Título:
Causas naturales. Cómo nos matamos por vivir más
© Barbara Ehrenreich, 2018
Edición original en inglés: |
Natural Causes. An epidemic of wellness, the certainty of dying, and killing ourselves to live longer, Twelve, 2018 |
De esta edición:
© Turner Publicaciones S.L., 2018
Diego de León, 30
28006 Madrid
www.turnerlibros.com
Primera edición: septiembre de 2018
De la traducción: © Laura Vidal, 2018
Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.
ISBN: 978-84-16714-94-0
Diseño de colección:
Enric Satué
Imágenes de cubierta: © PavelIvanov © duncan1890
Depósito Legal: M-20106-2018
Impreso en España
La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:
turner@turnerlibros.com
Introducción |
|
I |
La revolución de la mediana edad |
II |
Rituales de humillación |
III |
El barniz científico |
IV |
Destrozar el cuerpo |
V |
La locura del ‘mindfulness’ |
VI |
La muerte en un contexto social |
VII |
La guerra entre conflicto y armonía |
VIII |
Traición celular |
IX |
Mentes diminutas |
X |
Envejecer con éxito’ |
XI |
La invención del yo |
XII |
Matar al yo, disfrutar de un mundo que está vivo |
Agradecimientos |
|
Notas |
Cuando era adolescente aspiraba a ser científica, pero me ocurrieron demasiadas cosas que terminaron apartándome de ese objetivo, así que en lugar de ello me convertí en una admiradora de la ciencia. No estoy dispuesta a pasarme el día en un laboratorio o un observatorio apuntando medidas, pero me encanta leer los informes de quienes sí lo hacen, ya se dediquen a la astronomía o a la bioquímica, y por lo general consumo esos informes en las versiones premasticadas que publican las revistas como Discover o Scientific American. Hace diez años, en esta última encontré algo que me conmocionó tanto que pensé: “Esto lo cambia todo”.
El artículo, escrito por uno de los editores1 de Scientific American, explicaba que el sistema inmune en realidad induce el crecimiento y la extensión de tumores, que es como decir que el cuerpo de bomberos está integrado por pirómanos. Todos sabemos que la función del sistema inmune es protegernos, sobre todo de virus y bacterias, así que cabría esperar que su reacción al cáncer fuera una defensa organizada y activa. Durante la carrera trabajé en dos laboratorios distintos dedicados a elucidar las defensas que monta el sistema inmune, y había llegado a pensar en este como una capa mágica y en gran medida invisible. Por decirlo de alguna manera y citando el salmo, podía caminar por el valle de las sombras o exponerme a microbios letales y no temer mal alguno porque mis células del sistema inmune y los anticuerpos me mantendrían a salvo. Y, sin embargo, era al revés.
Tenía cierta esperanza de que las acusaciones contra el sistema inmune se refutaran al cabo de pocos años y terminaran en la papelera destinada a “resultados irreproducibles”. Pero persistieron y hoy los especialistas correspondientes las reconocen sin reparos, aunque no sin cierta renuencia, a juzgar por el uso frecuente de la palabra “paradójico”. No es la clase de palabra que uno espera encontrar en la literatura científica, que es el género al que me había pasado después de dejar las revistas de divulgación. En ciencia, si algo parece ser una “paradoja” hay que trabajar mucho más para resolverlo. Eso o, por supuesto, abandonar algunos de los supuestos originales y buscar un paradigma nuevo.
La paradoja del sistema inmune y el cáncer no es solo un rompecabezas científico; tiene profundas implicaciones morales. Sabemos que el sistema inmune es supuestamente “bueno” y la literatura popular sobre la salud nos urge a tomar medidas para fortalecerlo. En concreto, a los pacientes de cáncer se los exhorta a “pensar en positivo”, sobre la base de la teoría, no demostrada, de que el sistema inmune es el canal de comunicación entre la mente consciente y el cuerpo (evidentemente) inconsciente. Pero si el sistema inmune puede, de hecho, favorecer el crecimiento y la diseminación del cáncer, nada será más pernicioso para un paciente que fortalecerlo. Más le valdría suprimirlo con, por ejemplo, fármacos inmunosupresores o quizá “pensamientos negativos”.
En el mundo ideal imaginado por los biólogos de mediados del siglo XX, el sistema inmune controlaba en todo momento a las células que se encontraba, atacando y destruyendo a las aberrantes. Este trabajo de vigilancia, llamado inmunovigilancia, garantizaba en teoría que el cuerpo estaría a salvo de intrusos, o de personajes sospechosos de cualquier clase, incluidas células cancerosas. Pero a finales de siglo se hizo cada vez más evidente que el sistema inmune no solo franqueaba el paso y daba la bienvenida, en sentido figurado, a las células cancerosas en los puestos de control, sino que de manera perversa y contraria a toda lógica biológica, las ayudaba a diseminarse y a establecer nuevos tumores por todo el cuerpo.
