Oración por el padre difunto
José Luis Gómez Lobo
© José Luis Gómez Lobo
D.R. © 2012 Arlequín Editorial y Servicios, S.A. de C.V.
Teotihuacan 345, Ciudad del Sol,
45050, Zapopan, Jalisco.
Tel. (52 33) 3657 3786 y 3657 5045
arlequin@edicionesarlequin.com.mx
www.arlequin.mx
ISBN 978-607-9046-88-0
Hecho en México
El sol en lo alto, duro, cabrón, enfático, como el rostro iracundo de un padre llenándose silenciosamente de la rabia que lo hace apretar los dientes antes de estallar. Y abajo, como hijitos bulliciosos sorprendidos en actos de vileza, acatando temerosos la reprimenda e impacientes por seguirle en el desmadre, nosotros. Nosotros entretenidos en este asunto que llamamos cotidianidad. A la que llegamos ese día con los ojos puestos sobre el bate ensangrentado en la mano de Nicolás. Y sobre el cuerpo enrojecido de don Tencho resplandeciendo en el sol como si estuviera siendo visto por una mirada brillante de mofa.
Antes de retirarse había girado su cabeza y echado un último vistazo a lo que había hecho. Lo que Nicolás miró ya lo había visto muchísimas veces en las estampas que él mismo vendía en la tienda de artículos religiosos. Don Terencio había quedado tan vapuleado como san Valentín después del tormento que sufrió antes de ser degollado. La cabeza demolida como el mismo san Medín. Cubierto en escurrimientos sanguinolentos como san Bartolomé, en esa estampita que testimonia el tormento sufrido al serle arrancada la piel. Don Tencho, como le decíamos, ahí quedó, tirado frente a nuestra perturbación que reconocía así las posibilidades de la brutalidad humana. Y frente al epílogo de este drama plasmado con letras blancas de rasgos góticos que decía: «Esto es obra de dios».
Yo había llegado justo al momento en que Nicolás preparaba lo que luego supe sería el quinto batazo sobre la cabeza de don Terencio. Sostenía el bate en lo alto con una de sus manos, creo la derecha. Era su mano izquierda entonces la que se movía hacia adelante, a la altura de su pecho, como si pretendiera retirar, con firmeza, aquello que pudiera obstruir el trazo impetuoso del bate que ya se veía venir. El filo hiriente de la resolana, los humores de la furia calcinándose en el aire, las imágenes al sol del mediodía desarreglándose en la vista hasta revelar las monstruosidades posibles, conformaban el contenido existente entre la cabeza de don Tencho y la intención de aquellas manos para eso ya entrelazadas sobre el mango del bate alzado a lo alto. Un contenido que más que obstruir incita a hacerle añicos.
Los ojos del atacante titubeaban al mirar a la vez a su víctima, midiéndole puntería, y a todos los que le rodeaban envueltos en frenéticos y angustiosos gritos. Había extrañeza en su rostro y un cierto aire de sufrimiento, parecía un tanto sorprendido de ser objeto del repudio percibido en cada grito de los presentes. Parecía hasta cierto punto ser víctima de todos nosotros, ese conjunto de seres repulsivos que no comprendía el acto con el cual aliviaba sus eternos padecimientos. Un nosotros que lo dejaba abajo en el momento más importante y significativo en su existencia. Nicolás nunca tuvo cara de maldito y en ese momento tampoco. Sufría, eso sí. En verdad sufría.
Don Tencho yacía a sus pies, sus ojos desenfocados y amarillos miraban ya lo que mi madre dice que uno mira poquito antes de morir: toda la película de la vida propia. Es ahí en donde uno viene a encontrar el significado de las cosas. Tal cosa dice mi madre. Y don Tencho parecía ya haberlo encontrado, un gesto de inmensa tristeza en su cara me hacía pensarlo. La sangre escurría a borbotones desde lo reventado de su cabeza, una catarata aceitosa que iba gradualmente engrandeciendo un coagulo morado formado en el hirviente y rojizo pavimento.
El pavimento era un comal al rojo vivo sobre el cual don Tencho achicharraba sus últimos instantes de vida, insensible ya a los ardores que el contacto con el piso podría provocar en su piel: supongo que debido a la muerte de una parte del cerebro. Sus agonizantes estertores hacían parecer como si hiciera todo lo posible por dejar de mancharse de la sangre regada por debajo suyo, que los cuatro batazos anteriores habían causado.
Nicolás sin duda debió de seguir sintiéndose ofendido por el rechazo percibido en los curiosos. Y sin el mínimo asomo de euforia, casi cumpliendo con un engorroso trámite, convenciéndonos de que lo hacía únicamente como alivio, con un rostro solícito, apenado, como a punto de pedirnos permiso, soltó el quinto y último batazo.
