
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Harlequin Books S.A.
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Legalmente unidos, n.º 226 - septiembre 2018
Título original: Legally Binding
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-917-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Acerca de la autora
Personajes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Ann Voss Peterson siempre quiso escribir, por eso eligió estudiar escritura creativa en la Universidad de Wisconsin. Como tenía que ganarse la vida, trabajó en cosas tan dispares como los caballos, como correctora de transcripciones legales e incluso de limpiacristales. Pero, independientemente de cómo se ganara la vida, seguía escribiendo el tipo de historias que más le gustaban: las historias románticas de suspense. Ann vive en Wisconsin, con su esposo, sus dos hijos, su perro y su yegua.
Lindsey Wellington: Ansiosa por demostrar que Bart Rawlins es inocente, aprovecha la oportunidad de defenderlo ante los tribunales.
Bart Rawlins: Después de despertarse con las manos manchadas de sangre, tiene que enfrentarse contra una acusación de asesinato sin recordar absolutamente nada de lo que ha ocurrido la noche anterior. Bart necesita que Lindsey le ayude a demostrar que es inocente.
Jebediah Rawlins: Cuando Jeb, el tío de Bart, aparece muerto, una vieja rencilla familiar apunta a que su sobrino es el que lo ha matado.
Hurley Zeller: ¿Qué tiene el ayudante del sheriff contra Bart?
Gary Tuttle: ¿Sabe el capataz de Four Aces Ranch más de lo que está dispuesto a admitir?
Kenny Rawlins: ¿Podría haber matado el primo de Bart a su propio padre para heredar su rancho?
Brandy Carmichael: ¿Quién es la misteriosa rubia?
Paul Lambert: El jefe de Lindsey tiene fe en ella. ¿Está justificada?
Donald Church: El abogado que se encarga de las herencias y testamentos de los Rawlins puede conocer sus secretos, pero se los guarda para sí mismo.
Nancy Wilks: ¿Sabe la secretaria de Lambert & Church más de lo que debería sobre los clientes del bufete?
Beatrice Jensen: La enfermera geriátrica tiene su propio secreto.
Escopeta Sally: ¡La legendaria mujer de la frontera ejerce su influencia sobre las vidas de Kelly, Lindsey y Cara en su búsqueda de la verdad!
Bart Rawlins abrió un ojo. El sol de mediodía, que entraba por la ventana, lo cegó. El dolor, más afilado que su viejo cuchillo Buck, le atravesó la cabeza. Tuvo que agarrarse al borde del colchón para que la habitación dejara de dar vueltas.
No había bebido tanto la noche anterior, ¿o sí? No era posible que hubiera ingerido tanto alcohol como para padecer una resaca tan descomunal.
Recordaba que había ido al Dale otra vez la noche anterior con Gary Tuttle, el capataz de su rancho. Recordaba que habían cenado los famosos chili con carne de Wade y que habían tomado unas cuantas cervezas. Pero no las suficientes como para que le fuera a estallar la cabeza. No las suficientes como que pareciera que se le había metido un animal en la boca y había muerto allí.
Demonios, él era demasiado viejo para aquello. Siempre había pensado que, a los treinta y cinco años, estaría con la mujer de su vida, criando hijos e hijas a los que dejar el Four Aces Ranch. En vez de ello, estaba en la cama con las botas puestas y con una tremebunda resaca. Se llevó una mano a la frente y notó que la tenía pegajosa. Pegajosa, húmeda… y olía a…
Abrió los ojos y se incorporó de golpe. Se miró los dedos extendidos. Tenía las manos manchadas de algo marrón. Los vaqueros también.
¿Sangre?
¿Qué demonios? ¿Se había emborrachado y se había metido en una pelea? ¿Sería un puñetazo bien dado lo que le había causado aquel dolor de cabeza?
Bart se tiró de la cama y fue al baño a mirarse al espejo. Aunque tenía la nariz un poco torcida por haberse caído del caballo a los diez años, estaba perfectamente. Después comprobó el resto del cuerpo, pero no tenía ninguna herida. La sangre debía de ser de otro tipo.
En aquel momento, sonó el timbre de la puerta. ¿Quién demonios podría ser? Intentó recordar si tenía alguna cita aquella mañana, pero no pudo.
El timbre volvió a sonar. Fuera quien fuera, no iba a marcharse.
Bart abrió el grifo y se lavó las manos y la cara rápidamente. Después bajó las escaleras mientras se secaba con una toalla. Sería mejor que abriera antes de que el timbre despertara a su padre. Menos mal que el hombre dormía como un tronco.