Esto me dolió. En primer lugar, porque en el año 2000 me habían diagnosticado un cáncer de pecho y este es uno de los muchos tipos de cáncer que, según se había descubierto, activa el sistema inmune. El mío solo se había extendido a un nódulo linfático cuando me lo descubrieron, pero estaba preparado para atacar –“Dios no lo quiera”, decían piadosamente los médicos– al hígado o a los huesos. La segunda razón tenía que ver con el tipo de células inmunes que han resultado ser las responsables de permitir que un cáncer se extienda; se llaman macrófagas, que significa “grandes comedoras”.
Resulta que sé más de células macrófagas que de cualquier otra clase de célula humana, lo que en realidad equivale a decir que no sé gran cosa. Pero, por diversas razones, había terminado haciendo mi trabajo de fin de grado sobre macrófagas, aunque no sobre su participación en el cáncer, que en aquel momento no se sospechaba en absoluto. Los macrófagos se consideran “defensores de primera línea” en la interminable batalla del cuerpo contra invasores microbianos. Son grandes, están relacionados con muchas otras células del cuerpo, matan microbios comiéndoselos y suelen ser voraces. Cultivé macrófagos en matraces de cristal, etiqueté las partículas que contenían con marcadores radioactivos y, en general, hice todas las cosas que un estudiante de grado podía hacer para comprender estas formas de vida diminutas. Creía que eran mis amigas.
Mientras tanto había empezado a estudiar e informar sobre hechos de una escala mucho mayor: cuerpos humanos en su totalidad, y más todavía, sociedades enteras. Como socióloga aficionada, había visto la transformación del sistema sanitario de mi país de “industria familiar” a un negocio de tres billones de dólares al año que daba trabajo a millones de personas, controlaba vecindarios e incluso ciudades, desencadenaba luchas políticas sobre quién debía costearlo y destruía a los políticos que elegían la respuesta equivocada. Y ¿qué ofrece esta empresa a quienes no son empleados suyos? Promete longevidad, entre otras cosas, incluyendo ausencia de discapacidades, partos seguros e hijos sanos. Dicho en una palabra, ofrece el control, pero no el control de nuestro gobierno o nuestro medio social, sino de nuestros cuerpos.
Los más ambiciosos buscan controlar a las personas que los rodean, como por ejemplo a sus empleados y subordinados en general. Pero incluso de los más modestos y respetuosos de nosotros se espera que queramos controlar lo que entra dentro del perímetro de nuestra propia piel. Buscamos con avidez controlar nuestro peso y nuestra figura mediante la alimentación y el ejercicio físico y, cuando todo lo demás falla, mediante la cirugía. Todo el espectro de pensamientos y emociones que se originan en nuestros cuerpos físicos también exige atención y manipulación. Desde pequeños se nos dice que controlemos nuestras emociones y, a medida que nos hacemos mayores, se nos ofrecen docenas de algoritmos para conseguirlo, desde la meditación a la psicoterapia. A edades avanzadas, se nos urge a conservar nuestro intelecto con juegos mentalmente exigentes como Lumosity o los sudokus. No hay ninguna parte de nosotros que no sea susceptible de caer bajo nuestro control.
Tan extendida está la insistencia en el control, que quizá tengamos la impresión de que estamos legitimados para buscar dosis homeopáticas de su contrario: una aventura con un desconocido, una noche de copas en la ciudad, una celebración gamberra si ha ganado nuestro equipo de fútbol. Las personas más saludables y poderosas pueden flirtear con la sensación de estar fuera de control en forma de “viajes de aventura” en entornos exóticos y que incluyan actividades “de riesgo”, como escalada o paracaidismo. Una vez terminan las vacaciones, ya pueden volver a su régimen de autodominio y control.
Pero, por mucho que nos esforcemos, no todo es susceptible de caer bajo nuestro control, ni siquiera nuestros cuerpos ni nuestras mentes. Para mí, esta es la primera lección de las células macrófagas que tan perversamente favorecen el crecimiento de cánceres letales. El cuerpo o, por usar lenguaje vanguardista, el “cuerpomente”, no es una máquina bien engrasada en la que cada parte realiza sus tareas en beneficio del bien común. Es, como mucho, una confederación de partes –células, tejidos, patrones de pensamiento incluso– que pueden querer actuar en provecho propio, signifique eso o no la destrucción del todo. Porque, a fin de cuentas, ¿qué es el cáncer sino una rebelión celular contra el organismo en su totalidad? Se está comprobando que incluso estados en apariencia mucho más benignos, como el embarazo, son resultado de competencia y conflictos a escalas mucho menores.
Sé que en una época en que tanto la medicina convencional como las “alternativas” más imprecisas nos brindan la posibilidad de controlarnos a nosotros mismos o, al menos, la promesa de prolongar nuestras vidas y mejorar nuestra salud vigilando con atención nuestro estilo de vida, a muchas personas esta perspectiva les resultará decepcionante, derrotista incluso. ¿Qué sentido tiene calibrar la dieta y el tiempo que pasa uno en la cinta de correr cuando bastan unas pocas células perversas para terminar con nosotros?