Ese yo sí lo miré. Lo escuché. Y lo sigo mirando y lo seguiré escuchando. Bofo pero de ecos tintineantes, seco y a la vez aguado. Un sonido que se expresa en toda su firmeza y al mismo tiempo se ahoga dentro de sí mismo, como si hiciera todo por permanecer una eternidad y algo se lo impidiera desvaneciéndolo rápido. Yo aún lo traigo. Lo percibo todo el santo día y me aterra y me sacude y me llena de espanto. Amenazando con inmiscuirse entre las sílabas que habrán de mencionarse, de aquí en adelante y por toda la eternidad, en el lenguaje posible de este barrio.
Después de aquello, recuerdo, cerré mis ojos. Temblando. Salpicado de fugaces ráfagas de sangre que impactaban en las paredes de mi mente. En la cortina rojiza del interior de mis párpados se plasmó, a manera de un querubín malévolo, un bebito cuyo rostro me resultaba del todo familiar: el hijo ya difunto de un amigo también muerto hace tiempo. En vida el bebé siempre estuvo imposibilitado del movimiento de cualquiera de sus extremidades, pero en la imagen que miré tenía levantado un brazo, delgado y alargado como un tubo, y de sus dedos se desprendía la cabeza demolida de don Tencho. La izaba como cuando los antiguos guerreros levantaban las de los derrotados en combate. De la cabeza de don Tencho se levantaba una columna de humo azulado como si fuese la punta de un cigarro consumiéndose. De las comisuras de sus labios entreabiertos surgían hilillos de sangre coagulada. El bebé sonreía con malevolencia.
¿Por qué vi eso? Quién sabe. No sé. Quizá tan sólo para hacer una representación gráfica de lo que acababa de suceder: la significación contundente que marcaba el límite de un dominio y la podredumbre de un orden muy pero muy rebasado. El mensaje intimidatorio de un lado oscuro de la humanidad al cual tenemos que atender.
Oración por el padre difunto
…que prefiero contarlo todo antes de que me lo pregunten
W. FAULKNER
Extraña, tanta extravagancia —¿quién necesita esas deidades de dieciocho brazos, esos santos mohosos cuyos huesos y heridas nos ofenden, esos pebetes perfumados, esas huríes, budas dorados, libros dictados por Moroni? Nosotros, necesitamos más mundos.
Éste fracasará.
JOHN UPDIKE
Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí.
MATEO 10:37
El horror al parricidio que hallamos en la civilización primitiva muestra cuán fuerte era la tentación; porque un crimen en el que no podemos ni imaginar que vayamos a incurrir, por ejemplo, el canibalismo, no nos inspira un horror sincero.
BERTRAND RUSSELL
Father?
Yes son,
I want to kill you.
JIM MORRISON, «The End»
Era otoño. Aunque parecía verano por esos caprichos climáticos que luego uno no entiende. El no entenderlos provoca en el ánimo de la gente confusión y cierta proclividad al enojo. En días así de variables no es extraño ver a alguien, por raro que parezca, rompiéndole a batazos la cabeza a otro; quizá simplemente por su incapacidad de comprender el porqué de tal calor cuando según las leyes de la naturaleza debería hacer frío. Con esto no quiero decir que ese haya sido el motivo por el cual Nicolás mató con certeros y ensañados batazos a don Terencio el menudero ni que la gente de la colonia Las Piedritas haya tomado el suceso como algo cotidiano. Al contrario, aquel día todos los testigos explotamos en una conmoción envuelta de histeria y consternación.
El calor asfixiante de la tarde se había convertido en abrumador sofocamiento, a pesar de que era noviembre, que era de noche y que los ventiladores del techo de la funeraria giraban al máximo. Ante la luz seca y abatida de los candelabros de araña con tres de sus siete focos fundidos, la cara del muerto se mantenía brillosa como si todo el rato hubiera estado sudando. A través del cristal del ataúd se veía el rostro resplandecido por una sustancia grasosa. Había quedado con un rictus facial totalmente desencajado. En su cara se ostentaba la condena de cargar hasta la eternidad con el gesto que nadie quiere tener al momento de la muerte, uno parecido al rictus de quien duerme una borrachera de toda una semana.
—Como que se le ve tristón —Beto le dijo a Juan. Los dos al mismo tiempo hundieron la nariz en sus vasos para sorber otro trago de café. Sude y sude, Juan, sin ganas de contestar nada, aceptó con una lenta caída de párpados. Con los vasitos de poliuretano a la altura del pecho saludaban a quienes llegaban con la cordialidad que sus rostros pocas veces pueden expresar.
—Es que ha de ser bien triste morir masacrado a batazos en la cabeza —les dije colocándome justo en medio de ellos, tomándolos de sus hombros.
Asintieron con un confuso movimiento de cabeza más parecido a una señal de incomprensión a la vaguedad de mi observación. Con un estiramiento mecánico de su brazo Juan sacó de uno de sus bolsillos del pantalón un paquete ajado de Delicados. Beto y yo le arrebatamos cada quien un cigarro.
—Mal saque —dijo Beto.