Bart iba a intentar librarse de quienquiera que fuese para poder dormir su resaca en paz, y después intentar recordar qué demonios había ocurrido la noche anterior.
Llegó al vestíbulo y abrió la puerta.
El ayudante del sheriff, Hurley Zeller, lo miraba con los ojos entrecerrados. La mano derecha del sheriff tenía una forma de mirar que hacía que un hombre pensara que había hecho algo ilegal incluso aunque no fuera cierto. Y desde que Bart le había quitado el puesto de capitán del equipo de rugby del instituto, siempre había guardado su mejor mirada de acusación para él.
—¿Qué tal, Hurley?
—Tengo malas noticias.
—¿Qué ocurre?
—Tu tío Jebediah. Ha muerto.
Bart dejó escapar un silbido. La muerte del tío Jebediah significaba que no habría reconciliación. No podría zanjarse la enemistad que había separado al clan de los Rawlins, y que había empezado el día en que el abuelo de Bart había muerto y había dejado a su hijo Hiriam un pedazo de tierra más grande de su rancho de veintiocho mil hectáreas. Con la muerte de su tío ya era demasiado tarde como para que aquella historia tuviera un final feliz.
—Sí son malas noticias, Hurley. Muy malas. ¿Cómo ha muerto?
Hurley fijó los ojos en el cinturón de cuero de Bart, donde estaba la funda en la que guardaba su chuchillo Buck.
—Quizá yo debiera hacerte esa pregunta.
Bart se puso la toalla en el hombro y se tocó la funda del cuchillo. Estaba vacía. El cuchillo de caza que había llevado allí colgado desde que su padre se lo había regalado por su décimo cuarto cumpleaños no estaba. Bart se quedó asombrado y confundido.
—No creerás que yo he matado…
La pregunta se le ahogó en la garganta. Observó cómo Hurley miraba la toalla que tenía en el hombro.
Tenía manchas rosas de la sangre que se había quitado de la cara y de las manos.
Hurley sonrió ligeramente.
—Creo que vas a venir conmigo, Bart. Y tienes derecho a permanecer en silencio.
Lindsey Wellington se colocó bien la chaqueta del traje, tomó su maletín de piel y se dirigió hacia la cárcel de Mustang County para comenzar su primer caso en solitario. Ni siquiera había estado tan nerviosa cuando se había presentado a los exámenes de la oposición para obtener el título de abogada del estado de Texas. Al menos, sus años en la Harvard Law School le habían proporcionado suficiente experiencia a la hora de examinarse. Sin embargo, aquello era algo completamente diferente. Era la vida real.
Aquello era un asesinato.
Les había explicado a Paul Lambert y a Donald Church, los socios mayoritarios de Lambert & Church, que no estaba especializada en derecho penal. También les había recordado que no tenía experiencia en juicios, y que cualquiera de ellos dos estaría mucho más cualificado. Pero ellos habían insistido en que aceptara el caso de todas formas. Aunque Paul y Don habían trabajado en casos penales, el bufete no tenía en plantilla un abogado especializado. No, desde que Andrew MacGovern había muerto en un incendio el mes anterior. No, desde que Andrew había sido asesinado, se corrigió a sí misma. Un asesinato que no habría sido descubierto, ni mucho menos resuelto, si no hubiera sido por su querida amiga, la hermana de Andrew, Kelly, y por su nuevo marido, Wade Lansing.
Lindsey entró en el vestíbulo de la cárcel, y fue conducida por un funcionario hasta una pequeña sala donde esperaría a su cliente.
Su cliente.
Se estremeció al pensarlo, e intentó controlarse. No podía permitirse el lujo de estar tan nerviosa. Aquel caso era la oportunidad que había estado esperando. A dos mil quinientos kilómetros de la influencia bienintencionada de su familia y de su disposición a mover sus contactos para ayudarla, finalmente le habían dado la oportunidad de empezar por sí misma.
Dejó su maletín sobre la mesa y respiró profundamente para relajarse. No podía permitir que su cliente se diera cuenta de lo nerviosa que estaba, o de la poca experiencia que tenía. Si quería demostrar que era una profesional, tenía que comportarse como una profesional.
La puerta se abrió, y el funcionario dio paso a un hombre alto que llevaba un mono naranja. Lindsey subió los ojos y vio una cara bronceada y unos chispeantes ojos verdes. Tuvo que hacer un esfuerzo por controlar la respiración. Era toda una suerte que estuviera sentada, porque sintió que las rodillas le flaqueaban.
