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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Sarah Morgan

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El ático de la Quinta Avenida, n.º 169 - octubre 2018

Título original: Miracle on 5th Avenue

Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQN y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-054-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Carta de la autora

Dedicatoria

Cita

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

Querido lector,

Si ya has leído alguno de mis libros, no te sorprenderá saber que me encantan los finales felices. Soy una persona bastante optimista y normalmente me gusta que mi taza esté medio llena (a ser posible, con café bien cargado). Leo mucho, aunque rara vez leo ficción catalogada como «terror». No me van ni el suspense que da miedo, ni los asesinos en serie, ni las cosas que hacen ruidos misteriosos en mitad de la noche, lo cual me asemeja en cierto modo a la protagonista de este libro.

Eva es una romántica que siempre mira el lado positivo, así que cuando un encargo de trabajo la obliga a pasar algo de tiempo con Lucas, un escritor de novelas de crímenes que explora el lado más oscuro de la naturaleza humana, hará lo posible por que funcione, a pesar de tener claro desde el principio que son personas opuestas. Por mucho que esté buscando un romance, es obvio que Lucas no es su tipo, ¿o sí?

Lucas no solo escribe sobre los demonios de otras personas, sino que tiene los suyos propios, pero la bondadosa Eva está decidida a iluminar los rincones más oscuros de su vida.

Este es un libro sobre segundas oportunidades, pero también sobre la esperanza y el poder del amor. ¡Espero que disfrutes de El ático de la Quinta Avenida! Si aún no lo has hecho, no olvides leer las historias de Paige y Frankie en Noches de Manhattan y Atardecer en Central Park. Espero que me visitéis en Facebook.com/authorsarahmorgan. para charlar un poco.

Con cariño,

Sarah

 

www.sarahmorgan.com

 

 

 

 

 

 

Para Sue. Escribo sobre amistades de ficción, pero la nuestra es de verdad. ¡Qué suerte tengo!

 

 

 

 

 

 

«Dale a una chica un buen par de zapatos y podrá conquistar el mundo».

—Marilyn Monroe

Capítulo 1

 

 

 

 

 

«Hay muchos peces en el mar, pero eso no sirve de nada si vives en la ciudad de Nueva York».

—Eva

 

–¡No podemos soltar dos tórtolas! Sé que le va a pedir matrimonio en Navidad y que le parece romántico, pero no será romántico cuando la sala se llene de cagadas de pájaro. El dueño del local nos pondrá en su lista negra y el amor de su vida le responderá que no, lo cual nos dejará sin el final feliz que todos esperamos –colocándose el teléfono en una posición más cómoda, Eva Jordan se cubrió más con su abrigo. Al otro lado de las ventanillas del taxi, la nieve seguía cayendo sin cesar desafiando a esos que intentaban retirarla de las calles. Cuanto más la quitaban con las palas, más caía, o eso parecía. En una lucha entre el hombre y los elementos, el hombre, sin duda, era el que tenía más probabilidades de salir perdiendo. La tormenta de nieve prácticamente le impedía ver la Quinta Avenida, con sus iluminados escaparates velados por los copos de nieve–. Le ayudaré a replantearse su idea del romanticismo y, por mucho que lo diga el villancico, no incluirá ni mirlos, ni gallinas de ninguna nacionalidad, ni ocas, ya sean ponedoras o no. Y ya que estamos hablando del tema, una alianza de oro es más que suficiente. ¿Quién necesita cinco? Quiere algo excepcional, no excesivo. No es lo mismo.

Como siempre, Paige fue práctica.

–Laura lleva soñando con este momento desde que era pequeña y él se siente presionado para hacer que sea perfecto.

–Estoy segura de que el sueño de Laura no incluye un zoológico. Se me ocurrirá un plan y será espectacular. A nadie se le da mejor que a mí el romanticismo.

–Excepto cuando es para ti.

–Gracias por recordarme que mi vida amorosa es inexistente.

–De nada. Y ya que estamos de acuerdo en ese dato, a lo mejor te gustaría contarme qué tienes pensado hacer al respecto.

–Nada en absoluto. Y no vamos a volver a tener esta conversación –Eva rebuscó en su bolso y sacó su libreta–. ¿Podemos volver al trabajo? Nos queda un mes para Navidad.

–No tenemos suficiente tiempo para crear nada demasiado elaborado.

–No tiene por qué ser elaborado. Tiene que ser emotivo. Ella se tiene que sentir abrumada por las palabras de él y por el significado que hay tras ellas. Espera… –dijo Eva tamborileando sobre la hoja con el boli–. Se conocieron en Central Park, ¿no? ¿Paseando a los perros?

–Sí, pero Ev, el parque está enterrado bajo más de medio metro de nieve y sigue nevando. Una proposición de matrimonio allí terminaría con una visita a las urgencias del hospital. Podría ser memorable en el mal sentido.

–Déjamelo a mí. Tendré mucho tiempo para pensar en ello durante los próximos dos días porque voy a estar sola en el piso de ese chico decorándolo y llenándole la nevera para cuando vuelva a casa del campo –anotó algo y después se guardó la libreta en el bolso.

