SECCIÓN DE OBRAS DE FILOSOFÍA
DISFRACES Y EXTRAVÍOS
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2015
Primera edición electrónica, 2018
Cuidado de la edición: Felipe Aburto
Imagen de portada: “El guardián” (2009). Escultura de José Tola. Fotografía de Juan Pablo Murrugarra.
Disfraces y extravíos. Sobre el descuido del alma
© Autor, Miguel Giusti
© 2015, Miguel Giusti
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ISBN: 978-9972-663-86-4 (impreso)
Registro del Proyecto Editorial N° 11501221501252
Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú N° 2015-16148
ISBN 978-607-16-5840-1 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Preludio
I
DISFRACES DEL ALMA
El descuido del alma
El fatuo éxito de la ética
Secuelas de Charlie Hebdo
Cultura de (in)tolerancia
El sabor del saber
Humboldt, el ecologista
II
EXTRAVÍOS DE HUMANIDAD
El valor de la libertad
Tras el conflicto de civilizaciones
Los políticos: ¿serpientes o palomas?
El fracaso de la filosofía como disciplina
Justicia y crítica de la sociedad
El humanitarismo como ideal moral
III
MARCAS DE AMISTAD
Elegancia ateniense. En homenaje a Raúl Gutiérrez
Máscara de soledad. Sobre los Sueños reales de Alonso Cueto
Malicia y sensualidad. Sobre La imaginación pornográfica de Victor J. Krebs
Salomón el Sabio. En homenaje a Salomón Lerner Febres
Hombrecillos monoculturales.En homenaje a Gérard Granel
Es un soplo la vida.Eduardo Rabossi, in memoriam
Nota sobre los textos
Bibliografía
A Chiru del alma mía
El cuidado del alma fue una bella y efímera fantasía griega que echó raíces en nuestra cultura. El alma era una alegoría de la vida –natural, humana y cosmológica– y su cuidado consistía en cultivar un ideal ético y estético de existencia que hiciera de contrapunto simbólico en tierra a la armonía proyectada en el cosmos. El cuidado del alma llevó a los griegos a abrazar dos aspiraciones complementarias entre sí: la excelencia de la performance en todas las actividades, la areté, y el adiestramiento en las artes que condujesen a su buen ejercicio, la paideia. El ideal se mantuvo por siglos, latente y manifiesto en sucesivos renacimientos, en la forma del cultivo de las humanidades.
En la actualidad, el cuidado del alma se lo disputan los gurús de la autoayuda y los gestores de la calidad. Son dos oficios solo en apariencia disímiles, porque los aúna el empeño por ocultar la pérdida del sentido y producir una retórica de la simulación. Las señales del descuido del alma son hoy ostensibles y se propagan con la luminosidad de la cultura del espectáculo: a la persistencia de la injusticia, del irracional crecimiento económico o del colapso del medio ambiente se suman ahora el incremento de la intolerancia, la parodia de un orden político mundial o la clamorosa expansión de la corrupción en el mundo entero.
De algunos de estos múltiples disfraces y extravíos de nuestra cultura se ocupan los ensayos aquí reunidos. Son escritos circunstanciales, de diferente dimensión y alcance, redactados en los últimos años con ocasión de una que otra reunión académica, y que han encontrado azarosamente su unidad como variaciones sobre el descuido del alma en nuestra época. Reconozco sentir una inclinación personal por esta forma de escritura, por la claridad de la prosa y por el ritmo cadencioso del ensayo, aunque pueda así ocasionalmente echarse de menos una argumentación más rigurosa. No me queda sino confiar en que los lectores compartan esta inclinación y encuentren efectivamente lo que he buscado ofrecer.
En la primera parte, Disfraces del alma, recojo algunas reflexiones sobre la artificialidad de la cultura de la calidad y sobre el engañoso eco que parece tener la ética en la sociedad contemporánea. Se habla y se escribe tanto, en realidad, sobre lo que ya no se conoce o sobre lo que ha dejado de tener claridad. Las evidencias están más bien del lado de las pérdidas, y por eso asoma nuevamente con fuerza e intensidad mediática la intolerancia en nuestras relaciones interpersonales, sociales y políticas.
Extravíos de humanidad es el título de la segunda parte. Deliberadamente se usa la expresión en un sentido ambivalente, porque en todos los ensayos se busca mostrar las luces y las sombras de algún rumbo que va tomando la sociedad actual. ¿Qué significado razonable puede tener hoy la libertad, si acaso ella sigue siendo una aspiración genuina de la cultura? ¿Nos acecha nuevamente el fantasma de un choque de culturas, religiones, civilizaciones? ¿Hay razones para esperar que la sociedad llegue a ser más justa, y qué justicia sería esa, la mejor? Los ensayos de esta parte son variaciones sobre estos temas, y en todos ellos anida una secreta o ilusoria confianza en el cultivo, al menos débil, de un ideal de humanidad.
He incluido un tercer grupo de ensayos con el dadivoso título Marcas de amistad. La amistad es una piedra preciosa en la vida y un alimento indispensable del cultivo del alma, por el que se debe siempre agradecer. Decía bien Aristóteles que la amistad no solo es necesaria en la vida, sino que es además hermosa. Me detengo aquí en algunos escritos o me refiero a la trayectoria personal de grandes amigos que me han dado lecciones de vida. Los textos hablan por sí solos y expresan con elocuencia mi gratitud.
