La otra búsqueda
Autobiografía espiritual
RAFAEL ARRÁIZ LUCCA
@rafaelarraiz

Tú eres lo que es el profundo deseo que te impulsa.
Tal como es tu deseo es tu voluntad.
Tal como es tu voluntad son tus actos.
Tal como son tus actos es tu destino.

BRIHADARANYAKA UPANISHAD Iv.4.5

La mejor forma de ayudar a la humanidad es a través del perfeccionamiento de uno mismo.

KRISHNA

Si permites que lo que está en tu interior se manifieste, eso te salvará. Si no lo haces te destruirá.

JESÚS DE NAZARET

La vida me ha parecido siempre como una planta que vive de su rizoma. Su vida propia no es perceptible, se esconde en el rizoma. Lo que es visible sobre la tierra dura solo un verano. Luego se marchita. Es un fenómeno efímero.

CARL GUSTAV JUNG

La primera imagen de Cristo

Intento hacer verbo mi discreta experiencia psicológica y espiritual porque creo que puede ser de interés para mis hijos y nietos, así como para algunas personas cercanas que podrían sentir curiosidad por conocer ese recorrido. Confieso que me da una pizca de vergüenza la escritura en primera persona del singular, después de llevar años trajinando el nosotros en los textos académicos que escribo. Esta misma incomodidad (quizás) ha contribuido a debilitar la fuente de donde antes manaban mis poemas, pero pareciera haber llegado el momento de volver a trabajar conmigo mismo. Es como si volviera a beber las aguas iniciales de mi escritura: las de la poesía personal, las de la temperatura interior, las que buscan respuestas en el adentro a partir de datos ofrecidos por el afuera y viceversa. Aquellas a las que abrió las puertas Michel de Montaigne en el siglo XVI, desde la torre de su castillo. Vayamos hacia mis primeros recuerdos acerca del misterio.

Los domingos a las once de la mañana solíamos ir a misa en la capilla del Colegio San Agustín, en la vieja urbanización El Paraíso, en Caracas. Entonces, tendría unos seis años cuando me llevaban mis padres y mi tía abuela, que vivía con nosotros y fungía de abuela, ya que las madres de mis padres habían muerto en las infancias tempranas de ellos. La capilla de aquel colegio me puso en contacto con algo nuevo para mí: se entraba a un recinto pequeño con la luz tenue, tamizada por las cortinas, y un sacerdote hablaba un español distinto al nuestro. Naturalmente, era gallego, pero a diferencia de muchos otros presbíteros gallegos que conocí después, aquel estaba tomado por una verdadera dulzura. El padre Argüello hablaba de Cristo con un fervor que llegaba directo a mi psique infantil. Era verdad.

Aquellas experiencias dominicales en 1965 me llenaban de dudas, y aprovechaba el regreso a casa en el automóvil para irles preguntando a mis mayores. Mi padre no estaba muy dispuesto a responderme porque, entendí mucho tiempo después, tampoco tenía respuestas para aquello de lo que participábamos: una misa. Mi madre sí, y además le divertían mucho mis preguntas sobre la naturaleza de Dios y el misterio de la Santísima Trinidad, asuntos para los que no tenía mayores respuestas, más allá de decirme que se trataba de un enigma. Y en efecto sí que lo era. Tampoco logré entonces entender por qué Dios hecho hombre había sido crucificado y estaba allí, presidiendo el altar, en aquella condición tan lastimosa, clavado a una cruz, sangrando. Me anonadaba que si nosotros no le causamos aquel martirio nos arrogáramos el hecho como propio. Sobre esto sí recuerdo que mi padre se esmeró en hacerme entender que nosotros formábamos parte de una familia de creyentes, que tenía casi dos mil años, descendientes de Adán y Eva. ¿Creyentes de qué? Alguna vez repregunté, y mi padre me dijo: «Creemos que ese hombre crucificado era Dios». Mi conmoción fue mayúscula: ¿cómo si aquel señor en harapos era Dios, nuestra familia lejana lo había tratado tan mal? ¿Por qué? Recuerdo el embarazo de mis padres y mi abuela intentando explicarme aquello, un cometido inalcanzable, lo que me fue dando la idea de que alrededor de aquel rito dominical había un misterio, algo inexplicable.

Al fin, un mediodía de regreso de la capilla me explicaron que el «nosotros pecadores» que habíamos crucificado a Cristo se refería al género humano, pero que no era históricamente exacto, ya que quienes sentenciaron su martirio y muerte fueron el sanedrín y la autoridad romana, Poncio Pilato. A los judíos les parecía una herejía que Jesús se presentase como el hijo de Dios y a los romanos una fuente de rebelión, una incomodidad. Esta explicación, aunque ardua para mis años de entonces, me tranquilizaba en relación con la ejecución de Cristo. No fuimos exactamente nosotros, pensaba, sino los que jamás creyeron que aquel hombre sencillo, que decía «amaos los unos a los otros», era Dios hecho hombre, una encarnación divina. Tiempo después comprendí que era muy difícil pedirle al sanedrín que tolerara la herejía de un campesino que se presentaba como el hijo de Dios. Aquello era imposible, ciertamente. Muchos años después leí en alguna página de Jorge Luis Borges que «el cristianismo era una herejía del judaísmo», y ciertamente lo es. Jesús fue un cataclismo para el judaísmo, un «parteaguas».