–Estás trabajando demasiado, Ev.

–No me puedo creer que eso me lo estés diciendo tú.

–Hasta yo me tomo algún rato libre para distraerme y descansar de vez en cuando.

–Pues no he debido de darme cuenta. Y, por si no lo has notado, nuestro negocio está creciendo deprisa.

–Que te tomes una noche libre para quedar con un tío bueno no va a impedir que sigamos creciendo.

–Gracias, pero tu plan tiene un diminuto inconveniente. No tengo un tío bueno con quien salir. Ni siquiera tengo un tío corriente con quien salir.

–¿Crees que deberías volver a probar a quedar por Internet?

–Odio quedar por Internet. Prefiero conocer a gente de otra forma.

–¡Pero si no estás conociendo a nadie de ninguna forma! Trabajas y después te vas a la cama con tu osito de peluche.

–Es un canguro de peluche. Mi abuela me lo regaló cuando tenía cinco años.

–Eso explica por qué parece tan agotado. Ya es hora de que lo sustituyas por un hombre de carne y hueso.

–Me encanta ese canguro. Nunca me abandona.

–Cielo, tienes que salir. ¿Y aquel banquero? Te gustaba.

–No me llamó después de decir que me iba a llamar. La vida ya es bastante estresante sin tener que estar esperando a que un tipo que ni siquiera sabes si te gusta te llame y te invite a salir cuando ni siquiera sabes si te apetece.

–Podrías haberlo llamado tú.

–Lo hice. Me desviaba las llamadas –dijo Eva mirando por la ventana–. No me importa ir detrás de un sueño cuando se trata de construir nuestro negocio y nuestro futuro, pero no pienso ir detrás de un hombre. Y, de todos modos, todo el mundo sabe que nunca se encuentra el amor cuando lo estás buscando. Tienes que esperar a que el amor te encuentre a ti.

–¿Y si no te puede encontrar porque nunca sales de casa?

–¡He salido de casa! Estoy aquí, en la Quinta Avenida.

–Sola y para meterte en otra casa. Sola. Piensa en todo el sexo fantástico que te estás perdiendo. A este paso, conocerás a tu Príncipe Azul cuando tengas ochenta años y estés sin dientes y con problemas de caderas.

–Mucha gente disfruta del buen sexo a los ochenta. Solo hay que ser creativo –ignorando la sensación de vacío en la boca del estómago, Eva se inclinó hacia delante para hablar con el taxista–. ¿Puede hacer una parada en Dean & DeLuca? Si esta tormenta es tan mala como están pronosticando, tengo que comprar algunas cosas más.

Paige seguía hablando.

–Apenas te he visto en las últimas dos semanas, el volumen de trabajo que hemos tenido ha sido una locura. Sé que es una época del año dura para ti. Sé que echas de menos a tu abuela –su tono se suavizó–. ¿Quieres que vaya después del trabajo y te haga compañía?

Eva se vio muy tentada a decir que sí.

Abrirían una botella de vino y se acurrucarían a charlar con los pijamas puestos. Le confesaría lo mal que se sentía todo el tiempo y después…

¿Y después qué?

Eva bajó la mirada. No quería ser esa clase de amiga que no paraba de quejarse y gimotear. No quería ser una carga. Y, de todos modos, decirles a sus amigas lo mal que se sentía no iba a cambiar nada, ¿verdad?

Su abuela se sentiría avergonzada.

–Tienes reuniones en el centro y después la cena con Jake.

–Lo sé, pero podría…

–No vas a cancelarla –se apresuró a decir antes de verse tentada a cambiar de opinión–. Estaré bien.

–Si no hiciera tan mal tiempo, podrías venir a casa y pasar la noche allí y después volver mañana, pero dicen que va a ser una gran tormenta. Por mucho que odie imaginarte allí sola, creo que es mejor que no viajes.

Eva se mordió el labio. No importaba dónde estuviera, sus sentimientos seguirían siendo los mismos. No sabía si era normal sentirse así. Nunca había perdido a nadie tan cercano y su abuela y ella habían estado más que unidas. Hacía poco más de un año que se había ido y la herida seguía tan fresca y dolorosa como si la pérdida la hubiera sufrido hacía solo un día.

Gracias a ella, Eva había crecido sintiéndose segura y a salvo. Se lo debía todo a su abuela, aunque sabía que no había forma de ponerle un valor a algo tan inestimable. Aunque sabía que su abuela nunca había querido ni esperado que le devolviera nada de lo que le había dado, ella sentía que al menos le debía salir de la cama cada día y vivir la vida que su abuela había querido que viviera. Tenía que hacerla sentirse orgullosa.

Si ahora mismo estuviera allí, su abuela no se sentiría orgullosa de ella.

Le diría que estaba pasando demasiadas noches en su apartamento acompañada únicamente por Netflix y un chocolate caliente.

A su abuela le había encantado oír sus aventuras románticas. Habría querido que saliera y conociera a gente por muy triste que se sintiera. En un principio lo había intentado, pero últimamente su vida social giraba en torno a sus amigas y socias, Paige y Frankie. Era una relación sencilla y cómoda, a pesar de que ahora las dos estaban locamente enamoradas.