Al verse a sí misma defendiendo a un tipo llamado Bart Rawlins, se había imaginado a Black Bart, el infame forajido. Grande, taimado, con un abrigo y un sombrero negros. Pero el hombre que se estaba sentando enfrente de ella era totalmente distinto a lo que había pensado. Tenía el cuerpo de un Adonis y el pelo rubio, y parecía un actor recién salido de la gran pantalla.
—Tú debes de ser Lindsey Wellington —dijo él, y le tendió la mano para saludarla—. Yo soy Bart Rawlins.
Ella asintió. Al sentir en la piel el roce de sus dedos ásperos, tuvo un escalofrío.
—No se preocupe, señor Rawlins. Lo sacaré de aquí inmediatamente.
—Llámame Bart. Paul y Don me han dicho que eres la mejor abogada del bufete.
¿La mejor? ¿No le habían dicho que le habían dado aquel caso a una abogada que acababa de obtener su título?
—Paul y Don exageran. Pero lo haré lo mejor que pueda, Bart. Te lo prometo.
—Estoy seguro de que lo harás —dijo él, e inclinó la cabeza para observarla con aquellos ojos casi fluorescentes—. Se les olvidó decirme que también eres la abogada más guapa del bufete. Demonios, la más guapa de todo el condado.
Para horror de Lindsey, sus mejillas empezaron a arder.
—Yo… deberíamos… quiero decir, gracias —terminó, torpemente. ¿Qué le ocurría? Estaba ruborizándose y tartamudeando como una adolescente.
—Así que, ¿por dónde empezamos? —le preguntó él.
Ella lo miró sin entenderlo, confusa.
—Mi defensa. ¿Por dónde deberíamos empezar?
Lindsey se obligó a salir del trance de idiotez en el que había entrado cuando él había aparecido en la habitación. Tenía que recuperar la compostura. Ella era una profesional.
—Dime lo que ocurrió anoche.
Él se pasó la mano por la cara y sacudió la cabeza como si hubiera contado la historia muchas más veces de lo que hubiera querido.
—Fui al bar de Wade Lansing, un salón que hay en Main Street y que se llama Dale otra vez. Jugué al billar un rato, tomé unas cervezas y esta mañana me he despertado con una resaca espantosa.
—¿A qué hora saliste del bar?
—Ése es el problema. No lo recuerdo.
—¿No recuerdas la hora?
Él hizo una mueca de desesperanza.
—No recuerdo haberme marchado.
Ella intentó que la sorpresa no se le dibujara en la cara. Bart Rawlins no le había parecido un bebedor. En el mundo profesional del derecho, estresante y competitivo, abundaban los bebedores, pero todos los que ella había conocido en sus veintiséis años de vida tenían un aire de desesperación que Bart no tenía.
—¿Cuántas cervezas te tomaste?
—Tres. Cuatro, como mucho.
Ella lo observó de pies a cabeza, intentando hacer caso omiso de la sensación que notaba en el estómago al ver sus piernas largas y delgadas y sus hombros musculosos. Con su tamaño, tres o cuatro cervezas no podían haberle provocado tal borrachera. Sin embargo, algunas veces la gente subestimaba la cantidad de alcohol que había consumido.
—¿Estás seguro de que no tomaste más?
—Para ser sincero, no recuerdo mucho de lo que pasó anoche, pero normalmente, sólo me tomo tres o cuatro. Quizá ayer bebiera alguna más —dijo, y sacudió la cabeza. Obviamente, no sabía qué responder.
—¿Volviste a casa en coche?
—No, no había llevado mi camioneta. Había ido con mi capataz. Quizá también me marché con él. No lo recuerdo.
—Hablaré con él. Y también hablaré con el camarero del bar. Es posible que él sepa con seguridad lo que bebiste —dijo Lindsey, tomando notas en un cuaderno—. Por supuesto, siempre existe la posibilidad de que te drogaran.
Él arqueó las cejas, sorprendido.
—¿Que me drogaran?
—Rohipnol, o algo por el estilo. Es un tranquilizante ilegal que provoca pérdidas temporales de memoria.
—He oído algo de eso en las noticias. Pero, ¿quién iba a drogarme a mí?
—Alguien que quisiera asegurarse de que te acusaban del asesinato de tu tío.
Él asintió y frunció el ceño.
—Entonces, ¿qué pasa con la sangre? ¿De dónde ha salido?
Ella se mordió el labio inferior.