Todos los ensayos llevan huellas sensibles de las circunstancias en que fueron escritos y debatidos. Hay en ellos el rumor de muchas voces generosas que se concertaron para hacerlos posibles. Les agradezco por su complicidad.
En un famoso pasaje del monólogo de Fausto se lee:
Por muchos años me he dedicado a estudiar Filosofía, algo de Derecho y Medicina, y desgraciadamente también Teología, poniendo en ello siempre todo mi empeño. Y aquí me tienen: igual de ignorante, no más inteligente o sabio que cuando empecé. Tengo el grado de magíster, incluso el de doctor, y desde hace tiempo ando llevando a los alumnos de las narices de aquí para allá, de un lado a otro, pero me doy cuenta de que no llegamos a aprender nada. La verdad, esto casi me parte el alma. Soy, por supuesto, más sabio que muchos fatuos doctores, magísteres, escritores y clérigos; no me atormentan escrúpulos ni me asaltan dudas, ni le tengo miedo al infierno o al demonio. Pero también he perdido la alegría. No me hago ilusiones de tener sabiduría alguna. No me hago ilusiones de ser capaz de enseñar a los hombres a ser mejores o a cambiar sus vidas.1
Comienzo mi reflexión con esta cita porque me parece particularmente relevante para poner en marcha una discusión sobre un tema tan polémico como “El cuidado del alma”… ¿Cuidar el alma? ¿Alguien puede ser tan arrogante para creer que sabe cómo es o debe ser el alma, y tan ingenuo para imaginarse que puede cambiarla o educarla? A mí, más bien, como al personaje de Goethe, se me ocurre que allí anida una ilusión –o, peor aún, un engaño deliberado– y la sola idea me irrita y me produce sentimientos encontrados. Yo “no me hago ilusiones de tener sabiduría alguna. No me hago ilusiones de ser capaz de enseñar a los hombres a ser mejores o a cambiar sus vidas” [Bilde mir nicht ein, was Rechts zu wissen. / Bilde mir nicht ein, ich könnte was lehren, / Die Menschen zu bessern und zu bekehren],2 dice el doctor Fausto en unos versos que suenan formidables en alemán.
Tampoco es que quiera hacer míos todos los comentarios con los que Fausto acompaña la descripción de su experiencia, ni, menos, proponer una incursión en los análisis sobre el destino romántico del personaje del drama. Eso sí, no dejo de advertir que esta desilusión de Fausto, esta experiencia de un vacío existencial que lo vuelve escéptico frente a la vanidad del saber y desdeñoso de los predicadores, se refiere al sentido último de las cosas, a lo que podríamos llamar el “ideal del alma humana”, sobre el que precisamente sabemos tan poco, por más esfuerzos y desvelos que pongamos en los estudios.
Lo que sí sabemos, sin embargo, es de la existencia de esos “fatuos doctores, escritores y clérigos” que circulan por el mundo convencidos de que conocen la verdad sobre el alma y que la deben anunciar, transmitir y administrar. Más ahora, que cuentan con el endemoniado sistema de la comunicación electrónica. La educación es, en realidad, un terreno fértil para el florecimiento de los iluminados y los fundamentalistas, de los burócratas y los sofistas, de los estereotipos y los dogmas. El “alma” parece estar hoy en sus manos, al menos en lo que respecta a la apariencia de las cosas. Porque, en la realidad, no en la apariencia sino en la realidad, todo esto no es más que una cáscara, que no comprende ni resuelve el problema y que se disputa por eso mediáticamente, con otras cáscaras, el cuidado del alma: con Deepak Chopra y los gurús de la autoayuda, con el coaching ontológico y con el propio Chayanne, que ha compuesto una exótica canción titulada “Cuidarte el alma”.3
Entre los fatuos expertos de nuestra época, son especialmente irritantes los promotores de la llamada “cultura de la excelencia” o “gestión de la calidad”. Lo más paradójico de esta casta de burócratas es que su discurso procede de una lectura instrumentalizada, utilitaria y banal de los principios básicos de la ética aristotélica. Y es de ello que quisiera reflexionar en lo que sigue: de algunas de esas ideas aristotélicas sobre el alma y su cuidado, y de las patéticas distorsiones a que ha dado lugar en la visión hoy predominante de la cultura de la excelencia. Es la diferencia entre la tragedia y la comedia, entre el drama y la farsa.
Quisiera descartar cuanto antes el fácil reproche de que esté haciendo aquí generalizaciones indebidas o de que esté caricaturizando el verdadero sentido de la cultura de la calidad. Al advertir yo mismo que hay un original y una copia, estoy reconociendo abiertamente que la empresa pudo y puede ser razonable. Pero el problema no reside justamente en el original sino en la copia, y es esta última la que se ha impuesto en nuestros días con la fuerza de un vendaval incontenible y con la supuesta evidencia de ser portadora de beneficios.