Pero esa es solo la primera lección de los traicioneros macrófagos que inspiraron este libro, y la historia no termina aquí. Resulta que muchas células del cuerpo son capaces de lo que los biólogos han dado en llamar “toma de decisiones celular”. Determinadas células pueden “decidir” adónde ir y qué hacer a continuación sin ningún tipo de instrucciones de una autoridad central, casi como si tuvieran “libre albedrío”. Una libertad similar, como veremos, es extensiva a muchos fragmentos de materia que por lo general se consideran inanimados, como los virus e incluso los átomos.
Cosas que, según me habían enseñado a creer, son inertes, pasivas o meramente insignificantes –como las células individuales– son en realidad capaces de hacer elecciones, algunas de ellas pésimas. No exagero si digo que el mundo natural, tal y como estamos empezando a entenderlo, late con algo parecido a la “vida”. Y, tal y como concluiré, saber esto debería influir la manera en que pensamos, no solo sobre nuestras vidas, sino también sobre la muerte y sobre cómo morimos.
Este libro no puede resumirse en una frase o dos, pero aquí hay un boceto sucinto de lo que sigue: la primera mitad está dedicada a describir la búsqueda del control tal y como la enfocan la medicina, los cambios de “estilo de vida” en las áreas del ejercicio físico y la alimentación, y una nebulosa pero creciente industria del “bienestar” dirigida tanto al cuerpo como a la mente. Todas estas modalidades de intervención nos llevan a preguntarnos sobre los límites del control humano, lo que a su vez nos conduce al ámbito de la biología, es decir, lo que hay en el interior del cuerpo y si sus distintas partes y elementos son siquiera susceptibles de un control humano consciente. ¿Forman un todo armónico o están inmersos en un conflicto perpetuo?
Me hago eco de una nueva teoría científica que propone una visión distópica del cuerpo, no como máquina bien engrasada, sino como escenario de una guerra continua a nivel celular que termina, al menos en todos los casos que conocemos, con la muerte. Al final del libro, si no al final de nuestras vidas individuales, terminamos con la inevitable pregunta: “¿Qué soy?” o mejor dicho: ¿qué somos? ¿Qué es el “yo” si no está inserto en un cuerpo armonioso? y ¿para qué lo necesitamos?
Aquí no encontrará el lector consejos prácticos, ni pistas sobre cómo prolongar su vida, mejorar su alimentación y su rutina de ejercicio físico, tampoco sobre cómo orientar su actitud vital en una dirección más saludable. En todo caso, espero que este libro lo anime a repensar su proyecto de control personal de su cuerpo y su mente. A todos nos gustaría vivir una vida más larga y saludable, la cuestión es qué porción de nuestra existencia deberíamos dedicar a este proyecto, habida cuenta de que todos, o al menos la mayoría de nosotros, a menudo tenemos cosas más importantes que hacer. Los soldados buscan la forma física, pero están preparados para morir en combate. Los trabajadores sanitarios arriesgan su vida para salvar la de otros en hambrunas y epidemias. Los buenos samaritanos interponen su cuerpo entre los asaltantes y sus víctimas.
Podemos pensar en la muerte con amargura o con resignación, como una trágica interrupción de nuestra vida, y tomar todas las medidas posibles para aplazarla. O, siendo más realistas, podemos pensar en la vida como una interrupción de una eternidad de no existencia personal, y aprovecharla como una breve oportunidad para observar e interactuar con el mundo vivo y siempre sorprendente que nos rodea.
En los últimos años he renunciado a las muchas medidas médicas, tales como pruebas para la detección de cáncer, revisiones anuales, citologías, que se espera que se haga una persona razonable con seguro médico. Esta decisión no responde a un impulso suicida. En realidad, más que una decisión fue una acumulación de microdecisiones: quedarme trabajando para llegar a tiempo a una entrega en lugar de ir al centro de salud para hacerme una prueba que midiera mi sostenibilidad genética; pasarme la tarde en el falsamente acogedor entorno de una consulta médica o ir a dar un paseo. Al principio me fustigaba diciéndome que era una vaga o una procrastinadora, retrasando cosas sencillas y obvias que podían prolongarme la vida. Después de todo, esa es la gran promesa de la medicina científica moderna: ya no es obligatorio enfermar y morirse (al menos no durante un tiempo), porque los problemas pueden detectarse “de manera temprana”, cuando aún son tratables. Mejor descubrir un tumor cuando tiene el tamaño de una aceituna que cuando tiene el de un melón.
Sabía que estaba traicionando mi defensa de toda la vida de la medicina preventiva frente a intervenciones curativas de alta tecnología costosas e invasivas. ¿Qué puede haber más ridículo que un hospital en un barrio desfavorecido que ofrece una cámara hiperbárica pero es incapaz de salir a la calle y detectar un posible envenenamiento por plomo en los vecinos? Desde el punto de vista de la salud pública, y desde el punto de vista personal también, tiene mucho más sentido detectar problemas evitables que dedicar enormes recursos a tratar a personas muy enfermas.