El calor era pesado y se comprimía en el pequeño espacio de la funeraria. Caminamos para alcanzar la terraza que daba a la calle; el contacto con el exterior nos hizo sentir la promesa de un refrescamiento, un cierto desahogo.
Juan encendió un cerillo y lo llevó a su rostro. Ahuecó las manos para escudar la flama de un viento inexistente. Al prender el cigarro habló con una voz entrecortada por volutas de humo. Su voz sonó aun más deformada de lo que normalmente suena, parecido al sonido de unos pasos sobre charcos de agua. Explicó su extrañeza al no precisar cómo el bate que mató a don Tencho había llegado a las manos de Nicolás porque, según dijo, pertenecía a Mario.
Al escucharle, creció en mí una curiosidad por conocer el camino que tuvo que seguir el bate para llegar a las manos de Nicolás. No es raro este interés en mí, siempre brota en cualquier lado y en cualquier momento quizá obedeciendo a mi particular gusto de ser minucioso y obstinado en afán por saberlo todo. Haciendo uso de la facultad inquisitiva que siempre me ha caracterizado y algo de memoria, descubrí cada uno de los saltos dados por el bate hasta el día del crimen y las peripecias que pasaron sus poseedores para hacerse o deshacerse de él. Y de paso conocí un mensaje proveniente del lado oscuro de la humanidad: el estado de evanescencia en que se encuentran los vínculos que a lo largo de la existencia nos han unido. Todo aquello que se ejerce ineludible en lugares como la colonia Las Piedritas.
Un poquito de historia: (Leerse al compás de «El blues de la cabaña» de los Doors.)
La colonia Las Piedritas fue erigida por la intervención indolente de la casualidad. A principios de los años sesenta, el lugar se tenía contemplado por un grupo de inversionistas como posible fraccionamiento residencial. La ciudad se iba estirando hacia el sur, por el rumbo donde los empresarios habían instalado sus talleres y fábricas. Resultaba excelente la idea de construir sus residencias a menos de diez minutos de distancia. Atraídos por el verdor de la zona y por el conjunto de lomitas rozadas por un calmoso riachuelo, los interesados vieron con buenos ojos el proyecto. Súbitamente, el proyecto se frenó debido a una complicación de los permisos de construcción. El gobernador en turno, quien creía que desarrollo urbano era nada más rellenar con asfalto todo lo que sus allegados le señalaban, obstinado con su creciente búsqueda de refinamiento, se empeñó en la ambiciosa empresa de construir un campo de golf, un conjunto de chalets y callecitas empedradas sembradas de faroles que él, temblando de emoción, calificaba como: «muy a la europea». Entonces llenó de trabas a la fraccionadora que inició el proyecto con intención de adueñarse del lugar.
Trocadas y trocadas de grava fueron volcando, con su ruidoso tesón, los pedazos de sueño del gobernador, por cierto, mención aparte, fanático de un guiso de pollo elaborado en un mercado de la ciudad. La fraccionadora, que había tenido la idea inicial de construir, no se mantuvo pasiva: organizó una gran batalla legal contra el Gobierno estatal. El conflicto se fue alargando. Y mientras, los trabajadores en su mayoría habitantes de pueblos aledaños fueron construyendo sus casitas por si sí o por si no.
Meses después, el gobernador entusiasmado por una promesa del candidato presidencial se olvidó del sueño, porque como es de suponer, éste le empezó a resultar mínimo. El presidente de la fraccionadora, a quien los tantos corajes provocados por la disputa legal le habían complicado el corazón, desistió en su lucha obligado por un infarto fulminante que, según cuentan, lo sorprendió en plena junta directiva y mirando hacia una fotografía de su madre difunta. Y a los trabajadores, que ya no sólo habían hecho sus casitas sino también algunos trazos de manzanas, calles y una pequeña capilla, ya nadie los pudo sacar. Hasta la fecha, en el barrio, algunos sobrevivientes de esos tiempos siguen contando aquellas épicas batallas entre la gente pagada por la fraccionadora y los nombrados paracaidistas. Y en medio de jolgorios de birria tatemada y cerveza, bautizaron al lugar con el rimbombante nombre de colonia Las Piedritas de Nuestra Señora del Sur.
La latente amenaza de futuros y muy posibles intentos de la fraccionadora por desocupar con violencia los terrenos de la colonia, obligó a los vecinos a invitar a sus conocidos a que se vinieran de sus pueblos para acá. Muchos de ellos, al fin jóvenes y con familias recién formadas, lo hicieron dejando a sus padres aferrados a sus famélicos terruños.
No fue tan fácil. La gente de la colonia, forjada por las jodas de sus broncas tierras, anteponía su ilusión de hacerse de un terrenito en la ciudad al temor de los enfrentamientos feroces con los golpeadores contratados por la fraccionadora. Pero lo que sí les costaba, lo que más les podía, según sé, eran los pleitos que sostenía cada uno desde el fondo de sí mismo contra la nostalgia del pueblo, de sus amistades, de lo dejado allá. Estos pleitos los aniquilaban ahí sentados en sillitas de mimbre reventado afuerita de sus casas, a la sombra de los pirules y fresnos, percibiendo los olores de una tierra que no era la suya y llenando solicitudes de empleo de las fábricas de la zona industrial colindante. Muchos no aguantaban y volvían con los suyos a la casa paterna.