No necesito dar mayores explicaciones sobre lo que en esa cultura dominante se entiende por “excelencia” o “calidad”, porque estas palabras inundan nuestro entorno corporativo e institucional, nos imponen incluso reglas de conducta y estándares de rendimiento, de modo especial en el campo de la educación escolar y universitaria. Selecciono al azar, como para refrescar la memoria, algunas definiciones que se hallan en la web: “La calidad es satisfacer plenamente las necesidades del cliente”.4 “La excelencia es una manera permanente de ser, es hacer las cosas bien, sin errores, con actitud y voluntad de servir”.5 “La calidad total es una estrategia que busca garantizar, a largo plazo, la supervivencia, el crecimiento y la rentabilidad de una organización optimizando su competitividad mediante el aseguramiento permanente de la satisfacción de los clientes y la eliminación de todo tipo de desperdicios”.6 “Entendemos por excelencia académica la calidad de ideas, principios y actuaciones de quienes, como profesores o alumnos, se sitúan habitualmente por encima del simple cumplimiento material y rutinario de su deber, constituyendo ante todos un ejemplo vivo de vida coherente”.7 Puras cáscaras. Pero cáscaras reveladoras, porque muestran con transparencia su trivialidad y su naturaleza contraria al ideal que supuestamente se proponen cultivar.
Decía que el lenguaje sobre la calidad o la excelencia proceden de Aristóteles, porque en algún lugar del planeta, alguna mente astuta ha sabido destilar una lección aristotélica elemental y explotarla con fines mercantiles y burocráticos. La lección es que poseemos un saber –eso piensa Aristóteles– que no es el saber puramente teórico y que consiste más bien en un “saber hacer”, un tipo de saber que se adquiere y se cultiva por experiencia, y que busca siempre el mejor desempeño, la prestación óptima. Esta “sabiduría práctica”, que él llama areté, ha sido extraída de su contexto, distorsionada en su contenido, pero hábilmente empaquetada para servir a los fines de la cultura del mercado como si fuese un código imprescindible para el mejoramiento de la cultura corporativa. La “gestión de la calidad” es por eso un espejismo, construido deliberadamente para suscitar una ilusión de excelencia, y tiene muy poco que ver con aquella “cultura de la calidad” que Aristóteles consideraba precisamente como la mejor expresión del “cuidado del alma”.8
Sobre el contexto griego en el que se acuña la expresión “cuidado del alma”, therapeia tes psychés [“psico-terapia”], habría naturalmente mucho que decir, pues desde muy pronto se suscitó y alimentó una tradición de controversias al respecto. Aristóteles participa en aquel debate sosteniendo que el cuidado del alma solo lo obtendrá quien cultive efectivamente la excelencia, la areté, en cada actividad que realice: si cumple con sus estándares, si se mantiene continuamente en ejercicio, si busca la originalidad, si despliega en ella su mayor virtuosismo. La traducción clásica de la palabra areté es precisamente “virtud”.
Pero, a diferencia de lo que predican hoy los gestores de la calidad, no hay una regla común a todas las actividades, ni, menos, un código de fórmulas de conducta independientes de la materia a la que se aplican. Por el contrario, la excelencia está ligada siempre a la naturaleza de la actividad que se despliega; es en su interior que se establecen los criterios de calidad. Por si esto pudiera parecer extraño, Aristóteles emplea ejemplos que aluden a modelos orgánicos o naturales que nos lo hagan más plausible. Será, por ejemplo, excelente el desempeño del ojo que se ejercita hasta llegar a ver a la perfección, es decir, que cumple a cabalidad con la función que le es propia. O lo será el caballo que se desliza con armonía, que mantiene una perfecta cadencia en sus movimientos y que sabe trotar con ritmo y con elegancia (recuerdo que Italo Calvino, en sus Seis propuestas para el próximo milenio, compara la areté del caballo con la areté de escribir cuentos: también estos deben trotar con la cadencia debida, saltar y reposar cuando conviene). Excelente es la performance del atleta cuando sabe cuidar su salud, cultivar su cuerpo, ejercitarse con constancia y aspirar a la genialidad. Excelente es el citarista que demuestra destreza y originalidad en el dominio de su instrumento. La areté del violinista no es la misma que la del atleta, ni que la del escritor o la del político, y ninguna se deja medir por parámetros ajenos a ella. La excelencia o la calidad no son independientes de la naturaleza de la actividad que se realiza, y por eso es artificial querer hacer de ella una metodología separada de su objeto.
Virtudes, formas de excelencia, hay muchas, porque nada impide que seamos, o queramos ser, al mismo tiempo, violinistas, atletas y escritores. Pero cada actividad, y cada areté, tienen su propia especificidad, sus propios criterios de calidad o, como Aristóteles dice, su propio “bien” inmanente. Por eso el cuidado del alma consistirá en tratar de equilibrar entre sí tales virtudes, en aplicar a la vida misma el criterio de excelencia que aplicamos a una actividad cualquiera. En esto consiste la phrónesis, que es, en la ética aristotélica, la virtud de saber elegir de manera razonable entre las virtudes. Tradicionalmente se ha traducido phrónesis por “prudencia”, pero esta es una traducción un tanto equívoca, que no transmite debidamente el sentido aludido de “sabiduría práctica”.