Qué ironía que la romántica del grupo fuera la que tuviera la vida menos romántica.

Miró el oscuro cielo a través de la ventanilla y del torbellino de copos de nieve. Se sentía desconectada. Perdida. Ojalá no lo sintiera todo tan profundamente.

Aun así, al menos estaba ocupada. Era su primera temporada navideña desde que habían abierto Genio Urbano, su negocio de eventos y servicios de asistencia personal.

Su abuela habría estado orgullosa de lo que había logrado en el trabajo.

«Celebra incluso las cosas pequeñas, Eva, y vive el momento».

Eva parpadeó para contener las lágrimas.

No lo había estado haciendo, ¿verdad? Vivía esperando, planificando, haciendo muchas cosas a la vez, pero nunca se detenía a tomar aliento o a valorar el momento. Se había pasado el año corriendo, pasando por un invierno helado, una primavera cálida, un sofocante verano, y ahí estaba ahora, cerrando el círculo y volviendo a otro invierno. Había ido dejando las estaciones atrás, con empeño, avanzando paso a paso, pero no había vivido el momento porque no le había gustado el momento que estaba viviendo.

Había hecho todo lo posible por mantenerse fuerte y seguir sonriendo, pero había sido el año más duro de su vida.

La tristeza era una compañía horrible.

–¿Ev? –la voz de Paige resonó por el teléfono–. ¿Sigues ahí? Estoy preocupada por ti.

Eva cerró los ojos y se recompuso. No quería que sus amigas se preocuparan por ella. ¿Qué le había enseñado su abuela?

«Sé el sol, Eva, no la lluvia».

Ella nunca nunca quiso ser la nube que tapara al sol de nadie.

Abrió los ojos y sonrió.

–¿Por qué te preocupas por mí? Está nevando. Si la tormenta cesa, iré al parque y haré un muñeco de nieve. Si no puedo encontrar a un hombre en la vida real, al menos puedo hacerme uno de nieve.

–¿Vas a hacer un hombre sexy?

–Sí. Con los hombros anchos y unos abdominales fantásticos.

–Y seguro que la zanahoria no la vas a usar para la nariz.

Eva sonrió.

–Para esa parte de su anatomía estaba pensando más bien en un pepino.

Paige también se estaba riendo.

–Eres tan exigente que no me extraña que estés soltera. Y, por cierto, tienes el sentido del humor de una niña de cinco años.

–Por eso llevamos toda la vida siendo amigas.

–Me alegra oírte reír. La Navidad solía ser tu época favorita del año.

Era cierto. Siempre le había encantado. Le encantaban los Santa Claus sonrientes, la música alegre que sonaba en las tiendas y los brillantes copos de nieve. En especial, los copos de nieve. Le hacían pensar en trineos y muñecos de nieve.

La nieve siempre le había parecido algo mágico.

«Ya basta», pensó. «Ya basta».

–Sigue siendo mi época favorita del año.

No le hizo falta esperar a Nochevieja para formular un propósito de Año Nuevo.

Iba a salir y a vivir cada día tal como su abuela habría querido que hiciera. Y empezaría ya mismo.

 

 

Navidad.

La odiaba. Odiaba los Santa Claus sonrientes, la discordante música que resonaba en las tiendas y los gélidos copos de nieve. En especial, los copos de nieve. Se arremolinaban con engañosa inocencia, cubriendo árboles y coches y aterrizando en las palmas de las manos de niños que, encantados, veían la nieve caer y pensaban en trineos y muñecos de nieve.

Lucas pensaba en otra cosa.

Estaba sentado en la oscuridad de su ático de la Quinta Avenida mirando la glacial extensión de Central Park. Llevaba días nevando sin parar y había más nieve en camino. Se decía que sería la peor tormenta de nieve de la historia reciente de Nueva York, y las calles, que quedaban muy por debajo de donde se encontraba él, estaban inusualmente vacías. Todos los que no estaban ya en sus casas se dirigían hacia ellas lo más rápido posible, aprovechando el transporte público mientras aún funcionaba. Nadie miraba arriba. Nadie sabía que estaba ahí. Ni siquiera su bien intencionada pero entrometida familia, que creía que estaba aislado en Vermont escribiendo.

Si hubieran sabido que estaba en casa, habrían estado pendientes de él, yendo a verlo y obligándolo a participar en sus planes navideños.

«Ya es hora», decían. «Ya ha pasado demasiado tiempo».

¿Cuánto era demasiado tiempo? No daba con la respuesta. Lo único que sabía era que para él no había pasado demasiado.

No tenía ninguna intención de celebrar la temporada navideña. Estaba deseando que pasara, como cada año, y no veía motivos para contagiarles su tristeza a los demás. Estaba sufriendo. Por dentro y por fuera, estaba sufriendo. Había quedado aplastado y destrozado bajo los escombros de su pérdida y había logrado salir arrastrándose para seguir viviendo, pero poco más.

Podría haber viajado a Vermont, haberse encerrado en una cabaña en un bosque nevado tal como le había dicho a su familia, o podría haberse ido a algún lugar cálido donde no cayera ni un copo de nieve, pero sabía que no le habría servido de nada porque seguiría sufriendo igualmente. Hiciera lo que hiciera, el dolor viajaba con él. Lo infectaba como un virus que no tenía cura.