A la capilla de la colonia llegó un padre de fuerte temperamento e ideas muy novedosas dentro de la liturgia: el padre Gregorio. El padre Goyito después le pondrían cariñosamente. Este padre, años después, cuando la colonia estaba en pleno y la capilla ya era templo, sostendría una pelea con las autoridades eclesiásticas por su empeño en mantener sobre el altar un cristo que no concordaba con la clásica imagen de Cristo. Era un cristo tan musculoso como cualquier míster Universo, tan sonriente como un libertino y tan bien dotado —evidencia en un bulto enorme entre su túnica— como una estrella porno. Pues sucede que este padre Goyito, espantado de ver que sus feligreses lejos de aumentar disminuían, comenzó a enseñar a la gente que lo importante de la religión era la relación del alma con dios, no la relación del hombre con sus semejantes.
Mi madre fue de las primeras en llegar a esta colonia; ella recuerda, y me lo ha dicho innumerables veces, que los sermones del padre eran preciosos y llenos de fervor, que en verdad enchinaba la piel verlo alzar los brazos por encima de su larga y engominada cabellera y, siempre dando la espalda a una cortina verde con mensajes bíblicos en letras de papel aluminio, oírlo decir casi en trance místico:
¡QUIEN AMA A SU PADRE O A SU MADRE MÁS QUE A MÍ, NO ES DIGNO DE MÍ!
Cada vez que mi madre me lo platica, eleva también sus brazos, e imprime a su voz un tono de solemnidad no sé si queriendo imitar al padre Goyito o al mismísimo dios. Suena en verdad conmovedor y le llega a uno hasta el mero fondo. Luego mi madre repetía otras palabras que decía el padrecito en sus sermones, algo que Dios le había dicho a no sé quién:
¡MULTIPLICARÉ TU DESCENDENCIA COMO LAS ESTRELLAS DEL FIRMAMENTO Y COMO LAS ARENAS DEL MAR!
Siempre, siempre, siempre, termina explicándome que lo que el padrecito quería decir era que dios padre era el mero mero; pero que uno aquí tenía que tener muchos hijos, para que a la llegada de éstos, como mensajes de esperanza y bienestar familiar, aportaran a la consolidación de la familia, en lo emocional y hasta en lo económico. Yo creo que así lo entendieron los habitantes de la colonia y gracias a eso dejaron de regresar a sus pueblos de origen. Cayeron pronto en cuenta que de campesinos a obreros había un paso muy pequeño y se pusieron a concebir hijos que llenaron luego la colonia. Hijos convertidos en una excelente inversión, bienvenidos todos, colaboradores en las duras faenas del trabajo, cooperativos en el ingreso de dinero del hogar, digamos una bendición. Hijos convertidos en puentes entre la mortalidad y la inmortalidad; puentes entre la vida corta y la duración eterna a través del linaje, según decía el padrecito. Y de esa forma, pues, la colonia se logró.
Así más o menos sucedió.
Una zona industrial grisácea y polvorienta, unas vías de tren en desuso y un montón de miradas desdeñosas anuncian la llegada a la colonia Las Piedritas. Con la autoridad que me da mi prolongada estancia en este lugar, me atrevo a asegurar que aquí la vida pasa nada más porque tiene que pasar, así de sencillo, sin los sobresaltos de lo extraordinario y sin ningún matiz que no sea fácil de borrar. Si de algo sirve mi presentación, me llamo Basilio.
La colonia ahora ha cambiado mucho. La ciudad ya la alcanzó y la mantiene adherida como un drogadicto a su bote humeante. La calle principal atraviesa calles y calles medio pavimentadas por donde transitan carros y varias rutas de camiones deslizándose sobre mentadas de madre, música de banda y peatones cruzando apresurados. Dos grandes y concurridas avenidas la limitan con fronteras de trajín cotidiano y ruido de motores. Al parejo del crecimiento de la población, los vecinos de la calle principal fueron guardando sus macetas y recorrieron sus gallineros para construir, con mera actitud visionaria, series repetidas de locales comerciales. De orilla a orilla y por ambas aceras, changarros y negocios de cadenas de importancia se adueñan de la atención del transeúnte con su invasión de letreros luminosos y su presunción de primer mundo. Cibercafés con muchachos revisando su facebook. Puestos de cedés y dividís piratas. Boutiques de ropa imitación de las mejores marcas internacionales. Uno que otro loquito hablando solo y a gritos repetidas frases inconexas y alucinantes.