—¿Qué sangre?
—Cuando me desperté, tenía sangre en las manos y en la ropa. Al principio, creí que me había metido en una pelea. Pero no es así, porque no tengo arañazos ni moretones.
—¿La policía tomó muestras de esa sangre?
—Sí, y también me hicieron un montón de fotografías.
Ella notó el comienzo de un dolor de cabeza. Si el fiscal relacionaba la sangre de las manos de Bart con la de su tío, Bart estaba condenado. Sólo O.J Simpson había conseguido salvarse de una prueba como aquella. Y no se le había juzgado en Texas.
—Hay algo más.
Ella casi se estremeció de dolor.
—¿Qué?
—Mi cuchillo. Es un Buck modelo Uno Diez. Ha desaparecido. Y, por la forma de mirarme, creo que Hurley Zeller sabe dónde está.
—En la escena del crimen.
—Eso es lo que creo yo —dijo él. Tenía la voz ronca. Parecía que todo su encanto y buen humor se habían derrumbado, finalmente, bajo el peso de todas aquellas pruebas contra él. O quizá hubiera observado la cara de su abogada.
Ella forzó una sonrisa para infundirle confianza.
—Encontraremos las respuestas. No te preocupes.
Él asintió, pero a juzgar por la palidez de su cara, no se había tragado su optimismo.
—Lo primero que tenemos que hacer es sacarte de aquí. ¿Tienes dinero o propiedades que puedas entregar como fianza?
—Yo no lo maté.
La sinceridad que había en su tono de voz hizo que a Lindsey se le llenaran los ojos de lágrimas, y parpadeó.
—No tienes que decírmelo, Bart.
—Quiero decírtelo. A pesar de las diferencias que mi padre tuviera con mi tío, yo no lo maté. Yo no mataría a nadie.
—¿Y tu padre?
Bart entrecerró los ojos.
—Mi padre está enfermo. Y aunque no lo estuviera, él tampoco mataría a nadie.
—Por supuesto —asintió Lindsey—. Sólo tenemos que demostrarlo. Y lo haremos.
—¿Estoy enfrentándome a la pena de muerte?
—No. Te acusarán de homicidio en primer grado. Sólo los asesinatos capitales se castigan con la pena de muerte en Texas, y para que este caso se considerara así, tendría que haber otros factores.
—¿Otros factores?
—Por ejemplo, que la víctima fuera un oficial de policía. O que el homicidio fuera intencionado y se hubiera cometido en el transcurso de otro delito. O que más de una persona fuera asesinada siguiendo el mismo plan. La sentencia más severa que pueden imponerte es la cadena perpetua.
—Eso es lo mismo que la muerte para mí —respondió él, bastante abatido—. Dímelo con sinceridad. No tengo muchas oportunidades, ¿verdad?
Si hubiera tenido más experiencia, probablemente hubiera estado preparada para responder a aquella pregunta. Sin embargo, no tenía ni idea de qué podía decir.
—Ni una, ¿verdad?
—Llegaremos a la verdad, Bart. Te lo prometo.
Él la miró directamente a los ojos.
—Gracias, Lindsey.
Ella notó que un escalofrío le recorría la espalda al oír el sonido de su acento texano pronunciando su nombre. Sin embargo, no se estremeció únicamente por la atracción física, sino también de miedo. Porque en aquel caso, perder no significaba únicamente avergonzarse en el juicio o perjudicar su incipiente reputación.
En aquella ocasión, perder podía costarle a un hombre su libertad.
Bart hizo un gesto de dolor cuando la aguja se hundió en su brazo. Una vez que la vía estuvo en su lugar, el doctor Swenson ajustó la jeringuilla y la llenó de sangre roja. Su sangre. Sangre que, si tenía suerte, estaría contaminada con Rohipnol o alguna otra droga.
—Demonios.
Lindsey Wellington inclinó su dulce cuerpecito hacia él, y su suave perfume de rosas le invadió la nariz. El pelo, de color castaño claro y muy brillante, se le deslizó por los hombros y le rozó a Bart el brazo.
—¿Duele?
—¿Qué, la posibilidad de que me hayan drogado? Sí, desde luego que duele. Me hace daño en la masculinidad.
Ella esbozó una sonrisa.
—Dudo que tu masculinidad sea tan frágil.
—Quizá no cuando tú estás cerca. Eres tan femenina que conseguirías que un mequetrefe se sintiera como un semental.
