Murguía, Verónica
El fuego verde/Verónica Murguía. – México: Ediciones SM, 2018
Formato digital – (Gran Angular)
ISBN: 978-607-24-2947-5
Literatura mexicana 2. Novela juvenil 3. Literatura fantástica 4. Edad Media – Novela juvenil 5. Aventuras – Novela juvenil
Dewey 863 M87
Para David Huerta y para Clara Rojas,
libros sabios y árboles lozanos.
Demne se envolvió con la manta y cerró los ojos. Tenía frío y hambre, pero estaba tan cansado que solo quería dormir. A sus oídos, acostumbrados al trajín del bosque, llegó el ulular de un búho. Luego, el chillido breve de la presa. Demne se ciñó más estrechamente la manta y, como siempre, se maravilló de que el búho pudiera cazar con tal precisión en las noches sin luna. Aunque en esa parte del bosque lo mismo daba noche sin luna que luna llena. Estaba lejos de cualquier aldea y debía conformarse con la luz de las luciérnagas, pues las estrellas estaban ocultas tras el follaje que se mecía sobre su cabeza. No se veía nada y no había querido encender un fuego por miedo a ofender a los elfos. Era un cuentero y deseaba ser un huésped digno de la hospitalidad que el bosque le ofrecía. En un lugar tan recóndito como ese, lo más seguro es que estuviera rodeado por elfos y hadas. Ellos odiaban al fuego. “La flor roja”, lo llamaban, y lo aborrecían porque las flamas son el peor enemigo del bosque, su bosque. Brocelandia era un lugar donde desde el principio de los tiempos habían vivido los elfos, las hadas y los viejos dioses de las cavernas y las cascadas. Brocelandia también estaba poblado por seres más viejos, más caprichosos y crueles que los elfos. Pero hasta la criatura más antigua formaba parte del todo que era Brocelandia, y a sus leyes se atenían desde la hormiga hasta el espíritu más poderoso.
En el bosque abundaban los círculos de hongos rojos por donde se podía entrar en las comarcas mágicas. Animales y humanos los evitaban: hasta las aves rehuían el aire verdoso y quieto que flotaba sobre los círculos y ni siquiera los hilos de las telarañas colgaban sobre ellos.
Demne esquivaba los círculos, pero no arrancaba los hongos ni regaba sal sobre la tierra para deshacerlos y evitar que brotaran de nuevo. Los dejaba atrás. Para él eran puertas abiertas cuyos umbrales tenía prohibido atravesar.
Demne temía y amaba a los elfos, a pesar de que sabía lo impredecibles que podían ser. Alguna vez los oyó cantar. Fue como si una cascada de voces en las que resonaban ecos de agua y espuma, de viento, de gorjeos y cantos humanos lo hubiera bañado de sonido y luz mezclados. Demne había llorado de alegría y el deseo de oírlos de nuevo lo empujaba a adentrarse en el bosque, a pesar de que, así, el camino se alargaba y pasaba frío. Pero pensaba con ilusión que, quizás en ese mismo momento, a unos pasos, unas pupilas violetas lo miraban con la desdeñosa benevolencia que los Señores del Bosque sentían por algunos humanos. La sola idea lo estremecía de felicidad.
Musitó una breve salutación dirigida a los Señores del Bosque y trató de dormir.
Los árboles eran como un océano verde que cubría la tierra. Las copas de los pinos y los abetos eran las olas y como olas se movían, mecidas por el viento. En algunos lugares, este oleaje era tan espeso que el sol no alcanzaba a tocar el suelo. Para los elfos, las aves y las ardillas había caminos, invisibles para quienes andan a ras de tierra, atajos que se recorrían de rama en rama. Los elfos, por cuyas venas corría savia blanca como la de las encinas, eran los Señores del Bosque. Los hombres los respetaban y temían.
No había más templo que el bosque: bajo la bóveda verde se adoraba a dioses tallados en troncos. Una vez a la semana, los hombres colocaban ofrendas de pan y cuencos de miel sobre las piedras que formaban los altares y regresaban a sus casas sin mirar atrás.
Los ciervos con manchas blancas en la frente eran sagrados; al nacer, cuando todavía no se alzaban sobre las patas, las hadas los habían tocado con dedos helados. De ahí la marca blanca, por eso estaba prohibido cazarlos. La Fata Titania trenzaba las crines de los caballos en las noches y los jinetes pagaban sus tributos dejando monedas en los nidos vacíos.