También comprendía que estaba yendo en contra de la tendencia natural de mi sector demográfico. La mayoría de mis amigos cultos de clase media había empezado a duplicar sus esfuerzos relativos a la salud al entrar en la mediana edad, si no antes. Hacían ejercicio o yoga; llenaban sus agendas de pruebas y exámenes médicos; presumían de sus índices de colesterol “bueno” y “malo”, de su frecuencia cardiaca y de su presión sanguínea. Sobre todo, concebían la tarea de envejecer como un ejercicio de abnegación, en especial en el ámbito de la alimentación, donde una moda médica, un estudio u otro, condenaban la grasa y la carne, los carbohidratos, el gluten, los lácteos y todos los productos de origen animal. En la mentalidad saludable que se ha instalado en las personas acomodadas del mundo desde hace ya más de cuatro décadas, la salud es inseparable de la virtud, los alimentos sabrosos son “un pecado” y el sabor de los sanos puede llevar a publicitarlos con el eslogan de “comerás sin remordimientos”. Aquellos que buscan compensar un momento de debilidad adoptan medidas punitivas tales como el ayuno, las purgas o las dietas a base de distintos zumos cuidadosamente repartidos a lo largo del día.
Yo reaccioné de una manera distinta a hacerme mayor: poco a poco me fui dando cuenta de que era lo bastante mayor para morirme, con lo que no estoy sugiriendo que todos tengamos una fecha de caducidad. Por supuesto no existe una edad concreta a la que una persona deje de merecer ser objeto de atención médica, ya esté esta destinada a prevenir o a curar. En el ejército, una persona es lo bastante mayor para morir, para estar en la línea de fuego, cuando cumple los dieciocho. En el otro extremo de la vida, muchos siguen siendo líderes mundiales con setenta o más años de edad sin que nadie cuestione su necesidad continua de revisiones y cuidados médicos. El expresidente de Zimbabue, Robert Mugabe, que tiene noventa y tres años, ha recibido numerosos tratamientos para el cáncer de próstata. Si leemos las necrológicas de los periódicos, sin embargo, veremos que hay una edad a la que la muerte ya no requiere gran explicación. Aunque no existe una norma editorial general sobre estas cuestiones, suele bastar que el difunto tenga setenta o más años para que el autor de la necrológica alegue “causas naturales”. Siempre es triste que alguien muera, pero nadie puede considerar “trágica” la muerte de un septuagenario, y nadie exigirá una investigación.
Una vez me di cuenta de que era lo bastante mayor para morir, decidí que también era lo bastante mayor para ahorrarme nuevos sufrimientos, molestias y engorros para intentar alargar mi vida. Como bien, con lo quiero decir que elijo alimentos que sepan bien y que me mantengan saciada el mayor tiempo posible: proteínas, fibra y grasas. Hago ejercicio, no porque vaya a prolongarme la vida, sino porque me siento bien haciéndolo. En cuanto a los cuidados médicos, buscaré ayuda si tengo un problema urgente, pero ya no me interesa buscar problemas que yo no puedo detectar. En un mundo ideal, la decisión de cuándo es uno lo bastante mayor para morir debería ser personal, basada en un cálculo de los probables beneficios, si es que los hay, de la atención médica y –algo igual de importante llegada una determinada edad– en cómo se desea vivir el tiempo que queda.
La cuestión es que yo siempre he cuestionado los procedimientos médicos que recomendaba el personal sanitario; de hecho formo parte de una generación de mujeres que insistían en su derecho a hacer preguntas sin que las palabras “poco colaboradora” o algo peor figurara en sus historias médicas. Así que cuando, hace unos pocos años, mi médico de cabecera me dijo que tenía que hacerme una densitometría ósea, por supuesto le pregunté el motivo: ¿Qué podía hacerse si el resultado era que tenía los huesos descalcificados por la edad? Por suerte, contestó, ahora había un nuevo medicamento para eso. Le dije que conocía el medicamento, tanto por los anuncios a toda página de las revistas como por los artículos en los medios de comunicación que cuestionaban su seguridad y su eficacia. Piense en la alternativa, me dijo, que podría ser, por ejemplo, una fractura de cadera, seguida de un rápido declive para terminar internada en una residencia. Así que acepté de mala gana que hacerme la prueba, que no es invasiva y está cubierta por mi seguro, podría ser preferible a la inmovilidad y a una residencia.
El resultado fue un diagnóstico de “osteopenia”, o adelgazamiento de los huesos, una enfermedad que habría encontrado alarmante si no supiera que la sufren casi todas las mujeres mayores de treinta y cinco años. La osteopenia, en otras palabras, no es una enfermedad, sino una consecuencia de cumplir años. Un poco más de investigación, siempre de fuentes de fácil acceso, reveló que las densitometrías rutinarias eran algo promovido e incluso financiado en parte por el fabricante del medicamento que me recomendaban.1 Peor aún, la medicación que se recetaba cuando me diagnosticaron la osteopenia ha resultado ser causante de algunos de los problemas que se suponía tenía que prevenir: degeneración de los huesos y fracturas. Un cínico podría concluir aquí que la medicina preventiva existe para transformar a las personas en conejillos de indias de un complejo médico-industrial ávido de beneficios económicos.
