el lote con una tía sin miramientos en nuestro sofá. Pero, ¿no ha tenido ya bastante? Giro el cuello para intentar dilucidar la postura sexual, pero no llego a descubrirla. No es que me interese, es que me parece curioso que tengan tanta flexibilidad.

Carraspeo... Vuelvo a carraspear... Nada. Ni caso. Ellas a lo suyo.

En ese momento aparece mi nuevo amigo Mike que sin tocarme, pero demasiado cerca, me pregunta si me apetece unirme a ellos.

No, gracias. No es mi estilo. Con la mirada ha entendido lo que le he querido decir. Sonríe, levanta las manos en señal de rendición y se acerca al sofá para unirse a la fiesta.

 

Vuelvo a mi habitación. Afortunadamente me tocó el dormitorio grande con terraza al que he podido ponerle una mesita con dos sillas, algo práctico y muy cómodo. Le da la luz todo el día. Esto es lo que necesito. Tumbarme al sol como los camaleones.

 

Vivimos en la que muchos denominan capital europea de la noche y somos de las que aprovechan las oportunidades, así que nos gusta salir y divertirnos. Pero debemos empezar a tomar medidas, no muy dramáticas. Ningún cambio fatal que pueda reemplazar los momentos que nos regala la noche madrileña, pero no estaría nada mal empezar a controlar un poco lo que hacemos durante esos lapsos de tiempo.

 

Tomo el café a sorbos que saben a cielo con los ojos cerrados, casi en trance. No habrá maldito mejor momento para escuchar la musiquilla de mi teléfono, allá, muy pero que muy lejos. Dónde demonios estará.

Dejo la taza sobre la mesa de hierro de la terraza y entro en la habitación completamente encandilada. Parpadeo un par de veces acelerando el proceso de adaptación de mis pupilas a la oscuridad. No consigo ver con claridad.

Busco debajo de la cama, entre la pila de ropa, dentro del armario... Nada. Pensaría que lo perdí anoche si no lo estuviera escuchando ahora mismo.

Espera. Anoche.

Estará en el clutch dorado donde sólo cabe eso, el móvil. Cuando lo encuentro, ya han colgado. Pero maldita suerte, vuelven a llamar.

Qué querrá éste ahora. No lo cojo. No tengo ganas de que me chillen cuando estoy de resaca.

Al cabo de un momento, recibo un mensaje de WhatsApp: "Te estoy llamando. No te hagas la loca y coge el teléfono".

«Lo que tú digas». Le hablo al dichoso aparato como si fuera a entenderme.

 

No sé qué pasó anoche, pero debió de ser gorda para que Jose me llame. Le he dejado las cosas claras. No quiero volver a verlo. No teníamos nada y así seguirá siendo. No lo recuerdo en la discoteca y no lo vi en el restaurante. De esto último seguro que me acordaría, de la discoteca no tanto. Es muy pesado, pero lo que mejor lo define es cabrón de mierda.

 

Al cerrar la aplicación, me doy cuenta que tengo un mensaje de texto.

 

De Alex.

Hoy a las 10:31 a.m.:

"Espero que estés mejor que la última vez que te vi. Da las gracias a Sara por no cortarme los huevos. Un beso".

 

Esto es lo último. Vale que no recuerde a Jose, pero estoy segura de que no conozco a ningún Alex y parece que tengo su número de teléfono grabado en la memoria de mi móvil. Anoche pude vestirme de tirolesa, cantar jotas en la Plaza Mayor, o robar un banco que no me acordaría de nada. Ahora mismo puede estar buscándome la Interpol porque anoche me transformé en asesina en serie y yo mientras, aquí, tranquila, pensando en cuánto tiempo le queda al trío sexual del salón para poder salir a comer algo.

 

Nota mental: preguntarle a Sara quién es el tal Alex. Y... pasar de Jose.

 

A las tres de la tarde decido que ya es hora de comer. Mi estómago ruge pidiendo auxilio. Y doy por supuesto que la orgía sexual ha llegado a su fin. Ninguna persona normal aguanta tres horas en esas posturas.

 

Salgo de la habitación y reina la paz. Todo recogido y limpio. Parece que allí no ha pasado nada. El olor a comida penetra en mis fosas nasales y lo sigo hasta la cocina. Sara hace unos ricos macarrones con tomate y queso. Aquí no somos muy exquisitas con la comida. Nos conformamos con poco, aún así la muy perra cocina maravillosamente bien. Y esta es su manera de disculparse.

—Lo siento —me mira con ojos de cordero degollado.

Como si lo sintiera de verdad. Esta noche lo volverá a hacer si tiene la oportunidad. Y siempre la tiene. Además de saber cocinar, la hijaputa está muy buena. Alta, morena y la tez con el tono blanquecino justo para transformar sus ojos color miel en faros que te atrapan. Si fuera lesbiana, me enamoraría de ella.

—No lo sientes, pero no importa. Hacía tiempo que no veía un culo de esas características... —gesticulo.

—No lo ves porque no quieres... Oportunidades... —llena un plato.

—Oye —la corto—, no te pongas melodramática a estas horas. Dame de comer. Lo necesito. Y, hablando de oportunidades, ¿quién coño es Alex? Me ha mandado un mensaje preguntándome cómo estoy y a ti te da las gracias por no cortarle los huevos.

—Ni idea —se encoge de hombros—. No me suena de nada. Creo que no me he tirado a ningún Alex... —pone los macarrones ante mí— que recuerde.

—Pues tengo su número grabado en la agenda de mi móvil —levanto el aparato y lo dejo sobre la mesa—, así que alguien debe ser. —Pincho con el tenedor y meto la comida en mi boca. Me quedo pensando mientras mastico—. Creo que deberíamos controlar más por la noche. Esto se nos está yendo de las manos. Un día va a aparecer alguien en la puerta con un crío diciendo que es nuestro. Bueno, tuyo. No recuerdo la última vez que me tiré a alguien.

Las dos nos miramos y rompemos en carcajadas.

—Loca —me dice—, eso les pasa a los hombres, no a las mujeres —seguimos riendo—. Si hubiera parido, lo recordaría. Y no hace tanto que no te acuestas con nadie. Fue hace tres semanas. Con Jose, ese tío bueno que te tirabas últimamente.

—Hace días que no me llama —miento. Paso por alto la llamada de esta mañana y, por supuesto, paso de él.

Sigo con los macarrones y casi tengo un orgasmo de lo buenos que están. Hablamos de cosas nuestras, triviales, intrascendentes. Nos reímos e intentamos acordarnos de qué pasó ayer por la noche, como, por ejemplo, quién nos trajo a casa. No acabamos de dilucidarlo. Su teoría es que volvimos en taxi, yo no lo tengo tan claro. Estoy segura de que alguien nos acompañó y se ocupó de nosotras. No pudo haber ocurrido de otra manera. No estábamos en condiciones ni para salir por nuestro propio pie de la discoteca, imposible llegar hasta aquí, subir las escaleras, meter la llave en la cerradura y hacerla girar. Sin contar con parar un taxi y pagarle.

—Esta noche salimos con Roberto y Sofía —deja caer—. No me pongas excusas que te conozco —se mete el tenedor en la boca.

—Te dije que el sábado me vendría mal, imposible. Tengo la inauguración de la exposición el jueves por la noche y muchísimo trabajo esta semana. El lunes necesito encontrarme en condiciones de rendir a tope.

—No me vengas con esas, Dani —me apunta con el tenedor—. Dispones de todo el domingo para recuperarte. Podemos olvidar el plan de ir a la inauguración del after-hours de la Cuesta Santo Domingo y prometo no traerme a nadie hoy para que puedas dormir hasta tarde con tranquilidad —hace un puchero—. No me digas que no soy buena amiga. Prefiero estar contigo a echar un buen polvo mañanero de domingo.

Qué perra es. Cómo sabe ganarme.

—Está bien. Trato hecho. Pero... oye, dime una cosa, ¿qué te gustan más? ¿los tíos o las tías? —le pregunto muerta de risa porque ya sé la respuesta.

—Imbécil —me tira el trapo que había dejado sobre la mesa—. Ya lo sabes —ríe—, no vivo sin una polla. Me gustan grandes y hermosas —gesticula—, pero el placer que consigue darme una mujer es distinto. Nadie en mi vida me ha hecho el cunnilingus tan bien como...

—¡Nadia! —decimos las dos al unísono porque ya conozco esa historia.

Volvemos a troncharnos de risa y nos vamos al sofá donde decidimos ver una película romántica para pasar la tarde. Optamos por el 'El diario de Noah', sólo es la doceava vez que la vemos. Terminamos las dos llorando. Qué nos gusta una tragedia. No hay mejor manera de pasar la tarde del sábado que llorando con mi amiga loca, bisexual, dramática y pirada. Mi alma gemela, salvo en lo de bisexual, no me va ese rollo. Y lo digo con conocimiento de causa. Una vez me lié con una amiga suya, no pasamos de la segunda fase y, aunque consiguió llevarme al orgasmo, yo no fui capaz de tocarla, salvo por los besos. Claro que con sinceridad tengo que reconocer que fueron dulces y cálidos. Besaba bastante bien, mejor que muchos hombres, que lo único que pretenden es ahogarte metiéndote la lengua hasta el fondo de la garganta. En fin..., una experiencia más. La guardo en el baúl de los errores que se cometen una única vez en la vida. Tengo otro baúl, éste cerrado con llave, cien candados y cinta americana. En él guardo el mayor error de toda mi existencia, en el que intento no pensar demasiado, pero no siempre lo consigo.

«No, no siempre lo consigues».

 

 

Me despierto abotargada, con la pierna entumecida, aplastada por el redondo trasero de Sara. Intento levantarme para coger el móvil que vuelve a sonar, pero la pierna me juega una mala pasada y caigo de bruces al suelo.

—¡Mierda!

Despierto a mi amiga. Con el estruendo que ha hecho mi cuerpo al caer, ha debido asustarse.

—¿Qué haces ahí tirada? —me mira con cara de extrañeza y los pelos en la cara.

—Nada, ¿a ti qué te parece? Ayúdame —alzo las manos.

 

Me voy a mi habitación y con las prisas descuelgo el teléfono sin mirar quién llama. Error de cálculo. Es mi hermano.

—Dani, ¿qué cojones pasó anoche? —me espeta.

—¡Qué bien! —susurro con ironía—. ¡El que faltaba!

Vale, estoy empezando a preocuparme. Ahora mismo no me extrañaría nada que apareciera la policía por la puerta y nos detuviera. La de anoche fue de órdago.       

—Me ha llamado Jose diciéndome que no le coges el teléfono y necesita saber que no te fuiste con un violador a casa. ¿Quién te acompañó al apartamento?

 

Mi teoría de asesina-en-serie cada vez cobra más fuerza. A ver qué le contesto... Hace tiempo que decidí andar siempre con la verdad por delante. Desde que una mentira casi acaba con mi existencia.

—Pues no estoy segura... eeehhh —me quedo pillada—, pero vine con Sara. Eso lo tengo claro.

—Daniel...

Mal vamos. Sólo me llama por mi nombre completo cuando me va a echar el rapapolvo. No sé si lo hace porque verdaderamente le importo, o porque cree que es su deber de hermano mayor de una tarada como yo.

—Debes cuidarte más. Un día de estos me va a llamar la policía diciendo que te ha encontrado en un cubo de basura.

—No seas exagerado. Parece que lo único que hago es salir y emborracharme. Trabajo duro toda la semana. De vez en cuando me gusta desinhibirme, no le hago daño a nadie...

«Deja de excusarte, Dani. No tienes por qué».

Cambio de táctica. Voy a cabrearlo.

—Todos no hemos tenido tanta suerte como tú en la vida.

—No me hables de suerte —protesta—. Yo también perdí a nuestros padres. Y no sólo eso, ¡tuve que cuidar de una adolescente enfrentada con el mundo! —vocifera.

—¡Yo no te pedí que lo hicieras! —grito.

—¡No hacía falta! ¡Era mi deber! —responde en un tono más alto si cabe.

Nos quedamos en silencio después de chillarnos a voz en grito.

—Perdona. Estoy un poco estresado. Tengo mucho trabajo. Estamos a punto de vender una de las empresas y un cabrón retorcido me está dando muchos problemas... Lo..., lo siento. Te quiero. Lo sabes, ¿no?

—No te preocupes. Me duele que pienses que no hago nada con mi vida porque mi trabajo no es tan lucrativo como el tuyo. Yo...

—No es eso, Dani. Sólo quiero verte feliz. Espero que algún día superes todo lo que te pasó. Sé que después de la muerte de nuestros padres no debió ser fácil salir tú sola de todo aquello. Aún tengo ganas de matar a ese hijo de puta —masculla más para él que para mí.

—No pasa nada. Estoy bien. He pasado página —hay un silencio tras la línea. No me cree y no se lo puedo reprochar. Yo tampoco estoy muy segura de que eso sea cierto.

 

Después de hablar un rato más con él de nada importante y hacer como que todo va bien, nos despedimos y firmamos nuestro vigésimo quinto tratado de paz. Se trata de mi hermano, lo quiero, pero me desquicia. Tiene una vida perfecta, una mujer perfecta y dos hijos perfectos. Sólo me lleva tres años y con treinta y dos tiene la vida resuelta y todo planificado. Vive con su familia en un chalet en Pozuelo de Alarcón y yo…, yo vivo de alquiler y mi sueldo no da ni para poderme comprar un coche. No quiero confundir. En realidad estoy muy orgullosa de él. Sólo quisiera que lo esté también de mí y no me critique tanto. Me alegro que la vida le vaya tan bien. Al menos uno de los dos es plenamente feliz.

 

A las nueve de la tarde estamos listas y preparadas para volvernos a comer la noche. La movida madrileña nos espera. Ya veremos quién se come a quién.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2

 

EMPEZANDO DESDE EL PRINCIPIO

 

 

 

 

Bajamos en el ascensor mientras nos retocamos los labios con Ruby Woo de MAC. Doce pisos dan tiempo para darnos también el colorete. Nos cubre el cuerpo dos mini vestidos de Asos negros de una de las colecciones exclusivas que conseguimos en rebajas a un precio maravilloso. El mío, palabra de honor. El de mi amiga, amarrado al cuello. Sara es ortodoncista. No le pega y no gana el dineral que debería. Trabaja como auxiliar en una clínica para un jefe déspota y endemoniado. De momento se conforma con eso y dice que está adquiriendo experiencia. Yo creo que le sobra valor para los hombres y le falta para volar sola profesionalmente. Pero confío mucho en ella y sé que un día no muy lejano tendrá los ovarios necesarios para hacerlo. Y le saldrá bien. Porque talento le sobra, pero además porque se lo merece.

 

No sé si podré bailar mucho esta noche sin caer al suelo con los doce centímetros de tacón que llevamos. Me van a impedir moverme todo lo que quisiera, pero, si lo pienso, no es tan mala idea. Si bailo poco, no tendré tanta sed y no estaré tentada de beberme hasta el agua de la lluvia, literalmente hablando. Aún recordamos la noche en la que acabamos las dos tiradas sobre el asfalto con la boca abierta tragando gotas de lluvia. Fue una noche memorable, grandes momentos que guardo con cariño dentro del corazón. Una historia muy larga, ya la contaré. No quiero entretenerme ahora.

Se abre el ascensor y al salir del edificio vemos el coche negro todoterreno de Roberto. Nos pita y nos saluda con la mano indicándonos que corramos para no mojarnos. Está cayendo una buena, pero me resulta imposible correr con estos zapatos. Menos mal que me gusta llevar el pelo como si acabara de follar. Lo que se dice follar, no follo mucho, pero con que lo parezca me vale.

«Esa es la actitud».

 

Al entrar, nos saludamos con besos y abrazos. Roberto arranca y nos disponemos a recoger a Sofía. Tardamos un poco en llegar porque vive bastante lejos de nosotras. En Conde Orgaz-Piovera. Todavía en casa de sus padres, en una zona residencial bastante cara. Es una niña bien. Miento. Es una niña muy pija, pero está loca del coño. ¡Es genial! Muy divertida y, al igual que Sara, tiene un cuerpo y una cara de escándalo. Impresionante. Alta, rubia, con ojos azules y cuerpo de modelo. Es modelo. Demasiado delgada para mi gusto. Creo que yo soy la única normal de nuestro pequeño grupo. Un metro setenta, pelo castaño, ojos verdes, tez morena y sin muchas curvas, a excepción de mis pechos que, aunque no llegan a ser excesivos, tampoco son pequeños. Esa soy yo. Y un poco seca. No me gustan mucho las personas. Supongo que son las experiencias las que me han hecho desconfiar del ser humano. No sólo desconfío, además creo que el concepto humano no es el que mejor nos define.

 

Ya los cuatro en el coche, Sara empieza a contarles lo poco que nos acordamos de la noche anterior. Lo poco o nada. Eso me hace recordar que aún no sabemos cómo volvimos a casa anoche. La oscuridad del coche hace que asome un fugaz recuerdo. Cruza mi mente un leve olor a cuero y visualizo por unos segundos unos asientos oscuros... Sara inconsciente a mi lado... y unos ojos azules clavados en los míos.... Se me ponen los vellos de punta..., son intensos..., me darían miedo si no me excitaran tanto. Esa sensación dura solo un momento, pero tan intensa que me recorre todo el cuerpo.

—¡Dani, Dani! —me despierta Roberto de mi ensimismamiento—, hemos llegado. Baja con cuidado. El suelo está muy húmedo. No sé por qué os ponéis esos tacones. Nunca entenderé a las mujeres —me ayuda a salir del coche dándome la mano.

 

Roberto, ese amigo genial que toda chica desea tener, te cuida y te respeta, te escucha cuando lo necesitas y te mima más a menudo de lo que mereces. No es gay, si lo estáis pensando, ni siquiera lo parece. Para no desentonar con las dos modelos de Victoria's Secret que tengo al lado, tiene el cuerpo muy definido, debe medir casi el metro noventa, ojos color miel y un pelo rubio alborotado que lo hace parecer un chico malo. Fotógrafo, pero hace las veces de modelo cuando la oportunidad se presenta y le pagan bien. Además, también escribe para varias revistas culturales. Él me consiguió el trabajo en la galería. Ese que tanto me gusta y me da de comer. Piensa que debería pintar, no vender arte, pero todo llegará. Aún no estoy preparada para que el mundo vea mi trabajo, bueno, para eso y para escuchar una mala crítica. Sólo me falta mi hermano diciéndome: "Ya te lo dije, debiste estudiar Derecho, o Empresa, yo te hubiera dado trabajo, o te hubiera recomendado, pero decidiste estudiar Bellas Artes". Parece que lo estoy escuchando ahora mismo. Espera, no es mi imaginación, lo estoy escuchando ahora mismo.

 

Miro hacia la puerta del restaurante en el que tenemos reserva y lo veo.

—Qué bueno está tu hermano. Me lo follaría hasta matarlo —suelta Sara.

—No seas loba y deja un poco para las demás. Yo me lo tiraría ahora mismo, aquí, en medio de la calle. —Dice Sofía como si fuera lo más normal del mundo.

—Tranquila, nos lo tiramos las dos a la vez. Seguro que no pone ningún inconveniente. —Rompen en carcajadas.

Me consta que son capaces de hacerlo. Lo de follárselo en medio de la calle no estoy segura, pero lo de tirarse a un tío las dos a la vez, ya lo he vivido, en vivo y en directo. Más o menos como lo de esta mañana.

Al escuchar las carcajadas, mi hermano mira hacia nuestro grupo, me ve y viene hacia nosotros. Me da un beso en la mejilla.

—Hola, Dani. Buenas noches, chicas —les sonríe—. ¿Qué tal, Roberto? —le tiende la mano—. ¿Qué haces aquí? —se dirige a mí otra vez. Me aparta un poco del grupo para conseguir algo de privacidad. Mientras hablamos, he de contener la risa porque la jauría que hemos dejado, justo a la espalda de Fernando, está que se sale y sólo les falta meterle mano.

—Vengo a cenar —me pongo seria—. Igual que tú. Roberto ha reservado —le digo un poco a la defensiva porque sé que cree que este sitio es demasiado caro para mí.

—No hace falta que tengas aquí una de tus pataletas... —me doy la vuelta para irme, pero me coge del brazo—. Vale, perdona. No te pongas así —mira su reloj—. Tengo que dejarte. He de entrar, llego bastante tarde y este cabrón retorcido... —dice más para sí que para mí, pero he decidido que voy a picarle.

—¡Ah!, has quedado con el cabrón retorcido del que me has hablado, ¿cuál es el problema? ¿Te has encontrado con la horma de tu zapato? —cruzo los brazos.

—No te pases..., es complicado. Debo entrar —vuelve a mirar su reloj—, no me conviene cerrar este trato habiéndolo mosqueado.

Me da un beso en la mejilla y se aleja adentrándose en el local.

—Hasta luego, chicas —se despide de mis amigas obsequiándolas con su sonrisa de cerrar tratos, y no todos laborales. Qué cabrón, cómo sabe ganarse a la gente. Al fin y al cabo, forma parte de su trabajo.

 

Entramos en The Paris y lo encontramos repleto de gente. Todos vestidos con elegancia. Tenemos que esperar en la barra y allí nos tomamos unas copas mientras aguardamos mesa. Siempre he creído que lo de reservar implicaba no tener que esperar, pero esa regla aquí no cuenta. Cuando nos informan de que la mesa ya está preparada y nos acompañan a ella, yo llevo tres copas y media de vino. No me cuesta andar por esos pasillos estrechos, pero tampoco es coser y cantar. Roberto me da la mano.

 

Nos acomodan en una mesa pequeña, al fondo de la primera sala. Existe otra contigua mucho más exclusiva y tranquila donde debe cenar Fernando. No lo he visto desde que hemos entrado. Pedimos la comida y otra botella de vino. A la media hora no cantamos 'María, la portuguesa' porque no es sitio ni lugar, pero ganas no nos faltan. Cinco copas de vino después, necesito ir al baño. El lugar está un poco lejos, por eso llevo aguantando desde que nos sentamos, pero ya no puedo aplazarlo más, necesito ir, o esto va a parecer una comedia deplorable con un final muy poco digno. Me levanto y siento un poco de mareo. La jauría se ríe y Roberto se ofrece a acompañarme, pero le indico que no hace falta, sólo ha sido un traspiés.

—Estoy bien. No te preocupes. Necesito descargar —le digo agarrando sus hombros y pegando mi cara a su oreja, bajito y riéndome. Él me acaricia el hombro y posa su mano sobre mí.

De repente, siento un cosquilleo en el cuello junto a la nuca, baja hacia mi estómago y se instala allí. Es instantáneo. Miro hacia atrás y no veo a nadie observándome, pero tengo la sensación de que alguien está detrás.

Le doy un beso a Roberto en la mejilla y desaparezco de la sala. Me parece poco posible llegar a mi destino sin dar un tropezón o un batacazo haciendo el ridículo. Sería fácil montar un circo en esta pijada de restaurante, en realidad me divertiría un mogollón. Podría caerme a conciencia. Valdría la pena ver la cara de Fernando al advertir que su hermana ha perdido totalmente los papeles en un sitio donde deben conocerlo muy bien.

      «No digas tonterías, Dani».

 

Estupendo, llego sin problemas. Miro hacia atrás antes de entrar, me agarro al pomo de la puerta y compruebo que nadie se ha percatado de las dos veces que casi beso el suelo. Nadie se fija en mí, aunque durante todo el trayecto me ha acompañado la rara sensación de que me vigilaban.

Entro en el baño, lujoso y sobrado de espacio. A mi izquierda, un lavabo de mármol con dos pilas y grifos dorados. A mi derecha, tres puertas esconden los retretes. Entro en una de ellas y hago lo que he venido a hacer. Me quedo bastante más tranquila. Salgo, me lavo las manos, me (des)peino un poco y me vuelvo a pintar los labios. Contemplo mi imagen reflejada en el espejo. No estoy nada mal. El negro siempre me ha sentado bien. Hoy tengo el guapo subido. Tomo clara conciencia de que, no obstante, la falda quizá peque de corta. Tiro en vano de ella hacia abajo, no se puede sacar de donde no hay.

—La tela no va a ceder. —Escucho una voz grave y profunda que, inexplicablemente, me hace estremecer.

Miro hacia ese rugido y me encuentro a un tipo con cara de enfadado y apretando los puños. ¿Perdona? Un momento, ¿quién coño es este tío borde?, ¿qué le importa lo que lleve puesto?, ¿y qué cojones hace en el baño de señoras? Me ha leído el pensamiento porque sigue:

—El baño es unisex. —Su voz aparenta más bien una amenaza. Señala el cartel que lo indica sin dejar de mirarme. Su semblante serio me estremece. Lo juzgaría un tío que quita el hipo, macizo más que bueno, si no me cayera tan mal, así sin conocernos. Pero, madre mía, cómo le queda el traje, esos brazos torneados, esos labios carnosos, esa mirada azulada...

«¡Frena, Dani, que te embalas!».

Enfadada conmigo misma y por la reacción de mi cuerpo, opto por pasar de él y ni le contesto. Recojo mi mini bolso de Tous de la encimera, me hago la digna y salgo del baño sin mirar atrás. Sólo he recorrido un par de metros y, aún en el pasillo que separa el baño de las salas, el engreído me coge del codo y tira de mí. Me giro enfadada y le grito sin contenerme:

—Oye, no me toques, ¿quién te crees que eres?

No dice nada. Cada vez está más... ¿molesto? Sólo pasa un segundo, pero siento cómo intenta serenarse. Y, sin soltarme, baja acariciando la piel de mi brazo hasta rodear mi muñeca, me abre la mano y posa sobre ella el pintalabios que acabo de utilizar. En ese momento, algún tipo de electricidad recorre mi brazo hasta el estómago y de ahí baja a lo más profundo de mi ser. Sin soltarme, atrapa mi mirada y juraría que él siente el mismo latigazo que yo. Sus ojos vidriosos, su respiración y la manera de dejarse caer sobre una de sus piernas me lo confirman. Nos mantenemos así unos breves segundos hasta que decido que ya es suficiente y tiro de mi brazo para apartarme.

«¡Cabrón enchaquetado engreído!».

—Gracias —levanto la mano enseñando el pintalabios. Y giro sobre mi cuerpo rezando para no caerme mientras logro llegar a mi mesa.

—¿Qué te pasa? Parece que has visto un fantasma —me dice Sara con una sonrisa.

—Sí, un fantasma. Tú lo has dicho —y seguimos con nuestra cena, riéndonos de todo y de nada en particular.

 

Tras hora y media y dos botellas más de vino, terminamos de cenar y salimos de aquel sitio que me tenía un poco asfixiada. Al salir a la calle, vuelvo a reparar en Fernando, se acerca a mí y con desdén me apunta que ya he bebido suficiente.

—No, sólo un poco. La noche es joven y tú deberías serlo también —contesto.

—Por favor, compórtate un momento, voy a presentarte a... —y aparece ante mí el cabrón engreído enchaquetado de hace un rato que me mira con gesto serio.

—Dani, él es Alejandro Fernández. Alejandro, te presento a mi hermana pequeña, Daniel.

—Dani. Encantada de cono... cerle.

Al darnos la mano vuelve a recorrerme la electricidad de hace un rato y los dos nos soltamos ante tal descarga de energía.

—El placer es mío —dice secamente.

 

Nos quedamos en silencio y mi hermano salva la situación sin proponérselo despidiéndose de mí. El hombre de metro noventa, perfectamente ataviado, de ojos azules y cuerpo de escándalo, me mira sin disimulo. Me siento una niñata que no sabe manejar la situación. Se da media vuelta y yo me quedo sin saber qué coño ha pasado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3

 

EN LOS BRAZOS DE MORFEO

 

 

 

Nueve años atrás.

Facultad de Bellas Artes.

 

Dos semanas en la facultad y aún no acierto con el horario de las asignaturas y mucho menos dónde se ubican las clases. Estoy bastante perdida. Por eso hoy he decidido levantarme más temprano y no llegar tarde, pero de nada me ha servido. Ahora mismo corro por un pasillo sin saber si es el adecuado. Freno en seco en cuanto leo «Sociología de la Comunicación» en un cartelito marrón con letras blancas. Presumo de atinar con la puerta. La abro con cuidado y, sin hacer mucho ruido, me deslizo hacia la última fila intentando no llamar demasiado la atención, pero fracaso estrepitosamente en mi propósito. Tropiezo con el bolso que alguien ha dejado en el suelo y pido perdón bastante ruborizada. El calor se apodera de mi rostro.

Mientras me siento, escucho a lo lejos:

—Vuelve a llegar tarde, señorita...

—Sánchez —concluyo—. Disculpe, no volverá a ocurrir.

Mal empezamos. Esto no puede terminar bien. Giro la cabeza hacia mi derecha y me están observando los ojos más negros y profundos que he visto en mi vida. Sin bajar la vista hacia su boca, su mirada me hace entender que se está riendo... de... ¿mí?

—¿Qué te hace tanta gracia? —susurro.

El dueño del regazo sobre el que he caído no contesta, vuelve a sonreír y gira la cabeza. Pasa de mí.

¡Será imbécil…!

«Estupendo, te has sentado al lado del simpático de la clase», me dice mi subconsciente.

 

El profesor habla sobre la estructura de la parte general, el aspecto más común de la comunicación. Intento atender y escuchar, pero el dueño de esos labios me tiene obnubilada, son carnosos, rosados..., deben de ser dulces y caramelizados. Posee una mandíbula cuadrada, pelo castaño, ojos negros... Si a esta cara le acompaña un buen culo..., ¡me lo quedo! Como diría Marta, mi compañera de juergas del instituto a la que no veo desde hace más de dos meses, está de «coge pan y moja». Y huele a hierba fresca y frutas del bosque..., a mermelada…

«Es imbécil... Pero cómo será besarlo...».

 

Cuando me doy cuenta, ha terminado la clase y espero que todos se marchen para poder disculparme con el profesor. Aprovecho para visualizar si mi nuevo no-amigo tiene el culo que me imagino. Y... efectivamente, lo tiene. ¡Madre mía! El muchacho es una escultura griega; la espalda cuadrada, cintura estrecha, piernas torneadas... Con la boca abierta, se me cae la baba. Me obligo a espabilar antes de que el profesor Ramírez se vaya de la sala. Me levanto y le pido disculpas prometiéndole que no volverá a ocurrir.

 

Hoy no me da tiempo de volver para comer en el piso compartido donde vivo, así que decido quedarme en la facultad y estudiar un rato antes de la siguiente clase por la tarde. Me compro un sándwich y una botella de agua en la cafetería y me tumbo en el césped bajo un árbol. Estamos en el mes de octubre y todavía hace una temperatura maravillosa. Como siempre, me pongo a leer una novela romántica y así desconecto un poco de todo.

 

Respiro tumbada boca arriba, con mis Ray-Ban puestas, escuchando Story de Maroon 5 en mi iPod y los pies descalzos sobre la hierba. La sombra fresca de la arboleda me baña el cuerpo entero.

¡Qué tranquilidad...!

En ese momento alguien se sienta a mi lado y me pregunta por lo que leo. No lo escucho. No lo siento.

Al instante siguiente, esa misma persona, tira del cable de mis cascos y me llevo un susto de muerte.

—Pero, ¿de qué vas? —le digo con mala cara.

—¿Qué lees? —pregunta sin preocuparse.

—Y tú eres...

—Álvaro.

—Y te sientas a mi lado porque...

—Nos conocemos de clase.

—No nos conocemos. Es más, creo que te reías de mí.

—Veo que me recuerdas. Algo es algo —sonríe.

—Atrévete a quererme.

—¿Qué? —pregunta totalmente desconcertado.

—'Atrévete a quererme'. Es el libro que estoy leyendo.

Nos quedamos unos breves segundos en silencio mirándonos, se recuesta a mi lado, se pone su iPod y cierra los ojos. ¡Y vuelve a pasar de mí! No hay quien entienda a los tíos. No es que tenga mucha experiencia con ellos, pero los odio. Me quedo observándolo y decido no pensar demasiado. Hago lo mismo, me tumbo, cierro los ojos y, escuchando música, me quedo un poco traspuesta.

 

Al cabo de un rato, abro los ojos y miro hacia donde estaba mi nuevo amigo imbécil y grosero, pero se ha evaporado. Recojo todo y vuelvo a clase. De camino a mi destino, caigo en la cuenta de que me falta la novela. Vuelvo sobre mis pasos unos metros para recogerla, me la he debido dejar tirada en el césped, pero freno en seco porque creo saber quién se la ha llevado prestada.

 

 

 

*******

 

 

Actualidad.

 

Bailamos en el Club Adara. Me muevo demasiado con estos zapatos… y bebemos en exceso…, desfasando. Otra vez.

 

No sé muy bien dónde está Sara. Desapareció con un tipo hace más de una hora. No pude ver de quién se trataba. Roberto y Sofía brincan a mi alrededor como si el mundo fuera a acabar mañana.

Empieza una canción bastante sensual para el ritmo que llevamos y quiero ir a sentarme, pero Roberto cree que no es buena idea, me coge de la cintura, me aprieta contra él y comienza a movernos de una manera muy erótica. Casi prohibida. «¡Ay, Robertito, no me hagas esto que hace mucho que no pillo cacho!». Mi amigo empieza a darme suaves besos por el cuello, sube hacia mi oreja izquierda y, cuando me quiero dar cuenta, me está metiendo la lengua hasta la garganta.

Joder.

Joder.

Joder.

Bien aprisionada entre sus dos grandes manos y tan pegada a él..., que siento cómo sus partes íntimas cobran vida propia.

Vale, yo no le pongo impedimento alguno, lo dejo hacer. No sé muy bien por qué, pero esta noche necesito cariño, mucho cariño. Juro por las plataformas de Lady Gaga que jamás con anterioridad había intentado nada conmigo, ni siquiera se me había insinuado. Esto tiene que parar..., pero... ¿por qué? Me encuentro tan calentita y a gusto entre sus manos..., besa tan bien..., tiene unos pectorales tan... duros…

Enredo mis dedos en su pelo, lo despeino mientras nos besamos hasta que Sofía se da cuenta de la situación y empieza a gritar que qué cojones estamos haciendo. Nos separamos sonriendo, me paso el dedo pulgar por el labio inferior y Roberto sólo acierta a decir que lo siente.

—¡No lo sientas, joder! ¡Qué bien besas!

Y los tres nos partimos de risa.

Seguimos bailando rodeados de gente que mueven sus cuerpos desinhibidos. Una pareja de tres a mi lado, dos chicos y una chica, deberían buscar un sitio más tranquilo para terminar lo que han empezado.

El club Adara es inmenso, una gran sala con cuatro barras que rodean una increíble pista de baile de tres alturas. Gogós por todos lados subidos en jaulas, salas vips y reservados que cuelgan en alto desde donde se ve toda la discoteca. Cinco modernas lámparas de lágrimas negras y dos metros de largo, a juego con las cortinas negras y doradas que separan tres estancias, le dan un halo de sobriedad y elegancia al club. Por algo es el más conocido de todo el país. Cuatro canciones después, decido ir a la barra más cercana a por algo de beber. Durante todo el trayecto repito en mi cabeza una y otra vez que voy a pedir agua.

Agua. Agua. Voy a pedir AGUA.

—Un gin-tonic, por favor.

«Tócate el coño, Dani».

Pero no rectifico.

Mientras espero que me pongan la bebida, vuelvo a notar ese cosquilleo en la zona baja de la nuca y un escalofrío me recorre la piel.

—Ese gin-tonic está de más, ¿no cree, señorita? —me advierten al oído.

Giro la cabeza y a medio metro de mí se encuentra el dueño de los ojos más azules e intensos que he tenido el placer de admirar. «El cabrón engreído enchaquetado», pienso. ¡Mierda! A lo mejor está aquí Fernando, el que faltaba para un fin de fiesta apoteósico.

Nos quedamos mirándonos y ni siquiera sonríe. Qué coño hace aquí. No pega nada en este sitio. Divago. Chaqueta y corbata no es la ropa que el protocolo indica para estos casos, pero qué bien le sienta. Qué bueno está y cómo tiene que ser en la cama ¡Un animal!