No menos difícil de entender era la historia de Adán y Eva y el Paraíso Terrenal. Por más que me explicaban que la pareja había cometido el pecado de comer una manzana prohibida por Dios, que había sido entregada a la pareja por una serpiente, no entendía por qué aquello podía ser una falta tan grave, por qué Dios era tan severo. Me explicaban que la pareja había perdido la inocencia alcanzando la conciencia, algo gravísimo, y que la había perdido al desobedecer a Dios. De todo aquello me quedaba claro que Dios se enfurecía terriblemente si lo desobedecían, cosa que me llevaba a pensar que las súplicas por el perdón de Dios en la misa se basaban en esta escena de la pareja de antepasados de donde veníamos nosotros. Me quedaba claro que nosotros éramos unos pecadores implorantes de perdón y Dios un señor muy severo que nos castigaba sin clemencia. Sin embargo, escuchaba hablar del infinito amor de Dios por nosotros y no entendía muy bien de qué se trataba, más bien me parecía que había que irse con cuidado ante su tendencia a la furia. También oía hablar del temor que debía tenérsele a Dios y eso sí me parecía más lógico, de acuerdo con las historias que iban quedando en mi mente. Hasta aquí veía claramente a un señor crucificado y moribundo y una pareja desobediente. Es decir, violencia y castigo. Quedaba una ventanita por abrir que se nombraba poco en la misa: el amor de Dios. Yo lo hallaba en el momento en que rezaban en voz alta el «Padre nuestro». Allí estaba el Dios que me gustaba. Les ponía mucha atención a sus versos: me resultaban reconfortantes. Todo era hermoso en la oración:

Padre nuestro, que estás en el cielo,
santificado sea tu nombre;
venga a nosotros tu reino;
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día;
perdona nuestras ofensas
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden;
no nos dejes caer en la tentación
y líbranos del mal.

El Dios misericordioso lo hallaba aquí, en su voluntad infinita de perdón, en lo que anunciaba una doctrina de amor. Acaso la mayor revolución que trajo Cristo al mundo de su tiempo: el amor.

Seguí con fascinación la mañana cuando el padre Argüello relató la escena en la que el pueblo judío le implora a Jesús que fuese su rey, su mesías, para vencer en guerra a los romanos, y Jesús se molesta y les recuerda que su camino no es violento. Ya antes le había dicho a Pedro que colocara la otra mejilla si le pegaban. Aquí estaba el gran cambio traído por Jesús al mundo occidental: el amor, la paz, la no violencia. Ese que se expresa cuando salva a una adúltera de ser lapidada diciendo: «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra», o el que se enuncia en una de sus sentencias más célebres: «Mi reino no es de este mundo» (dicho de otro modo: no puedo gobernar un reino que no es mío).

Mis perplejidades cesaban con explicaciones, pero muy pronto se presentaban otros enigmas a resolver. Recuerdo el enredo que padecí cuando me prepararon para la primera comunión y me dijeron que tenía que renunciar a Satanás, y la verdad es que yo no tenía idea de quién era ese señor. Tampoco entendía por qué nos iban a entregar un pancito redondo que era el cuerpo de Cristo. Mi intriga llegaba a cotas exasperantes: nos íbamos a comer a Cristo y luego el cura bebería su sangre. Aquellas escenas me resultaban muy violentas y cuando indagaba en ellas me decían que yo era un pecador, que mis antepasados le habían causado la muerte a Cristo y que ahora nos lo íbamos a comer en pedacitos de pan. Todo aquello ocurría, como les dije antes, en un lugar en penumbras, donde la gente se arrodillaba y pedía perdón. Era alucinante. A veces me mareaba en el momento en que el padre Argüello levantaba el cáliz y los creyentes decían «por mi culpa, por mi culpa». ¿Pero de qué estaban hablando aquellas personas, entre las que se encontraban mis padres y me llevaban a mí, como si yo fuese un pecador también?

La primera relación que tuve con el misterio fue en este mundo crispado donde se adoraba a un hombre joven y moribundo, clavado en una cruz de madera, sangrante: el Dios de los cristianos. Tiempo después mi familia cambió de iglesia y comenzamos a asistir a la de la Virgen de Coromoto, también en El Paraíso. Un verdadero esperpento. Una iglesia grande, de mosaicos de colores y muchísima gente, donde todo aquel ambiente recatado y silencioso de la capilla del Colegio San Agustín se perdía. En verdad, la misa era un encuentro social donde íbamos a vernos y a saludarnos a la salida. En el fondo, a mí me aliviaba aquello porque la insistencia del cura en recordarnos nuestra condición de pecadores duraba poco y a la gente se le olvidaba ese espíritu de reprimenda, pero por otra parte se había acabado el misterio. Mis preguntas habían quedado en el aire para ser respondidas en otro tiempo, como en efecto ocurrió.