Y por eso se había quedado en casa mientras la temperatura descendía y el mundo que lo rodeaba se volvía blanco y transformaba su edificio en una fortaleza helada.

Para él, perfecto.

El único sonido que le molestaba era el del teléfono. Había sonado catorce veces en los últimos días y había ignorado cada una de las llamadas. Algunas habían sido de su abuela, otras de su hermano, y la mayoría, de su agente.

Pensando en lo que sería su vida si no tuviera su trabajo, Lucas agarró el teléfono y por fin le devolvió la llamada a su agente.

–¡Lucas! –la voz de Jason sonó jovial y enérgica. De fondo se oían los ruidos de una fiesta, risas y música navideña–. Estaba empezando a pensar que estabas enterrado bajo un montón de nieve. ¿Qué tal los páramos nevados de Vermont?

Lucas miró al horizonte de Manhattan con sus bordes afilados cubiertos de nieve.

–Vermont es precioso.

Y lo era, a menos que hubiera cambiado desde su última visita un año antes.

–La revista TIME te acaba de nombrar el escritor de novela negra más fascinante de la década. ¿Has leído el artículo?

Lucas miró la montaña de correo sin abrir.

–Aún no lo he podido leer.

–Por eso estás en lo más alto. Nada de distracciones. Contigo siempre lo primero es el libro. Tus fans están emocionados con este, Lucas.

El libro.

El miedo lo removió por dentro. Un sudoroso pánico eclipsó los oscuros pensamientos. No había escrito ni una palabra. Tenía la mente vacía, pero no se lo había confesado ni a su agente ni a su editor. Aún esperaba un milagro, una chispa de inspiración que le permitiera liberarse de los venenosos tentáculos de la Navidad y perderse en un mundo ficticio. Resultaba irónico que las mentes retorcidas y enfermas de sus complejos personajes fueran una alternativa mejor que su propia y oscura realidad.

Miró el cuchillo que había sobre la mesa. El filo resplandecía, provocándolo.

Llevaba gran parte de la semana mirándolo a pesar de saber que no era la respuesta. Él valía más que todo eso.

–¿Por eso has estado llamando? ¿Para preguntar por el libro?

–Sé que odias que se te moleste cuando estás escribiendo, pero los de producción me están acosando. Las ventas de tu último libro superaron incluso nuestras expectativas –dijo Jason con tono alegre–. Tu editor va a triplicar la tirada para el siguiente. ¿Me vas a dar alguna pista sobre la trama?

–No puedo –si supiera sobre qué iba a tratar el libro, lo estaría escribiendo.

Pero su mente estaba aterradoramente en blanco.

No tenía crimen. Y, peor aún, no tenía asesino.

Para él todos los libros empezaban con el personaje. Era conocido por sus giros impredecibles, por ser capaz de generar un impacto que ni el lector más perspicaz podía preveer.

Ahora ese impacto lo provocarían las páginas en blanco.

Este año era peor que el anterior. En aquella ocasión, el proceso había sido largo y doloroso, pero, de algún modo, en noviembre ya había logrado arrancarse de dentro cada palabra, antes de que los recuerdos lo hubieran paralizado. Era como intentar llegar a la cumbre del Everest antes de que arreciara el viento. Lo esencial era elegir un buen momento. Ese año no lo había logrado y estaba empezando a pensar que lo había dejado para demasiado tarde. Iba a necesitar que le prolongaran la fecha de entrega, algo que nunca antes había pedido. Y por si eso no fuera ya bastante negativo, peor aún serían las preguntas que vendrían después. Las miradas compasivas y los gestos de comprensión.

–Me encantaría ver unas páginas. ¿El primer capítulo?

–Te avisaré –respondió Lucas antes de felicitarle las fiestas, tal como era de esperar, y poner fin a la llamada.

Se frotó la nuca. No tenía un primer capítulo. No tenía ni una primera línea. Hasta ahora lo único asesinado era su inspiración. Yacía inerte, le habían arrancado la vida. ¿Podría resucitarla? No estaba seguro.

Se había sentado frente al ordenador horas y horas y no había surgido ni una sola palabra. Lo único que tenía en la cabeza era Sallyanne. Ella llenaba su cabeza, sus pensamientos y su corazón. Su dañado y magullado corazón.

Fue en un día tal como ese, tres años antes, cuando había recibido la llamada que había hecho descarrilar su vida aparentemente privilegiada. Había sido como una escena de uno de sus libros, con la diferencia de que en esa ocasión no había sido ficción. Había sido él, y no uno de sus personajes, el que había identificado el cuerpo en el depósito de cadáveres. Ya no tenía que intentar ponerse en su lugar e imaginar lo que estaban sintiendo porque él mismo lo estaba sintiendo.

Desde entonces había ido tirando a duras penas, día a día, minuto a minuto, mientras por fuera hacía lo que tenía que hacer para que la gente se pensara que estaba bien. Pronto había aprendido que la gente necesitaba verlo así, que no querían ser testigos de su dolor. Querían creer que lo había asimilado y había «seguido adelante». Por norma general, lograba satisfacer sus expectativas, excepto en esa época del año, cuando llegaba el aniversario de la muerte de Sallyanne.

