Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Emma Darcy
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
De la tragedia al amor, n.º 1494 - septiembre 2018
Título original: The Bedroom Surrender
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9188-649-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
EL grupo de niños que entró en el vestíbulo del hotel llamó la atención de Adam Cazell, pues se trataba del Raffles Hotel Le Royal, la meca de los turistas adinerados en Phnom Penh, y era la hora del cóctel. Adam se detuvo en su camino al famoso Elephant Bar donde iba a reunirse con sus compañeros, divertido por la alegre excitación de los niños, vestidos todos con pantalón largo negro y túnicas blancas. Entonces, vio a la mujer que los guiaba y se quedó petrificado. Su exquisita belleza lo dejó sin aliento y le golpeó el corazón, borrando cualquier otra cosa de su mente.
Una piel pálida y perfecta que brillaba como una perla; cabello negro largo y sedoso que le caía hasta la cintura; ojos exóticos, de un color negro aterciopelado y con largas pestañas de seda, ligeramente rasgados, y unas cejas finas arqueadas también hacia arriba que acentuaban la belleza de sus pómulos angulosos. La nariz recta compensaba la lujuriosa sensualidad de la boca más sexy que jamás hubiera visto, con labios carnosos y rosados, asombrosamente perfilados por su textura y no por brillo, pues no llevaba maquillaje que él pudiera percibir.
Una obra de arte natural. No era camboyana como los niños. Era alta, esbelta, con una elegancia innata, y Adam no podía adivinar de qué país provenía o qué mezcla de genes la habían creado. No tenía comparación entre las bellas mujeres que hubiera conocido, y siendo uno de los pocos millonarios en la flor de la vida había conocido cientos.
Con todo el poder de su mente, quiso que lo mirara, pero ella no lo hizo, sino que siguió hablando con los niños, que la atendían embelesados como si reverenciaran a una diosa.
–¡Dios santo! –resonó la voz sorprendida de su acompañante, Thalia Leaman, al tiempo que lo agarraba del brazo–. Qué curioso ver aquí a Rosalie James.
Adam había dejado a Thalia en el baño secándose su larga melena rubia, una tediosa tarea que acababa con la paciencia de aquel, y la miró enseguida para ver si ella miraba a la mujer de los niños. No tuvo ninguna duda.
–¡Rosalie! Hola –saludó su acompañante levantando la otra mano.
La mujer respondió con una ojeada rápida y el ceño fruncido, una mirada oscura y luminosa que pasó casi rozando a Adam, y con sonrisa compungida asintió en señal de reconocimiento hacia Thalia.
–Debe de estar con sus historias de caridad para niños –comentó Thalia, aferrándose al brazo de Adam–. Vamos, cariño. Los otros estarán esperándonos ya en el bar.
Le molestó que ni siquiera hubiera notado su presencia. Normalmente él resaltaba como un hombre grande. Medía más de metro ochenta, era ancho de espaldas, fuerte y con un rostro que la mayoría de las mujeres encontraban atractivo, y se conservaba bien para sus treinta y ocho años. Tenía una buena mata de pelo castaño salpicado de mechones grises que añadían un toque especial a su distinguida imagen. No estaba acostumbrado a pasar desapercibido.
–¿Quién es Rosalie James? –preguntó a Thalia, que lo miró incrédula.
–¿No lo sabes?
–Si lo supiera, no te lo preguntaría.
–Es la reina de las pasarelas para todos los diseñadores influyentes de Europa y Estados Unidos –contestó ella poniendo los ojos en blanco–, la modelo a la que todos se disputan para mostrar sus colecciones estrella. Las demás ni contamos si Rosalie James está disponible.
–¿Es un comentario punzante?
–La pura verdad. Ni siquiera puedo ser punzante con ella, aunque se lleve todos los trabajos golosos. Cuando no desfila, trabaja con niños huérfanos y creo que la mayor parte de lo que gana es también para ellos. Es muy raro verla en el circuito social, no le gustan las fiestas –le explicó Thalia, y lo miró–. No es tu tipo, Adam.
–No –estuvo de acuerdo él, y caminaron hacia el bar.
Pero no podía borrarse de la cabeza la imagen de Rosalie James, una rareza que lo enfadaba y lo intrigaba. No comprendía por qué una mujer tan bella gastaba todo su tiempo libre en obras de caridad, por no mencionar el gastar en ellas lo que ganaba.
Adam se sabía un conquistador nato. Conseguir éxito en los negocios de éxito siempre lo había entusiasmado, aunque se aburría de ellos una vez que lo lograba. Su último reto era crear una nueva aerolínea y quería organizar vuelos baratos al sudeste de Asia. Creía que Camboya tenía mucho que ofrecer a los turistas. Phnom Penh, con su Palacio Real y la Pagoda de plata con sus fabulosos Budas, uno con más de nueve mil diamantes incrustados y otro de cristal de Baccarat, guardaba tesoros extraordinarios. Y haber visto aquel mismo día Angkor Wat, el increíble complejo de templos del siglo XII, definitivamente le había compensado el viaje.