Mi primera deserción importante del régimen de revisiones médicas la provocó una mamografía. A nadie le gustan las mamografías, que son básicamente un intento de volver los pechos transparentes usando la fuerza bruta. Primero se aplasta el pecho entre dos placas, luego se lo bombardea con radiación ionizante, que es, por cierto, el único factor ambiental que se sabe con seguridad que provoca cáncer de mama. Yo había sido bastante diligente en mis mamografías desde que me trataron un cáncer de pecho a principios del milenio, y ahora, unos diez años más tarde, me llamaron de la consulta del médico para informarme de que mi mamografía no “había sido buena”. Pasé las semanas siguientes nerviosa y haciéndome más pruebas y terminé con una multa de tráfico por “conducir distraída”. Pues claro que estaba distraída… por la inminente elección que tendría que hacer entre someterme otra vez a tratamientos oncológicos debilitantes o dejar que la enfermedad siguiera su curso.
Después de una ecografía y un ataque de pánico dentro de una máquina de TAC semejante a un ataúd, resultó que la “mamografía mala” era un falso positivo debido a la alta sensibilidad de las nuevas modalidades digitales de diagnóstico por imagen. Aquella fue mi última mamografía. A quien le parezca una decisión imprudente, le diré que a la hora de tomarla conté con el apoyo de un ilustre oncólogo de la gran ciudad, que revisó todas mis pruebas radiológicas y me dijo que no necesitaba verme otra vez, algo que yo interpreté como “nunca más”.
Después de aquello, cada encuentro médico o dental parecía terminar en un forcejeo. Los dentistas (y he conocido unos cuantos al haber vivido en varias partes del país) siempre querían hacerme nuevas radiografías, incluso si solo se me había roto la esquina de un diente. Yo me acordaba entonces de las máquinas de rayos X que tenían todas las zapaterías de mi infancia, con las que se animaba a los niños a mirarse los huesos de los pies mientras movían los dedos. La diversión terminó en la década de 1970, cuando se terminó prohibiendo estos “fluoroscopios” por considerarse fuentes peligrosas de radiación. Así que ¿por qué exponer periódicamente mi boca, que es mucho más susceptible al cáncer que los pies, a elevadas dosis anuales de radiación? Si había alguna otra razón para sospechar de problemas estructurales subyacentes, de acuerdo, pero solo para satisfacer la curiosidad del dentista o para cumplir con un “estándar de atención sanitaria” abstracto, no.
En todos estos encuentros me asombró la falta de interés con que trataban los profesionales mis impresiones subjetivas del tipo “me encuentro bien” frente a los hallazgos esotéricos de sus tecnologías. Un médico, sin que hubiera síntomas ni señales evidentes que lo aconsejaran, decidió medir mi capacidad pulmonar con un aparato portátil que acababa de adquirir para tal fin. Soplé en él, como me pidió, lo más fuerte que pude, pero mi respiración no quedó recogida en la pantalla. Manoseó el aparato, con aspecto de gran agitación, y me dijo que yo parecía tener una obstrucción pulmonar. En mi defensa argumenté que hago todos los días por lo menos treinta minutos de ejercicio aeróbico, sin contar lo que camino, pero fui demasiado educada para demostrarle que tengo capacidad de sobra para sostener un vigoroso argumento verbal.
Fue mi dentista, por extraño que parezca, quien sugirió, mientras me hacía un empaste, que me hiciera una prueba de apnea del sueño. Por qué se mete una dentista en lo que suele ser campo de los otorrinolaringólogos es algo que se me escapa, pero el caso es que me recomendó que me hiciera las pruebas en una “unidad del sueño” donde podría intentar dormir conectada por numerosos cables a unos monitores, después de lo cual podía comprarle el tratamiento a ella: una máscara terrorífica con aspecto de calavera que supuestamente prevendría la apnea del sueño y aniquilaría de una vez por todas mi última oportunidad de tener una vida sexual. Pero cuando le dije que no había indicios de que padeciera esa enfermedad, la dentista me dijo que era posible que no fuera consciente de ella y añadió que podía matarme mientras dormía. Una posibilidad, le dije, que no me quitaba el sueño.
En cuanto cumplí los cincuenta, los médicos empezaron a recomendarme, y en un caso incluso a suplicarme, que me hiciera una colonoscopia. Como en el caso de las mamografías, es difícil resistirse a la presión para hacerse colonoscopias. Los famosos las defienden, los cómicos hacen chistes sobre ellas. En marzo, que es el mes mundial de la lucha contra el cáncer colorrectal, una réplica hinchable de un colon de dos metros y medio de tamaño recorre Estados Unidos permitiendo a los analmente curiosos pasearse por su interior e inspeccionar pólipos de potencial canceroso “desde dentro”.2 Pero si la mamografía parece una forma refinada de sadismo, las colonoscopias son lo más parecido a una agresión sexual. Primero se seda al paciente, a menudo con lo que se conoce popularmente como la “droga de la violación”, el midazolam; a continuación, se le inserta en el recto un tubo largo y flexible con una cámara en un extremo y se le introduce hasta el colon. Lo que me repelió aún más de este procedimiento obsceno fue el día de ayuno y laxantes que se supone debe precederlo, para asegurar que la camarita encuentra algo más que heces. Estuve aplazándolo de un año para otro hasta que por fin me tranquilicé pensando que, puesto que el cáncer de colon es de progresión lenta, es improbable que cualquier pólipo canceroso que pueda tener crezca antes de que yo muera por otras causas.
