La piel contra el asfalto - Ivan Flix
© 2015, Ivan Flix
© 2015, Ediciones Corona Borealis
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Imagen de portada: “Car lights in winter forest”, lakov, Depositphotos
Maquetación y diseño editorial: Georgia Delena
Diseño de cubierta: Sara García
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Primera edición: Mayo 2015
ISBN: 978-84-15465-94-2
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Circula muy por encima del límite establecido. Se siente protegido por la falsa sensación de seguridad de todos los complementos que incluye su vehículo de gama alta. Conduce al doble de la velocidad permitida y sabe que, aunque se le reventara un neumático, el chasis de titanio y las zonas de deformación lateral y frontal le protegerían del impacto. Una verdadera lástima.
El tipo disfruta cuando nota que se activa el ESP al tomar una curva a 220 kilómetros por hora. La velocidad le hace sentir eufórico, aunque la cocaína también ayuda. Acababan de darle luz verde a uno de los proyectos de su estudio de diseño y lo ha celebrado como se debía. Tal como conduce, si estuviera al volante de un turismo de menos de 12.000 euros ya estaría muerto, pero está a los mandos de un gran turismo de serie Z y lo aprovecha. No lo culpo, son muchos los que conducirían con esa prepotencia y temeridad si tuvieran un coche como el suyo. Hay estudios al respecto: cuanto mayor es la protección técnica que nos rodea, ya sea por las prestaciones del vehículo o por las condiciones de la vía, mayor será, también, el riesgo que asumiremos al conducir. Los psicólogos lo denominan “compensación del riesgo”, él simplemente lo llama “estrujar al máximo”.
La autopista está solitaria a esas alturas de la madrugada, nadie le molesta. Le han extendido una alfombra roja para que compruebe hasta dónde puede llegar la aguja del cuentakilómetros. Está disfrutando de la soledad de la noche, pero tiene la sensación de que alguien le observa. Sabe que es imposible pero echa un vistazo al asiento del acompañante. No hay nadie. Echa de menos a su última “folla–amiga”, eso es todo. Le habría gustado verla allí para que le hiciera una mamada en ruta. Sí, eso no habría estado nada mal, pero la muy imbécil se había encaprichado de él, no había comprendido las reglas: nada de compromisos. Así que había tenido que darle puerta.
Si ahora mismo se encontrara con una placa de hielo en medio de la carretera, los dispositivos de corrección de la trazada y el ABS de última generación se encargarían de evitar la pérdida de tracción. Él frenaría y el ordenador de a bordo haría el resto, le salvaría la vida en fracciones de segundo, él ni siquiera sería consciente del riesgo. Han sido muchas las personas que han tenido que morir en la carretera para que la industria del automóvil desarrollara los sistemas de alta ingeniería que le están permitiendo a este tipo estrujar al máximo su nuevo juguete.
Vuelve a notar unos ojos clavados en la nuca. Mira por el retrovisor el asiento trasero. No hay nadie. Se arrepiente de no haber contratado a una scourt para su paseíto. Quizá podría parar en algún local de carretera, con un poco de suerte encontrará a alguna fulana que no le llegara a dar asco.
Si un jabalí despistado se cruzara en su camino o si se encontrara con un vehículo averiado, los elementos de seguridad pasiva absorberían la mayor parte del impacto, pero serían los airbag los que le salvarían la vida. Los cuerpos humanos no están preparados para absorber la energía mecánica que desprenden las colisiones a partir de ciertos umbrales de velocidad. Necesitamos elementos inertes que la absorban por nosotros, que sacrifiquen su integridad en favor de la nuestra. Pero esos sistemas de seguridad no han estado siempre ahí para protegernos. La historia del automóvil ha sido la de la máquina contra el hombre, la de lo mecánico contra lo biológico, de lo muerto contra lo vivo.
Las pruebas con cadáveres en la colisión de vehículos finalizaron oficialmente a finales de la década de 1950. Los científicos aseguraron entonces que no podían extraer más datos de un organismo muerto, pero en realidad fue la presión de la opinión pública la que acabó con estas prácticas –aunque tan sólo de forma encubierta–. En 2003, el director del Instituto para Seguridad de los Vehículos de Austria confesó a la prensa de su país que la Universidad Técnica de Graz, había encargado, desde mediados de los 90, pruebas de colisión de vehículos con cadáveres de personas, en vez de con muñecos. No os engaño, podéis buscarlo en Google. Imaginad ahora el número de cadáveres que se han utilizado con este propósito a lo largo de los años. Cuerpos donados a la ciencia que son tratados como “objetos humanos post mortem”. Miles por no hablar de millones.
Nuestro sujeto conduce ajeno estos sacrificios. Circula a una velocidad excesiva pero tranquilo gracias a los millares de muertes que han forjado sus sistemas de seguridad. Quizás si fuera consciente de ello no arriesgaría su vida de una manera tan frívola –aunque seguramente lo haría de todos modos–. El hecho es que nuestro diseñador de éxito, con sus gafas de pasta y su erección rozando sus pantalones de Dolce&Gabana, conduce ajeno a todo ello. Sin embargo hay alguien que lo tiene muy en cuenta. Alguien que lleva tiempo siguiéndole y, además, conoce las lagunas de los sistemas de seguridad. Que sabe que un airbag te puede salvar la vida o partirte el cuello si se activa mientras estás buscando algo en la guantera. Que sabe que los primeros ABS alargaban demasiado las frenadas y, en algunos casos, eran menos eficaces que los servofrenos tradicionales. Que sabe que tu célula de seguridad reforzada te protege a ti, pero multiplica los daños del segundo vehículo en caso de una colisión. Y, para desgracia de nuestro diseñador, también conoce el punto exacto de la carretera en que ni los frenos de mitigación de colisión, ni los airbag inteligentes, ni los pretensores del cinturón serán capaces de salvarte la vida. Nuestro conductor se ha dado cuenta demasiado tarde de que no estaba sólo en su coche.