Vivíamos en una casa en El Paraíso que había sido construida en 1931. Una casa de arquitectura vasca con ribetes coloniales criollos que tenía en el fondo del jardín un árbol enorme; un ébano granadillo de grandes proporciones. Era el centro de la casa. Toda mi infancia giró alrededor del ébano, como lo llamábamos. Era mi tótem, mi árbol sagrado. Tres elementos más completaban aquel cuadro mítico: las plantas, los pájaros, dos fervores de mi madre que me enseñó a cultivar, y mi perro. Todos los mediodías mi madre y yo triturábamos el pan duro del día anterior y se lo colocábamos a los pájaros en unos parales de hierro coronados por un plato. De inmediato bajaban centenares de tordos, azulejos, canarios de tejado, arrendajos y muchos otros que mi madre me enseñaba a distinguir.

El árbol y los pájaros: dos símbolos príncipes. Cuando llegué a aquel paraíso el árbol ya era un gigante y los pájaros traían sus mensajes de otros mundos con puntualidad. Muchos años después, mudados de la quinta La Campana en el callejón Machado, supe que una mañana el viejo árbol se precipitó a tierra causando un estrépito tal que los nuevos habitantes de la casa creían que se trataba de un terremoto. Estaba viejo y el trabajo de las termitas lo había minado hasta derrotarlo. Me cuentan que los pájaros protestaron con sus graznidos más iracundos la caída del árbol, pero no había nada que hacer. Por suerte, un hijo de aquella mole gigantesca había crecido a su vera lentamente, ensombrecido por la presencia del padre, pero ahora no había sombra que le dificultara el crecimiento y el destino era frondoso: en pocos años ya se veía la estirpe del sustituto.

De aquellos años de mi primera infancia tengo la lejana memoria de un sueño recurrente: del árbol colgaba una cuerda de atar grandes buques, muy gruesa, que mi abuela había ordenado anudar allí para que nos sirviera de liana y pudiéramos columpiarnos como el badajo de una campana. El sueño partía de allí: me veía columpiarme cada vez más fuerte hasta que salía disparado hacia el cielo y de pronto me surgían alas y no me precipitaba al suelo sino que volaba y volaba, y pasaba por encima de los techos de tejas y seguía subiendo y subiendo. Era un pájaro azul que no conocía fronteras y me iba y me iba, hasta que trataba de regresar de mundos lejanísimos a mi casa y no conocía el camino de regreso. De pronto mi perro, Balín, que también era un pájaro enorme, se colocaba a mi lado y me hacía un guiño con el ojo como diciéndome «sígueme». Volvíamos a casa.

Balín era enemigo de los pájaros. Cuando los divisaba desde lejos emprendía la más frenética carrera buscando atrapar alguno. Jamás lo logró. No hay manera de atrapar al alma. La libertad es su signo. Yo era entonces un niño escoltado por un perro nervioso, pequeño y alegre; un niño que se subía al árbol de la vida, al generoso gigante de nombre masculino, el ébano, mientras su perro le ladraba desde abajo, incapacitado para ascender. Era el niño-pájaro que volaba por tierras incógnitas y volvía a casa guiado por el perro alado de mis sueños. El epicentro de aquel mundo inicial era el tótem ubicado justo en el fondo central del jardín: columna sobre la que giraba la lúdica de mis deseos.

Pero además del ébano granadillo había otro árbol: el pino de Navidad que mi madre adornaba con puntual dedicación. Presidía el salón de la casa y en el otro extremo, todos los años, orquestábamos un nacimiento temático. Siempre en un recodo estaba el pesebre con la Virgen y San José y la cuna vacía hasta el 25, cuando amanecía la figura mínima del niño Dios recién nacido. Unos años hicimos un mar de yeso, recordando las aguas que Moisés separó para que el pueblo judío escapara del faraón inclemente. Otro año el tema fue el desierto y trajimos arena de Playa Colorada, en oriente. Otro año fue romano y abundaron los soldaditos de plomo. Otro año hicimos un río de celofán, con sus puentes y caídas de agua. El olor de aquel salón lo llevo en la memoria tatuado con tinta indeleble. De noche, apagábamos las luces y solo dejábamos encendidas las del árbol de Navidad y las del nacimiento; entonces mi madre, yo y quien estuviera por allí, cantábamos aguinaldos. Amé la Navidad desde que tengo memoria de mí y hasta mi adolescencia, cuando aquellas escenas míticas llamaban menos mi atención que otras urgencias del cuerpo.