Había llevado con él a algunos ejecutivos de su compañía y sus mujeres, y cuando Thalia y él llegaron al Elephant Bar, ellos estaban allí comentando aún las maravillas que habían visto en Angkor Wat. Adam dejó a Thalia con ellos y fue a la barra.
–Acaba de entrar un grupo de niños en el hotel –le comentó al camarero–. ¿Qué hacen aquí?
–Han venido a cantar para el grupo que cenará en la piscina esta noche. Va a haber una rifa y la recaudación es para su orfanato, así que su pequeño concierto es un modo de dar las gracias. Lo organiza la señorita James.
–¿Conoce a la señorita James?
–Los niños la llaman su ángel –asintió el camarero con una sonrisa–. La verdad es que canta igual. Hace muchas cosas por los huérfanos.
Adam frunció el entrecejo. Él no la había visto como un ser etéreo como un ángel; su impacto había sido físico, sensual, sexual. Lo cual hacía que le frustrara aún más que no hubiera notado su presencia ni hubiera sabido quién era él. Ni siquiera al ver a Thalia había mostrado la más mínima curiosidad por el acompañante de su colega.
La mayoría de las mujeres que conocía eran como mariposas que revoloteaban instintivamente alrededor del dinero. Como Thalia, también una top-model que se sentía feliz de aprovecharse mientras durara. Él sabía que su dinero era un as en la manga y para él era el orden natural de las cosas. Disfrutaba de tener alrededor a las mujeres más atractivas tanto como ellas disfrutaban de todo lo que él les diera. Era algo que creía tan garantizado que una mujer bella más o menos no debería importarle. Pero que no le hicieran caso le había llegado al alma, sobre todo cuando él había querido impresionarla del mismo modo en que ella lo había impresionado a él. Quiso pensar en ello como una vejación pasajera. Rosalie James vivía en un mundo diferente al suyo y perseguirla sería absurdo y nada productivo. Era obvio que en su mundo hacer buenas obras tenía prioridad sobre los placeres pecaminosos.
Intentó quitársela de la mente charlando con sus ejecutivos sobre la viabilidad de establecer un servicio de Saturn Airline en Camboya, pero cuando se trasladaron del bar al comedor oyó su voz, tenía que ser la suya, cantando los versos de una canción muy melódica con un tono claro, puro, prefecto… angelical. Ninguno de los artistas a los que había fichado para Saturn Records hacía unos años se había acercado siquiera. Un escalofrío le recorrió la espalda. Rosalie James habría sido una estrella en el mundo de la música y aún podría serlo, con su belleza y su talento.
Entonces los niños se unieron en el estribillo, cantando con más entusiasmo que musicalidad, a grito pelado, casi ahogando la voz de ella.
Se dijo que debía olvidarla; había vendido la discográfica para fundar la aerolínea y no había ningún beneficio en forzar el conocer a Rosalie James, ni en lo personal ni por asunto de negocios.
Seis meses más tarde, volvió a verla, y de nuevo su belleza lo paralizó.
Fue en el Met, en Nueva York, en el estreno del Turandot de Puccini. A Adam no le entusiasmaba la ópera, pero se había visto forzado a acudir a aquel estreno, cuya recaudación era para una organización caritativa, por su última conquista, Sacha Rivken, a quien le encantaban todos aquellos eventos que prometieran muchas celebridades. Su relación era suficientemente nueva para que aún le gustara complacerla.
Se sentaron con unos amigos de la jet set en un palco del famoso Metropolitan Opera House. Sacha y él estaban sentados en la esquina del palco para ver más fácilmente a la gente de los dos palcos situados frente al escenario. El más lejano fue el que primero se llenó. Sacha se estaba preguntando quién ocuparía el contiguo cuando llegó el grupo y Adam se sobresaltó al reconocer a Rosalie James encabezando a sus acompañantes hasta la primera fila.
Llevaba el cabello lacio recogido, dejando al aire un cuello de cisne del que colgaba un espléndido collar de rubíes y diamantes. No llevaba una túnica asexuada y pantalones negros, sino un vestido ajustado de terciopelo rojo oscuro que dejaba adivinar sus senos, su cintura, sus caderas y cada curva femenina de una manera que quitaba el aliento. Las mangas sin hombros se unían a un escote bajo en forma de corazón que dejaba adivinar de forma tentadora su pecho. Tenía un porte majestuoso y Adam pensó que, si hubiera llevado una diadema, la gente se preguntaría a qué familia real pertenecía.