Los humanos habitaban el día y los Señores del Bosque la noche. Los hombres usaban el hacha y el fuego; con ellos abrían claros en la espesura para levantar sus casas. Los árboles eran las casas de los elfos, conocedores de la magia y enemigos del fuego.
Los magos y los cuenteros eran los únicos que tenían tratos con ellos, y solo a los hechiceros más poderosos y ancianos les era permitido verlos. Poco se sabía de estos encuentros. Los elfos, celosos guardianes de sus misterios, confiaban a los cuenteros nada más algunas palabras. Los otros hombres debían resignarse a ser observados, sin saber si el escalofrío que les recorría la espalda cuando estaban a solas en el bosque era causado por el viento o por la mirada de un elfo oculto en la espesura. Ay del viajero que no llegara a su destino con la luz del sol sobre él: entonces debía dormir boca abajo y apretar en la mano derecha sus amuletos, cerrar los ojos y no prestar atención a los cantos de los espíritus salvajes de la tierra.
Los cuenteros conocían los nombres de los reyes y príncipes de los elfos y las historias de sus hazañas. En las familias élficas, los árboles genealógicos se entrelazaban con árboles de hoja y rama. Robles, pinos y abetos eran amados como antepasados. Los cuenteros reconocían las marcas de familia en estos árboles y advertían a la gente sobre su parentesco con los elfos colgando campanas de arcilla de las ramas.
Al escuchar el apagado repiquetear de estas campanas, producido cuando el soplo del bosque las mecía, los leñadores se alejaban. A la eficacia de estos avisos se debía la gratitud de los elfos.
Los cuenteros iban de aldea en aldea, ofreciendo su trabajo y su música. A cambio, los aldeanos les ofrecían posada, comida y, como pago, bolsas llenas de quesos cubiertos de cera o carne curada con miel. A veces alguien contaba una historia nueva al cuentero. Podía ser un sueño o una visión. Quizás fuera una historia ya conocida, a la que la imaginación de alguien le hubiera aumentado un episodio. Si la historia pasaba las pruebas —siempre hay señales que deben aparecer aun en los relatos más extraños—, los cuenteros la escribían cuidadosamente en sus pergaminos. Los cuenteros poseían poco; pero no les faltaba nada y eran libres de ir por donde quisieran, aunque, como todos, se fijaban en dónde ponían el pie, por miedo a meterlo en un círculo de hongos y terminar sus días esclavizados por los elfos.
A lo lejos se escuchó un aullido y lo que podía ser una risa apagada. Golondrina, la mula de Demne, se movió, nerviosa, y las campanillas de barro que colgaban de la brida tintinearon un poco.
—Quieta, Golondrina. Descansa. Mañana, verás, encontraremos una vereda más despejada —dijo en voz baja, casi dormido—. No tengas miedo.
Antes de que Golondrina resoplara en contestación, Demne comenzó a soñar con senderos floridos y el sol del amanecer.
Luned no temía a la oscuridad porque también era una cuentera. Pero ni cuando era una niñita flacucha, habitante de un pueblo situado en el más profundo corazón del bosque, había temido a la noche.
El pueblo era tan pequeño que no tenía nombre, y sus habitantes poseían lo esencial para vivir.
Eran colonii, libres de la servidumbre de la gleba, pero no tenían casi nada más que su libertad. Cultivaban huertos diminutos en los que, protegidos por la sombra benévola de los árboles, crecían cebollas, nabos, puerros y rábanos. Poseían algunas ovejas, una pequeña piara, un corral atestado de gallinas y unas cuantas cabezas de ganado. En invierno, las vacas, las ovejas, los cerdos y las gallinas dormían dentro de las casas. Su aliento era vapor caliente y sus cuerpos olorosos entibiaban la paja sobre la que dormían humanos y animales.
Para estos montañeses, la cruz y la iglesia eran apenas un rumor. Dos clérigos vestidos de negro habían llegado un invierno, pero, exhaustos y entumecidos a causa de la nieve, no predicaron. Agradecieron entre toses y escalofríos la hospitalidad de los montañeses, las piedras calientes envueltas en trapos sobre las que colocaron los pies amoratados e insensibles, la leche con miel que habían bebido hasta hartarse. Una anciana silenciosa les había frotado los sabañones de los tobillos con manteca de cerdo mezclada con romero hasta que el calor regresó a sus miembros y pudieron mover los dedos. Los forasteros murmuraron plegarias entre toses y estornudos, ofuscados por el cansancio.