La phrónesis, la sabiduría práctica, es un modo de caracterizar la actitud ética fundamental que debería animar la realización de todas nuestras actividades, porque de esa manera, se sobreentiende, lograremos vivir mejor. Evocándola, podemos iluminar en cierto modo el sentido de lo que debemos entender por “excelencia” o por “virtud”. Es excelente, nos dice Aristóteles, la actitud que es fruto de un ejercicio habitual, de un esfuerzo permanente por desarrollar del modo más adecuado, es decir, del modo más “prudente”, la actividad a la que nos dedicamos. Que haga falta phrónesis en la vida significa que no hay reglas predeterminadas de excelencia, y que las reglas no pueden ser aplicables a todos por igual. Hace falta deliberar, reflexionar, hallar –como se nos dice también con una metáfora equívoca– el “justo medio”. Este “justo medio” no es una medida matemática ni tiene tampoco que ver con medias tintas. Por el contrario, es un sinónimo de la excelencia, porque expresa el ideal en el ejercicio de la actividad, la mejor manera posible de desarrollarla.
Por todo lo dicho, los principales enemigos de una cultura de la excelencia, y por consiguiente del cuidado del alma en el sentido aristotélico, son el dogmatismo y la mediocridad. El dogmatismo en sus diferentes formas –religiosa, ideológica, política, moralista– desconoce la autonomía, la diversidad y la originalidad de las creaciones humanas; trata de someterlas, todas, al imperio de una obsesión fundamentalista. La mediocridad, por su parte, es el modo más eficaz para impedir el cultivo de la excelencia; es su antónimo directo. Y esto es, precisa y paradójicamente, lo que ha logrado establecer la llamada “gestión de la calidad” en nuestros días: poner la carreta delante de los bueyes. Se ha construido un conjunto de criterios uniformes para todas las instituciones y todas las actividades, desconociendo su heterogeneidad y sus cualidades intrínsecas, y se ha impuesto su cumplimiento en el mundo entero, haciendo depender de él la distribución de recursos, también los que corresponden a las universidades. Una gigantesca casta de funcionarios vive hoy de este oficio. La mayor aspiración parece ser la de obtener la acreditación que otorgan las llamadas “Normas ISO”, que, como se sabe, toman su nombre de las siglas de la International Organization for Standardization. La estandarización: eso es exactamente lo que promueve la cultura contemporánea de la excelencia, y eso es exactamente lo contrario a lo que promovía la concepción aristotélica de la areté.
Permítanme que ponga un ejemplo un tanto casero, pero muy revelador, uno entre muchísimos otros que nos muestran la contradicción performativa en que incurre la actual gestión de la calidad. En la Pontificia Universidad Católica del Perú, tenemos una revista de filosofía que lleva precisamente el nombre de Areté. La teníamos desde hacía muchos años y la habíamos ido publicando y renovando con regularidad, gracias a lo cual habíamos logrado un decoroso reconocimiento internacional. Estábamos satisfechos de su producción y veíamos en ella justamente un ejemplo de excelencia académica en el campo de la investigación y el debate filosóficos. Hasta el día en que nos tocaron la puerta los gestores de la calidad universitaria. Resulta que las revistas académicas, al igual que todo, absolutamente todo lo demás en la vida universitaria –los sílabos de los cursos, los grados que se otorgan, los exámenes, los métodos pedagógicos, los horarios de clase, las adquisiciones…–, todo debe ser ahora evaluado y acreditado por los funcionarios de la educación superior (esos que Kant llama “comerciantes de la ciencia”, [Geschäftsleute der Gelehrsamkeit]) de acuerdo con criterios de estandarización que son tomados por criterios de excelencia. Pues bien, para nuestra sorpresa, la revista Areté no cumplía con muchísimos de aquellos criterios; no, por supuesto, porque no fuese una revista de calidad, sino porque ahora, así lo vamos entendiendo, la calidad académica ya no es definida por los que practican la actividad, por los filósofos, sino por los gestores de la calidad, y para ellos calidad es igual a estandarización. No se trata de una exageración. En una de aquellas evaluaciones, nos dieron un listado de treinta parámetros que debíamos cambiar, tales como: ponerle otro nombre al comité editorial (tenía que llamarse “consejo” y no “comité”), colocar de otra manera los números de las páginas, ajustar la forma de citación al modelo determinado por ellos, y otras tantas perlas del mismo collar, pero, por sobre todo, nuestra revista no debía mostrar ningún tipo de originalidad, porque eso equivaldría a salirse de la norma estandarizada. Por otro lado, y al revés de lo que vengo señalando, nos dimos cuenta de que habían muchas revistas de filosofía, algunas de ellas notoriamente de inferior calidad que la nuestra, que habían obtenido las más altas calificaciones en los procesos de evaluación porque satisfacían todos los criterios de la calidad administrativa. Siendo una práctica tan burocrática, es fácil imaginar que basta con aprenderse ciertos trucos para dar muestras de cumplir con sus requerimientos. Si ya la evaluación es artificial, también la prestación a ser evaluada puede serlo, y así se va difundiendo el hábito entre los académicos de responder artificialmente a los criterios artificiales de evaluación, es decir, a consumar una doble pérdida de tiempo, el de los evaluadores y el de los evaluados, a un costo inmenso de dinero, como es natural.