Todos los días, al salir de casa, al llegar a la universidad, mi atención se fija de inmediato en los árboles. Sus bellezas me imantan. No puedo dejar de verlos. Me acompañan desde mi infancia, me hipnotizan. Por supuesto, tengo mis favoritos: el samán, el jabillo, el caobo, el bucare, las palmas, los chaguaramos, las araucarias.

Sobre la fuerza simbólica del árbol, lo mejor que he leído es fruto de Robin Robertson, el notable analista junguiano, que afirma: «El tronco del árbol vive y crece en el mundo tal como lo conocemos (igual que todos nosotros). A partir de ese punto fijo, se extiende en las direcciones gemelas de la tierra y el cielo. Las raíces profundizan en la tierra, que simboliza la parte instintiva de toda vida. (Desconectados de nuestros instintos perecemos igual que un árbol sin raíces). Pero el árbol también necesita desarrollar ramas y hojas que asciendan hacia el cielo para absorber la energía del sol. Esta es la imagen perfecta de la necesidad humana de valores espirituales; sin una profunda y comprometida conexión con algo más grande que el ser humano, todos nos marchitamos y morimos» (Robertson, 2011: 189-190).

Aquellos fueron los años en que descubrí que había otro mundo debajo de las sábanas. Me metía debajo de ellas y no existía; tenía la fantasía de creer que mis padres y hermanas ignoraban dónde estaba. Me llamaban para seguirme el juego y yo permanecía callado, sonriendo. De tanto hacerlo, una tarde advertí que más allá del juego había un mundo silente abajo, con poca luz, donde el aire comenzaba a escasear al rato y había que salir, respirar, y sumergirse de nuevo. Debajo de las sábanas, sin ser visto, se abría un mundo mental de «sueños despierto» que en la superficie permanecía cerrado. La luz debajo de las sábanas era parecida a la de la capilla del Colegio San Agustín, pero era otra. El silencio era mayor, y comencé a hacer algo que me divirtió mucho: hablaba disparates, como si me expresara en una lengua inexistente, solo comprensible para mí. Me reía a carcajadas. Hacía sonidos guturales para oír el eco en mi pequeña cueva portátil. Donde había una cama con sábanas, había una cueva y yo podía meterme allí a morar por ratos, como un oso. Aquel mundo era mío y controlable: si quería que desapareciera, levantaba la sábana y el otro mundo entraba a raudales. Naturalmente, el descubrimiento no era menor. Ahora el niño-pájaro también podía quedarse quieto, bajo las sábanas, viendo cómo era el otro mundo, el oculto.

Dos hechos importantes para mi psique ocurrieron en aquellos años iniciales. Dos estremecimientos. Los llevo en la memoria tallados con fuego. Allí están y regresan a la superficie cuando menos lo espero. Los refiero en el orden en que sucedieron. Palpé la muerte el 29 de diciembre de 1965. Tenía seis años. El 25 de diciembre de aquel año el Niño Jesús cumplió mi petición epistolar y hallé al pie de mi cama su regalo: una pista de carritos, eléctrica. Desde ese mismo día estuve jugando con ella, en la terraza de mi casa. El 28 de diciembre el novio de Elisa mi hermana, Roberto Baptista, jugaba conmigo y los carritos en la pista. Él tenía veintitrés años y mi hermana dieciocho. Cayendo la tarde me dijo: «Me tengo que ir, seguimos mañana». Al día siguiente tuvo un accidente de aviación con tres amigos más en los canales de Río Chico. Todos estos amigos iban en un avioncito monomotor y la intrepidez opacó a la prudencia: cayeron en las aguas bajas de un canal. Hicieron un pasaje rasante y no pudieron alzar vuelo. Allí murieron todos. Entonces supe que la muerte era la ausencia, que si bien habíamos dejado los carritos dispuestos para la carrera de mañana, esta se suspendió para siempre.

Debe haberme causado una impresión muy grande la muerte de Roberto porque recuerdo la escena con una nitidez onírica. Estamos los dos en el piso colocando los carritos en sus rieles eléctricos y apretando el control para que corrieran. Competíamos, nos reíamos, jugábamos. El recuerdo es tan vívido que hasta los olores me vienen a la memoria. Muy cerca de la terraza estaba el jardín con su grama recién cortada. Los días siguientes en mi casa hubo una procesión de amigas y amigos de mi hermana que venían vestidos de negro a darle el pésame. No me llevaron a su funeral, era un niño, de modo que la muerte no fue para mí un cadáver sino una ausencia, alguien que había desaparecido. Un hombre joven que se había ido del mundo, que había caído del cielo sobre las aguas de un canal en Río Chico. No recuerdo que alguien me haya explicado qué había pasado. La muerte fue para mí silencio y misterio.