Al final tendría que acabar confesándoles a su agente y a su editor que no había escrito ni una sola palabra del libro que con tanto anhelo esperaban sus fans.

Ese libro no iba a hacer que su editor ganara una fortuna. No existía.

No tenía ni idea de cómo invocar la magia que lo había lanzado al primer puesto de las listas de superventas en más de cincuenta países.

Lo único que podía hacer era seguir haciendo lo que había estado haciendo durante el último mes. Se sentaría frente a la pantalla en blanco con la esperanza de que en algún rincón recóndito de su torturado cerebro brotara alguna idea.

Seguía esperando un milagro.

Al fin y al cabo, era la época de los milagros, ¿no?

 

 

–¿Es aquí? –preguntó Eva mirando por la ventanilla del taxi–. Es increíble. Tiene vistas a Central Park. Lo que yo daría por vivir tan cerca de Tiffany’s.

El taxista se dirigió a ella mirándola por el espejo.

–¿Necesita ayuda con las bolsas?

–Yo me apaño, gracias –respondió mientras le pagaba.

Hacía muchísimo frío y la nieve seguía cayendo con fuerza en forma de densos copos que reducían la visibilidad y se posaban sobre su abrigo. Unos cuantos encontraron la pequeña zona de su cuello que quedaba desprotegida y se le colaron bajo el abrigo deslizándose como dedos helados. Al cabo de un instante, las bolsas y ella estaban cubiertas de nieve, aunque peor aún estaba la acera. Los pies le patinaron sobre la tupida alfombra de nieve y hielo y resbaló.

–¡Ay! –exclamó agitando los brazos, y el portero se adelantó y la agarró antes de que cayera al suelo.

–Tranquila. El suelo está muy peligroso.

–Y que lo diga –se agarró a su brazo con fuerza y esperó a que se le calmara el pulso–. Gracias. No me habría gustado pasarme la Navidad en el hospital. He oído que la comida es terrible.

–La ayudaremos con esas bolsas –el portero levantó una mano y dos hombres uniformados aparecieron y colocaron las bolsas y las cajas en un carrito de equipaje.

–Gracias. Voy al último piso. Al ático. Imagino que me estaban esperando. Voy a pasar unos días aquí decorando un piso para un cliente que está fuera de la ciudad. Lucas Blade.

Era un escritor de novela negra con una docena de libros que habían sido superventas en todo el mundo.

Eva no había leído ninguno.

Odiaba el crimen, tanto real como ficticio. Prefería centrarse en el lado positivo de la gente y de la vida. Y prefería poder dormir por las noches.

La calidez del edificio la envolvió cuando entró; resultaba reconfortante después del frío de la tormenta de nieve que estaba azotando la Quinta Avenida. Le escocían las mejillas y, a pesar de llevar guantes, tenía los dedos dormidos por el frío. Ni siquiera el gorro de lana con el que se había tapado hasta las orejas había podido protegerla del feroz mordisco del invierno neoyorquino.

–Necesitaré ver su identificación –dijo el portero con tono enérgico y profesional–. Hemos tenido varios robos por esta zona. ¿Cómo se llama la empresa?

–Genio Urbano –aún le resultaba algo tan novedoso que se enorgullecía al pronunciar el nombre. Era su empresa. La había levantado junto a sus amigas. Le entregó el carné de identidad–. No llevamos mucho tiempo en activo, pero estamos arrasando Nueva York –se sacudió nieve de los guantes y sonrió–. Bueno, si comparamos con la tormenta que hay ahora mismo ahí fuera, a lo mejor más que arrasando solo estamos levantando un ligero viento, pero tenemos esperanzas para el futuro. Tengo la llave del señor Blade –la agitó para demostrárselo y la mirada del hombre se suavizó al ver primero la llave y después la identificación.

–La tengo en mi lista. Simplemente necesito que firme.

–¿Me podría hacer un favor? –preguntó Eva al firmar–. Cuando llegue Lucas Blade, no le diga que he estado aquí. Se supone que es una sorpresa. Cuando abra la puerta se encontrará el piso listo para Navidad. Será como llegar a una fiesta sorpresa de cumpleaños.

De pronto pensó que no a todo el mundo le gustaban las fiestas sorpresas, pero ¿quién era ella para discutir con la familia de él? Su abuela, que había sido una de sus primeras clientas y ahora se había convertido en una buena amiga, le había dado unas instrucciones muy claras: preparar el piso y dejarlo listo para Navidad. Al parecer, Lucas Blade estaba en Vermont, volcado de lleno en un libro y con una fecha de entrega pendiente; el mundo a su alrededor había dejado de existir. Además de decorar, tenía que cocinar y llenarle la nevera, y tenía todo el fin de semana para hacerlo porque él no volvería a casa hasta la semana siguiente.

–Por supuesto, no le diremos nada –dijo el portero sonriendo.