Aquel bonito color sonrosado volvió a teñirle las mejillas. Dios, era una mujer preciosa y delicada. Tenía los ojos azules y grandes, la piel inmaculada y el pelo sedoso. Pero aquello no era todo. Además de su físico, Lindsey Wellington era muy inteligente, y tenía un acento de Boston tan refinado que le recordaba a la familia Kennedy.
Y era su abogada. Asombroso.
Él había crecido con la idea de que, con la excepción de Paul Lambert y Don Church, los abogados eran unos chupasangres. Sin embargo, Lindsey Wellington había destruido aquel concepto en cuanto él le había puesto los ojos encima.
Era una auténtica pena que no la hubiera conocido la semana anterior, o el mes anterior. Antes de tener una acusación de asesinato sobre su cabeza. Quizá, de haberla conocido antes, hubiera estado demasiado ocupado intentando conseguir una cita con ella, y no habría ido al bar aquella noche. Era una broma del destino, y muy cruel. No podía creer que al fin hubiera encontrado una mujer que le interesara y no pudiera hacer nada al respecto.
El doctor Swenson sacó la jeringuilla llena de la vía y después puso otra vacía para sacar más sangre.
—¿Estás pensando en dejarme seco, Doc?
El viejo médico lo miró un poco por encima de sus gafas de aumento.
—Se dice por ahí que eres tú el que has dejado seco a alguien, Bart. Todo el mundo comenta lo que le has hecho a tu tío Jeb.
Debería haberlo sabido. Lo habían arrestado aquella misma mañana, pero había estado casi todo el día esperando a que le concedieran la libertad bajo fianza. No debería sorprenderle que la noticia de que lo habían arrestado por el asesinato de su tío Jeb ya hubiera recorrido todo el pueblo. Los cotilleos viajaban rápidamente en Mustang Valley. Sobre todo, un cotilleo tan suculento como aquel. Y de todas formas, el viejo médico se habría enterado de lo del asesinato sin necesidad de escuchar ningún cotilleo. Seguramente, tenía el cuerpo de su tío Jeb esperando en la sala de autopsias.
—Yo no lo maté, Doc.
Doc sacudió una mano, como si no lo hubiera creído desde el principio. Sin embargo, la agudeza de su mirada azul sugería lo contrario.
—De todas formas, ¿para qué queréis esta sangre? —preguntó el médico, mirando el brazo de Bart.
—Queremos que la analicen por si acaso la memoria de Bart se vio afectada de alguna forma por una droga. También necesitamos un análisis de orina, para buscar Rohipnol, o algún tranquilizante por el estilo —explicó Lindsey.
Doc sacó la segunda jeringuilla y la aguja de la vía, y le puso a Bart un algodón y un esparadrapo en la pequeña perforación. Después se puso a rebuscar en un cajón de instrumentos y sacó una botellita de plástico. Se la entregó a Bart.
—Llena esto.
Bart miró la botellita y después a sus botas. Hablar de las funciones corporales nunca le había molestado. Él era un vaquero hecho y derecho, acostumbrado a tratar con todo lo que pudiera venir del ganado. Sin embargo, con Lindsey mirándolo, sus funciones corporales tenían un significado totalmente distinto. Y también un enfoque diferente. Se obligó a tomar la botella de muestras de la mano del médico.
—¿Así que cree que alguien pudo drogar a Bart la noche del asesinato de Jeb? —preguntó Doc, sonriendo estiradamente a Lindsey.
Ella no hizo caso a la pregunta del médico.
—¿Cuándo tendrá los resultados?
La sonrisa de Doc se desvaneció.
—No tenemos laboratorio en el pueblo. Hay que enviar las muestras fuera.
Lindsey asintió y sacó una tarjeta de su maletín. Escribió algo en la parte de atrás y se la dio al doctor.
—Aquí tiene el nombre y la dirección del laboratorio al que quiero que las envíe. También tiene mi dirección. Por favor, haga que envíen una copia de los resultados aquí y otra a mi oficina. Quiero verlos en cuanto lleguen.
Doc tomó la tarjeta.
—Podrían ser unos días o unos meses, depende de lo ocupados que estén. Y además, cabe la posibilidad de que no encuentren rastros de la droga.
—¿Qué quiere decir? Si está en su cuerpo, debería aparecer, ¿no?
Doc miró a Bart con cara de pocos amigos.
—Chico, ¿a qué hora tomaste esas drogas anoche?
—Yo no tomé drogas, Doc.
—Bueno, entonces, ¿qué demonios es lo que me está preguntado esta señorita?