El otro hecho ocurrió el 29 de julio de 1967 a las 8 de la noche. Estábamos mi padre, mi madre, Carlos Luis Romero, un primo muy querido que falleció recientemente, y yo, de 8 años, viendo televisión cuando comenzó un sismo poderoso. Mi madre advirtió lo que pasaba y gritó: «¡Terremoto!», y salimos todos hacia el jardín a protegernos a la intemperie. Nos ubicamos entre la última rama del árbol y la casa, y rezamos un padrenuestro mientras mi madre imploraba «que no se caiga, que no se caiga». Se refería a la casa, que se sacudía como si fuera gelatina. Ante aquel poder de la naturaleza desatado como una furia, rezábamos en voz alta. No podíamos hacer otra cosa que implorar por el amparo de Dios y Dios nos oyó. La casa se sostuvo, aunque se agrietó mucho, varias tejas se vinieron abajo, una escalera auxiliar quedó inservible, pero no se cayó. Fue una extraordinaria lección en una edad temprana: nada era estable.

Contenido
La primera imagen de Cristo
La fuerza simbólica del árbol
Primer encuentro con la muerte
Las revelaciones de Antonio Machado y Bertrand Russell
Una maestra me entrega la llave
Herman Hesse toca la puerta
La poesía abre sus puertas: Cadenas, Montejo, Liscano, Rojas Guardia, Eliot
Poesía y búsqueda interior
Entre Jacques Lacan y Vicente Gerbasi
Primera experiencia psicoanalítica
La poesía lunar de Hanni Ossott
Gandhi: un personaje central entra en escena
Política y espíritu
Un harapiento en el palacio de Buckingham
La clave del taoísmo
Lao Tsé y el Tao Te King
La traducción de Elorduy
El budismo ilumina el bosque. El Dhammapada
Llega Yajaira Rendón
Sogyal Rimpoché
El Dalai Lama
La palabra de Buda
Sigmund Freud y Carl Gustav Jung dejan sus trazos
La ausencia de los padres
Segunda experiencia analítica
La bendición de la enseñanza
El Quijote y Cioran
Una temporada en Warwick
Entre la sensatez y la locura
Una luz ecuánime nos acompaña: Rafael López-Pedraza
La vida en Oxford
Viaje a India
Uslar y Liscano: último diálogo
Un cambio de paradigma llamado Elizabeth Kübler-Ross
El caso de la señora Schwartz
Los aportes de Eben Alexander
La enfermedad es el camino, según Rüdiger Dahlke
El caso de los estigmas de Cristo en Margarita
Hacia otra etapa y Paramahansa Yogananda
El dolor del destierro
Hacia la última etapa
Ramiro Calle: un puente entre Oriente y Occidente
Otro mundo en dos libros
Tres años en Bogotá: Sai Baba, Osho, los Vedas, los Upanishads, el Bhagavad-Gita
La lectura de Raimon Pannikar
La práctica de la meditación
La poesía de Elizabeth Schön
Experiencias extrañas
Patricia, la médium
Los mamos
La depresión
Última inmersión psicoanalítica
Cuatro sueños
De vuelta en Caracas: Joseph Campbell y la mitología
El regreso a casa
Dos libros iniciáticos: El principito y Alicia en el país de las maravillas
Las visiones del zorro
Seguir al conejo
El accidente de la puerta contra la columna, George Steiner, la astrología
Prefiguración de la muerte
Diálogos con Carmen Verde Arocha
Apuntes finales
La inteligencia espiritual
La unidad
Bibliografía
Créditos

ral

RAFAEL ARRÁIZ LUCCA

(Venezuela, 1959). Profesor principal de carrera de la Universidad del Rosario y profesor titular de la Universidad Metropolitana (Caracas). Individuo de número de la Academia Venezolana de la Lengua. Abogado, magíster en Historia de Venezuela y doctor en Historia.

Se ha desempeñado como subdirector de la Galería de Arte Nacional, presidente de Monte Ávila Editores Latinoamericana, director general del Consejo Nacional de la Cultura y presidente de la Fundación para la Cultura Urbana. Ha sido Visiting Fellow en la Universidad de Warwick y titular de la Cátedra Andrés Bello del Saint Antony’s College de la Universidad de Oxford.

Las revelaciones de Antonio Machado y Bertrand Russell

Con la llegada de la adolescencia el mayor misterio que fue tomando mi vida fueron las muchachas. Bailar con ellas muy cerca, abrazados, en casas decoradas con luces estroboscópicas y una música que narraba historias de amor en inglés, comenzó a ser una experiencia arrebatadora. Estaba naciendo el amor, junto con la libertad. Mi abuela complaciente me regaló una pequeña motocicleta y todo El Paraíso fue literalmente mío. El mundo se amplió de una manera insospechada y ya las muchachas eran de todas partes de aquel rompecabezas de urbanizaciones tributarias de la avenida José Antonio Páez, el héroe de Las Queseras del Medio, denominación que me sorprendía siempre.