Lo que menciono de las revistas académicas se extiende, como ya se ha observado, a todas las actividades universitarias, incluyendo las actividades administrativas, de manera que hoy en día se evalúa también, con múltiples encuestas y formularios, hasta el modo en que se compran lápices o se envían cartas o se pide un clavo dentro de la universidad, todo lo cual, como es fácil imaginar, debe hacerse por la web y por intranet. El espectáculo es verdaderamente aterrador o demoníaco, y si no fuera porque tiene una tan clara comicidad, podría causarnos una enfermedad incurable. Y antes de que esto ocurra, espero con ansias que alguna universidad en el mundo decida ponerle un freno a esta tendencia y se resista a seguir aceptando un quid pro quo tan flagrante.
No anda, pues, tan despistado Fausto cuando expresa simultáneamente su ignorancia y su indignación: cuando se muestra insatisfecho por la futilidad de sus conocimientos y cuando desprecia al mismo tiempo la necedad de los expertos que creen poder parametrar el cuidado del alma. Hay que oponer resistencia, por supuesto. Hay que defender la autonomía, la creatividad y la heterogeneidad de los criterios de excelencia. Pero no hay que hacerse ilusiones de creer que se sabe cómo son verdaderamente las cosas, ni menos de creer que se puede enseñar a los hombres a ser mejores o a cambiar sus vidas.
La incertidumbre que aqueja a la moral de nuestro tiempo parece estar siendo bien aprovechada por los medios de comunicación y las casas editoriales, que experimentan un auge notable en sus producciones y que gozan naturalmente, también por lo mismo, de un incremento de sus ventas. Es, a decir de muchos, el renacimiento (el éxito) de la ética lo que se está así expresando. Abundan, en efecto, los congresos o los foros que presumen esa actualidad, que viven de ella y que llegan a enunciarla, y a anunciarla, como su tema central. Por lo general, suele considerarse que esa situación se debe a la existencia de un “pluralismo” de concepciones del mundo, y se sobreentiende que este es un hecho decisivo, sobre cuya base han de construirse los discursos que pretendan hacerle frente. No obstante, imaginar que el pluralismo posea semejante evidencia es una cosa relativa, porque, contrariamente a lo que aparece a primera vista, el pluralismo no solo es un hecho sino es también un concepto –es, más bien, un concepto que se hace pasar por un hecho, un fenómeno que requiere una explicación, más que la explicación de un fenómeno. Y esta es quizás la mayor de las evidencias: que el concepto de pluralismo, enmarcado hoy en una florida escolástica liberal, ha demostrado ser insuficiente para dar cuenta de la complejidad, por no decir la “pluralidad”, que afecta a los acontecimientos de la vida moral. Hablaremos enseguida de esta insuficiencia, o de este desorden, categorial. Por el momento solo cabría decir quizás que con la ética está pasando actualmente lo que ha pasado ya con la filosofía política, y es que la aceleración y el rumbo inesperado que tomaron los acontecimientos históricos de las últimas décadas han hecho enmudecer, o al menos han silenciado parcialmente, los relatos conceptuales que nos servían de referencia. El mundo no cambió de acuerdo a nuestras previsiones teóricas, y nuestras categorías no logran dar cuenta de los cambios ni, menos, prever su desenvolvimiento futuro. Andamos a la zaga de los acontecimientos, tratamos de descifrarlos y de ponerles nombre, acaso involuntariamente volvemos a levantar el vuelo solo al atardecer, como el búho de Minerva, pero esta vez sin ideas claras.
La primera y más epidérmica manifestación del renacimiento de la ética es, por cierto, la sorprendente multiplicación de las publicaciones sobre el tema en los últimos años. No solo de aquellas que equívocamente se llaman de ética “aplicada”, y que en pequeña escala pero en gigantescas proporciones reproducen la cacofonía del discurso ético general. Tampoco solo de las publicaciones que provienen de la ética como una disciplina particular. Muchos otros filósofos, con argumentos diversos y en diversas lenguas, van más lejos aún y consideran a la ética como la cuestión esencial de la filosofía, como el marco de referencias último de todas las otras cuestiones relativas a la racionalidad o la cientificidad. Este fue, ciertamente, el caso de los comunitaristas, pero lo es también, aunque en forma acaso menos aparente, el de tantos otros filósofos que hacen reposar la consistencia o la veracidad de las teorías sobre las condiciones prácticas, consensuales, de producción de nuestros discursos racionales. El interés por la ética no es, sin embargo, solo una cosa de filósofos. En muchos otros campos del conocimiento, o de la vida práctica, se percibe igualmente una demanda de ilustración en temas éticos, y se incrementan los foros y las publicaciones en los que esa demanda se articula y se somete a discusión.