Los aldeanos regalaron un queso y una hogaza de pan a cada uno. Los clérigos tuvieron miedo de perderse por los caminos cubiertos de nieve. Deseosos de regresar a la ciudad de donde venían, guardaron las provisiones en sus morrales. Luego repartieron bendiciones en un idioma desconocido y se fueron. A veces un buhonero, un pede pulverosi, llamados así por sus pies polvorientos a fuerza de recorrer los caminos, llegaba a venderles agujas de hueso y hierro, calderos de cobre, sayones, saquitos de sal diamantina y cintas azules para las trenzas de las niñas. Los aldeanos bajaban dos veces al año a las ferias, en los valles, a comprar puercos, telas, ollas y a buscar esposa. Pero el resto del tiempo lo pasaban en la aldea y era como si alrededor de ellos Brocelandia se extendiera hasta los confines del mundo.
Luned nació bajo un abedul cerca del otoño y, como hacía buen tiempo y el hielo todavía no escarchaba la tierra, el lecho de parturienta de su madre fue una cama de hojas. Nació en la tarde, sobre hojarasca roja. La nombraron Luned porque ese era el nombre favorito de la abuela paterna, la señora Enrica. Creció para convertirse en una niña flaca e imprudente que rara vez lloraba y que no temía a los animales ni a la oscuridad.
Había sentido miedo frente a otras cosas: el enojo de su madre, súbito y violento, o la incomprensible crueldad de algunos niños con los animales. Temía al encierro que la asfixiaba, al invierno y su blancura helada e inexorable, al dolor, pero no a la noche.
A pesar de los castigos y las advertencias, acostumbraba escapar de su cama mientras sus padres y Ronan, su hermano mayor, dormían, para internarse en el bosque que rodeaba su pueblo, descalza y apenas cubierta por el camisón y una capa raída. Semejaba un pequeño y flaco fantasma que corría entre los árboles, con Rayo, el perro, tras ella.
Por imitar los gestos de los mayores se inclinaba ante los dioses tallados cerca de las encinas. Pero esos maderos no la impresionaban, como tampoco temía a los círculos de hongos. Cuando encontraba alguno, avisaba en la aldea y al otro día llegaban los hombres, arrancaban cuidadosamente las rojas capuchas, los venenosos y bellos “tronos de sapo”, como les decían las viejas —sin cuchillo, pues los elfos se ofenden ante el acero—, y esparcían sal para secar la tierra. Luned miraba todos esos asuntos con indiferencia. “Tienen miedo de todo”, pensaba, y se sentía valiente. A ella, en lugar de asustarla, la animaba la fosforescencia de un par de pupilas que se abrían entre la negrura del follaje y los movimientos de los insectos que poblaban la hierba. En su aldea, como en todas las aldeas, se temía y respetaba a los Señores del Bosque y se rumoreaba que solían robarse bebés y muchachas para hechizarlos y convertirlos en sus esclavos. A Luned no le importaba.
Si el bosque de Brocelandia era el palacio, Luned jugaba a ser la reina. Las veredas alfombradas de agujas de pino eran los pasillos que llevaban a la piedra musgosa que hacía las veces de trono; los abedules y los castaños eran las columnas que sostenían el techo, entre cuyas nervaduras aparecían las estrellas. El búho era el heraldo que anunciaba su llegada.
Cuando había luna, sacaba de entre las raíces de un gran roble las figuras de hadas y caballos que había tallado su padre para ella en madera de abedul y se subía a la piedra a jugar. Si no, se acurrucaba sobre el musgo con Rayo a su lado. Permanecía allí con los ojos muy abiertos, cubierta por la oscuridad como por una manta, una de esas mantas raídas que los niños aman por el olor. Escuchaba atentamente el croar de las ranas y el chillido del tejón o la comadreja. Algunas noches, cuando Rayo se quedaba en la casa, vio pasar al lobo, a veces solo, otras acompañado de la hembra. La mirada del lobo, el ascua de sus pupilas, no le inspiraba temor y, como si estuviera sujeto por una voluntad ajena a los dos, el animal solo la observaba sin gruñir ni mostrarle los dientes. Levantaba la pata junto a la piedra y la marcaba con un delgado chisguete de orina, olfateaba el aire, fruncía los belfos alargados y soltaba un aullido. Era un canto melancólico y solitario y la niña fingía que lloraba para acompañarlo, sentada sobre la piedra, con las pantorrillas colgando y el rostro vuelto hacia el cielo negro.
