
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Patricia A Gagne
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La hija mayor, n.º 228 - septiembre 2018
Título original: The Firstborn
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-919-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Acerca de la autora
Personajes
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Dani Sinclair, lectora empedernida, no descubrió las novelas románticas hasta que su madre le prestó una en una ocasión en que estaba de visita y desde entonces está enganchada a este género, pero no empezó a escribir en serio hasta que sus dos hijos fueron mayores. Desde entonces Dani no ha dejado de escribir. Su tercera novela fue finalista del premio RITA en 1998. Dani vive en las afueras de Washington, lugar que, en su opinión, es una fuente fantástica de intriga y humor.
Dennison Hart: Procuró que Heartskeep siguiera en su familia. No se le ocurrió que eso podía convertirlo en víctima.
Amy Hart Thomas: Desapareció sin dejar rastro cuando murió su padre hace siete años.
Marcus Thomas: Se casó con su enfermera en cuanto pudo conseguir que declararan legalmente muerta a su primera esposa.
Eden Voxx Thomas: No le importa lo que piense nadie. Está casada con Marcus y tiene intención de dirigir Heartskeep como le apetezca.
Hayley Hart Thomas: Es la primogénita y la heredera, pero sólo si sobrevive el tiempo suficiente para reclamar su herencia.
Bram Myers: Un herrero sexy al que han contratado para instalar barrotes en las ventanas y las puertas. ¿Pero es un refugio seguro o el origen de la tormenta?
Leigh Hart Thomas: La hermana gemela de Hayley está en Inglaterra con unos amigos. ¿O tal vez no?
Jacob Voxx: Todos aprecian al hijo de Eden. Todos menos Bram.
Odette Norwhich: La nueva cocinera contratada por Eden tiene una personalidad fuerte… y pleno acceso a Heartskeep.
Paula Kerstairs: La nueva asistenta contratada por Eden se mueve como un fantasma por la mansión y oye más de lo que debería.
George y Emily Walken: Estos vecinos y amigos íntimos de la familia llevan años acogiendo a adolescentes con problemas.
Helen Pepperton Myers: ¿Su muerte de parto precipitó un plan de venganza?
Casi en casa.
Hayley Thomas reprimió un escalofrío. No había vivido en Heartskeep desde el día en que desapareció su madre más de siete años atrás. La propiedad, situada cerca del río Hudson, era la envidia de muchos, pero sólo por lo rica y serena que parecía en la superficie.
El paraguas de ramas de árboles sobre su cabeza oscurecía el último tramo hasta la casa de Stony Ridge, en el estado de Nueva York. A medida que avanzaba, el escenario cambiaba de nuevo, esa vez a campos de verde terciopelo bañados por el sol. La intensa ola de calor de principios de junio no se había cobrado aún su precio, pero el rico verde no tardaría en convertirse en marrón seco.
Movió la cabeza para soltar los calambres del cuello y los hombros y suspiró de alivio al entrar en el camino de piedra que llevaba a Heartskeep, pero un instante después detuvo el coche.
¿Qué habían hecho?
Intentó calmar el clamor de su corazón mientras miraba ante sí con incredulidad. Unos pilares altos de ladrillo habían reemplazado a los dos más cortos, sobre los que dos leones habían hecho guardia durante sesenta años. De los nuevos pilares salía una verja de hierro enorme que cerraba el camino a los intrusos.
Marcus no podía pensar que una verja iba a impedirle entrar en su casa familiar. ¿O sí?
Hayley se acercó a la estructura temblando de ira. En otro momento habría disfrutado examinando la artesanía empleada en crear la verja de hierro, ya que el trabajo no se parecía a nada que hubiera visto antes, pero en ese momento se sentía ultrajada.
¿Qué había hecho Marcus con sus leones? No tenía derecho a tocarlos.
Sacudió la verja con furia y entonces se dio cuenta de que desde donde estaba podía levantar la barra que mantenía cerradas las dos puertas enormes. Pero seguía temblando de rabia cuando las abrió. Ya no era una niña y no se dejaría intimidar por su padre ni toleraría que colocaran verjas delante de su casa.
El forastero en Heartskeep era él y había llegado el momento de decírselo. Por respeto a su madre, Hayley no había discutido su derecho a vivir allí ni siquiera después de que volviera a casarse, pero había ido demasiado lejos. Aquella verja era una bofetada en pleno rostro, un desafío en toda regla.
Pero ella aceptaría el reto y saldría de él ganadora. Según la ley, Heartskeep le pertenecía. Y lo primero que haría en cuanto asumiera el control de la propiedad sería quitar la verja y volver a colocar los leones de piedra.
Subió al coche y aceleró en dirección a la casa. Si Marcus sentía al fin la necesidad de hacer algo en la propiedad, ¿por qué no empezaba por las reparaciones más imprescindibles? Aquel camino, por ejemplo, era una desgracia. Los baches eran más profundos de lo que recordaba en su última visita y sólo servían para enfurecerla aún más.
Toda su vida había evitado en lo posible al hombre que era su padre biológico. Su hermana gemela y ella habían aprendido muy pronto a apartarse de su camino. Para ellas, siempre había sido Marcus, nada más.
La vista de la mansión al doblar el último recodo no dejaba nunca de sorprenderla y esa noche más que nunca; su silueta contra el cielo que se oscurecía rápidamente tenía una cualidad tétrica nueva.
Hayley movió la cabeza. Heartskeep había sido un refugio querido, aunque no en los últimos siete años. Y esa noche ni siquiera había un brillo de luz en la casa, que parecía el escenario abandonado de una película de terror.
—Estupendo. Ahora ponte paranoica —murmuró en voz alta.
Pero era cierto. Los recuerdos felices que evocaba aquella casa habían desaparecido hacía tiempo. Habían desaparecido con su madre.
Hayley y Leigh sólo habían vuelto allí un puñado de veces desde que entraran en la Universidad Wellesley. Las visitas nunca eran agradables, por lo que procuraban abreviarlas todo lo posible.
¿Cómo se atrevía a quitar sus leones?
Heartskeep y todo lo relacionado con la propiedad pertenecía a las dos hermanas, no a Marcus Thomas. Como primogénita de su madre, la mansión sería suya al año siguiente, cuando cumpliera los veinticinco años. Y Marcus lo sabía muy bien. Por eso había puesto la verja. Sabía que Marcus y Eden, su segunda esposa, no se alegrarían de verla, pero no se esperaba algo así.
A pesar de la provocación, no tenía intención de echarlos de allí. Aunque no le gustara Marcus, había una relación sanguínea que estaba dispuesta a respetar, pero él tendría que aceptar que la propiedad era de ella y él ya no era el dueño. Aunque no hubiera cumplido aún los veinticinco, ya no era una menor bajo su tutela.
Por supuesto, se habría sentido mucho más valiente con Leigh a su lado, ya que ambas compartían un vínculo fuerte forjado desde el vientre de su madre, pero Hayley se había empeñado en ahorrarle aquel mal trago a su hermana y Leigh estaba con unos amigos en Inglaterra. Además, no había nada que Marcus pudiera hacer para alterar la situación.
A menos que la hiciera desaparecer como a su madre.
Hayley apartó aquel pensamiento morboso e intentó concentrarse en evitar los peores baches. A pesar de lo que Leigh y ella creyeran, nadie había podido probar que Marcus hubiera tenido algo que ver con la desaparición de su madre, aunque, por otra parte, la policía tampoco se había esforzado mucho en investigar.
Pasó de largo por el círculo amplio de delante de la casa y se acercó a la entrada de atrás, que usaba habitualmente. Reprimió un estremecimiento. La verdad era que temía a Marcus y siempre lo había temido. Mientras vivía su abuelo, éste había adoptado el rol paterno, ya que Marcus prestaba poca atención a sus hijos. Su madre, al principio, había intentado disculpar la indiferencia de su marido, pero al final dejó de intentarlo.
Poco después de su undécimo cumpleaños, Hayley había ido a buscar su partida de nacimiento, convencida de que Marcus no podía ser su verdadero padre, y había llorado desconsoladamente al ver en el documento que sí lo era.
¿Cómo podía ser un padre tan frío? Y encima era médico. Un ginecólogo y tocólogo con una clientela bastante amplia. Nadie había podido explicar nunca su indiferencia con su propia familia. Hayley y Leigh habían aprendido a aceptar la situación. Todos vivían en la mansión con su abuelo, pero a menudo pasaban días sin ver a Marcus.
Hayley sabía que Dennison Hart, su abuelo, tampoco apreciaba a Marcus, aunque nunca lo criticaba en presencia de las niñas. Incluso había reformado la casa para convertir el ala delantera en una consulta privada. Leigh suponía que lo había hecho para evitar que Marcus se llevara de allí a su familia y posiblemente estaba en lo cierto.
Todo aquello cambió cuando su abuelo murió de repente una noche. La gran propiedad pareció encogerse. Leigh y Hayley, adolescentes entonces, oían a menudo a Marcus gritarle a su madre y se esforzaban más que nunca por no cruzarse con él, aunque no podían evitar desear que su madre lo echara de allí y solicitara el divorcio.
En lugar de eso, fue Amy Thomas la que se marchó. Unos meses después de la muerte de su padre, Amy salió en un viaje inexplicable para Nueva York y se evaporó sin dejar rastro. Cuando al día siguiente no llamó por teléfono para hablar con ellas, Hayley y Leigh supieron enseguida que le había sucedido algo.
El mozo del aparcamiento de su hotel dijo que le habían preparado el coche a la mañana siguiente a la de su llegada muy temprano, pero nadie volvió a verlos ni al coche ni a ella. Aunque había dejado el equipaje en el hotel, sus hijas sabían que nunca iría a buscarlo.
El recuerdo deprimente de aquella época acompañó a Hayley hasta la puerta de la cocina, cubierta por otra verja de hierro forjado y cerrada con llave.
Hayley tocó el timbre temblando de rabia, pero no oyó nada en el interior. ¿Dónde estaban la señora Walsh y Kathy? Las habitaciones del ama de llaves y de su hija estaban al lado de la cocina y casi nunca salían por la noche.
Hayley retrocedió un paso y examinó la casa a la luz del crepúsculo. Todas las ventanas de la planta baja lucían las mismas verjas. Su rabia se mezcló con miedo. ¿Qué ocurría allí? ¿Se preparaba Marcus para un asedio?
Se volvió hacia el garaje, que en otro tiempo había sido un establo. Quizá allí encontrara algo. Estaba a mitad de camino cuando una luz entre los árboles atrajo su atención. ¿Era un fuego?
Dejó en el suelo su maleta pequeña y echó a correr, pero frenó un poco al darse cuenta de que el resplandor se hacía más brillante, pero no más grande. El viento transportaba el ruido de un golpeteo extraño y Hayley optó por avanzar con cautela. Al llegar a un claro, se detuvo.
El Heartskeep primitivo había sido construido en el siglo XIX. A comienzos del siglo XX, un fuego había destruido la casa principal y la mansión actual se elevaba en su lugar. Algunos de los graneros y edificios exteriores eran todavía los originales y entre ellos había una fragua vieja que ella no recordaba que se hubiera usado nunca… hasta entonces.
La puerta estaba abierta. El resplandor procedía de una forja grande situada detrás del edificio. Un hombre se inclinaba sobre el calor intenso del fuego, alimentado por un tanque enorme de propano. Su rostro estaba de perfil y el brillo del fuego endurecía sus rasgos. Su pelo se rizaba alrededor del cuello y se veía espeso y oscuro en los bordes, donde estaba mojado. Una capa de sudor le cubría los brazos y le pegaba al cuerpo la camiseta blanca y sin mangas. Un pantalón vaquero ajustado completaba su atuendo. Era un hombre grande, alto y musculoso. Con el tipo de músculos que da el trabajo físico más que el gimnasio.
Un guante grueso cubría una de sus manos, que sostenía una especie de correa. Sacó un cilindro estrecho de metal del fuego y lo colocó sobre un yunque. Levantó con la mano desnuda un martillo enorme que parecía pesar mucho y el movimiento hizo que flexionara el tatuaje del antebrazo. Hayley lo observó golpear el metal, retorcerlo y darle forma con mucha habilidad.
Aquel desconocido y su trabajo tenían algo que resultaba muy sensual, aunque, al mismo tiempo, él parecía casi siniestro en su entrega al trabajo, como si estuviera allí encadenado por el fuego y su trabajo, golpeando a algún demonio interior que sólo él podía ver.
Hayley se acercó más, atraída por la fuerza rítmica de sus golpes y admirada por la belleza que creaban. Él puso de nuevo la barra en las llamas y ella siguió avanzando decidida a ver qué era lo que creaba con tanta intensidad.
Estaba segura de que no había hecho ningún ruido, pero él se volvió de pronto. La barra de metal al rojo vivo quedó a poca distancia del rostro de ella. Hayley se quedó paralizada, incapaz de articular ningún sonido. Tenía la sensación de que la punta brillante le había marcado la carne.
—¿Quién demonios es usted? —gruñó él. Se apartó las gafas con el martillo y la observó. El calor perturbador de su mirada le pareció a ella más intenso que el del fuego, pero al menos sirvió para romper el hechizo que la mantenía muda.
Levantó la barbilla.
—Yo en su lugar no llamaría tan alegremente al demonio —repuso—. Ya parece que tenga aquí el fuego del infierno.
El hombre parpadeó sorprendido.
—Razón de más para salir corriendo, niña.
Hayley sintió un escalofrío en la columna. Su voz era tan profunda y suave como el terciopelo.
—Personalmente, prefiero el aeróbic a correr. Y hace muchos años que no soy una niña.
La boca de él se suavizó un instante en una mueca de regocijo, que se apresuró a ocultar.
—¿Sí? ¿Cuántos?
—Soy lo bastante mayor para saber que está usted allanando una propiedad privada —repuso ella.
—¿En serio?
—Ajá. ¿Quiere bajar sus armas o cree que va a necesitar un martillo y una barra para espantarme?
Él sonrió un instante, pero dejó el martillo e introdujo la barra en una tinaja grande de agua.
—Correré el riesgo —dijo.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí?
—No creo que sea usted la que debe hacer las preguntas. A mí me han contratado para estar aquí. ¿Y a usted?
Hayley sintió una ola de rabia.
—Marcus —lanzó una maldición.
—Me parece que conoce al dueño —comentó él.
—La dueña está ante usted.
Él empezó a quitarse el guante despacio, pero no antes de que ella tuviera la satisfacción de ver su sorpresa.
—Es usted un poco joven, ¿no cree?
—Parece fascinado por mi edad.
Él la miró con el rostro en la sombra, lo que le daba un aspecto oscuro y tétrico.
—Usted es fascinante —dijo con suavidad.
Hayley contuvo el aliento. Desconcertada, movió la cabeza como para despejarse.
—Mire, se hace tarde y he hecho un viaje largo. ¿Marcus está en casa?
—No tengo ni idea.
—Bien. ¿Y tiene una llave para abrir esa verja de hierro que ha colocado en mi puerta trasera?
—Su puerta —comentó él. Colocó los pulgares en la cinturilla de los estrechos vaqueros.
—Sí, mi puerta. Me llamo Hayley Hart Thomas. Y desde hace dos semanas, Heartskeep nos pertenece a mi hermana y a mí.
Dos semanas atrás, su madre había sido declarada oficialmente muerta y no había ninguna otra persona viva que tuviera derechos legales para reclamar la propiedad.
El herrero la miró unos segundos en silencio. La oscuridad caía con rapidez. Las oleadas de calor que emanaban del fuego parecían llenar la noche y tapar los sonidos normales.
—No hay llaves, señorita Thomas —dijo él al fin—. Tendrá que hablarlo con el señor Thomas.
—Oh, no se preocupe, pienso hacerlo —pensó con amargura que quizá tuviera que llamar a la policía después de todo—. Siento haberlo molestado.
Se volvió, pero después de dar dos pasos, se detuvo a mirar por encima del hombro.
—Y quiero recuperar mis leones.
Él enarcó las cejas.
—¿Se refiere a los leones de piedra que estaban en la entrada principal? El señor Thomas me dijo que los destruyera…
—¿Y lo hizo?
—No. Los llevé a mi taller.
Hayley respiró aliviada.
—¿Y dónde está eso?
—En las colinas, a una hora en coche de aquí hacia el noroeste. Dudo que haya oído hablar de él. Murett Township no aparece en los mapas.
Tenía razón. Ella no lo conocía.
—Quiero que vuelva a ponerlos donde estaban. Disculpe, tengo que hablar con mi padre. Buenas noches, señor…
—Myers. Bram Myers.
—Bien, señor Myers. Ha sido interesante hablar con usted. Tendrá que perdonarme porque me parece que voy a tener que hacer chocar mi coche contra una de sus puertas para entrar en mi casa.
Él la miró con regocijo.
—¿Por qué será que la creo muy capaz de hacerlo?
—Porque su intuición es muy buena.
—Pruebe la puerta delantera —sugirió él—. Aún no he terminado el diseño de esa verja.
Hayley vaciló.
—Lo haré. Y yo en su lugar no perdería más tiempo en seguir creando verjas o barrotes para Heartskeep.
Echó a andar hacia la casa. No se atrevía a mirar atrás. Bram Myers la desconcertaba mucho. Era el hombre más sexy que había visto nunca y le parecía una lástima tener que despedirlo a la mañana siguiente.
Se acercó con cautela a la puerta frontal, donde ni siquiera tuvo que hacer uso de su llave, ya que se abrió al empujarla, revelando un interior cavernoso que distaba de resultar invitador. Hayley tendió la mano hacia el interruptor más cercano y lo apretó, pero no sucedió nada.
En el vestíbulo había un candelabro grande y, aunque podía haber alguna bombilla fundida, no iban a estarlo todas. Estaba claro que no había luz y la casa producía una sensación de abandono. ¿Dónde estaba todo el mundo?
—¿Hola? ¿Hay alguien?
Su voz resonó en el vacío.
Enfrente de ella se elevaba la gran escalinata que conducía al segundo piso. Más allá había una sala de estar. A la derecha de Hayley se encontraba la biblioteca y a la izquierda el salón que su abuelo había convertido en sala de espera para las pacientes de Marcus.
Hayley miró con sorpresa la puerta abierta de ese salón, ya que Marcus solía tenerla siempre cerrada con llave excepto cuando trabajaba.
A pesar de su sorpresa, se sintió atraída hacia allí. Dejó la maleta y entró con nerviosismo. Las ventanas de su izquierda estaban tapadas con gruesos cortinones, por lo que no había ni rastro de luz en la sala de estar.
—¿Hola? ¿Hay alguien en casa?
Creyó oír un sonido procedente del interior. El sentido común le decía que debía alejarse y el miedo la invitaba a correr, pero se dijo que no era ninguna niña, estaba en su casa y no tenía nada que temer.
—¿Hola?
Se apartó un mechón largo de pelo que se había soltado de la coleta y entró en la estancia oscura.
—¿Hay alguien aquí?
No obtuvo respuesta, pero sí oyó un sonido que le produjo escalofríos de miedo. Era imposible señalar la fuente del ruido, pero percibía que había alguien cerca. Alguien que no quería dar a conocer su presencia.
Hayley avanzó con cautela y su pierna chocó con un objeto duro. Sus dedos identificaron el mostrador de recepción mientras sus ojos luchaban por penetrar la oscuridad. Una corriente de aire le rozó la piel y sintió más que vio un movimiento en el pozo de negrura que era ahora la puerta que conducía antes al salón de baile y daba ahora al pasillo que había hecho su abuelo al convertir un trozo del salón de baile en cuarto de baño, laboratorio y consulta para Marcus. El estrecho pasillo terminaba en una oficina.
Hayley contuvo el aliento. Estaba segura de que alguien la observaba en silencio desde las sombras. La sensación de peligro no dejó de crecer hasta que se volvió hacia el vestíbulo.
Y chocó con una figura alta y grande.
Lanzó un grito. Unas manos la sujetaron por los hombros. A pesar de que el miedo le dejaba la boca seca, dio instintivamente una patada en la pantorrilla de la figura y se vio recompensada con un gruñido de dolor. Su atacante la soltó.
—Tranquila, ¿vale? No le haré daño.
Hayley reconoció la voz. Él encendió una linterna y ella quedó cegada por el rayo de luz hasta que Bram Myers lo apartó de su cara.
—Si la he asustado, lo siento —dijo.
—¿Asustado? —el corazón le golpeaba en el pecho como si hubiera corrido dos kilómetros—. Por poco me da un infarto.
—Eso habría sido una verdadera lástima. Y un gran problema.
—¿Qué hace aquí?
—Quería asegurarme de que no había entrado en la casa con el coche.
—Muy gracioso —Hayley no podía dejar de temblar. Había sido un día duro y él estaba muy cerca.
—¿Qué le ha pasado a la luz?
—No hay —dijo ella.
—Ya me he dado cuenta —iluminó el vestíbulo vacío con la linterna—. ¿Se encuentra bien? Está temblando.
—Claro que estoy temblando. Me ha dado un susto de muerte.
—Tal y como ha salido de esa habitación, me parece que yo no soy lo único que la ha asustado.
Hayley se sonrojó e intentó fingir un aplomo que estaba lejos de sentir.
—Hay alguien ahí y no ha contestado a mi llamada.
Él se puso tenso.
—Espere aquí.
Antes de que pudiera detenerlo, Bram entró en la otra habitación. Hayley lo siguió de cerca, aliviada en secreto por su presencia. La linterna llevó vida a la estancia oscura. Las cortinas eran de damasco grueso y pesado. Delante de ellas había una hilera de sillas vacías.
—Muy acogedor. Espero que piense llamar a un decorador —comentó él.
—Muy gracioso.
El rayo de luz iluminó el mostrador de recepción y las puertas dobles y pesadas que llevaban a la guarida de Marcus. Estaban cerradas, pero a Hayley se le encogió el estómago.
—Hace un segundo una de esas puertas estaba abierta —susurró.
Bram la miró y se acercó a probar el picaporte.
—¿Está segura?
—Sí.
Él movió el picaporte.
—Ahora está cerrada. ¿Quiere que la abra de una patada?
Hayley quería aceptar la oferta, pero no se decidió, aunque estaba segura de que un momento antes había alguien en el umbral.
—Puedo hacerlo —insistió él—, ¿pero seguro que no ha sido fruto de su imaginación? Sería muy comprensible. Sin luz, esta habitación está tan oscura como el interior de un ataúd.
Para reforzar sus palabras, apagó la linterna y los dejó a oscuras. Hayley reprimió un respingo. Bram siguió hablando.