Que esto ocurra –que se acreciente el interés y se multipliquen las publicaciones sobre la ética, dentro y fuera de los dominios de la filosofía– no quiere decir, por cierto, que se tenga una idea clara de lo que se está buscando. Parece ser más bien al revés. Se habla y se discute, sobre todo con esa vivacidad, de lo que ha perdido su evidencia. La notoria preocupación por la ética en la sociedad liberal contemporánea es reveladora de una ausencia; buscamos algo que, al parecer, nos hace falta y que esa sociedad no logra satisfacer. Pero ¿qué es eso que nos falta?, ¿cuál es esa ausencia que nos apremia y desata nuestra imaginación moral? Si recordamos, aunque sea solo por efectos retóricos, las dos interrogantes centrales de la ética, en torno a las cuales se suelen articular los debates contemporáneos –la pregunta por la felicidad y la pregunta por la justicia–, podríamos decir que la ausencia que explica el florecimiento de la ética es doble: en la globalizada sociedad capitalista contemporánea se percibe la falta de una palabra más clara sobre el sentido de la vida, sobre todo cuando esta parece estar sujeta a sistemas que escapan a nuestro control; y se echa de menos también una fundamentación más plausible de las normas de convivencia ética y política entre los pueblos de la tierra.
Desorden categorial, ausencias morales. Lo común en los hechos y en los discursos parece estar del lado de las negaciones. No es casual que Charles Taylor haya titulado uno de sus libros The Malaise of Modernity 1 [El malestar de la modernidad ]. Porque del lado de los hechos lo que se percibe con más evidencia es una experiencia difusa de insatisfacción, un sentimiento más que un concepto, o, mejor dicho quizás: un sentimiento en busca de un concepto. Taylor no está solo en esta suerte de fenomenología del desencanto, por supuesto. Muchos lo acompañan –Habermas, Rawls, MacIntyre, Walzer– describiendo, cada uno a su manera, los síntomas del malestar –la colonización del mundo de la vida, la inconmensurabilidad entre las concepciones éticas, la pérdida de la virtud, el tribalismo. Podemos fácilmente aumentar esta lista de autores o de síntomas. El malestar tiene muchos rostros. Y los tiene además antiguos, persistentes e irresueltos, como la pobreza que no disminuye, la tiranía que se genera, el terrorismo intercultural, la palmaria injusticia del llamado “orden mundial”.
Pensemos, solo por un instante, en la paradójica situación que resulta de la confluencia de los procesos de la globalización y el multiculturalismo. Aun tratándose de procesos de discutible significación, poseen ambos una indiscutible evidencia, aunque precisamente en direcciones contrapuestas. La globalización alude al proceso de implantación internacional de relaciones estructurales, sistémicas, de tipo económico, tecnológico, jurídico, burocrático o hasta virtual, que obedecen a una lógica instrumental propia de cada una de esas esferas y que escapan al control que los individuos, las comunidades culturales o los países puedan pretender sobre ellas. Es, pues, un claro proceso de universalización de las relaciones sociales y de uniformización de los patrones culturales. El multiculturalismo, en cambio, es un vasto movimiento de reivindicación de identidades que se alimenta no solo de la demanda de autonomía de las comunidades particulares, sino asimismo del proceso de deslegitimación de la propia cultura occidental.
Es una situación cultural casi esquizofrénica, que se ve reflejada por supuesto en la desarticulación del lenguaje moral. En un extremo tenemos posiciones como las de Karl-Otto Apel, quien, con justa aunque parcial razón, exige una ética planetaria que esté a la altura de los problemas que crea y de los desafíos que impone la globalización.2 En el otro extremo tenemos posiciones como las de Alasdair MacIntyre, quien, también con justa pero parcial razón, reclama una concepción sustancialista enraizada en los valores de la propia tradición cultural.3 Con la verdad moral ocurre actualmente lo que decía Aristóteles sobre la verdad en el segundo libro de la Metafísica: que, en líneas generales, es fácil acertar, pues es como dar con una flecha en una puerta.4 En algún sentido se tiene siempre razón. Lo difícil empieza cuando el blanco se reduce. Una situación como esta es, naturalmente, un terreno muy fértil para los estereotipos: como todos tenemos de algún modo razón, y como esto es obvio para el público de los lectores y los oyentes, entonces no hace mucha falta encontrar buenos argumentos a favor de nuestras posiciones; bastan los eslóganes. Esto es algo frecuente hoy en muchas concepciones éticas: en el universalismo, en el culturalismo, en el postmodernismo, en el feminismo. Y semejante terreno es fértil, además, para lo que se podría llamar los neofundamentalismos, es decir, para aquellas posiciones, tanto entre culturalistas como entre universalistas, que, a falta de argumentos persuasivos para la parte contraria y sobre la base de la certeza parcial de las propias creencias, terminan por endurecerse en sus convicciones y por cerrar los oídos a los reclamos rivales.