Es difícil percibirlo, pero aún se notan algunos rincones que descubren su estética rural. La gente, sobre todo los mayores, sigue conservando el sentido de apaciguamiento que trajo de sus pueblos de origen. Es común verles caminar por la zona comercial de la colonia con la misma impasibilidad y tibieza con que lo hacían alrededor de los kioscos de sus pueblos; así como verlos sentados en el jardín de la parroquia, melancólicos y ausentes, pretendiendo inmunidad ante las inclemencias de la vida. Tampoco es raro ver o escuchar por ahí de vez en cuando alborotos de chiqueros y revoloteos de gallinas. Vacas parpadeando adormiladas sobre terrenos extensos mordisqueados por maquinarias de construcción y andamiajes apilados. Mi colonia se mantiene flotando entre los turbulentos aires de lo urbano y lo rural.
Es como si todo se hubiera quedado a medias, desde la construcción de la parroquia hasta la pavimentación de las calles; desde la obligación moral de vernos todos como familia, hasta el recordar meter nuevamente a la casa al abuelo después de ponerlo un rato al sol; desde una posible eficiencia en la distribución vial de la colonia, hasta las ganas de los padres por llegar pronto a casa y alcanzar despiertos a los hijos sin saber para qué carajos quieren alcanzar despiertos a sus hijos. No sé si por esta razón yo siempre quiero saberlo todo; salvarme de quedar a medias, cargando con un estigma que deja a la gente en los últimos años de su vida sentados donde sea, oteando el ambiente, consumidos en sus reumas y sin tener nada qué decir.
Pero quién sabe. Quizá sólo huyo por vías alternas de todo aquello que me pueda convertir en lo que son los habitantes de este barrio: tipos infantilones que hacen gracias con sus pedos a la menor oportunidad, para escapar un rato, aunque sea mentalmente, de la realidad de gesto adusto que les muestra el dedo índice frente a sus narices señalando las obligaciones del día. Seres a los que nunca les ocurre nada en especial. Para quienes no hay eventos que los saquen de su cotidianidad y que después de sesenta o cincuenta y tantos años de vida transcurrida flotando inertes como las humaredas de las fábricas donde laboran, miran al fin algo que los excluye de lo común y lo acostumbrado: la aparición de un devastador cáncer que los tendrá levantados a las cinco de la madrugada, para tomar el camión hacia las filas de hospitales que suministran las sustancias capaces de hacer sentir, al salir con los mareos en pleno y las ganas de vomitarlo todo, que nada en la pinche vida ha valido la pena. Y que la estancia en este mundo es un acto considerado en estado volátil.
Esperpentos de rostros que sonríen sin causa aparente, trepados en puños en la caja de una camioneta en busca de la siguiente fiesta. Aquella a la que se llegará hechos a la idea de que días después, en el YouTube, estará registrada la ridiculez ocurrida en el momento en que el padrino de la boda cae beodo sobre el pastel o cuando a la quinceañera se le encienda en pleno ritual el vestido. Tipos que reafirman su virilidad y fuerza muscular entre más tacos de carnitas aguanten sin caer congestionados.
(Fondo ambiental: poema declamado al padre con música de Kenny G: «Por qué será padre que hoy que no estás lo que quiero es poder decirte…»)
En lo que Beto, Juan y yo fumábamos recargados en un pilar de la terraza, un murmullo de rezos atragantados de café se levantó sobre el montón de bultos enlutados (apretujamiento negro de espaldas sudorosas en donde se generaban, repetidamente, pesadas olas de sofoco). Beto oteó el ambiente frunciendo la nariz y se mostró entristecido porque según dijo el olor le recordó de golpe toda su niñez. Teníamos ante nosotros la avenida Baldovino apeído raro. Y por ahí la asfixia se dispersaba un poco. Por encima de la cenaduría de doña Rosa unas relampagueantes nubes rojas cargadas de lluvia asomaban sus jorobas como una promesa de alivio.
—Tan bueno que era don Terencio —comentó Beto influenciado por su estado de abatimiento y quizá porque la cara de los muertos dentro de su cajón muestra gestos bondadosos nunca antes mostrados.
Yo no dije nada, sonreí con pereza y arrojé de un garnuchazo la bachicha de mi cigarro; las brasas estallando en la banqueta despabilaron a un adormilado perro. Antes de volver a echarse nos miró bobamente para corroborar si ya podría sacar su rabo de entre las patas. Juan tampoco dijo nada, pero esto no es de extrañar, él nunca dice nada. Estábamos sonrientes mirando la actitud del perro, pero con las mejillas comprimidas; concentrábamos todo nuestro esfuerzo en luchar contra esas ganas de reír que te pegan justo cuando no tienes que reír. Había que mantener la compostura.
Todas las personas vemos a las demás como un pedacito de cielo o como un pedazote de mierda; y siempre creemos conveniente juzgar como lo primero al que acaba de morir. Quizá porque sea más fácil esto que reconocer que todos tenemos un poquito de cielo y mierda a la vez. Pero de cualquier manera, don Tencho, ahí dentro de su ataúd resguardaba un rostro de puritita bondad. Y más lo apreciábamos de tal manera, gracias a la idea de los administradores de la funeraria, que quizá con intención de empezar de una buena vez con un velorio sazonado de moqueos y desgarramientos, colocaron en el sistema de sonido un disco de poemas con dedicatoria al padre. Desde las cuatro bocinas claveteadas en cada uno de los rincones escurrían frases como «Cuánta razón tenía mi padre» o «Cuando llegue a viejo» con fondo musical de canciones de los Beatles en versiones instrumentales y de Kenny G, que comenzaron a invadir nuestras mentes como si fueran supervisores enfurecidos reclamando a los maquiladores de una mesa por toda la producción que han hecho mal. Y nuestras mentes se comenzaron a llenar de recuerdos vivenciales que nunca se vivieron.
La vida de don Terencio, no recuerdo el apellido, se caracterizó por un intento enfermizo por salir de jodido. Dejándose llevar por esa obsesión —regularmente brotada al momento de verificar que su sueldo en la abarrotera del pueblo no era suficiente para comprar el respeto de aquellos que le nombraban «el gordo de la tienda»— y avalado por la particularidad de saberse chambeador, creyó de ciega manera que yéndose a la ciudad encontraría cada uno de sus sueños de gloria. El más sobresaliente de todos: uno que consistía en regresar a su pueblo en una camioneta de lujo y con el aire triunfal que rodea a quien ha perdido cuarenta kilos de peso.
Llegó a Las Piedritas con la sensación de no haber abandonado su pueblo. Según me cuenta mi madre, era muy común escucharlo, mientras hacía la talacha en el taller de torno donde encontró trabajo, resaltar las virtudes culinarias y morales del pueblo que en la ciudad no encontraba. Pese a eso y a los embates de nostalgia que lo sorprendían en pleno trago de cerveza y en medio de una canción ranchera, se mantuvo firme en su obstinación emprendida.
En realidad no era tan gordo, pero a la gente, quien sabe por qué, le gusta exagerar los defectos físicos de alguien. Pero sí era gordo. Y así lo nombrábamos; al principio sostuvo la postura agresiva de no permitir esas confiancitas, y como lo venía haciendo desde su pueblo, retaba a golpes no sólo a los que le decían gordo, sino hasta a quienes ponían cara de querer decírselo. Después, ya estando casado y con seis hijos —cuatro hombres y dos mujeres—, quizá obligado por la presión económica, comprendió que su gordura y su cantidad considerable de descendencia, podrían ser una gran ventaja para sus aspiraciones económicas. Puso un puesto de tacos y empleó a toda su familia. Era famoso el dibujo de un cerdito con mandil y cuchillo en mano preparando un humeante taco de humano plasmado en su puesto. Se empeñó en suavizar el tono golpeado de su voz pueblerina. En ser más sonriente. Todo fue de maravilla, había logrado el aspecto de un gordo simpático. Su naturaleza agresiva estaba controlada de tal manera que sólo se manifestaba cuando su mujer daba mal un cambio. Y en una especie de tallón de sus nudillos sobre las cabezas de sus hijos, cuando era indispensable.
De todos modos cada que iba de visita a su pueblo, por alguna razón o por otra, se envolvía en peleas. Luego nos la relataba limpiándose el sudor de la papada con un trapo deshilachado mientras le entrábamos con gusto a los de carnitas.
Con el mismo abatimiento de un niño tonto que ve volar el globo escapado de sus manos, don Tencho veía escurrírsele poco a poco conforme pasaba el tiempo cada uno de sus sueños. La ausencia de clientes le permitía acodarse en su puesto pelando chicos ojotes, recontando el montón de expectativas que el tiempo se había tragado. Su esposa lo volvía a la realidad con un golpe leve de su dedo índice en la punta de su inseparable sombrero: había que atender a un cliente.
Una mañana de feroz cruda, grite y grite queriendo aplacar el relajo de su montón de hijos, vislumbró en el reclamo de bienestar de su estómago, la punta de una cuerda que al jalarla atraería en tropel el éxito monetario anhelado. A la semana siguiente ya acomodaba, con aquel entusiasmo de quien ha visto lo bueno del destino y lo quiere apresurar, mesitas y bancas de madera para su puesto de menudo. En aquellos años yo cursaba primero o segundo de secundaria y cada mañana, camino a clases, lo veía entretenido en apilar los jarritos y los platos hondos de barro sobre las mesas cubiertas con manteles de plástico tieso y crujiente, floreaditos. El olor desprendido de la olla humeante se aferraba a mí con un abrazo seboso del que no me desprendía hasta después de dos o tres cuadras, ya a la altura de la parte frontal del mercado, en donde los borrachitos roncaban indiferentes a las miradas reprobatorias de los madrugadores, quienes entre mentadas de madre se debatían brincando los hilillos oscuros de orina escurridos por el suelo.