A continuación mi internista, director médico de una clínica de tamaño medio, me mandó una carta anunciándome que suspendía su consulta habitual para ofrecer en su lugar una “atención médica personalizada” a aquellos dispuestos a soltar 1.500 dólares al año, además de lo que ya pagaban por el seguro. Esta atención médica de élite incluía acceso veinticuatro horas al médico, visitas sin límite de hora y, decía la carta, toda clase de pruebas diagnósticas suplementarias, además de las rutinarias. Ahí fue cuando terminé de decidirme; concerté una cita y le dije a la cara que, uno: su determinación de abandonar a sus pacientes menos acaudalados, que parecían conformar la mayor parte de la población de la sala de espera, me dejaba consternada. Y dos: que no quería más pruebas, quería un médico que me protegiera de procedimientos innecesarios. Me quedaría con las masas de pacientes ordinarios a los que se les hacen pruebas de vez en cuando.
Por supuesto, todas estas pruebas y cribados innecesarios se hacen porque los médicos las mandan, pero dentro de la profesión hay una creciente rebelión. El sobrediagnóstico empieza a verse como un problema de salud pública y en ocasiones se alude a él como “epidemia”. Es objeto de congresos médicos internacionales y libros cargados de pruebas como Overdiagnosed: Making People Sick in the Pursuit of Health [Sobrediagnosticados. Cuando se enferma a las personas buscando su buena salud], de H. Gilbert Welch y sus colegas de la Universidad de Dartmouth Lisa Schwartz y Steve Woloshin. Incluso la columnista de temas de salud Jane Brody, siempre entusiasta defensora de los cuidados preventivos, recomienda ahora que nos lo pensemos dos veces antes de someternos a lo que en otro tiempo eran procedimientos de cribado rutinarios. El médico y bloguero John M. Mandrola aconseja directamente:
En lugar de tener miedo a no detectar una enfermedad, tanto pacientes como médicos deberían temer al sistema sanitario. La mejor manera de evitar errores médicos es evitar los cuidados médicos. La regla por defecto debería ser: Estoy bien. La manera de mantenerse así es seguir haciendo elecciones correctas, no ir al médico para que me busque enfermedades.3
Con la edad, el análisis coste-beneficio cambia. Por un lado, la atención sanitaria se vuelve más asequible, al menos para los estadounidenses, que a los sesenta y cinco años tienen derecho a Medicare. Continúan las exhortaciones a someterse a cribados y pruebas, pero ahora los seres queridos se unen al coro. Pero en mi caso, el apetito por las interacciones médicas de cualquier clase disminuye con cada semana que pasa. Supongamos que la atención preventiva me descubre una enfermedad que me exigirá someterme a dolorosos tratamientos y sacrificios por mi parte, tales como cirugía deformante, radiación, limitaciones drásticas de mi estilo de vida. Quizá estas medidas me permitan vivir más años, pero sería una vida dolorosa y mermada. En el momento actual, la medicina preventiva a menudo se prolonga hasta la muerte. Se anima a mujeres de setenta y cinco años a que se hagan mamografías; personas que ya padecen una enfermedad terminal se pueden someter a pruebas para la detección de otras distintas.4 En unas jornadas médicas, alguien informó de que una mujer de cien años de edad acababa de hacerse su primera mamografía, lo que provocó una “sonora ovación” en el público.5
Una de las razones de esta prescripción compulsiva de pruebas, cribados y revisiones es la búsqueda de beneficios, y esto es especialmente cierto en Estados Unidos, con su sistema sanitario en gran medida privado y a menudo con afán de lucro.
¿Cómo van a ganar dinero un médico o un hospital o una compañía farmacéutica con pacientes que están, en términos generales, sanos? Pues sometiéndolos a pruebas y exámenes que, en cantidades suficientes, terminarán por detectar que algo va mal o al menos hay que vigilarlo. Gilbert y sus coautores ofrecen una cruda analogía que toman prestada de un experto en geometría fractal: “¿Cuántas islas rodean las costas de Gran Bretaña?”. La respuesta, por supuesto, depende de la resolución del mapa que se esté consultando, así como de la definición que uno haga de “isla”. Con tecnologías de alta resolución como la tomografía computarizada, la detección de anomalías mínimas es casi inevitable y conduce a nuevas pruebas, recetas y visitas al médico. Y la tendencia a hacer demasiadas pruebas aumenta cuando el médico que las recomienda tiene intereses en el centro radiológico al que refiere a sus pacientes.
Pero el sistema médico con afán de lucro no es el único responsable del sobretratamiento y el sobrediagnóstico. Los consumidores individuales, es decir, los pacientes tanto antiguos como potenciales pueden exigir las pruebas e incluso amenazar con una demanda por malas prácticas si consideran que se les están negando. En las últimas dos décadas han surgido grupos de “defensa del paciente” dedicados a “convertir en marca” docenas de enfermedades y publicitar la necesidad de pruebas para su tratamiento. Muchos cuentan con portavoces famosos –Katie Couric para el cáncer colorrectal, Rudy Giuliani para el de próstata– y cada uno tiene un lazo de un color distintivo: rosa para el cáncer de mama, morado para el testicular, negro para el melanoma, el dibujo de un puzle para el autismo, etcétera, así como días especiales para hacer publicidad intensiva y presión política. El objetivo de todas estas acciones es “concienciar”, es decir, lograr que la gente quiera someterse a pruebas para detectar cáncer de mama y colon.