«¡Céntrate, Dani, por dios!».

Sigo divagando. Pero qué me pasa hoy. Este hombre no me gusta lo más mínimo. Necesito echar un polvo, o mejor dos. Con él. Tiene que ser una bestia en la cama, y en el sofá́, y en el coche, y en la ducha... Este aguanta por lo menos tres asaltos.

«Céntrate. Céntrate... ¡Céntrate, ya!».

Intento ser educada.

—Hola, señor... como se llame. Si a usted no le importa, y seguro que no porque, entre otras cosas, no nos conocemos de nada, voy a beber lo que desee, o mi cuerpo aguante...

—Tu cuerpo no aguanta más —me corta.

—Claro que sí, no sabes tú —hasta aquí ha llegado mi educación— lo que este cuerpecito es capaz de aguantar —le suelto contoneándome.

¡Uy! Que me caigo… Vale, estoy flirteando, cosa que no se me da muy bien. Y borracha perdida aún menos. Me agarro a la barra y me sonrojo. Lo admito, lo he dicho con toda la intención, no me importaría que este adonis me lleve al límite, que compruebe lo que mi organismo es capaz de soportar.

—Dile a tus amigos que te vas. Te voy a llevar a casa —dice con cara de "te estoy perdonando la vida y no te das cuenta".

Muy bien. Se acabaron las tonterías. No lo conozco de nada y, aunque no me importaría verlo desnudo, no tiene por qué decirme todas estas cosas. A lo mejor lo ha enviado Fernando. Mi hermano es tan retorcido como para hacer algo así.

—Tu copa, guapa —dice la camarera. Saco la cartera de mi bolsito, pago la bebida, me doy media vuelta y me voy. Espero no verlo más..., a no ser que sea quitándose la ropa frente a mí, claro. En ese caso puedo hacer una excepción.

«Creo que has bebido demasiado».

Yo también lo creo.

 

Llego donde bailan todos y Sara ha vuelto a unirse a la fiesta. Aunque fiesta la que se habrá tirado en alguna esquina del local. No puedo imaginarme quién puede ser el afortunado. Pero me intriga ese halo de misterio con el que trata el tema. Seguro que lo conozco.

 

Seguimos bailando y Roberto vuelve a sobarme. Me da igual. Lo dejo. Yo también quiero jolgorio en alguna esquina oscura del club. Podría ser un buen final para esta noche. Pero voy a ser sincera. Tampoco recuerdo el final de esta noche de fiesta.

 

Intento abrir un ojo y después otro, pero los vuelvo a cerrar de golpe porque la luz que entra por el gran ventanal de mi habitación quiere dejarme ciega, la muy hijaputa. Me tapo la cabeza con la almohada y vuelvo a escuchar ruidos en la habitación de esa mala amiga que ayer me prometió que no se traería nadie a casa. Por los colosales gruñidos debe estar echando el polvo del siglo. Esta vez tiran el tabique que nos separa si no terminan pronto. No exagero, la lámpara del techo se mueve como si fuera el camarote de un crucero en medio de una tormenta descomunal.

Bostezo y trato de levantarme. Un momento. Me miro. Estoy en pijama.

Si no recuerdo cómo conseguí llegar a casa, cómo pude ponerme el pijama. Siempre me despierto sobre la cama revuelta y con la ropa del día anterior, oliendo a alcohol y muerta del asco. Esta vez no es así. Qué raro. Cómo conseguiría hacerlo yo sola, porque estoy sola, ¿no? Miro a mi alrededor y me cercioro de que es así́. Compruebo que debajo de la cama no hay nadie escondido. Cosas más raras me he encontrado ahí debajo.

 

Me encamino a la ducha y me doy un baño de agua caliente que dura más de lo necesario. O no, según como se mire. Me pongo un chándal y me dirijo a la cocina. Esta vez no hay sorpresas. No veo culos de premios internacionales que me miran con un solo ojo, ni tríos mañaneros sobre el sofá.

 

Me tomo el café leyendo las noticias en mi iPhone y decididamente llego a la conclusión de que al mundo se le ha ido la olla.

—Buenos días, amor —me besa Sara en la mejilla—. ¿Dónde está tu hombre? —¿Me lo dice a mí? Miro a mi alrededor, sin embargo llego a la conclusión de que habla conmigo, no hay nadie más en la habitación.

—¿A quién te refieres? ¡Mierda! —se me cae el alma a los pies, la he cagado pero bien—. Me he acostado con Roberto. No, no, no, no... —me tapo la cara y gimoteo.

Tierra trágame y no me escupas nunca.

—Tranquila, os devorasteis en medio de la pista, pero no. Me refiero al tío bueno con cara de perdonavidas que anoche nos trajo a casa y a ti, señorita, te metió en la cama —me señala con un dedo.

Qué cojones hice anoche. Y por qué Sara lo recuerda y yo no.

—Deja de fumar maría, te está afectando. Nadie me acompañó anoche. Me acordaría —o eso creo.

 

Sale de la cocina con dos cafés, uno en cada mano, y me deja sin saber nada más. Le chillo y ordeno a voces que vuelva, pero ella tiene mejores planes en la habitación del placer que disipar mis lagunas.

 

Vuelvo a leer las noticias en el móvil y me doy cuenta de que tengo dos mensajes de WhatsApp y un mensaje de texto. Miro antes los WhatsApp.