–Gracias –respondió Eva y después de mirar el nombre en su chapa, añadió–: Albert. Me ha salvado la vida. En algunas culturas eso significaría que ahora le pertenezco. Por suerte para usted, estamos en Nueva York. No se imagina de la que se ha librado.

El hombre se rio.

–La abuela del señor Blade ha llamado antes y nos ha dicho que había enviado su regalo de Navidad. No me esperaba que fuese una mujer.

–Yo no soy el regalo, lo son mis habilidades. Decir que soy su regalo de Navidad hace que parezca que me voy a envolver en papel plateado y me voy a poner un gran lazo rojo.

–¿Entonces se va a quedar en el ático un par de noches? ¿Sola?

–Así es –y no era ninguna novedad. A excepción de alguna que otra noche en la que Paige se quedaba a dormir con ella, siempre pasaba las noches sola. No recordaba la última vez que había estado en posición horizontal con un hombre, pero estaba decidida a que eso cambiara. Cambiarlo era lo primero en su lista de deseos de Navidad.

–Lucas no vuelve hasta la semana que viene y con el tiempo tan malo que está haciendo no tiene sentido que esté desplazándome de un lado para otro –veía la densa nieve caer al otro lado de los cristales tintados–. Supongo que esta noche nadie hará viajes largos.

–Está siendo una tormenta de las malas. Dicen que la nieve podría llegar a acumularse hasta medio metro y que habrá vientos de ochenta kilómetros por hora. Son días para abastecerse de comida, comprobar la batería de las linternas y sacar las palas quitanieves –Albert miró sus bolsas, rebosantes de adornos navideños–. Parece que a usted no le va a preocupar mucho este tiempo. Ahí dentro hay mucha alegría navideña. Seguro que es una de esas personas que adora estas fiestas.

–Lo soy –o lo era. Y estaba decidida a volver a ser esa persona. Mientras se lo recordaba, intentaba ignorar el profundo dolor de su corazón–. ¿Y usted, Albert?

–Estaré trabajando. Hace dos veranos perdí a mi mujer, con la que llevaba cuarenta años casado. Nunca tuvimos hijos, así que en Navidad siempre estuvimos los dos solos. Y ahora estoy solo yo. Trabajar aquí me vendrá mejor que tomarme un plato precocinado solo en mi apartamento. Me gusta estar con gente.

Eva se sintió totalmente identificada. Comprendía lo que era la necesidad de estar rodeada de gente. A ella le pasaba lo mismo. No era que no pudiera estar sola, porque sí podía. Pero si le daban a elegir, siempre prefería estar con otras personas.

Movida por un impulso, metió la mano en el bolsillo y le dio una tarjeta.

–Tome.

–¿«Restaurante Siciliano Romano’s» en Brooklyn?

–Tienen la mejor pizza de todo Nueva York. La dueña es la madre de un amigo mío y, el día de Navidad, Maria cocina para todo el que se presente allí. Yo la ayudo en la cocina. Soy cocinera, aunque ahora la mayor parte del tiempo organizamos grandes eventos y subcontratamos a empresas externas y proveedores –«demasiada información», pensó y señaló la tarjeta–. Si está libre el día de Navidad, debería venir a vernos, Albert.

Él se quedó mirando la tarjeta.

–Me acaba de conocer hace cinco minutos. ¿Por qué me invita?

–Porque me ha salvado de caerme de culo y porque es Navidad. Nadie debería estar solo en Navidad –«solo». Ahí estaba otra vez. Esa palabra. Parecía colarse por todas partes–. Yo tampoco me voy a encerrar. En cuanto la nieve cese lo justo para que me pueda ver la mano si me la pongo delante de la cara, voy a ir a Central Park y voy a hacer un muñeco de nieve del tamaño del Empire State Building. El Muñeco de Nieve Empire State. Y hablando de estructuras gigantes, luego me van a traer un árbol. Con suerte, llegará antes de que la tormenta lo bloquee todo. Va a pensar que he robado el que ponen en el Rockefeller Center, pero le aseguro que no.

–¿Es grande?

–Este tipo vive en el ático y el ático requiere un árbol grande. Solo espero que podamos subirlo ahí arriba.

–Eso déjemelo a mí –dijo el portero frunciendo el ceño–. ¿Está segura de que no debería marcharse a casa con su familia mientras aún puede?

Esas palabras hurgaron en la herida que había estado intentando ignorar.

–Estaré bien aquí, a salvo y caliente. Gracias, Albert. Es usted mi héroe.

Fue hacia el ascensor intentando no pensar en todos los habitantes de Nueva York que estarían volviendo a casa para reunirse con sus familias. Volviendo a la calidez, a las risas, a la conversación, a los abrazos del hogar…

Todos menos ella.

No tenía a nadie.

Ni a un solo pariente vivo. Tenía amigos, claro, y grandes amigos, pero por alguna razón eso no aplacaba el dolor.

Sola.

¿Por qué ese sentimiento siempre se magnificaba en Navidad?

El ascensor subió por el edificio con suavidad y en silencio hasta que las puertas se abrieron.

El piso de Lucas Blade estaba justo enfrente. Entró, les dio las gracias a los dos hombres que le habían llevado todas sus bolsas y paquetes, cerró la puerta y echó el cerrojo.

Se giró y, al instante, se quedó hipnotizada por las espectaculares vistas que ofrecían los ventanales que iban de suelo a techo y que ocupaban toda una pared del piso.

No se molestó en encender las luces. Se quitó las botas para evitar dejar un rastro de nieve por toda la casa y, ya en calcetines, fue hacia la ventana.

No sabía qué más tendría Lucas Blade, pero estaba claro que tenía gusto y estilo.

Y, además, tenía calefacción por suelo radiante; sintió el lujoso calor atravesándole la gruesa lana de los calcetines y descongelándole lentamente los pies.

Contempló el altísimo perfil de la ciudad mientras el frío y los copos de nieve que la habían cubierto se iban desvaneciendo.

A lo lejos, bajo ella, veía la hilera de luces de la Quinta Avenida y unos cuantos taxis intrépidos que, probablemente, estaban haciendo el último recorrido atravesando Manhattan. Pronto las carreteras estarían cerradas. Viajar sería imposible o, como mínimo, una imprudencia. Nueva York, la ciudad que nunca duerme, se vería obligada a tomarse un descanso.

Al otro lado de la ventana grandes copos de nieve danzaban por el aire antes de posarse perezosamente sobre la ya profunda capa que cubría la ciudad.

Eva se rodeó con los brazos mientras contemplaba la plateada y blanca extensión de Central Park.

Era una estampa invernal neoyorquina de ensueño. Por qué Lucas Blade había sentido la necesidad de refugiarse en otro lugar para escribir era algo que desconocía. Si esa casa fuera suya, jamás saldría de ella.

Aunque tal vez él había necesitado salir.

Estaba sufriendo, ¿no? Había perdido a su amada esposa tres años antes, por Navidad. Su abuela le había contado cuánto le había cambiado ese suceso. ¿Y cómo no? Había perdido al amor de su vida. A su alma gemela.

Eva apoyó la cabeza contra el cristal. Se le partía el alma por él.

Sus amigas le decían que era demasiado sensible, pero había llegado a aceptar que era su forma de ser. Otras personas veían las noticias y lograban desligarse de ellas. Eva lo sentía todo profundamente y sentía el dolor de Lucas incluso a pesar de no conocerlo.

¿No era una crueldad conocer al amor de tu vida y perderlo después?

¿Cómo podías reponerte de eso y seguir adelante con tu vida?

No sabía cuánto tiempo había pasado allí de pie ni en qué momento exactamente había notado que no estaba sola. Todo empezó con un ligero cosquilleo en la nuca que, rápidamente, tras un sonido metálico, se convirtió en un escalofrío de miedo.

Se estaba imaginando cosas, ¿verdad? Por supuesto que estaba sola. Ese bloque de pisos tenía uno de los mejores sistemas de seguridad de la ciudad y había tenido la precaución de echar el cerrojo.

No podían haberla seguido hasta el interior, así que dentro no podía haber nadie más a menos que…

Tragó saliva mientras pensaba en otra explicación.

«A menos que ya hubiera habido alguien dentro».

Giró la cabeza despacio deseando haber encendido las luces al entrar. La tormenta había oscurecido el cielo y el piso estaba lleno de sombras cavernosas y misteriosas esquinas. Se le despertó la imaginación e intentó razonar consigo misma. El sonido que había oído podía haber sido cualquier cosa. Tal vez había provenido del exterior.

Contuvo el aliento y después oyó otro ruido, uno que se había producido claramente dentro de la casa. Sonó como una pisada. Una sigilosa pisada, como si el dueño de la misma no quisiera revelarse.

Alzó la mirada y vio algo moverse en las sombras.

Un miedo intenso la paralizó.

Había interrumpido un robo. Los cómos y los porqués no importaban. Lo único que importaba era salir de allí.

La puerta parecía estar muy lejos.

¿Podría llegar hasta ella?

Tenía el corazón acelerado y le sudaban las manos.

Ojalá no se hubiera quitado las botas.

Llegó a la puerta al mismo tiempo que se sacó el teléfono del bolsillo; le temblaba tanto la mano que por poco no lo tiró al suelo.

Pulsó el botón de Emergencias, oyó a una mujer decir «Policía…» e intentó susurrar al teléfono.

–Ayuda. Hay alguien en mi piso.

–Tendrá que hablar más alto, señora.

La puerta estaba ahí. Justo ahí.

–Hay alguien en mi piso –tenía que bajar y llegar hasta Albert. Él…

Una mano le tapó la boca, y antes de que ella pudiera llegar a soltar un grito, cayó boca arriba en el suelo y un poderoso cuerpo masculino la aplastó.

El hombre la sujetó contra el suelo. Le tapaba la boca con una mano y con la otra le sujetaba las muñecas con una fuerza brutal.

Mierda.

Si hubiera podido gritar, lo habría hecho, pero no podía abrir la boca.

No se podía mover. No podía respirar, aunque, curiosamente, sus sentidos aún estaban lo suficientemente alerta como para darse cuenta de que su atacante olía muy bien.