Era casi de diario que don Terencio, a quien para entonces la edad ya le había adjudicado el mote de don Tencho, me saludara secamente al verme pasar encorvado, con el frío matinal atiesándome los pasos y lamiéndome las puntitas de las orejas.
—Quiubo, muchachón.
Yo respondía su saludo con un movimiento de cabeza apenas distinguible. Él extendía una sonrisa en la cual la dicha y la amargura se mezclaban dándole un aspecto agrio. Quiero recordarlo con esa sonrisa que mostraba todo su esfuerzo por aprender a sonreír; o por qué no, encuclillado frente a su puesto, ajeno a las miradas burlescas de quienes se divertían a costa de su descuido que lo hacía mostrar la rayita del fundillo, cuyo límite se perdía en la línea de la espalda. Porque la mueca que le vi en el ataúd no era más que el desencanto de alguien que comprendió al momento de morir, quizá en el último batazo, que el destino vislumbrado en su menudería era cumplido de una manera totalmente inesperada. Un destino que terminaba al igual que muchos otros esperados por otras gentes: embarrado en el suelo al lado de corcholatas incrustadas e iniciales de nombres de alguien que quiso eternizar su anonimato.
(«…hoy te quiero preguntar, por qué motivo las madres amenazan a los hijos con ese estribillo fijo de “ah, cuando venga tu padre”»…
declamado en voz de Paco Stanley,
música de fondo Kenny G)
Beto, Juan y yo en la terraza de la funeraria, mascullando comentarios que se derretían antes de llegar a nuestros oídos y agitando nuestras manos insistentes en robarle algo de aire al sofoco, miramos llegar a doña Juana la esposa del difuntito. Venía convertida en un enlutecido bulto, como un trapo mugroso y reseco, sin nada de ánimo. En su rostro estaba la expresión que obliga a uno a bajar la mirada para no mirar cómo los estragos del dolor van carcomiendo lentamente trozos y trozos de piel, y cómo van labrando las muecas que habrán de quedar. Amacizada por dos de sus hijos —Carmelita y Rafael— atravesó casi a flote el apretujamiento de gente alrededor del ataúd. Su presencia levantó un murmullo de cuchicheos y exclamaciones lastimosas, un rumor que de tan espeso parecía dificultar su traslado, mucho más que las terribles varices que ese día le dolieron como nunca. Se aferró al ataúd. Un desgarrador alarido explotado por las paredes de su garganta, embarradas de pus de una intratable amigdalitis, estremeció las articulaciones de cada uno de los presentes y las flamas de los cirios. Después todo quedó en silencio, sólo su úlcera gastrointestinal parecía seguir escuchándose.
Se fue a sentar acompañada por una serie de expresiones faciales que obligan a uno a bajar la mirada, pero que uno por más que haga, no puede dejar de mirar.
Doña Juanita tenía todas las enfermedades habidas y por haber. Daba gusto oírla, mientras se cepillaba su cabello sobre su silla de diario fuera de su casa, quejarse de sus dolencias de corvas o de rabadilla, de que la azúcar la traía a punto del coma diabético, de sus cataratas, su presión alta, sus ganglios inflamados y un etcétera tan largo como su lacia y blanca cabellera que duraba horas peinando y haciendo pensar, a quienes la veíamos entregada a tal labor, en otra enfermedad un tanto más interna. Por la manera tan elocuente de expresar los síntomas y estragos de cada una de sus enfermedades, uno juzgaba que las enfermedades la habían elegido portavoz de su estancia en este mundo. Aunque en verdad nadie le hacía mucho caso. Todos lo sabíamos, era un esfuerzo por obtener la atención que su marido entretenido siempre en otras cosas nunca le otorgó. Su relación de pareja fue como la de cualquier otra, un desastre. Eran prácticamente enemigos compartiendo sus propias guerras, un odio mutuo expresado en pedorreras inmundas bajo las cobijas. El dolor que ella sentía en la funeraria, siento yo, era sincero, pese a que muchos decían lo contrario; su razón de vivir había muerto, desconocía por dónde iba a encauzar tanto coraje.
Todo había quedado en silencio. Todos nos habíamos sumido en una triste quietud digna de una fotografía en página de periódico viejo cortado en cuadritos y ensartados en un gancho de alambre al lado de los excusados públicos del mercado. El chirrido de las aspas disparejas de los ventiladores del techo era el único indicio de vida. A mí el silencio me causa la sensación de estar flotando en un vacío donde no pasa nada, por eso procuro nunca estar callado. Pero tenía que aguantarme de emitir siquiera la mínima sílaba y mantener la cabeza agachada. Había que mantener la forma de la masa muerta en que estábamos convertidos. Como un pedazo de bofe tirado al fondo de una carnicería.