Mientras se sentaba en el último asiento Rosalie sonrió al hombre que se sentaba a su lado, un hombre grande, tan fuerte como Adam, alto, corpulento, maduro y con mechones grises repartidos por su cabello castaño, que le sonreía como si estuvieran compartiendo un momento muy íntimo y cálido. Adam no había sentido celos en su vida, y sin embargo una violenta ola de ellos lo golpeó de repente. Rosalie había ofrecido un hueco en su vida a su acompañante, un hombre muy parecido a él, y Adam se sintió engañado, con todos los músculos tensos de ira por aquella jugada del destino.
–¡Eh, es Rosalie James! –susurró Sacha, excitada–. Y lleva la sensación de la colección Bellavanti de esta temporada. Seguro que se lo han prestado para el estreno. ¡Y mira el collar! Seguro que se lo ha prestado Bergoff. Debe de valer una fortuna.
Adam pensó que entonces no se había gastado el dinero en sí misma ni tampoco eran regalos de un amante, lo cual lo alivió en cierto modo.
–¿Quién es el que va con ella?
–No lo sé. Pero menudo monumento; es impresionante.
–James… ¿Tiene algo que ver con el tenor que va a debutar esta noche? –preguntó el único aficionado a la ópera del grupo. Adam ojeó el programa y vio que el nombre del tenor era Zuang Chi James.
–No es china –apuntó de forma irónica.
–No te has leído la biografía, Adam –llegó la respuesta ligeramente burlona–. Zuang Chi nació en China pero su familia lo sacó de forma clandestina a Australia porque querían que tuviera la oportunidad de desarrollar su voz. Fue adoptado oficialmente por un antiguo embajador en China y su mujer, Edward y Hillary James. Lo llevaron al Conservatorio de Música de Sidney, donde obtuvo una beca…
–Oye, Rosalie James también es australiana –comentó Sacha llena de excitación–. Puede que tengas razón sobre su conexión.
Adam se preguntó si aquella era su nacionalidad, australiana. Pensó que no podía haber nombres más ingleses que Edward y Hillary, pero ella no le parecía anglo-australiana. Y el hombre pelirrojo que iba con ella le parecía más un maleante escocés; su mano engulló la delgada mano de ella en cuanto se apagaron las luces.
Adam estuvo sufriendo todo el primer acto de la ópera, pues no se podía quitar de la cabeza a Rosalie James y su acompañante, completamente cautivados por lo que tenía lugar en el escenario. Ni una vez ella miró en dirección a su asiento, y cada vez que Zuang Chi James cantaba, ella se asomaba más, con toda la atención en el tenor como si en efecto tuviera un interés personal. Adam se preguntó si sería su hermano adoptivo; desde luego se llevó los mayores aplausos de ella.
Pero por otro lado era su debut en el Met, lo cual probablemente sería un hito en cualquier carrera operística, e incluso Adam admitió que tenía una voz magnífica. Pensó que aquellos hechos por sí solos podían suscitar el interés de Rosalie James. Después de todo, ella cantaba como un ángel, aunque sin la resonancia de una voz entrenada.
Al final Adam recordó que la recaudación de aquel estreno iba destinada a una organización caritativa, y decidió que aquel sería el motivo de que estuviera allí. Probablemente la mayor parte de la gente de su palco estaría relacionada con aquella organización. Aunque le pareció que estaba demasiado pegada al hombre grande de su lado como para que solo fuera un socio más de la organización; la espléndida comunicación entre ellos se le clavó como una espina, y se alegró de que la ópera terminara. La cena en el Cuatro Estaciones fue más de su estilo.
Tres meses más tarde sus caminos volvieron a cruzarse de forma inesperada, con el mismo impacto que las otras veces, pero con una diferencia. En aquella ocasión, Adam no iba acompañado por otra mujer y Rosalie James estaba sola.
Fue un domingo de verano en Inglaterra. Adam había dejado su residencia en Londres, muerto de ganas de deleitarse conduciendo su Aston Martin hasta el campo y recoger a su hija en la finca de los Davenport, donde había pasado la primera semana de sus vacaciones con su mejor amiga, que resultaba ser sobrina del conde de Stanthorpe.
A su ex mujer le encantaba aquella conexión con la clase alta británica y enviar a su hija a Roedean era puro esnobismo por parte de Sarah, algo ridículo para Adam, pero no suficiente razón para discutir. Además, Cate parecía feliz.
Esta acababa de cumplir los trece. Era su única hija de su único matrimonio, y era una chica muy viva. Él se sentía muy orgulloso y siempre le agradaba poder pasar tiempo con ella. Se divertían juntos, una diversión que su madre nunca había apreciado, que incluía visitar lugares distintos y experimentar cosas nuevas.
Para Sarah no había ningún lugar como Inglaterra y no se sentía a gusto en ningún otro sitio, algo que dejó muy claro al divorciarse de él tres años después de casarse. No quería malgastar su vida viajando de un lado para otro del mundo con él. Ahora estaba casada con un diputado y era la perfecta esposa de un político.