Luned solamente temía al agudo chillido del murciélago y a su vuelo zigzagueante. El murciélago protagonizaba muchas historias, casi todas de miedo. Algunos aldeanos afirmaban que se convertían en hombres cubiertos de vello negro, que mordían el cuello de sus víctimas y las mataban. Pero su abuela Enrica le había dicho:
—Todos dicen que hay gente que ha muerto exangüe, pero nunca en mi vida alguien ha muerto desangrado por un murciélago. Ni en vida de mis padres, ni de mis abuelos. Yo también quería saber, como tú. Para, como tú, andar por el bosque. Pero no, son otros los peligros para una niña. Los barrancos, las piedras, los osos, el jabalí, los lobos. Prométeme que ya no saldrás en la noche ni te alejarás, hija.
La niña asentía, no prometía nada y se miraba los pies con actitud contrita. En la noche escapaba, como casi todas las noches, y al escuchar el chillido del murciélago, volvía a temer. Entonces, el miedo le impedía quedarse quieta. Corría a esconderse entre las ramas de su abeto, a buscar refugio bajo su copa todavía baja. Lo rodeaba con los brazos y murmuraba: “Quiéreme, quiéreme…”, con la mejilla apoyada en la corteza áspera y aspirando el olor picante de la resina. Sentía entre los brazos el cuerpo duro del árbol, hundía las manos abiertas en el follaje y se tranquilizaba. Creía que el árbol la protegía.
Le hablaba al abeto —y al búho, a las ranas y a todo lo que la rodeaba— hasta que su propia voz la arrullaba y derrotaba al miedo. Pero el sueño era invencible y cada noche Luned regresaba a su cama, en la que también dormía Ronan. Cuando entraba a la casa de nuevo, el aire olía a gente dormida. Rayo se le acercaba y le lamía las manos. En el hogar, las brasas se apagaban con lentitud: aquí y allá brillaba alguna chispa roja. Luned se tendía en silencio y se cubría con la manta. Se dormía escuchando las respiraciones de su familia y al otro día impacientaba a su madre, pues le costaba trabajo despertar.
Tenía fama de traviesa aunque también era querida porque era cariñosa, especialmente con los viejos. Había en ella algo salvaje que gustaba a su padre y atemorizaba a su madre, Alina. Para Alina, educar a Luned era domesticarla, enseñarle a no saltar sobre sus mayores para abrazarlos, obligarla a abandonar sus excursiones, de las que regresaba cubierta de arañazos. Si hubiera sospechado que la niña acostumbraba observar a las serpientes sin temor y que sabía cuál era la cueva en la que vivía el oso, la habría encerrado a cal y canto.
—¡Luned! —gritaba Alina de pie al lado de la tinaja, en la choza llena de vapor—. ¡Ven aquí, que ya se enfrió el agua!
Al llegar la niña, su madre la zarandeaba con más rigor del necesario, le quitaba el vestido, le hacía acuclillarse dentro de la tinaja y la frotaba con un trapo humedecido hasta dejarle la piel colorada.
Alina se cansaba de sacarle las astillas de las plantas de los pies, de deshacer los nudos que se le formaban en el pelo, de arrancar los pegotes de resina que le manchaban el vestido… Era tan distinta de las otras niñas, de las graciosas y dulces aldeanas que acompañaban a sus madres, a sus tías; que tejían y cocinaban y tenían la casa limpia cuando los hombres regresaban del bosque… A ella, ay, le había tocado la cabrita desobediente, con la que nadie querría casarse. Alina, pues, no tendría nietos y solo podría querer, con discreción, a los hijos de Ronan. Y ya se sabe, la suegra, y más cuando es la madre del esposo, siempre es un poco indeseable. Al pensar en eso Alina suspiraba, deshacía los nudos de la melena de Luned con el peine, le quitaba las hojitas del pelo, la mugre de debajo de las uñas y le frotaba las rodillas hasta hacerle sangre.
Luned se esforzaba por estar quieta mientras su madre la peinaba, aunque los tirones le despertaban una rabia repentina que le costaba trabajo controlar.
—Me duele, madre —decía con los ojos llenos de lágrimas.
—Espera y cállate —respondía Alina.
Pero se daba cuenta de que su hija sufría, así que procuraba no ser tan brusca. Entonces Luned reía contándole que Rayo había perseguido sin éxito a un conejo, hasta que Ronan, empapado y envuelto en una manta, reía también.
Aunque se daba cuenta de que su madre la quería con ella, a Luned no le gustaba estar entre las cuatro paredes de su casa.