El acelerón de un camión urbano, después de escupir violentamente por la puerta trasera un puñado de pasajeros grises y borrosos, descuajó en algo tal silencio. Siguió el puntual y sincronizado sonido metálico de las cortinas de los changarros a la hora de cerrar. El perro que dormitaba afuera optó por ladrarle a la mosca que no pudo espantar con los movimientos empeñosos de sus cejas. Adentro del velorio, mi madre, muy buena para eso, se levantó con la seguridad que le dan los tantos velorios en su haber y comenzó un rosario. Todos siguieron los rezos mecánica e impulsivamente, con resaltante devoción. Hasta afuera llegaba el murmullo inentendible de los rezos; los cuerpos semidoblados de quienes no habían podido entrar se despabilaron para entablar pláticas concordantes con la atmósfera de los funerales: anécdotas macabras, detalles purulentos y experiencias con sus propios muertitos. Los empleados de los negocios circundantes, directos a su casa, moldeaban el alboroto habitual de las ocho y media de la noche. Entonces yo relajé mi cuerpo, suspiré aliviado y percibí que la vida había vuelto.
Las nubes rojas asomadas por encima de la cenaduría de enfrente avanzaban hasta la mitad del firmamento. Pronósticos de aguaceros y lluvias ligeras se involucraron en nuestras charlas.
—Tan triste que es la lluvia cuando alguien muere —dijo Beto visiblemente compungido.
—Uhm —dijimos Juan y yo.
—Y á’i viene el agua —replicó Beto levantando las cejas, mordiéndose una uña.
—Viene, ujúm —contestamos.
Era evidente, lo lúgubre del lugar, lo denso del ambiente y tanto café ingerido hacían trizas los nervios de Beto. Continuamente echaba de un lado a otro su larga cabellera de tinte rubio; cruzaba y descruzaba sus brazos, daba pequeños golpecillos con la punta de las botas. Quizá pensando en que su comportamiento podría estarnos molestando nos miraba con angustia y decía: «¡Queeé?», en un tono que de tan alargado terminaba agudizándose excesivamente.
—No, nada —decíamos Juan y yo. También noté que el café ya había causado estragos en su aliento.
El cielo enrojecido exhibía seguras señales de lluvia, pero el calor persistía testarudo dibujando húmedas circunferencias a la altura de nuestras axilas. De repente y para sorpresa mía, Juan se soltó a llorar. Lo abracé, le pregunté el motivo. Me contestó que su llanto era porque don Tencho había sido para él como un padre. No me sorprendió, Juan ve a todos los hombres mayores de cincuenta años como un padre. Juan ve a todos los hombres de treinta y cinco años para arriba como si fueran mayores de cincuenta años.
Juan había dicho que el bate asesino era el de Mario. Era un señalamiento muy aventurado; considerando el hecho de que entre beisbolistas frustrados, comerciantes temerosos ávidos de seguridad y raterillos pertinaces, en la colonia la cantidad de bates ha de ser muy considerable, por lo menos debe haber mil de ellos. O diez, pues esta ciudad es netamente futbolera. Yo estaba enterado de que Mario tenía uno. Una vez me platicó la historia de su bate blandiéndolo poseído entre sus manos mientras las cervezas acostumbradas de cada sábado se le escurrían convertidas en lágrimas. Pero no era sábado, era un jueves, sí. ¿Cómo saber que se trataba del mismo bate? Y en caso de que lo fuera, ¿qué tenía que hacer en manos de Nicolás, a quien Mario si apenas conocía de vista?
Le hice saber a Juan mis dudas. Como siempre, se mostró reacio sin contestar nada. A Juan no le gusta hablar mucho, es un cabrón muy serio. Pero yo sé que no le gusta hablar por su dificultad para pronunciar las erres. Conozco un método; es el único que lo hace hablar. Lo puse en práctica.
—A mí me gustan los velorios con mariachis —dije. Giró su cabeza hacia mí, me miró con interés. De inmediato supe que sus ojos me exigían que continuara.
—Imagínate, Juan, que ahorita llegara un mariachi así bien trajeaditos, bien bragados, cantando aquella de ¿cómo va? Ésa que dice algo así de que tú eres lo más sabe qué de mis no me acuerdo.
—Ah, tú dices la de «Cómo quisiera…ah… que tu vivieeeraaas…» —canturreó. Sólo cantando puede pronunciar las erres, pero aun así se sintió algo incómodo y pronto dejó de hacerlo. Ya había conseguido que abriera la boca; pero aún faltaba.
—¿Al rato vamos por una botella de tequila a mi casa?
—Bueno —me contestó pretendiendo una indiferencia que el brillo de sus ojos desmentía.
—Oye —le dije con la mayor desfachatez —¿por qué dices que el bate de Nicolás era el de Mario?
Ya muy sueltito me contestó, pronunciando el montón de eles en lugar de erres, que alcanzó a ver el bate después del crimen y que reconoció en la punta ensangrentada el garabato escurrido de un autógrafo.
Su inclinación por lo vernáculo, muy conocida por mí, lo había hecho hablar. Saber que el bate asesino estaba autografiado me confirmó que, en efecto, se trataba del mismo de Mario. El primer paso para descubrir el camino del bate se había dado.