En aquellos años, además, teníamos una casa en Caraballeda, a orillas del hoyo 3 del campo de golf, y mis amigos tenían lanchas pequeñas, de modo que dos velocidades se abrieron paso en mi vida adolescente: la de las lanchas saltando sobre las olas y la de las motos en las calles cercanas a mi casa. Me gustaba sentir el viento de la velocidad en los oídos porque se hacía un silencio único. Todo lo que estaba alrededor desaparecía y solo escuchaba el sonido del viento y, además, me aislaba, me sustraía. Ahora que rememoro aquellas experiencias comprendo que fueron estados iniciales y balbuceantes de meditación. El mundo desaparecía y lo único que había era la velocidad y el viento. Muy pronto me percaté de que si la velocidad era extrema no servía para mis propósitos, pero si era muy baja tampoco. Di con la velocidad de crucero, la que era suficiente para sentir el viento en mis oídos, pero no tan vertiginosa como para exigir atención absoluta en el manejo. Comprendí lo que era el vértigo y la serenidad; el hallazgo no fue menor, por supuesto. La alta velocidad me colocaba en un trance urgente: templar mis reflejos para evadir los obstáculos del camino y crispar todo mi ser en función de ello no dejaba espacio para escuchar el sonido del viento; eso no era lo que quería.

También, en aquellos años de playa, experimenté el silencio bajo el agua: me gustaba flotar boca arriba viendo el cielo azul intenso, mientras los oídos quedaban sumergidos y no escuchaba nada del mundo exterior. Allí había otro mundo, uno de ruidos menores y con eco o el de los ruidos que yo mismo me provocaba: el carraspeo de la garganta, el chasquido de los dientes con la lengua. Luego, descubrí que podía cantar en esta situación de cuasi sumergimiento y me gustaba el tarareo. Allí estaba, al alcance de la mano, otro mundo: el interior, donde el único gobierno era mío, y mis diálogos con mis personajes imaginarios, con mis voces acompañantes. Con solo levantar la cabeza y erguirme aquel mundo desaparecía y volvía al de los otros, al de la gente. El agua, siempre el agua. ¿No viene todo de allí? ¿No crecemos en el vientre de nuestras madres en el líquido amniótico? ¿No nos sumergimos en agua para bautizarnos, para renacer? El mar y las piscinas eran mis espacios de meditación infantil, qué duda cabe.

Mi mundo exterior de aquellos años adolescentes comenzó a provocar ecos interiores en mí: estaba enamorado siempre. Cambiaba con frecuencia, no siempre por mi voluntad sino porque me dejaban de querer, me cambiaban por otro, pero yo también participaba de aquel carrusel de los enamorados, y seguía otros rastros, como perro a su presa. Mi madre me decía con picardía: «Tú lo que quieres es estar enamorado», y yo le respondía: «Tienes razón. ¿Hay algo mejor?». Le preguntaba y mi madre decía que no, que lo más hermoso de la vida era enamorarse. Estando así, quizás, fue como comencé a escribir poesía. Tenía doce años y me iba al fondo del jardín de mi casa con un cuaderno y un lápiz a escribir mis reflexiones. Más que poesía amorosa, escribía poesía filosófica adolescente. Estos textos los leyeron varias personas de la familia y, probablemente, mi profesora de francés, la señorita Tallaine, quien dio en el clavo y me abrió un universo: me regaló una Antología poética de Antonio Machado. La señorita Tallaine ya era entonces una anciana mínima, severa e inteligente. Era venezolano-francesa. No solo me entregaba al gran poeta-filósofo sino también a España, un país que ha ejercido una fascinación en mí, como casi ningún otro. Repito lo dicho por George Steiner: «El hallazgo de un libro puede cambiar una vida» (Adler, 2016: 85). Doy fe de ello.

En aquel volumen leí un poema que operó como una suerte de revelación. Me refiero a «Retrato», que aprendí de memoria y pasó a ser un texto iniciático que podía recitar como un mantra. Cito las estrofas que me tocaron y las comento:

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,
pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,
soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Allí dos vocablos tocaron a mi puerta: sereno y bueno. La serenidad, desconociendo totalmente entonces el taoísmo y el budismo, se venía imponiendo como el más alto anhelo de mi psique. No la felicidad, sino la serenidad, y esta atravesaba todo el poema de Machado. ¿Era el poeta un hombre sereno? ¿Lo soy yo? No lo creo, se trata de un desiderátum, de un proyecto de realización personal y de tono y manera de estar en el mundo. El otro vocablo, bueno, fue un timbre para mí: no quería ser un héroe, ni una estrella, quería ser un hombre bueno y, naturalmente, es imposible buscar ser bueno sin ser humilde, sin ser discreto. Sigamos con otras estrofas:

Converso con el hombre que siempre va conmigo
–quien habla solo espera hablar a Dios un día–;
mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.

Aquí la primera clave es la conversación con uno mismo, el reconocimiento de la pluralidad en la personalidad, de las voces interiores. No somos uno solo. Hay algo en nuestro interior que es alterno a lo que nosotros creemos que es nuestro núcleo de personalidad. El subconsciente, diría Freud; la voz interior, dirían los poetas; la mente, dirían los taoístas; la conciencia, dirían los cristianos. En cualquier caso, no somos unívocos, y así lo señala Machado. La otra clave de la estrofa es la filantropía. El amor por los demás, el ir hacia los otros, lo contrario de la misantropía. El filántropo se completa con el otro. Sigo:

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

La clave ahora es el vocablo trabajo. Desde niño me ha dominado el afán de trabajar. Me brinda una estructura y un centro que ninguna otra actividad logra darme. Trabajar es sembrar, cultivar y ver crecer el jardín gracias a nuestras labores. Además, es fuente de enorme placer. El trabajo es la pulga en casa de los budistas, y el centro absoluto de los taoístas, quienes señalan que cuando leemos entregados la voz del autor nos habla, literalmente nos habla. Eso es el trabajo: hacer lo que queremos hacer entregados plenamente, enajenados, embargados, experimentando una manifestación de la dicha. El homo faber, pues, el hombre que construye, el hombre que ama, en las antípodas del hombre que odia, del hombre que destruye. Como vemos, Machado también tocaba esta flauta para mí, dándole estructura y añadiendo un matiz importante: el que trabaja es libre, nada debe, está seguro de sí mismo sin hacer alarde de ello. Veamos la última estrofa del poema:

Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar.

La expresión príncipe aquí es ligero de equipaje. Tuvo y tiene tanta resonancia en mí la idea de la ligereza, la liviandad. En el fondo es todo un programa vital avenido a la austeridad, al desapego, a la carencia de deseos materiales, a la sencillez. La expresión «ligeros de equipaje» significa libres, sin pesos, sin fardos, sin anclas, listos para irnos a otro mundo, entregados sin resistencia a la muerte, a la voluntad divina.

Como vemos, mademoiselle Tallaine me había entregado una llave preciosa: en la poesía también podía haber filosofía, interioridad, no todo en la poesía era canto exterior, retruécanos y piel, también había entrañas y huesos. Estaba listo para seguir otras voces poéticas dirigidas a saciar mi sed. Llegarían.

En estos años de mi adolescencia volví al Colegio San Agustín, ya no como feligrés atónito de su capilla sino como alumno, pero la verdad es que en relación con lo de adentro no tengo nada que consignar. Fueron tres años de fútbol, motos, fiestas, dificultades con las Matemáticas y la Química y el comienzo de una fascinación por la Geografía, por los mapas, las coordenadas. No había Humanidades en este colegio y me fui al Liceo Los Arcos, del Opus Dei, en el extremo contrario de Caracas, en El Hatillo. Allí estuve mis años finales del bachillerato, experimentando la manera como esta organización religiosa vivía su fe. La exagerada atención a los pecados de la carne, al sexo, al cuerpo como ámbito a preservar de los impulsos del deseo, creaba un abismo entre los religiosos y yo. Sí comulgaba con el amor a la sabiduría que se respiraba en el liceo, eso sí me gustaba, allí me sentía a mis anchas. De hecho, nos asignaban un tutor al que podíamos consultar cuando quisiésemos y yo tuve la suerte de poder conversar regularmente con quien ya era un joven sabio: Rafael Tomás Caldera. Él me entregó a un autor que valoré mucho: Étienne Gilson. Su libro El amor a la sabiduría (1974) fue piedra de toque para mí. Allí estaba un camino: el conocimiento.

Recuerdo con nitidez una mañana en la que el profesor de Religión en el Liceo Los Arcos dijo que Demian (1919) y El lobo estepario (1927) de Hermann Hesse estaban prohibidos en el colegio. ¿Qué mejor recomendación que aquella? De inmediato me abalancé sobre estas novelas y seguí hacia Siddhartha (1922) y El juego de abalorios (1943). Fueron lecturas importantes. Tenía 15 años y sentí que en Demian se me decía algo a mí; algo similar aunque en menor medida percibí en El lobo estepario. Y con Siddhartha la identificación fue total. Fui aquel joven de la India que quería alcanzar la sabiduría. En su última novela, El juego de abalorios, hubo menos música para mis oídos, aunque esta era el epicentro, o la orquestación, más bien, para el sistema planetario creado por Hesse. Huelga decir que su obra es vastísima y ha recibido el favor de los lectores como muy pocos autores. Obviamente su obra es de aguas profundas, bucea en las profundidades de la psique. Se hace evidente que tuvo experiencias psicoanalíticas en la mitad de su vida que lo marcaron, le abrieron las puertas de otro mundo.

Imposible entender a Hesse sin las crisis psicológicas que padeció y que lo llevaron a estar interno en un centro psiquiátrico, sin mayores resultados. Lo que sí es obvio que influyó determinantemente en él fue analizarse con el doctor Joseph Lang, un discípulo de Jung, que aparece en Demian, donde la experiencia de la consulta se trabaja a fondo, acaso la primera novela donde se abordó esta práctica clínica abiertamente. Hesse fue otro después de las 72 sesiones con el doctor Lang. Algo se desanudó en su personalidad que le permitió seguir adelante. Para el muchacho que yo era entonces, aquella novela fue un punto de inflexión. Incluso no sé cuánta importancia tuvo en la formación de mi personalidad, pero sin duda incidió con énfasis. No tengo cómo agradecerle a aquel profesor de Religión la «recomendación» de la novela.

Sobre la cercanía de Hesse con Oriente no cabe la menor duda, incluso viajó a India, Indonesia, Penang, Singapur, Sumatra, Borneo y Birmania. En alguna de sus cartas afirmó: «Desde hace muchos años estoy convencido de que el espíritu europeo está en declive y necesita volver a sus fuentes asiáticas. Durante años he honrado a Buda y he leído literatura india desde mi más temprana juventud. Después me acerqué a Lao Tsé y a los demás chinos. El viaje a India fue tan solo un pequeño complemento e ilustración de estas ideas y estudios». Ahora cuando rememoro estos años de mi juventud, caigo en cuenta de que un autor que me importó muchísimo, como lo fue Hesse, se nutrió de Oriente y del psicoanálisis. Lo conocí muy temprano. ¿Habrá sido gratuito?

Al terminar el bachillerato concluyó mi relación con el deporte como practicante. No regresé a una cancha de fútbol. Es extraño porque en ellas estuve desde niño y hasta quinto año de bachillerato. Jugué siempre en los equipos de los colegios donde estudié, por lo general de mediocampista o de centro delantero y con resultados que hoy en día el primer sorprendido al recordarlos soy yo. Tampoco volví al montículo a lanzar pelotas hacia el plato, ni volví a la cancha de básquet. Lo único que practico, si me hallo enfrente de una mesa, es ping-pong. Todavía me consigo con viejos compañeros de estudios que recuerdan un gol olímpico que metí y se hizo célebre, y tengo la sensación de que están hablando de otra persona. ¿Por qué abandoné la práctica deportiva? No lo sé, pero no hay duda de que la disfrutaba mucho. ¿Se puede abandonar algo que nos gusta mucho? Sí, siempre y cuando haya algo que nos satisfaga más. Me introduje en el bosque de la imaginación y las ideas, del trabajo creador y el estudio, y olvidé el cuerpo en su faceta deportiva. El juego con el cuerpo se trasladó hacia otros espacios. La adultez me alejaba del cuerpo en su faceta lúdica y gimnástica y me acercaba a sus fruiciones interpersonales. Todavía salgo a caminar para darle trabajo al cuerpo, pero me aburre salvo que vaya por hermosas avenidas, repletas de gente, con árboles y muy soleadas. Terminó la adolescencia y el colegio, comenzó la universidad: cambios y más cambios. Me dejé el bigote y no me lo he cortado desde entonces. Adiós al fútbol.

En el último año de bachillerato cometí varios errores. El primero: no acepté la sugerencia de mi padre de que me fuera un año a Londres, quería entrar a la universidad de inmediato, me fascinaba la política y quería sumergirme en la que se cocinaba en la Universidad Católica Andrés Bello. El segundo error fue escoger estudiar Derecho, pero entonces no tenía dudas sobre ello, estaba convencido de que para mi formación de «hombre público» era lo mejor. No sospechaba siquiera que la política iba a dejar de interesarme notablemente (al igual que el Derecho), a partir del tercer año de la carrera, cuando la literatura fue tocando y tocando mi puerta.

Al salir de bachillerato tenía diecisiete años cumplidos, con esa edad comencé en la UCAB en octubre de 1976, cumplí dieciocho el 3 de enero de 1977. De inmediato ocurrieron dos hechos de capital importancia para mi formación. Una morena preciosa y el flaco que yo era nos enamoramos como si la muerte tocara el timbre urgida y no tuviésemos tiempo que perder. El otro hecho fue la amistad con el padre Luis María Olaso S.J., mi profesor de Introducción al Derecho y un humanista que me abrió la puerta de otra dimensión del cristianismo. Formé parte de los grupos que se iban con el padre Olaso a Mérida en Semana Santa, a San Javier del Valle, y bebí de una espiritualidad más cercana a mi espíritu, al margen de la satanización del cuerpo y de un conjunto de prohibiciones que hacían que la relación con la divinidad se diera en un ámbito amurallado, carente de horizontes. Olaso nos ofrecía otro camino: una espiritualidad que buscaba la nuez de la doctrina cristiana: el amor. Una espiritualidad que colocaba el acento en la humildad, no en la obediencia; que colocaba la otra mejilla para el ofensor, que buscaba la paz, el avenimiento.

Entonces conocí mejor el silencio. Alguna vez hicimos los Ejercicios espirituales