Qué ironía que, por fin, después de casi dos años soñando y esperando, estuviera en posición horizontal con un hombre. Y qué pena que ese hombre estuviera intentando matarla.

Una pena y un trágico desperdicio.

«Aquí yace Eva, cuyo deseo de Navidad era estar cerca de un hombre, aunque no especificó en qué circunstancias».

¿De verdad ese iba a ser su último pensamiento? Sin duda, la mente era capaz de generar pensamientos extraños justo antes de quedarse sin oxígeno. Y después de haber escrito su elegía, iba a morir, ahí mismo, en la oscuridad de ese ático vacío a escasas semanas de Navidad y aplastada por ese tío bueno y macizo que olía de maravilla. Si Lucas Blade decidía posponer su vuelta, tardarían semanas en hallar su cuerpo. Se encontraban en plena tormenta de nieve, o «emergencia invernal» como la llamaban oficialmente.

Ese pensamiento la hizo activarse.

¡No! No quería morir sin despedirse de sus amigas. Había encontrado unos regalos de Navidad perfectos para Paige y para Frankie y no le había dicho a nadie dónde los había escondido. Además, tenía su apartamento hecho un absoluto desastre. Llevaba siglos con la intención de ordenarlo, pero no había encontrado tiempo para hacerlo. ¿Y si la policía quería buscar pistas entre sus cosas? La mayoría de sus posesiones estaban tiradas por el suelo. Sería terriblemente embarazoso. Pero por encima de todo, no quería perderse Nueva York en Navidad y no quería morir sin disfrutar de un sexo alucinante e increíble al menos una vez en su vida.

No quería que esa fuera su última experiencia con un hombre encima.

Quería vivir.

Con un enorme esfuerzo, intentó darle un cabezazo, pero él la esquivó. Oyó el tono áspero de su respiración, vio un atisbo de un cabello negro azabache y de una mirada ardiente y entonces se oyeron golpes en la puerta y gritos de la policía.

Aliviada, notó cómo se le aflojaron los músculos de las extremidades.

Debían de haber rastreado la llamada.

En silencio dio gracias por ello y al momento oyó al asaltante maldecir, justo antes de que los policías irrumpieran en el piso seguidos de Albert.

No había palabras que pudieran describir el amor que Eva sintió por Albert en ese momento.

–¡Policía de Nueva York, no se mueva!

El piso de pronto se inundó de luz y el hombre que la aplastaba por fin la liberó de su peso.

Respirando hondo para llenar sus pulmones hambrientos de oxígeno, entrecerró los ojos ante el reflejo de la luz y notó cómo el hombre le arrancó el gorro de la cabeza. Su melena, liberada de la calidez de la lana, se soltó y le cayó sobre los hombros.

Por un instante sus miradas chocaron y ella vio incredulidad e impacto en la expresión del hombre.

–Eres una mujer.

Tenía una voz sexy y profunda. Una voz sexy, un cuerpo sexy… Qué pena que fuera un criminal.

–Lo soy. O, al menos, lo era. Ahora mismo no estoy segura de estar viva –Eva estaba allí tendida, impactada, comprobando con cautela las distintas partes de su cuerpo para asegurarse de que seguían unidas a ella. El hombre se puso de pie con un movimiento ágil y fluido y ella vio la expresión del agente de policía cambiar.

–¿Lucas? –preguntó asombrado–. No sabíamos que estabas aquí. Hemos recibido una llamada de una mujer desconocida informando de la presencia de un intruso.

¿Lucas? ¿Su asaltante era Lucas Blade? ¡No era un criminal, era el dueño de la casa!

Lo miró fijamente por primera vez y se dio cuenta de que le resultaba familiar. Había visto su cara en las portadas de algunos libros. Y era una cara digna de recordar. Observó sus pómulos cincelados y la marcada línea de su nariz. Tenía el pelo y los ojos oscuros. Su aspecto era tan bueno como su olor y en cuanto a su cuerpo… No le hizo falta fijarse ni en la anchura de sus hombros ni en la potencia de esos músculos para saber lo fuerte que era. Había estado pegada al suelo bajo su peso, así que ya sabía todo lo que tenía que saber al respecto. Recordarlo le produjo un cosquilleo en el estómago.

¿Qué le pasaba?

Ese hombre había estado a punto de matarla y estaba teniendo pensamientos eróticos sobre él, lo cual era una prueba más de que llevaba demasiado tiempo sin sexo. Definitivamente, tendría que ponerle remedio esas Navidades.

Mientras tanto, apartó la mirada de sus magnéticos ojos e intentó ser práctica.

¿Qué estaba haciendo ahí? No debería estar en casa.

–Ella es la intrusa –dijo Lucas con gesto adusto y Eva se dio cuenta de que todo el mundo la estaba mirando. Todos menos Albert, que parecía tan confundido como ella.

New York Times

–No lo he dicho como un cumplido, pero veo que tal vez necesita ser así para tener éxito. Su trabajo es explorar el lado oscuro de la humanidad y eso le ha retorcido el pensamiento. La mayoría de la gente es simplemente lo que aparenta ser –dijo con firmeza–. Tómeme como ejemplo. Écheme un buen vistazo. Y ahora dígame, ¿parezco una asesina?