A lo que esta situación nos remite es a un resquebrajamiento de la unidad narrativa de nuestra comprensión de la realidad. No parece haber hoy un relato que sea considerado verdaderamente común, es decir, uno en que todos podamos reconocernos. Por lo mismo, no es tan exacto decir que se haya resquebrajado la unidad, pues para muchos esa unidad era más bien un encubrimiento, o, como también se ha escrito, un gran relato de legitimación.5 No habiendo una historia común plausible, no es de extrañar que florezcan caóticamente los relatos fragmentarios, o que se haga sentir por doquier una demanda de ilustración en asuntos morales. La ruptura de la unidad narrativa es el nombre último que podemos encontrar para designar la causa del renacimiento de la ética. Ello nos lo confirman, por lo demás, y nuevamente de un modo negativo e indirecto, tantos autores que, aun diferenciándose entre sí como el agua y el aceite, asumen como punto de partida de su reflexión el factum, el hecho bruto, de una memoria moral fragmentaria, incluso en su propia comunidad de valores, y se dedican luego a la tarea de ofrecer o bien una exposición persuasiva de la evolución de la propia comunidad, o bien una explicación coherente del surgimiento de la fragmentación de la conciencia moral contemporánea. No es, pues, casual que todos los interlocutores en este debate, tanto los contextualistas como los universalistas, al desarrollar sus programas teóricos, crean necesario proponer algún tipo de teoría de la modernidad. Todos parecen estar de acuerdo en que la coexistencia de concepciones morales rivales es un hecho que requiere de una explicación histórica, todos echan de menos la evidencia de un relato que dé coherencia a la fragmentación. Y esta idea que comparten se halla en un nivel más profundo que las discrepancias que los separan luego al evaluar los resultados de sus respectivas reconstrucciones.
John Rawls propuso aplicar a la discrepancia entre los relatos el mismo principio que ya una vez fuera exitosamente aplicado a la discrepancia entre los actores o entre las vidas relatadas: el principio de la tolerancia.6 Pero, por más astuta que sea, esa propuesta encierra un equívoco y de paso nos muestra los límites del concepto de pluralismo. En sentido estricto, no hay pluralismo sin tolerancia, ni tolerancia sin imparcialidad, ni imparcialidad sin sujeto desarraigado. Démosles a estos conceptos las vueltas que queramos: ellos conforman una estructura de significación que termina siempre reproduciendo el modelo utópico y formalista de consenso de la cultura liberal. O, en todo caso, habría que convenir en que la noción de tolerancia es tributaria de una concepción ética previa y propositiva, de la que depende y se nutre para poder adquirir significación plena.7 No se trata de decir, por supuesto, que el pluralismo sea indeseable. De lo que se trata es, más bien, de afirmar que la pluralidad que el pluralismo supone está lejos de dar cuenta de la naturaleza de la fragmentación que caracteriza a los discursos morales contemporáneos. De muchas reconstrucciones del relato liberal podría decirse, usando la irónica imagen de Walzer, que se parecen a aquel roble en medio del bosque que, dotado de habla y animado a expresarse con libertad, declara solemnemente que la semilla que da origen al bosque entero es la bellota. Y que, al ver a su alrededor tantos árboles distintos, argumenta a favor de cortar todos los que no hubieran surgido de bellotas, por considerarlos ilegítimos.8
El sentimiento de malestar al que Taylor alude se refiere a la incapacidad del discurso liberal para reconocer la diversidad de las fuentes de nuestra identidad narrativa, a la variedad de familias de árboles que conforman el bosque de nuestra vida moral. Y ese es, ahora sí en sentido literal, un terreno fértil para el florecimiento de la ética de la virtud o de la felicidad (la ética eudaimonista).
El paradigma eudaimonista en la ética ha florecido de muchas maneras en las últimas décadas, dando lugar a sendos y prolongados debates en contra del universalismo y el liberalismo. Sus defensores se agruparon primero en torno al modelo llamado de la “eticidad” en el contexto alemán, más adelante en torno al difuso movimiento comunitarista en el contexto anglosajón, y últimamente en torno a algunas versiones sustancialistas de la ética del reconocimiento. Es difícil tratar de caracterizar en su conjunto a todos estos movimientos porque casi por definición cultivan una actitud contextualista que rehúye las explicaciones globales. Siguiendo con la tendenciosa imagen de Walzer, pero invirtiendo esta vez su sentido, podríamos decir que, en el caso de los eudaimonistas, “los árboles nos impiden ver el bosque”: no solo el bosque que podría agruparlos a todos ellos, sino sobre todo el que nos permitiría tener una visión de conjunto sobre las raíces que identifican y que separan a todas las familias de árboles entre sí, es decir, el que nos permitiría obtener un relato plausible para todas las tradiciones involucradas. Además, como bien escribe Martha Nussbaum, la ética de la virtud es una “categoría equívoca” [“a misleading category”].9 Lo es, en primer lugar, porque agrupa en un solo bloque a posiciones muy heterogéneas, y lo es, en segundo lugar, porque ignora injustificadamente las tesis explícitas sobre la virtud desarrolladas por filósofos que esquemáticamente han sido encasillados en el bando de los universalistas.
Pese a estas dificultades, quisiera mencionar tres rasgos generales que me parecen reiterativos en los planteamientos eudaimonistas, y que me van a servir a continuación para caracterizar el modelo de reconstrucción narrativa que les es propio. Estos tres rasgos son: el retorno hacia las fuentes sustantivas que constituyen nuestra identidad colectiva, la representación de una comunidad de valores que da sentido a nuestra orientación en el mundo y el cultivo de una tradición que vivifica nuestras raíces culturales. Por medio de estos rasgos, los contextualistas invierten el sentido de la reconstrucción de nuestra historia y buscan el ideal moral ya no en la invención de un consenso universal, sino en la salvaguarda de una identidad colectiva. Es la nostalgia de la felicidad perdida la que anida en el fondo de este proyecto y la que explica la sorprendente fuerza de su inspiración moral. El consenso que proponen no tiene ya el color de la utopía, sino el sabor de la nostalgia.10
Si la raíz de nuestro interés por la ética se remonta, pues, al resquebrajamiento de nuestra unidad narrativa, la recomposición de nuestros relatos morales parece oscilar, en cambio, entre la nostalgia y la utopía, entre la tradición y la invención. Efectivamente, la idea de una concertación armoniosa de los intereses de todos que pueda servir de norma moral vinculante suele buscarse hoy en día en la recuperación de un paraíso perdido (el consenso que hemos dejado atrás) o en la proyección de una comunidad ideal (el consenso en pos del cual andamos). Al plantear el problema de la moral en una sola de estas direcciones, muchas teorías se entrampan en situaciones paradójicas, como parecen atestiguarlo los conocidos debates de la moral en las últimas décadas, que han tenido, todos, un desenlace aporético. Lo que no parece oscilar, en cambio, es la situación simultáneamente nostálgica y anhelante del individuo desintegrado, que es lo que explica en definitiva el renacimiento contemporáneo de la filosofía práctica y la paulatina expansión del interés por la visión aristotélica de la ética.
Quizás el primer paso que nos haría falta dar para superar este conflicto de narraciones sería reconocer en toda su crudeza la naturaleza paradójica de nuestra condición moral. Nos haría falta, digo, que reconozcamos esa paradoja, no que tratemos en vano de ignorarla o de superarla por la vía de la utopía o de la nostalgia. El extrañamiento del hombre moderno es una situación necesaria y sin retorno que no tiene sentido pretender ocultar tras el ropaje de las tradiciones ni tras el velo de la ignorancia. En más de una ocasión he tratado de caracterizar esta situación paradójica recurriendo a una sugerente observación de Hegel en la Fenomenología del espíritu. Escribe allí Hegel que la condición del hombre moderno debe definirse simultáneamente como una pérdida y como una búsqueda, como la pérdida y la búsqueda de su felicidad.11 No se trata de dos cosas distintas, sino de dos dimensiones constitutivas de su identidad. Haber perdido la felicidad quiere decir haber dejado atrás el consenso originario, haber abandonado la ingenuidad natural o tradicional, pero quiere decir igualmente, en contra de lo que suponen los universalistas, seguir dependiendo de manera esencial, aunque no fuese más que en el sentido de la pérdida, de esas raíces culturales que nos constituyen fragmentariamente como individuos, como comunidades o como naciones. Y tener que buscar la felicidad quiere decir estar en condiciones de –o, si se quiere: estar obligados a– construir un nuevo ethos, pero quiere decir igualmente, en contra de lo que suponen los contextualistas, estar en condiciones de imaginar formas nuevas, más anchas, de solidaridad humana que no se restrinjan necesariamente a los lazos tribales.
Las observaciones hechas sobre la virtud y sobre la quiebra de nuestra identidad narrativa tienen también, como es obvio, consecuencias sobre nuestra idea del saber, o al menos no la dejan inalterada. En las últimas décadas hemos vuelto a llamar “filosofía práctica”, de acuerdo a la distinción originariamente aristotélica, a aquella rama de la filosofía que se ocupa de los problemas de la acción o, para decirlo en el lenguaje del mismo Aristóteles, que se ocupa de “las cosas que son pero pueden ser de otra manera”12 y que, en esa medida, solicitan nuestra capacidad de deliberación. Teniendo en cuenta, sin embargo, el modo en que la filosofía contemporánea ha ido paulatinamente mostrando que todas las cosas que nos conciernen –en la naturaleza, en la política, en la ciencia y por cierto también en la vida privada– efectivamente son pero pueden ser de otra manera, y teniendo en cuenta la paradoja moral que, de acuerdo al hilo de la madeja de esta reflexión, es constitutiva de nuestra actual condición humana, entonces no debería llamarnos la atención que la filosofía práctica haya ido simultáneamente ocupando un lugar cada vez más preeminente en la arquitectura de la filosofía.
La filosofía práctica no puede ser una parcela de la comprensión de la realidad, porque su objeto, la felicidad o la vida buena, no es una parcela de la realidad. Es, por el contrario, la dimensión última de la realidad. La felicidad –esa felicidad que de algún modo hemos perdido y andamos buscando– nos concierne realmente a todos, en la primera, en la segunda y en la tercera persona, es decir, en nuestra vida privada, en nuestras relaciones con los otros y en nuestras prácticas institucionales. Si Aristóteles decía, pensando justamente en esta preocupación básica, que la pregunta central de la ética era encontrar la mejor manera de vivir, la lección que nos deja la actual crisis de identidad narrativa es que la mejor manera de vivir es vivir buscando la mejor manera de vivir.13 Así podríamos o deberíamos afrontar quizás la incertidumbre de nuestra vida moral contemporánea, con más realismo o lucidez que los sueños utópicos o los fundamentalismos nostálgicos.