—Es posible que alguien me pusiera la droga en la cerveza cuando yo no estaba mirando. Algo para hacer que perdiera la memoria.
—¿No es más probable que te sobrepasaras con la botella de whisky?
Bart dejó escapar un suspiro de frustración.
—¿Qué estaba diciendo sobre la posibilidad de que no aparezcan rastros de droga en la sangre de Bart? —preguntó de nuevo Lindsey.
El hombre la miró de nuevo.
—Si ha pasado demasiado tiempo desde el momento en el que Bart tomó esas drogas, es muy posible que no las detecten.
Lindsey se mordió el labio inferior.
—Creía que tenían que pasar veinticuatro horas antes de que el organismo eliminase los restos.
—Eso es cierto, pero Bart es un chico muy grande, así que podría ser mucho menos tiempo.
Bart sintió una opresión en el pecho. El reloj de la consulta de Doc marcaba las seis en punto. Habían pasado veintiuna horas desde que había estado en el salón. Si Doc tenía razón acerca de que su tamaño podía hacer que el tiempo fuera menor, estaban muy cerca. Demasiado.
Miró a Lindsey y agarró la botellita de plástico con fuerza.
—Ahora mismo vuelvo —dijo.
Ella asintió. A juzgar por las arrugas que se le formaron en la bonita frente, también se había dado cuenta del tiempo que había transcurrido. Si la sustancia ya no estaba en su organismo, no podría probar que lo habían drogado. Y si no podía probar que su amnesia era real, no tendría nada con lo sustentar su defensa, a pesar de lo guapa y lista que fuera su abogada.
Bart le sujetó la puerta a Lindsey para que pasara al bar, y después la siguió. El Dale otra vez estaba casi vacío, a excepción de una pareja de parroquianos que estaba en la mesa de billar. Cruzaron el bar hasta la barra y se apoyaron. Olía a humo de cigarrillos y a limpiador, pero lo que más percibía Bart era la fragancia de rosas. Se inclinó hacia Lindsey y aspiró profundamente.
—Normalmente no bebes cerveza tan temprano, Bart. ¿Qué te trae por aquí? —Wade Lansing salió por la puerta de la cocina y se acercó a ellos. Bart vio la preocupación reflejada en los ojos de su amigo.
Bart miró a Lindsey.
—Lindsey, te presento a Wade Lansing, el propietario de este elegante establecimiento.
—Te refieres a esta cervecería.
—Dan cerveza y dan la mejor comida al oeste del Mississippi —le dijo Bart a Lindsey.
Wade sonrió.
—Me alegro de verte de nuevo, Lindsey —Wade quitó un par de vasos de la barra, y al mover las manos, su anillo de casado brilló con la luz.
—Creía que Kelly y tú ya estabais de luna de miel —dijo Bart.
—Estoy enseñando a un chico para que lleve el bar mientras estoy de viaje. No quiero volver y encontrarme el local incendiado.
Lindsey asintió.
—Nelly me ha comentado que vais a ir a Hawai. Suena muy bien.
—Por mí podemos ir a cualquier sitio, siempre y cuando Kelly esté conmigo. Me alegro de que vayas a representar a Bart, Lindsey. Así tengo menos de lo que preocuparme —entonces miró a Bart y la sonrisa desapareció—. Todo el pueblo está hablando sobre ti.
—Yo no maté a Jeb, Wade.
—Ya lo sé. Pero Hurley Zeller no comparte mi opinión. Se presentó aquí en cuanto abrí, haciendo preguntas.
—Maldita sea —murmuró Bart. Seguramente, Hurley les llevaba ventaja, porque Bart no tenía ni la más mínima idea de lo que había ocurrido. Esperaba que Wade pudiera darles algunas respuestas.
Lindsey dejó el maletín sobre la barra, lo abrió y sacó el cuaderno y un bolígrafo.
—Te agradecería que nos contaras lo que viste anoche, Wade.
—Lo que le has dicho a Hurley.
—No le he dicho nada.
Bart no pudo evitar sonreír. Era posible que Wade se hubiera casado, pero estaba claro que su desconfianza en la autoridad no había cambiado.
—¿Te acuerdas de haber visto algo raro? —le preguntó Lindsey.
—Le serví unas cervezas y algo de chili a Bart, y después me fui a cambiar algunos billetes muy grandes. Cuando volví, estabas completamente borracho, Bart. Me imaginé que debías de haber estado bebiendo whisky, aunque nunca te he visto beber más que unas cuantas cervezas.