Incluso existen grupos de defensores de pruebas médicas desacreditadas. Cuando el grupo de trabajo de Servicios Preventivos de Estados Unidos decidió dejar de recomendar las mamografías rutinarias para las mujeres menores de cincuenta años, algunas organizaciones feministas por la salud, de las que habría cabido esperar que fueran más críticas con las prácticas médicas convencionales, protestaron en público. Un pequeño grupo de mujeres que se identificaban como supervivientes del cáncer de mama se manifestó en una autopista frente a las oficinas del grupo de trabajo autor de la recomendación, como si así quisieran exigir que les aplastaran los pechos. En 2008, ese mismo grupo de trabajo otorgó grado “D” a las pruebas de PSA, pero defensores como Giuliani, quien insistía en que la prueba le había salvado la vida, continuaron exigiéndolas, al igual que la mayoría de los médicos.6 Muchos de estos justifican pruebas de dudoso valor diciendo que dan “mucha tranquilidad” al paciente… excepto en el caso, claro está, de que los resultados sean positivos.
El cáncer de tiroides es especialmente vulnerable al sobrediagnóstico. Cuando se introdujeron técnicas de diagnóstico por imagen más potentes, los médicos empezaron a detectar bultos minúsculos en el cuello de pacientes y a extirparlos en el quirófano, estuviera la cirugía justificada o no. Se calcula que entre el 70 y el 80% de cirugías por cáncer tiroideo practicadas a mujeres estadounidenses, francesas e italianas en la primera década del siglo XXI se juzgarían innecesarias hoy. En Corea del Sur, donde los médicos estaban especialmente concienciados con las pruebas de tiroides, la cifra ascendía al 90%. (También se sobrediagnosticó a los hombres, pero en mucha menor medida). Los pacientes pueden pagar un precio por estas intervenciones, incluida una dependencia de por vida de hormonas tiroideas, y puesto que estas no son siempre efectivas, “depresión y apatía” crónicas.7
Hasta el momento no he detectado ningún indicio de resistencia popular contra este régimen de pruebas médicas innecesarias y a menudo perjudiciales. Casi nadie admite haberse negado a someterse a pruebas, y alguien que lo hizo, el escritor sobre temas científicos John Hogan, que escribió en su blog de Scientific American por qué no piensa hacerse una colonoscopia, restó cierta validez a su argumentación al describirse a sí mismo como un “fanático antipruebas médicas”.8 La mayoría de las personas bromea sobre lo desagradable de los procedimientos recomendados, a la vez que se somete a ellos de buen grado.
Pero sí hay una rebelión significativa forjándose en otro frente. Cada vez leemos más quejas sobre la “medicalización de la muerte”, por lo general centradas en un padre o abuelo que había dejado enérgicamente clara su petición de una muerte natural, no hospitalizada, para terminar lleno de cables y entubado en una unidad de cuidados intensivos. Los médicos ven casos como este todo el tiempo: personas ingeniosas silenciadas por ventiladores o pulquérrimos con incontinencia, y algunos están decididos a no dejar que les ocurra lo mismo a ellos. Pueden rechazar atención médica sabedores de que es más probable que los conduzca a la discapacidad que a la salud, como el ortopeda que, al serle diagnosticado cáncer de páncreas, cerró su consulta y se fue a su casa para morir lo más cómodamente y en paz posible.9 Hay unos pocos médicos que son aún más proactivos y se tatúan las palabras “NO REANIMAR”. Rechazan esas mismas medidas drásticas que luego aplican de forma rutinaria a sus pacientes terminales.
Cuando renuncio a los cuidados preventivos, estoy llevando esta manera de pensar un paso más allá. No solo rechazo el tormento de una muerte medicalizada, sino que me niego a aceptar una vida medicalizada y mi determinación no hace sino aumentar con la edad. A medida que va quedándome menos tiempo de vida, cada mes, cada día se vuelven demasiado valiosos para pasarlos en salas de espera sin ventanas y bajo el frío escrutinio de las máquinas. Ser lo bastante mayor para morir es un logro, no una derrota, y la libertad que trae consigo es digna de celebración.
Como la mayoría de las mujeres de mi clase social y generación, entré en contacto con la profesión médica cuando alcancé la edad reproductiva, en un principio porque necesitaba un método anticonceptivo. El que más se usaba entonces era el diafragma, un método de barrera de tecnología rudimentaria que no requería de gran pericia médica. Pero para ganarse el apoyo de la profesión en la legalización de los anticonceptivos, Margaret Sanger había concedido la potestad de recetar diafragmas y otros métodos de control de natalidad exclusivamente a los médicos. Así que cuando tenía alrededor de dieciocho años me obligaron –por supuesto un médico varón– a adoptar por primera vez la posición de litotomía para someterme a un procedimiento que me resultó degradante. Unos diez años después, el embarazó me obligó a caer en la trampa de las visitas mensuales al médico para culminar, un par de semanas antes del parto, en un examen pélvico realizado por el jefe de obstetricia de la clínica. No hubo intercambio verbal hasta que, después de que me sacaran el espéculo de la vagina, pregunté si el cuello del útero había empezado ya a dilatar. El médico miró a la enfermera y dijo con tono pícaro: “¿Dónde habrá aprendido una chica tan mona a hablar de esa forma?”.