Unas horas más tarde, aparece con sus gafas de pasta sin graduar empotradas contra la luna delantera de su vehículo. Su juguete de serie Z se ha salido de la carretera en un cambio de rasante y ha rodado por un terraplén hasta acabar en el lecho seco de un riachuelo. El primer impacto contra el guardarraíles ha activado los airbag pero, debido a su alta velocidad, el vehículo ha continuado deslizándose por inercia sobre el barro, los dispositivos de control de tracción y frenada nada han podido hacer para evitar que el vehículo acabara rodando por un desnivel de doscientos metros y justo cuando las bolsas de aire a presión frontales y laterales empezaban a deshincharse el deportivo se ha empotrado de frente contra una cama de rocas.
La policía ha tardado varias horas en recibir el aviso. Cuando han llegado ya estaba amaneciendo. El cuerpo todavía estaba tibio, lo que indica que nuestro diseñador de éxito no ha muerto de inmediato. Con un vehículo de gama baja la muerte habría sido inmediata, pero la alta tecnología de su automóvil de lujo ha conseguido alargar su agonía unas horas más. El tipo que ha provocado el accidente sonreiría ante esta contradicción si fuera capaz de mostrar alguna emoción. Ahora se limita a esperar al pie del terraplén, junto a la cuneta, mientras observa como los bomberos utilizan las sierras de metal para extraer el cuerpo de su víctima. A veces, esas sierras calientan tanto el metal que causan quemaduras de tercer grado en los accidentados antes de poderles sacar del vehículo, pero a él ya le da igual. Nuestro conductor temerario es ahora un cadáver con los esfínteres dilatados envuelto en ropa de marca pringosa. Ya no resulta un peligro para nadie, es un asunto solucionado.
El asesino vuelve entonces a la carretera.
Dos trozos de acero sin pulir, soldados de forma tosca y anclados en un pequeño armazón de cemento. La estructura justa para resistir a la intemperie durante un par de décadas sin degradarse y servir de soporte, de vez en cuando, para una pequeña corona de flores. Los pétalos no se habían secado todavía, pero el polvo de la carretera se había impregnado en ellos hasta otorgarle a la cruz y el ramo un cariz herrumbroso. El metal había adquirido un tono anaranjado y era difícil adivinar si la cruz llevaba allí varios meses o varios años. Sin embargo, hacía tan sólo unos meses que alguien había muerto en aquel lugar.
La cruz no se encontraba en una curva peligrosa, ni en un cambio de rasante, ni siquiera en una calzada resbaladiza. El oxidado y basto crucifijo de metal estaba en un tramo de carretera recto, con un arcén amplio, sin incorporaciones, cruces, ni semáforos. Incluso habían instalado un quitamiedos de seguridad para motoristas, de esos que evitan que el piloto golpee contra las barras de metal al resbalar. Pero, pese a todo, David había muerto en ese punto. El crucifijo se encontraba en el lugar exacto donde fue encontrado su cuerpo o, más bien, en el lugar que le dijo la policía a su madre. En realidad, el cuerpo había sido encontrado por secciones, esparcido por un área de unos cien metros, pero los agentes tuvieron el tacto de no dar esos detalles a los familiares. Así que la cruz se ubicó en el lugar donde se encontró la mayor parte del cuerpo desgarrado de David: a unos metros del arcén, a los pies de unos pinos y oculto por la hojarasca.
El lugar no era muy visible para el tráfico de la nacional, que circulaba a unos pocos metros y completamente indiferente al dolor de una madre. Aunque los árboles y los arbustos nos daban una cierta intimidad, habría preferido un lugar más despejado. Ni adoquines, ni señales de tráfico, ni rotondas. Si se quiere reducir la velocidad del tráfico lo mejor es colgar una corona de flores en un lugar bien visible. Las cruces funcionan como un doble recordatorio: de lo que ya ha pasado y de lo que podría pasar. En algunos países colocan en los arcenes policías de metal con un cartel, como esos muñecos de cocineros en las puertas de los restaurantes, pero en lugar de enseñar el menú informan del número de muertos en la carretera. Las cruces de nuestras carreteras sirven para lo mismo, nos están diciendo: “¡Eh! ¡Aquí cayó uno!”. Convertir los arcenes en cementerios sería mejor que la campaña más dura de la DGT. Es por eso que, pese a las directrices del obispado, yo soy partidario de este tipo de religiosidad.
Pese a todo, aquella tarde la cruz resultaba más visible de lo normal. Los conductores que circulaban por aquella carretera podían ver a una madre de luto arrodillada y a un cura ensotanado rezando con una mano en su espalda y otra en la Biblia. Una estampa perfecta contra los excesos de velocidad. Allí, de pie, con mi sotana, era como la versión católica de los policías de plástico, con la diferencia de que además de regular la velocidad estaba dando consuelo a una feligresa: dos servicios por el precio de uno –el marketing tendría que ser una asignatura troncal de la carrera de teología–. Los evangelistas lo saben muy bien y dominan desde hace tiempo la escenografía y la interpretación en sus ceremonias; mientras que los católicos llevamos siglos atascados en los mismos ritos romanos. Somos como viejas glorias del rock que se ganan la vida repitiendo éxitos de hace veinte años en hoteles y bingos. Unos años atrás, yo mismo había intentado ampliar el repertorio con nuevos éxitos, pero no sólo me encontré con las objeciones del obispado, el propio público era el que me exigía los mismos temas de siempre. Así que cuando una feligresa me pedía algo que se salía del repertorio habitual no me podía resistir. Por eso estaba allí, acompañando a una diminuta anciana a velar por su hijo muerto en un lugar poco habitual.
Solíamos ir a allí una o dos veces por semana: ella rezaba y yo escenificaba un poco mi rol de cura y aprovechaba para fumar un pitillo lejos de ojos inquisidores. Aquellos eran los pocos cigarros que podía disfrutar sin tener que preocuparme por las miradas de reproche de las feligresas. Desde hacía unos años las parroquias eran espacios libres de humos y quedaba muy mal ver al cura fumando en la puerta. Así que tenía que aprovechar los momentos de libertad. A Agripina no le importaba que fumara, me estaba agradecida por que la trajera en coche hasta aquel lugar. A lo largo de mis veinte años al cargo de la parroquia había depurado una habilidad especial para rehuir algunos ritos y ceremonias insustanciales y centrarme en los realmente importantes. En momentos como aquel sabía que mi presencia en aquella carretera era más importante para aquella anciana que cualquier misa que oficiara en nombre de su hijo. Algunos detalles tienen más importancia que los rituales más espectaculares. Esta misma regla la aplicaba para ahorrarme la misa diaria los días en que nadie acudía a la iglesia o para resumir el ceremonial de bautizos, bodas y entierros a los mínimos que exigía la iglesia.
Esto no quería decir que no tuviera vocación, más bien que prefería propagar mi fe en otras circunstancias. Mi preferida, sin duda, era en un bar, con una jarra de cerveza en la mano y delante de algún viejo republicano o profesor ateo. Una buena discusión era mejor que cualquier sermón, que un largo monólogo o que una sucesión de ritos repetitivos. Yo sabía cuando predicar y cuando callar, y aquel día estaba fumando.
Aquella pobre mujer debía tener las rodillas manchadas de barro y los pies dormidos después del tiempo que llevaba arrodillada, pero no le importaba ni lo uno ni lo otro. Lo primero podría lavarlo al llegar a casa, lo segundo se solucionaría al ponerse en pie, pero por su hijo no podía hacer ya nada. Sólo llorar. La carretera se lo había llevado hacía un mes, del mismo modo que se había llevado a su marido hace ya veinte años. No se había quitado el duelo desde que enviudó y, después de lo de su hijo, estaba claro que iba a seguir vistiendo de negro muchos años más.
–El señor se llevó a su hijo antes de hora –le dije poniéndole una mano en el hombro para sacarla de su ensimismamiento. Era tarde y empezaba a refrescar, iba siendo hora ya de llevarla a su casa.
Ella se levantó con dificultad y, con la mirada de una madre que soporta con estoicismo la perdida de un hijo, me contestó:
–Las siete y media deben ser –era un poco dura de oído.
Sin decir nada más, pasó a mi lado y se encaminó al coche. Una vez más, había dejado a los pies de la cruz el casco con el que había muerto su hijo. Llevaba varias semanas ejerciendo de cura-chofer para aquella anciana y ella había repetido el mismo ritual todas las tardes: yo conducía hasta aquel lugar con Agripina a mi lado abrazada al casco magullado de su hijo; al llegar ella lo depositaba al pie de la cruz y después rezaba junto a él hasta que nos íbamos. Siempre igual. Pero hasta aquella tarde no había reparado en un detalle: Agripina dejaba el casco allí, un lugar alejado de cualquier autobús de línea –razón por la que yo me prestaba a acompañarla– pero al día siguiente, cuando pasaba a recogerla por su casa, el casco volvía a estar en su regazo.
Las vecinas la llamaban “La Murmullos” a sus espaldas, aunque podrían haberlo hecho a la cara sin que ella se enterara. Desde que enviudó, Agripina había cogido el hábito de hablar constantemente con santos y muertos. Su continua retahíla de avemarías y padrenuestros había sido el mantra que le había ayudado a tirar adelante con sus dos hijos y una modesta paga por viudedad. El problema es que a medida que había ido perdiendo el oído, el volumen de sus rezos internos había aumentado progresivamente hasta alcanzar un nivel un poco excesivo.
Yo la conocí al poco de llegar a la parroquia, hace ya unos quince años. Entonces ya era viuda, pero no tan sorda. Solía acudir a la iglesia a deshoras, cuando la capilla estaba más solitaria y mantenía largas conversaciones con las imágenes de los santos. Tenía una predilección especial por la de Santo Tomás de Asís que, según ella, era el que más atendía a sus plegarias –aunque yo presentía que su favoritismo se debía más a que la única estufa que funcionaba estaba justo a su lado–. La iglesia era fría y solitaria y aquella mujer me hacia compañía. Su retahíla era para mí como un televisor encendido, como un hilo musical. Un día se presentó con unos trapos y una escoba y, pese todas mis reticencias, Agripina insistió en que la dejara encargarse de la iglesia. Hasta ese día no había caído en lo sucia que la tenía. Había intentado fregar y pasar el polvo yo mismo, pero la capilla era demasiado grande y la puerta estaba casi siempre abierta. Así que acepté sin más su ofrecimiento. Eso sí, las sesiones de limpieza solían estar acompañadas de largas charlas. No siempre resultaban amenas –aunque sí más entretenidas que la mayoría de sesiones de confesión que tenía que aguantar– por eso, cuando no estaba de humor, le dejaba que echara mano de Santo Tomás.
Cuando empezó a quedarse sorda, entenderla se convirtió en una tarea difícil. A penas vocalizaba, así que la mayor parte del tiempo fingía que la entendía. Yo asentía y ella se desahogaba. Pero lo mejor es que ella hacía lo mismo, no entendía nada de lo que se le decía, pero fingía atención, así que yo también me desahogaba con ella. Su sordera era mejor que un psicólogo. Ella me contaba sus penas y yo las mías, sin ahorrar en insultos, descalificaciones y blasfemias. En resumen, liberaba al pequeño Guilles de la Tourette que llevaba dentro. Era un ejercicio de salud mental, de purga intelectual, una sesión de psicoanálisis que ningún seguro médico cubriría, pero indispensable en mi profesión. ¿Os ha pasado alguna vez que se os ocurre la réplica genial a un insulto cuando ya era tarde para usarla? ¿Sabéis que es mucho peor que eso? Que os venga a la mente en milisegundos pero que os tengáis que morder la lengua por gajes del oficio. Todos los chistes verdes, los comentarios escatológicos, las bromas cínicas que se me ocurrían me las tenía que guardar para mí. Hasta entonces. Las tardes de limpieza con Agripina se convirtieron en un espectáculo de humor surrealista interpretado por un Faemino con alzacuellos y un Cansado travestido y anciano. Un espectáculo que se prorrogó durante varios años dos o tres veces por semana.
Hasta que murió David.
Después del funeral estuve varias semanas sin tener noticias suyas. Estaba planteándome hacerle una visita cuando me crucé con ella. Yo regresaba de una tediosa reunión en la diócesis y ella salía apresurada de la iglesia. Casi chocó conmigo. Estaba muy desmejorada, con los ojos hinchados y con varios kilos menos.
–¿Se encuentra bien Agripina? –le pregunté casi chillando y masticando las palabras–. Estaba preocupado por usted. Ya sabe que no hace falta que venga, yo puedo ocuparme de la iglesia –la anciana me entendió más por mis gestos que por lo poco que había llegado a escuchar. No sabía leer los labios pero era una experta interpretando el lenguaje corporal.
–Estoy bien. Me voy a casa –me dijo vocalizando lo mejor que pudo.
Iba a invitarla a pasar pero Agripina se alejó apresurada y me dejó en el umbral de la parroquia con la palabra en la boca. A aquella mujer le pasaba algo que iba más allá del dolor por la pérdida de un hijo. Entré en la parroquia intrigado y encontré la sala más oscura de lo habitual. Tan sólo estaban prendidos los cirios de plástico rojo a los pies de las imágenes, la luz justa para llegar a los interruptores y encender los fluorescentes. A primera vista no reparé en ello, tan sólo noté algo extraño en el altar, pero cuando me acerqué al crucifijo central, de camino a la sacristía, lo vi. La imagen del Jesús crucificado del altar llevaba puesto un casco de moto en lugar de corona de espinas. Le dejé que durmiera con la cabeza tapada. Simplemente cerré la iglesia para que nadie lo viera y me fui a dormir –a la mañana siguiente ya me preocuparía de buscar una escalera–. Me sentía más extrañado que escandalizado por la sacrílego del hecho. Pensé que Agripina tendría sus razones para hacer algo así, que ya me lo contaría con el tiempo, pero lo cierto es que nunca me lo contó.
Al día siguiente, cuando abrí la iglesia para misa de ocho el casco había desaparecido. Di misa para dos feligresas: Doña Herminia y la Sra. García –dos asiduas que me obligaban a madrugar cada día a las seis de la mañana–. Cuando estaba terminando el oficio, Agripina entró y se sentó en última fila. Parecía entre avergonzada y curiosa. Después de comulgar, cuando la iglesia se quedó vacía, fui a hablar con ella. Tenía el casco de moto entre los brazos –el mismo que llevaba su hijo antes de morir, el mismo que colocaba una y otra vez en la misma cruz de carretera–.
–Lo siento padre –me dijo nada más acercarme.
–Sus razones habrá tenido, pero no vuelva a hacerlo… por favor. ¿Qué pensarían esas dos si vieran a nuestro señor convertido en motorista? –le respondí en voz alta e imitando a las ancianas cuchicheando.
Agripina intentó sonreír, más por educación que por haber entendido el chascarrillo, pero su cara hinchada y ojerosa convirtió la sonrisa en una mueca.
–Tengo que pedirle una cosa –me dijo casi con vergüenza.
Desde ese día empezamos a visitar la cruz de su hijo. Se encontraba a unos cinco kilómetros, demasiado lejos para ir andando y sin ningún trasporte público cercano. Así que la llevaba en mi coche, un Dodge 3700 GT del 73. Normalmente evitaba tener que utilizarlo y en raras ocasiones lo hacía, pero con Agripina hice una excepción. Llené el almacén de la iglesia de polvo al retirar la sábana que lo protegía y allí estaba él, como el buen vino que ha sabido envejecer. Mantenía una vieja relación de amor odio con ese coche, era mi pequeño secreto. En la diócesis no nos ponen pegas a la hora de conducir, incluso el carné es necesario para compañeros que cubren varias poblaciones. Pero estoy seguro que si me hubieran visto conducir un coche con más de doscientos caballos no lo habrían encontrado “apropiado”.
El Dodge arrancó a la primera. Continuaba sonando redondo como el primer día. Disfruté del camino como un ex-fumador da cuenta de un puro en una boda, jugando con el riesgo a la recaída en cada calada, en cada curva. Mientras notaba como se agarraban sus neumáticos de veintiuna pulgadas a la carretera era consciente de lo poco que me costaría volver a recaer en una “borrachera de gasolina” –así era como Diana había bautizado a mi adicción al asfalto–. Pero eso había sido muchos años atrás, antes de los alzacuellos y las camisas negras, en una época en la que podía pasarme el día entero en la carretera. Me encantaba notar como la carretera arañaba poco a poco el caucho, como los amortiguadores se balanceaban al coger una curva, como el carburador ronroneaba… Sentir el asfalto deslizándose debajo de mí y a Diana a mi lado era todo lo que necesitaba para ser feliz. Aquello había sucedido treinta años atrás –toda una eternidad– pero siempre que entraba en ese coche acababa pensando en ella. Por eso evitaba tener que utilizarlo.
Agripina no abrió la boca en todo el camino y yo no necesitaba indicaciones para llegar a la carretera donde había muerto su hijo. Cuando creí estar cerca reduje la velocidad y al poco vi un retal de metal oxidado asomar entre los arbustos. Doña Herminia ya me había puesto al día de lo que Agripina se había hecho construir en el lugar del accidente. La feligresa puso énfasis en que ella no encontraba “adecuado ese tipo de folklore”.
–Ha perdido un hijo, creo que el Señor no se lo tendrá en cuenta. Pero hablaré con ella, gracias por avisarme –le contesté cuando me lo dijo.
En realidad me gustaría haberle dicho que eso no era asunto suyo, que era una cotorra inaguantable y que tenía suerte de que la paciencia de Santo fuera algo inherente a mi profesión. La iglesia católica no ve con buenos ojos este tipo de cruces, las considera demasiado “evangélicas”, pero hace la vista gorda. A mi, personalmente, me parecen una forma tan adecuada como cualquier otra de afrontar la muerte de un ser querido. Así que allí estábamos, en la cruz que la afligida madre había obligado a construir a Richard, su hijo pequeño y el único que le quedaba, para recordar el trágico accidente de su hermano mayor.
Tan pronto como salió del coche, la anciana colocó el casco de moto a los pies de la cruz, como si de un ramo de flores de tratara. Susurró unas palabras incomprensibles pero llenas de dolor y se dejó caer sobre las rodillas para empezar a rezar. De aquello hacía ya unas semanas y el ritual se había repetido varias veces. Ella me venía a buscar, yo la llevaba hasta allí y pasábamos la tarde cada uno con lo suyo: ella rezando y yo fumando. Lo único fuera de lugar de la escena era el ritual del casco.
Había creado varias hipótesis al respecto: la más verosímil era que Richard se había encaprichado en conservar el casco de su hermano y que su madre no lo veía adecuado. A mi tampoco me habría gustado que uno de mis hijos utilizara el casco con el que había muerto su hermano. Era algo demasiado íntimo, como utilizar la ropa de un familiar difunto. Algunas personas lo veían como una forma de recuerdo y otras donaban armarios enteros a la parroquia. La teoría del hermano me parecía bastante posible, aunque cojeaba en un punto: me parecía extraño que Richard no hubiera conseguido encontrar un lugar seguro para mantenerlo alejado del alcance de su madre. Pese a ello, aquella hipótesis era más viable que imaginar a la anciana peregrinando hasta aquel alejado lugar una y otra vez para recoger el casco y volver a depositarlo en el mismo lugar.
Habría podido salir de dudas preguntándoselo directamente –siempre que hubiera conseguido hacerme entender–, pero presentía que aquel ritual era algo muy íntimo para Agripina. Algo entre ella y su hijo. Así que me entretenía elucubrando teorías mientras “La Susurros” susurraba. Hasta que una tarde, mientras esperaba a que terminara su enésimo padrenuestro, vi a una figura avanzando por el arcén hacía nosotros en la lejanía. Parecía un hombre vulgar pero, a su vez, fuera de lugar, como un casco de moto junto una cruz de metal.
Para todos aquellos que se cruzaban con él por las calles su trastorno no resultaba muy evidente. Veían a alguien que se movía de una forma extraña, con una expresión de angustia y el cuerpo agarrotado. Tan sólo alguien que lo observara desde un balcón o una terraza habría detectado inmediatamente el objeto de su fobia. Félix caminaba siempre pegado a las paredes y evitaba cualquier contacto con el tránsito rodado. Si podía, aprovechaba los túneles del metro para cruzar la calle y si se veía obligado a hacerlo a cielo abierto, lo hacía siempre por un paso de cebra y siguiendo un estudiado ritual. El pequeño hombre encorbatado esperaba atento, con la espalda contra la pared más próxima, a que el semáforo se pusiera en verde; cuando la gente empezaba a cruzar, él esperaba un poco más; la primera línea de automóviles se detenía, pero todavía no era el momento; justo cuando el último vehículo de la segunda línea se detenía, Félix emprendía su carrera. Lo hacía a un trote ligero, con una velocidad que denotara prisa pero no el pánico que sentía. Algunas veces, si el semáforo empezaba a parpadear antes de lo previsto, corría lo más rápido que podía, esquivando a la gente como un carterista después de un tirón. Normalmente llegaba a la pared de enfrente con el tiempo suficiente de ponerse a buen recaudo antes de que el semáforo cambiara. A vista de pájaro, Félix era la hormiga que abandonaba la hilera. El insecto que cambiaba de ritmo sin una razón aparente, el que no escogía nunca el camino más corto y que, a veces, se detenía sin rebelar el porqué. Cualquier cosa con tal de alejarse al máximo de la circulación rodada.
La ironía de todo ello era que Félix trabajaba como perito especialista en la Dirección General de Tráfico. Su vida se podía resumir con uno de esos chistes de “¿Cuál es el colmo de un pastelero?” o “¿Cuál es el colmo de una enfermera?” El problema es que no había mucha gente que conociera el significado de ‘amaxofobia’ y un chiste no tiene gracia si tienes que explicarlo. Así se resumía la vida de Félix, como un chiste sin gracia. Una vida volcada en el trabajo y con un trabajo de mierda. Aunque no siempre había sido así.
Desde joven había sido un apasionado del volante. Sus padres habían insistido en que estudiara una ingeniería, aunque lo que él deseaba era ser piloto. Mientras iba a la universidad empezó a hacer algunos pinitos por los circuitos de rally amateur, pero nunca llegó a destacar. Se graduó y se convirtió en perito igual que un futbolista frustrado se convierte en árbrito. Trabajó para las principales compañías de seguros de la época y en cuanto salieron unas oposiciones para entrar en la DGT se presentó. Sacó la segunda mejor nota, pero una vez dentro del ministerio su ímpetu y su saber hacer le hicieron ascender por encima del primero, hasta convertirse en una de las jóvenes promesas de su departamento. Pero aquello pasó hace ya muchos años y a Félix no le gustaba recordar aquellos tiempos.
Poco quedaba del ímpetu de aquel joven, tan sólo su capacidad de trabajo. Su fobia le había imposibilitado para el trabajo de campo y ahora Félix tan sólo podía aplicar su potencial en el análisis de expedientes y archivos. Pasaba ocho horas al día encerrado entre las mismas cuatro paredes de su cubículo –si se puede considerar pared a una mampara– y todas las promesas de ascensos que había recibido en sus inicios ya no eran más que papel mojado. Sus compañeros eran mucho más jóvenes que él e ignoraban su pasado, lo veían como un hombre quemado por su trabajo y próximo a la jubilación. Rondaba por algún cajón de la oficina una bocina de aire comprimido de las que se suelen ver en los partidos y que de vez en cuando hacían sonar a su lado para ver su reacción. Félix estaba cansado ya de la broma pero siempre reaccionaba a aquel sonido estridente como si un camión articulado se le abalanzara encima. Era algo superior a él.
Veinte años atrás Félix adoraba la carretera. Su día a día consistía en viajar de una parte a otra de España en busca de escenarios de accidentes, puntos negros, proyectos de nuevas carreteras, etc. Con un rápido vistazo Félix era capaz de detectar centenares de problemas en potencia y tras tomar unas cuantas medidas y realizar algunos cálculos era capaz de escribir una tesis sobre un cambio de rasante o un cruce mal señalizado. Su potencial lo convirtió en un hombre importante para el ministerio y muchos de los grandes proyectos pasaban por sus manos. Pero eso fue veinte años. Ahora Félix ya no piensa en alcanzar grandes éxitos profesionales, tan sólo en la jubilación. Pasa el 99% de su jornada laboral realizando tareas administrativas, pero todavía hay un 1 por ciento de su trabajo que le hace disfrutar. A veces llega en forma de memorando, otras como una nota a pie de página, también son habituales los documentos descatalogados. Los testimonios son algo excepcional, como el camionero que se presentó a la puerta de su despacho hace unas semanas.
Por lo general, todos los casos extraños pasan por su mesa. No hay una norma escrita, pero hasta Félix llegan todos aquellos asuntos que nadie quiere tratar: todos los expedientes irresolubles y todos los tipos que tienen algo que contar pero a nadie para escuchar. Véase jubilados con quejas que a nadie importan, como un árbol que tapa una señal de ceda el paso; farsantes repudiados por las aseguradoras que se ganan la vida fingiendo atropellos y que buscan a alguien que dé validez a sus testimonios; ingenieros aficionados con grandes ideas para reducir los atascos en hora punta, etc. Un sinfín de personajes sin nada mejor que hacer y a quien ninguno de sus compañeros quieren atender. El camionero de hace unas semanas era uno de ellos. Le llegó porque imaginaron que era un típico problema de discos. Casi cada día pasaba por la central algún camionero que afirmaba que su sistema de recuento de horas al volante estaba defectuoso y cada día había un pringado que tenía que redactar un informe al departamento técnico –todo ello sabiendo que éste iba a caer en saco roto–. Sin embargo, lo primero que le dijo el camionero a Félix cuando se sentó en su cubículo fue: “No me venga usted también con lo de que el cansancio al volante hace ver cosas raras, porque me voy de aquí. Ya estoy harto de repetir lo mismo”. Félix supo al instante que ese tipo le iba a alegrar el día.
–Repítalo sólo una vez más. Siéntese por favor –afirmó el perito acompañándolo al interior–. Empiece por el principio.
–Verá, llevo más de veinte años en la carretera y sé cuando me puedo fiar de mis ojos y cuando tengo que parar para descansar –le respondió el camionero–. Yo no me meto pastillas de esas, como esos jóvenes que se hacen un transporte internacional del tirón y luego duermen dos días seguidos.
–Dígame qué es lo que vio, por favor.
–Yo creo que ya tenía que estar dentro, porque llevaba más de cuatro horas sin parar. Estaba pensando en hacerlo, en echar una cabezada en la siguiente área de servicio, cuando lo vi. Miro por el retrovisor lateral y me parece ver un movimiento por la cortinilla de la parte trasera de la cabina. Cuando me giro para comprobarlo ya no veo nada. Eso sí, se vez en cuando voy echando un vistazo a través del reflejo de la luna delantera para quedarme tranquilo. Ya estaba pensando en lavarme un poco en los aseos y echar una cabezadita cuando veo claramente, a través del retrovisor, como la cortinilla trasera se abre otra vez y asomaba una cara amarilla. ¡Había un tipo allí dentro! Se lo juro por lo más sagrado…
–Le creo, le creo… ¿y entonces?
–Entonces unas luces me cegaron y tuve que esquivar a un imbécil que había apurado demasiado para adelantar a un compañero. De noche la gente se piensa que porque no se encuentre a nadie en sentido contrario durante media hora puede adelantar sin mirar… Si no estuviéramos atentos…
–¿Y la cara amarilla?
–No lo sé. Di el volantazo, enderecé el camión y no volví a verla. Pero puedo asegurarle que estaba allí. Sus ojos eran negros, oscuros, y parecía que tuviera hepatitis. Sabe como tienen los dedos los viejos que han fumado toda la vida… esas yemas amarillas, teñidas de nicotina. Pues ese tipo tenía toda la cara así.
–No se ofenda, pero ¿por qué viene a contar esto a tráfico?
–No me ofendo, pero estoy hasta los cojones de contar esto a todo el mundo y que nadie haga nada. He pasado por la policía nacional, por la local, incluso llamé a la radio y si tengo que venir aquí para que me escuchen, pues vengo. Mire, si hay por la carretera una banda con una nueva forma atracar o un loco capaz de entrar y salir de un camión cuando le parezca, lo tengo que decir a quien pueda hacer algo. Entre los compañeros nos tenemos que proteger.
–Lo entiendo. Yo le escucho. Pero sepa que es poco lo que está en mi mano para ayudarle. No es el primero que viene aquí con una historia similar.
–Todos los locos terminan hablando con usted, ¿verdad? –le preguntó el camionero con una sonrisa.
–No creo que todos estén todos locos… –Félix no llega a terminar la frase–. Sólo algunos.
–No sé como tomarme eso, pero mire, haga lo que pueda… y gracias por escuchar –el camionero se levanta y le estrecha la mano.
–¡Perdóneme! No quería decir eso –respondió el perito un poco abochornado–. ¿Podría decirme sólo una cosa más?
El perito le muestra al camionero un trotado mapa de la región lleno de marcas y anotaciones. El camionero le señala un punto y Félix lo marca con una nueva cruz y una fecha. Una pieza más en el gran puzzle de Félix. Un rompecabezas al que todavía le faltan muchas piezas pero del que empieza a intuir una imagen. Todavía es algo borroso, un concepto demasiado amplio y complejo del que sólo se pueden vislumbrar algunos retales. Los justos para saber que hay algo oscuro y peligroso en la carretera.
Félix espera conseguir algunas piezas más de su puzzle. Algo que le permita tener algo con pies y cabeza, algo con lo que se pueda presentar a su superior sin que se le desmorone en las manos. Sabe que hace años perdió su reputación, pero espera que le quede algo de crédito como profesional para que le escuchen. Pese a las limitaciones de su actual situación confía en no haber perdido su instinto. Félix intuye que debajo de la montaña de cifras y testimonios que está acumulando en su despacho hay una causa de mortandad desconocida. Tan sólo sabe dos cosas ciertas al respecto: que llevaba más de dos décadas matando y que nadie ha reparado en ella hasta ahora.
Le gustaría pensar que no es más que una ramificación más de su fobia al volante, pero sabe que no es así.
La noche en que David murió, la carretera no estaba resbaladiza, el tráfico era escaso –por no decir inexistente– y su moto estaba en perfecto estado o, por lo menos, eso fue lo que él me contó. Hay que decir que el joven no estaba en su mejor momento aquella noche, acababa de discutir con su superior y llevaba días arañándole horas al sueño. Estaba llevando a cabo una investigación extraoficial y ese martes había decidido que tenía lo suficiente como para presentárselo a su sargento. Intuía que éste sabía algo más de lo que aparecía en aquellos viejos informes que su superior había firmado diez años atrás. Por aquel entonces su sargento todavía era agente y él un niño enganchado a “Starsky & Hutch”.
David había empezado a investigar a raíz del desafortunado comentario de un compañero en un bar. Podríamos decir que ese comentario, que ni siquiera iba dirigido a él, desencadenó toda la cadena que terminó con la cabeza desnuda de David arrastrándose a setenta kilómetros por hora a lo largo de casi cincuenta metros de asfalto. El desafortunado comentario lo profirió el buenazo de Juan, el único policía de su comisaría capaz de soportar y encubrir durante diez años a un compañero borracho –un trozo de pan o un imbécil, según se mire–. El caso es que Juan estaba arrancando a su compañero de la barra del bar cuando dijo cinco palabras, sin pensar… sin mirar antes a su alrededor.
–¿No querrás acabar como Gimeno?
Una pregunta retórica que habría caído en saco roto si: A) Gimeno no hubiese sido el padre de David y B) David no hubiera estado presente en el bar. Cuando Juan vio al joven al otro extremo de la barra quiso tragarse sus palabras y esperó que éste no le hubiera prestado atención. Pero el joven policía, que iba a morir unos días más tarde, lo había oído a la perfección y ahora mismo encaminaba hacia él.
–No debería dejarle beber tanto –le dijo David al bocazas de Juan mientras éste intentaba levantar a su compañero.
–¿Qué voy a hacer? No tiene familia, sólo nos tiene a nosotros, al cuerpo.
–¡Y que pedazo de cuerpo! –gritó el borracho acompañando sus palabras con un largo y amargo eructo de cerveza, después del cual cayó flácido como un pulpo.
–¿Pero no cree que es peligroso dejarle patrullar? ¿No estaría mejor en un despacho? –inquirió David.
–¿En un despacho? ¿Éste? Si sólo pisa la comisaría para firmar la nómina… Mira David, no te lo tendría que decir, pero el único que conduce el coche patrulla soy yo.
–¿Y los turnos?
–¡Qué turnos? Sí lo dejara conducir se me caería el pelo a él y a mí.
–Déjame ayudarte, anda.
Entre uno y otro consiguieron llegar al coche patrulla y encajarle en el asiento del acompañante. Juan le agradeció a David su ayuda y le pidió un favor.
–No lo comentes, en comisaría.
–Tranquilo, soy una tumba –le contestó, aunque los dos sabían que lo de Méndez era un secreto a voces–. Te puedo preguntar algo… –Juan asintió– ¿qué es lo que dijiste dentro sobre Gimeno?
Juan puso cara de “la he cagado hasta el fondo”, tan sólo un instante, pero lo justo para que David lo percibiera. Luego intentó mentir lo mejor que pudo, le dijo que había confundido sus palabras con el ruido del bar que lo dejara correr. Pero David no lo hizo.
–Sea lo que sea puedes contármelo. Será un secreto entre compañeros –le dijo señalando al policía que dormía la mona en el coche patrulla y a Juan no le quedó otro remedio que contárselo.
David siempre había sabido que a su padre le gustaba la bebida –estaba claro que no era el único–, pero que esa hubiera sido la causa de su muerte era algo que no esperaba y era un hecho que no estaba dispuesto a aceptar sin pruebas que lo respaldaran. Así que David se inventó una excusa convincente para pasar unas horas en el archivo y verificarlo por sí mismo. No le fue fácil encontrar el expediente del agente Gimeno, pero al final dio con él. En los años setenta lo más cercano a un ordenador que tenían en aquella comisaría eran los viejos archivadores metálicos ordenados por orden alfabético. Repasó varias décadas de expedientes sin encontrar nada, hasta que se le ocurrió buscar por la “J”. Después de una interminable serie de “Jiménez” encontró lo que buscaba: alguien había cometido un error al clasificar el documento. No quería pensar mal, pero aquella habría sido una buena forma de convertir en casi ilocalizable un expediente sin levantar sospechas. Por suerte había terminado dando con él.
David recordaba poco de su padre. Gimeno había muerto cuando tenía unos cinco años y las pocas imágenes que le venían a la mente de su padre eran de las fotografías que su madre había conservado de él y en todas ellas aparecía siempre de uniforme. Agripina les había hablado muy poco de su padre y siempre con las mismas respuestas. Su hermano pequeño, Ricardo, nunca se cansaba de preguntar y Agripina contestaba siempre lo mismo: que había sido un buen policía, que había muerto en acto de servicio y que quería mucho a sus hijos. A base de reiterarlo, tanto él como su hermano habían crecido con una imagen idealizada de su padre. Seguramente por ello, él mismo había terminado entrando en el cuerpo de policía. Sin embargo, ahora que lo veía todo con la perspectiva de los años, se daba cuenta de que las historias que su madre les explicaba tenían más un deje de mentira bienintencionada que de buenos recuerdos. David sospechaba que su madre había sufrido mucho al lado de su padre. Aunque nunca se lo había preguntado, empezaba a pensar que su madre se había sentido aliviada, en cierto modo, con su muerte. Aunque eso era algo que ella nunca aceptaría.
Uno de los pocos recuerdos que David conservaba de su padre en vida era el de ir a buscarlo al bar. Casi cada noche, cuando la cena estaba lista, su madre le pedía que bajara a la taberna a por su padre. El pequeño David había aprendido a esperarlo junto a la máquina de cigarrillos en silencio –estoy seguro de que si se lo hubiera preguntado me habría recitado de memoria las marcas y los botones de aquella vieja máquina–. David miraba el desteñido anuncio de Rex sin ni siquiera mirar a su padre, simplemente esperaba con paciencia a que terminara su copa de vino y a que lo viera por el rabillo del ojo. En el recuerdo de David su padre, al verlo, le decía que se acercara y le hacía cantar delante de los parroquianos el antiguo himno de la Guardia Civil –el de “Viva España, Viva Franco, Viva el Orden y la Ley”–. Mientras, su padre lo miraba con “orgullo y satisfacción”.
–¡Ese es mi hijo! Ponle una Mirinda, que se la ha ganado –le decía siempre al camarero.
Pero aquello nunca había llegado a ocurrir. Es curioso como la memoria, a veces, endulza la realidad con la miel de los años. Si las neuronas trabajaran como un disco duro con un buen surtido de gygabytes, David habría recordado que su padre, al verle, se levantaba a regañadientes y salía por la puerta casi sin mirarle; que él salía tras él y lo seguía en silencio hasta casa, siempre unos metros por detrás. Puedo dar fe de ello, porque por aquel entonces yo acababa de llegar a la parroquia y pasaba muchas noches en ese bar conociendo a “mi público potencial”. Recuerdo muy bien al agente Gimeno, siempre de uniforme, con el tricornio sobre la barra y una copa de vino en la mano. Si el recuerdo de David no hubiera estado filtrado por el tamiz de su infancia y las historias de su madre, no le habría hecho falta buscar aquel expediente para saber que su padre era la oveja negra del cuerpo.
El cartapacio traspapelado contenía unas cuantas hojas amarillentas, un breve informe de la vida laboral de su padre, un parte del accidente que terminó con su vida y un rápido memorando con los resultados de la autopsia. Todo, redactado en lo que David denominaba el viejo código, un lenguaje tedioso, estricto y descriptivo que había tenido que aprender a interpretar por obligación. Sabía muy bien qué recursos se utilizaban para convertir informes mediocres en expedientes impolutos o para ocultar bajo la semántica más castiza lo que no interesaba revelar. Por lo que habían escrito en el expediente de su padre –o más bien por lo habían omitido–, David entendía que aquellos papeles se habían redactado con una premisa clara: “no tirar más mierda en el asunto”. ¿Quizás para que los de arriba no pusieran pegas a la hora de otorgar la pensión a su viuda? No lo creía.