Al tenderse en su yacija de paja y mirar el techo, sentía e imaginaba —siempre con un nudo en la garganta— que la choza podría caer sobre ella en cualquier momento. Para Luned, las pequeñas ventanas eran insuficientes para dejar entrar el día. Le asqueaba el olor a carne y cebolla hervidas, y el crepitar del fuego la sobresaltaba. Prefería comer en el campo, recostada en el tronco de un árbol, y trepar a las ramas más altas aunque su madre se quejara por el estado de su ropa. Desataba sus sandalias, se las colgaba alrededor del cuello y subía a ver el mundo desde las alturas. Estudiaba la arquitectura de los nidos de las aves, las madrigueras de las ardillas y los panales. El aire silbaba y cantaba entre las ramas, las copas puntiagudas se mecían como embarcaciones en el océano de aire. Luned, recostada en los brazos de un olmo, observaba a las nubes desplazarse y sentía que viajaba aunque no se moviera. El agua del arroyo era más fresca que la del pozo y las bayas le gustaban más que el pan.
Detestaba el invierno, con sus días umbríos y el encierro obligado, cuando le dolían los dedos, acalambrados de tanto torcer la lana para hacer hilos; odiaba las conservas saladas que le escaldaban la lengua y los días breves. Los animales morían de hambre, las plantas se quemaban por el hielo, los árboles perdían las hojas y, angulosos como esqueletos, se doblaban bajo el peso blanco de la nieve.
No podía salir de noche porque el hielo le entumecía hasta el alma. Se levantaba de su yacija para dormir entre las ovejas que su padre había encerrado en la casa y amanecía entre ellas, llena de piquetes de pulga y olorosa a bosta. De día apenas se aventuraba a perder de vista el humo de los hogares de la aldea.
—Luned, vamos, madre quiere que la ayudemos a cocinar —le pedía Ronan.
Luned asentía y se demoraba. Cuando entraba en la choza, ya borboteaba la sopa en el caldero y Alina la miraba con enojo. Ronan limpiaba pescado con desenvoltura: las escamas volaban por todas partes como pétalos redondos y malolientes. Ronan metía la mano en el vientre del pez y sacaba las tripas que arrojaba a Rayo. Este las pescaba en el aire y las tragaba de un bocado. Luned miraba a su hermano, la destreza de su hermano, con ojos muy abiertos:
—Pequeña, mira, si quieres te enseño —le decía él—. Ven acá.
Luned se acercaba, pero no deseaba aprender, solo mirarlo. Se acuclillaba a su lado y se apoyaba en su pierna. Ronan le acariciaba la cabeza como si fuera una ternera y le dejaba el pelo apestoso a pescado.
Ronan, en cambio, estaba a gusto en la casa. Era hábil para todo: para reparar muros con arcilla traída de la ribera, dar de comer a los cerdos, varear los manzanos, desplumar los pollos. Dos veces al año acompañaba a Juan a las ferias en los valles, donde se reunían los aldeanos de muchos poblados a vender ganado, telas, pan, carnes curadas, pieles, vajillas y aceite. Siempre regresaba con una cinta roja o un puñado de botones de hueso para su hermana, que Luned escondía en el bosque, junto a las figuras de animales que su padre hacía para ella. Ronan era alto y delgado, y tenía la risa fácil de su abuela. Las muchachitas de la aldea lo buscaban con los ojos.
También era experto en luchar, correr y arrojar piedras. Cuando los hermanos peleaban, siempre ganaba. Y la derrotaba con aún más facilidad cuando se acercaba al fuego. Entonces, Luned gruñía, vencida.
—Elfa, bruja —se burlaba Ronan—. Cambiada. Los elfos se robaron a mi verdadera hermana, una niña bonita y obediente, y te dejaron a ti en su lugar, con tus piernas flacas y tus dientes de conejo. Elfa, cambiada.
—Los elfos no existen. No les tengo miedo, ni a ellos ni a ti. Cállate —gritaba la niña, furiosa.
—Si no existen… ¿cómo es que te dejaron aquí, con tus piernas como patas de pájaro y tus ojos de búho, niña fea?
Luned dudaba un poco. Era escéptica, pero había crecido escuchando las historias de los “cambiados”. Los aldeanos creían que cuando nacía un niño o una niña especialmente bellos, los elfos, celosos, los reemplazaban por un trasgo. Pero las historias afirmaban que el cambiado regresaba al reino de las hadas apenas pasados unos meses del canje. Además, un elfo nunca entraría en una casa con tantos utensilios de hierro, donde el hacha de un leñador tenía su lugar junto a la puerta. Y nadie recordaba que en la aldea hubiera pasado algo así.
—Pero claro que sucede, niña, aunque por suerte aquí no ha pasado —le decía su madre—. Y tú no eres una cambiada, solo una desobediente. Caliéntate cerca del fuego y ayúdame a cocinar. Solo debes tener cuidado de no quemarte ni dejar que te caigan pavesas en la ropa. Anda.
Luned daba un paso tentativo, luego otro y otro. El humo le irritaba los ojos y el aire caliente le picaba en la nariz. A veces los rescoldos se avivaban y salían chispas. Entonces la niña escapaba al bosque, aunque su madre tratara de retenerla. A menudo Luned se descubría las medias lunas diminutas que le dejaban las uñas de Alina en los brazos.
—Déjame enseñarte a coser —se desesperaba Alina—, ven a ver lo que estoy haciendo en el telar, Luned, mira, niña, ven…
—Sí, madre —decía Luned, con aire ausente y volviendo la cabeza cuando los pájaros silbaban, como si la llamaran.
La madre trataba de enseñarle a coser las rasgaduras de su vestido, a bordar, a cardar lana. Luned trabajaba en silencio y distraída.
Alina examinaba el hilo, moviendo la cabeza con gesto agrio. Su hija la miraba pacientemente, con la aguja de hueso entre los dedos y moviendo los pies, esperando el momento de huir al bosque o a jugar con los otros niños de la aldea.
—Ten paciencia, madre, mi hermana es buena. La llama el bosque. Si fuera hombre, sería un buhonero. Déjala, madre, no te encolerices —pedía Ronan.
Pero Alina se enojaba. Luned no comprendía por qué debía aprender a hilar la lana y teñirla para copiar en una tela los colores de las flores, siempre más brillantes y más hermosos en el bosque.
Detestaba calzarse con los pesados zuecos que su padre tallaba para proteger sus sandalias del lodo. Aunque él también pertenecía al bosque. Ahí trabajaba.
El padre se llamaba Juan. Era un hombre flemático, con el pelo gris a pesar de su juventud. Silencioso, se pasaba las tardes con un cuchillito en las manos tallando juguetes para sus hijos.
Una zoología exacta surgía de los pedazos de madera cuando Juan los tallaba: caballos, ardillas, ranas, perros… Sus hábiles manos distinguían en un pedazo de tronco los cuerpos perfectamente proporcionados de decenas de animales. Olía a pino, no a grasa y a humo como su mujer.
Luned salía con Ronan a esperar la llegada de los hombres al lindero, a contarle a Juan sus aventuras, a pedirle que convenciera a su madre de dejarla dormir fuera. Juan reía ante las extravagancias de su hija, le frotaba el pelo con manos callosas de leñador y alzaba a Ronan en brazos.
—Luned, ponte los zuecos —decía.
Luned lo abrazaba hasta que llegaba su madre y la pequeña familia se encerraba en la casa. En la noche, la niña escapaba de nuevo.
Luned tenía una cómplice: su otra abuela, la señora María, quien, aliada con la abuela Enrica, procuraba que su hija no fuera tan severa. La anciana creía sinceramente que la niña tenía razón: que en la vida había que pasar el mayor tiempo posible en el bosque y bajo el sol.
De la abuela María aprendió Luned a amar las ranas del estanque. Saltaban a sus dedos y se adherían a su índice con manitas pegajosas y transparentes.
Sus cuerpos diminutos latían como corazones de esmeralda. Eran su delicia; ágiles, verdes como hojas adornadas con una banda amarilla, los ojos saltones como pulidos rubíes, la menuda papada que se hinchaba y deshinchaba velozmente, el vientre de oro. Confundía la naturaleza anfibia de las ranas y les atribuía poderes: cada salto era para ella el comienzo de un vuelo, eran verdes porque eran vástagos de los árboles que rodeaban el estanque, eran peces, eran pájaros.
Lejos de las mujeres que iban a lavar la ropa y de los muchachos que pescaban, detrás de un bosquecillo de sauces que se inclinaban sobre el río, Luned se quitaba la túnica y se deslizaba dentro del agua, todavía con las ranitas pegadas a los dedos. Allí, era una rana más. Aprendió a nadar —las ranas la acompañaron en sus chapoteos y toses—, a flotar boca abajo para espiar a los peces amarillos y grises que se movían entre los rayos de luz dentro del estanque verdoso. La ilusión de ingravidez que le daba el agua era tan placentera que pasaba horas allí, flotando en el agua e imaginando que la acunaba una nube. Rayo nadaba con ella. Luego, niña y perro se recostaban en la hierba para que el sol los secara. Luned dibujaba, con un pedazo de carbón, figuras en las piedras blancas y planas de la ribera. Dibujar era su otra pasión. Sapos, gorriones, venados, tejones, abejorros, un animal tras otro. También dibujaba a sus padres y a la gente de la aldea. Se dibujaba a sí misma coronada con las astas de los ciervos; con plumas en lugar de pelo; en el agua, convertida en una niña con cola de pez (aunque jamás había escuchado hablar de las sirenas), con un sombrero hecho con el caparazón de una tortuga, cabalgando sobre un lobo. Dibujaba a Rayo y también a él lo transfiguraba. Cuando se fastidiaba, borraba todo con las manos empapadas hasta que no quedaba más que una mancha oscura. Ese era el otro secreto: era la reina del bosque y, además, dibujaba. Pero no mostraba los dibujos a nadie, ni siquiera a Ronan.
Había otras ranas: una especie grande, de piel amarilla, moteada de negro, de ancas gruesas y musculosas. Eran muy buscadas por la gente de su pueblo por la delicadeza de su carne. Luned procuraba no encariñarse demasiado con ellas.
Una mañana, unos niños, entre los que estaba Ronan, dejaron caer una gran piedra plana sobre una charca en la que se agitaban cientos de renacuajos y algunas ranas. Luned escuchó las risas y se acercó. Cuando vio lo que los niños habían hecho y miró los renacuajos aplastados, convertidos en una masa agonizante, olvidó su estatura, que era una niña sola y que ellos eran cuatro.
—¡Cobardes! ¡Ya verán! —gritó mientras corría hacia ellos, los puños apretados y el cuerpo echado hacia adelante.
Los embistió y derribó con un certero puñetazo en la boca al que se reía más fuerte. Sintió un dolor agudo en los nudillos y terror cuando el niño, un delgaducho moreno y nervudo llamado Ogier, se levantó y se arrojó sobre ella. Ronan se interpuso, pero Luned lo quitó de en medio con un empujón. Ogier le asió un mechón de pelo y ella le mordió el brazo. Rodaron por el suelo, sobre el lodo y los renacuajos, y Ogier le aplastó un terrón de barro en los labios. Luned escupió y le dio con la rodilla en el estómago. Ogier, casi vencido, la soltó. Rayo ladraba y mostraba los dientes hasta que Ronan, asustado, le aferró el cogote y lo arrastró lejos de la pelea. Luned volvió a morder a Ogier, esta vez en la mejilla. Los otros niños gritaban, presos de una mezcla de exaltación y miedo.
Luned sangraba por la nariz y Ogier tenía la mejilla hinchada cuando los cinco regresaron al pueblo tomados de la mano. Desde ese día, los niños la amaron por su valor. Su audacia y su rabia los convencieron. Pobres ranas.
Luned cumplió años y sintió cómo las estaciones dejaban huella en su cuerpo, que se alargaba y maduraba como el abeto. La abuela María murió y su fallecimiento convirtió a Luned en una muchacha un poco menos rebelde, más paciente. Era fuerte, bonita y descuidada. Tenía los ojos almendrados, oscuros y expresivos; la nariz chata, la boca pequeña y gruesa, el cuello largo y manos finas y callosas. Su espesa melena oscura era su única vanidad. Se tejía el pelo en trenzas apretadas y las adornaba con flores y una cinta verde. Era generosa: compartía con quien apeteciera los huevos, las fresas salvajes y la miel que encontraba en sus correrías y traía a casa. Todas las tardes llevaba a su abuela una manzana, heno o un ramo de flores. Los aldeanos, para quienes la frugalidad era una virtud ineludible, apreciaban los regalos. Sobre todo Ogier y sus amigos, quienes la seguían por los senderos hasta que ella los evadía y se ocultaba. Entonces regresaban a sus casas, cabizbajos y molestos. Al día siguiente, cuando ella les regalaba un huevo de pato o un cuenco lleno hasta los bordes de moras, volvían a quererla. Sabía en qué parte del arroyo se escondían las truchas, dónde estaban los nidos de los faisanes y cuándo daban fruto los manzanos silvestres, cuyos frutos perfumados tienen la virtud de quitar la sed durante horas. Había dejado de temer al murciélago la mañana que descubrió a una cría arrastrándose laboriosamente al pie de un árbol. Al principio había creído que era una araña, pero al ver las alas encogidas que lo envolvían, supo lo que era.
Contuvo el aliento y lo alzó, estremeciéndose. El murciélago levantó la cabecita: los ojos negros y húmedos la miraron, y un par de garras semejantes a las de un pájaro le aferraron la mano. Parecía un diminuto zorro negro y orejudo. Luned le frotó el sedoso pelaje del lomo con el índice.
—¿Qué haces aquí de día, pequeño? ¿Por qué no estás en tu caverna?
El murciélago cerró los ojos, como cansado. Sus alas eran tan delgadas como una cáscara de cebolla, oscuras, venosas. Respiraba agitadamente y temblaba. Luned lo envolvió con el delantal y lo acunó entre sus manos. Esperó a que el sol calentara un poco más y le cantó una nana en voz baja, murmurando ternezas y prometiéndole que no le pasaría nada. Cuando por fin el animalito salió volando, se llevó con él los miedos de la muchacha. A cambio, le dejó el delantal lleno de chinches coloradas. Para limpiar la prenda, Luned tuvo que hervirla en el caldero ante la mirada furiosa de su madre.
Se acostumbró a atraer a los ciervos con trozos de sal que hurtaba de la despensa de Alina. Colocaba la sal sobre los troncos y acechaba entre la hierba hasta que llegaban, ligeros, con pasos aéreos. Siempre alerta, lamían la sal mientras ella contenía el aliento y miraba el cuello curvo y esbelto de los corpulentos machos astados, el pecho amplio, el hocico negro y húmedo. Prefería a los cervatos sin cornamenta, el dibujo de las manchas blancas sobre el pelaje atezado, las sensibles membranas de las orejas, los grandes ojos oscuros. Los ciervos recogían los trozos de sal con la lengua, frotaban las narices contra los troncos de los árboles y seguían al macho enorme de cornamenta de muchas puntas. Cuando huían, corría tras ellos, enfrascada en la empresa inútil de alcanzarlos.
Se ocultaba tras una piedra, con el viento a favor, y jugaba a arrojarse sobre un jabato pequeño de apenas un año pero que era vigoroso y colérico. Entonces, aferrada al cuerpo compacto y potente del animal, esquivaba hábilmente las dentelladas y coces, se cogía de los mechones de cerdas grasientas y negras que le cubrían el lomo y trataba de montarlo. Los flancos del jabalí, empedrados de costras de excremento y pegotes de lodo seco, eran resbalosos entre los muslos jóvenes de la muchacha.
El jabato, estridente y vengativo, sabía cómo arrastrarla entre los arbustos y dejarla con el vestido hecho jirones. Ella gritaba feliz, envuelta en el agrio hedor del animal y el perfume del bosque mezclados. Sentía vértigo y reía hasta que, agotada, lo soltaba. El jabato se alejaba bufando y mirándola con rabia. Cuando el jabato maduró y se volvió un jabalí astuto, en uno de esos juegos tumultuosos le rompió de una coz el dedo índice de la mano izquierda.
Al ver la mano hinchada y el dedo morado y torcido, Alina se lamentó a gritos:
—Si ya eras descuidada, si ya tenías manos de hombre, ahora peor… ¿Qué has hecho, muchacha? ¿Por qué insistes en estar a solas en el bosque? ¡Mira nada más! Te va a quedar el dedo doblado… como tus hilos, como tus puntadas…
Y se echó a llorar. Luned la miró con enojo. Los colmillos amarillentos y afilados del jabalí hubiesen podido matarla, dejarla destripada entre la hierba, y su madre se lamentaba por el aspecto de un dedo. ¡Un dedo! Además, ella había tenido la culpa, por provocarlo con juegos irrespetuosos. El jabato crecía, más grande y feroz que el resto de sus hermanos. Pronto llenaría el bosque de bramidos y se convertiría en un tirano caprichoso.
La muchacha estudiaba los excrementos, los charcos de orina, los mechones de pelo sujetos entre las ramas. Acuclillada junto a los cadáveres, miraba sin horror y sin asco, llena de una confusa piedad, los cuerpos medio devorados de las víctimas, las pupilas minerales de los ciervos muertos por los osos. A veces mojaba los dedos en la orina de los lobos y los perros retrocedían al olerla.
Alina todavía albergaba la vaga esperanza de que Luned le diera nietos y la tranquila certeza de la continuidad. No sabía en qué ocupaba su tiempo la muchacha extravagante que dentro de la casa se comportaba como los gorriones perdidos que se estrellaban contra las paredes. Así chocaban ella y su hija.