No tengo ni idea de si este examen tuvo algún efecto en mi bienestar o, lo que es más importante, en el bienestar de mi hijo nonato, pero su impacto emocional fue instantáneo. Me enfureció. No solo había leído bibliografía divulgativa sobre embarazo, sino que hacía poco me había doctorado en biología celular y podría haber seguido hablando largo y tendido de cosas que al jefe de obstetricia le habrían parecido igualmente obscenas. Debo decir que aquel fue el momento en que me hice feminista en todo el sentido de la palabra: es decir, una mujer consciente y no un objeto o una tonta. La enfermera, he de decir, se quedó callada y con cara de póquer.
En los años siguientes nunca cuestioné la necesidad de cuidados prenatales o posnatales concertados con regularidad que garantizaran el bienestar primero neonatal y luego infantil. Fui una buena madre y llevé a mis hijos a ponerse todas las vacunas y a someterse a todas las mediciones de su crecimiento. No obstante, de vez en cuando había indicios de que allí había algo más que cuidados necesarios. Cuando una pediatra le recetó a mi segundo hijo un antibiótico para el catarro, le pregunté si tenía razones para creer que hubiera infección bacteriana. “No, es viral, pero siempre receto antibióticos para las madres nerviosas”. En otras palabras, la receta era para mí. Le dije que no era yo la que iba a tomar el antibiótico, cogí a mi hijo y me fui de allí.
Si un procedimiento médico no tiene un efecto demostrable en la fisiología de una persona, entonces, ¿cómo hay que clasificarlo? Claramente es un ritual que puede definirse, en líneas muy generales, como una “ceremonia solemne consistente en una serie de acciones ejecutadas de acuerdo a una fórmula”.1 Pero los rituales también pueden tener efectos psicológicos intangibles, de manera que la pregunta es, en realidad, si esos efectos contribuyen de alguna manera al bienestar o, por el contrario, sirven para intensificar la sensación de indefensión de paciente o, en mi caso, la furia.
Los antropólogos occidentales se encontraron con que había por todo el mundo pueblos indígenas que realizaban rituales de supuestas propiedades sanadoras sin base alguna en la ciencia de Occidente y que a menudo incluían bailes, tambores, cánticos, la aplicación de ungüentos herbales y la manipulación de lo que parecían ser objetos sagrados, tales como dientes de animales y plumas de colores. En la década de 1980, la antropóloga Edith Turner ofreció una larga y deliciosamente pormenorizada descripción del ritual ihamba de la tribu Ndembu de Zambia.2 La persona enferma, cuyos síntomas incluyen dolor en las articulaciones y apatía extrema, bebe una infusión de hojas y a continuación se le unge varias veces la espalda con otras mezclas herbales, se le corta con una cuchilla y se le pasa un cuerno de animal también por la espalda, todo ello acompañado de tambores, cantos y una relación verbal de los agravios que tiene la persona enferma contra otros habitantes del poblado, hasta que la fuente de la enfermedad, la ihamba, abandona su cuerpo.
¿Funciona este ritual? Sí, en la medida en que la persona afectada recupera su fuerza y su buen humor habituales. Pero no hay manera de comparar la eficacia del ritual ihamba con los métodos que habría usado un médico occidental –los análisis de sangre, las radiografías, etcétera–, en parte porque el ihamba por definición no es algo accesible a la medicina científica. Se cree que el ihamba es el colmillo de un cazador humano que se ha introducido en el cuerpo de la víctima, donde “muerde” e incluso se reproduce. Si esto suena fantasioso, pensemos que, en cuanto agente de una enfermedad, el “colmillo de cazador” es mucho más fácil de visualizar que un virus. En ocasiones, al final de la ceremonia, uno de los oficiantes muestra un diente humano que afirma haber extraído del cuerpo de la víctima. Y, por supuesto, la oportunidad de airear antiguos agravios es en sí misma terapéutica.
La mayoría de nosotros diríamos que la ceremonia ihamba es un “ritual”, una designación que no aplicaríamos con la misma rapidez a una biopsia. La palabra tiene una connotación peyorativa que no se asocia a, por ejemplo, la frase “atención médica”. Los primeros antropólogos podrían haber llamado “atención médica” a las prácticas sanadoras de los llamados pueblos primitivos, pero tuvieron buen cuidado de diferenciar las actividades de los nativos de las intervenciones deliberadas de los médicos europeos y norteamericanos. Las segundas se consideraban racionales y científicas, mientras que las primeras eran meros “rituales” y desde entonces la palabra conserva una connotación de arrogancia imperialista. Tal y como señala un antropólogo médico británico: