Aquella vez, cuando el Señor puso a los amorreos en manos de los israelitas, Josué se dirigió al Señor y exclamó en presencia de Israel: «Detente, sol, en Ga- baón, y tú, luna, en el valle de Aialón». Y el sol se detuvo y la luna permaneció inmóvil hasta que el pueblo se vengó de sus enemigos.
Josué 10, 12-13
La objetivación de la voluntad es la forma esencial del presente, que como punto inextenso corta las dos vertientes del tiempo infinito y permanece sin expe- rimentar cambio alguno, como ese sol que arde sin cesar en un mediodía eterno desprovisto del refrescante atardecer, mientras solo aparentemente se sumerge en el seno de la noche (…). La tierra da vueltas del día a la noche; el individuo muere: pero el sol brilla sin cesar en un eterno mediodía.
Arthur Schopenhauer El mundo como voluntad y representación
Y por si eso fuera poco,
giras sin billete en un carrusel de planetas
y junto a éste, de gorra, en un torbellino de galaxias,
en unos tiempos tan vertiginosos
que nada aquí en la Tierra llega ni siquiera a moverse.
Wisława Szymborska Aquí
–La ciencia está hecha según los datos proporcionados por un rincón del espacio. Quizá no concuerda con todo el resto que se ignora, que es mucho más, y que no se puede descubrir.
Así dialogaban, de pie sobre la colina, a la luz de las estrellas, interrumpiendo sus discursos con grandes silencios.
Gustave Flaubert Bouvard y Pécuchet
Yo, sin embargo, aún lo vi:
en aquel banco de estación, hojeando un periódico
atrasado, fumando un cigarro barato
con el resuello sediento de un aprendiz
de dudas.
Nuno Júdice Un canto en la espesura del tiempo
1
Nunca supimos su nombre. Nunca nos lo dijo, y si, en alguna ocasión, alguien llegó a preguntárselo abiertamente, estoy seguro de que él siguió hablando como si tal cosa, como si no hubiese oído nada, haciendo uso de la enorme habilidad que siempre tuvo para cambiar de golpe el tercio sin inmutarse, sobre todo cuando la conversación se aproximaba a terrenos que todos, con el tiempo, acabamos por comprender vedados, y me refiero a su identidad, a su pasado, a las insondables razones que lo habían traído a vivir a Labriegos. De todos modos, por si, pese a aquellas sutiles espantadas, todavía alguien tenía aún alguna duda sobre su firme voluntad de anonimato, cuando al final entramos en su casa, no solo no hallamos en ella nada que pudiese revelarnos quién era –ni cartas ni facturas ni documentos personales de ningún tipo–, sino que además, al hojear sus libros, comprobamos que muchos de ellos tenían arrancada la primera hoja, una hoja en blanco, de cortesía, en la que, presumiblemente, habría figurado un ex libris o, como poco, un nombre, una fecha, un lugar, una firma, alguno de esos datos con los que se suele indicar quién es el propietario o dónde, cuándo y cómo se ha conseguido el ejemplar, extraña desaparición esta que, después de darle muchas vueltas y descartados, desde el principio, el azar o la casualidad, nos llevó a concluir que solo alguien empeñado en permanecer del todo y para siempre desconocido podría haberse tomado la molestia de arrancar, una por una, la primera página de tantos y tantos libros.
2
El desconocido había llegado una mañana en taxi desde Pomares. Anduvo preguntando por una casa para alquilar y le hablaron de una vacía en la plaza. Fue entonces en busca de la dueña, una vecina llamada Petra, y el coche se mantuvo al ralentí delante de su puerta no más de cinco minutos, los que el tipo tardó, sin visita previa ni contrato escrito, en ponerse de acuerdo en las condiciones de alquiler y en recoger las llaves, y no mucho más tiempo le llevó luego descargar, con la ayuda del taxista, sus escasas pertenencias: un par de maletas pequeñas y varias cajas llenas de libros. Al terminar fueron juntos al bar, se tomaron un café, charlaron un rato y, después de pagar la carrera y despedirse, el forastero se metió en casa, cerró la puerta y no volvimos a verlo en toda una semana.
Durante ese tiempo su presencia en el pueblo se redujo al resplandor de una luz mortecina prendida en la ventana cada noche –según algunos, hasta bien entrada la madrugada– que mantuvo de paso encendida la intriga en el inquieto corazón del vecindario. Lo que no parece probable es que, como dicen otros, no llegara a salir de casa en todos esos días, pues siempre tuvo la costumbre de pasear un rato por las tardes, y resulta raro, vistas las cosas a posteriori, que entonces no lo hiciera, aunque también parece razonable que nadie alcanzara a verlo, pues, bien por un legítimo deseo de mantenerse apartado, bien por un cierto desorden en sus hábitos, bien por la dificultad, aquellos primeros días, de sincronizarse con los rígidos horarios de Labriegos, tan estrictamente marcados por el sol y el mudable ritmo de las tareas agrícolas, se echaba a la calle a horas intempestivas, a horas en las que la gente dormía, almorzaba, cenaba o permanecía sentada, inamovible, viendo la televisión, horas en las que, salvo por circunstancias del todo extraordinarias, nadie jamás salía de casa y en las que el pueblo permanecía terca, rotunda, obstinadamente desierto.
Mientras tanto, mientras duró la aparente desaparición de los primeros días, el eco revelador de unas palabras dichas por el taxista la mañana en que llegaron se fue desplegando sin trabas por las calles de Labriegos para acallar, al menos de momento, los más elementales interrogantes sobre el recién llegado. Se trataba de apenas dos o tres palabras sueltas que ni siquiera alcanzaban a completar una frase y que, aunque carecían de un sentido evidente y acabado, tal y como fueron contadas por el dueño del bar, que las había atrapado al vuelo en medio de la conversación con el taxista, parecían atribuir oficio al recién llegado, y era tanta la necesidad que los vecinos tenían entonces de saber, de nombrar, de encontrar explicaciones a la inesperada irrupción en el pueblo de aquel extraño, que las palabras, aunque insuficientes, corrieron de boca en boca sin importar demasiado lo que pudiesen tener de cierto, y a la vez, a medida que el rumor prosperaba, el nombre común que envolvía fue ganando consistencia, fue adquiriendo contornos de nombre propio, y de esa manera, cuando, al cabo de una semana, se le pudo volver a ver por la calle, el desconocido se había convertido ya, para los restos, en el Endocrino.
3
Pero aquel no fue, en realidad, su bautismo definitivo, que tendría lugar algún tiempo después, cuando el individuo ya se había adaptado al apacible ritmo de Labriegos y su presencia en las calles se había hecho del todo familiar para sus habitantes.
Superada aquella primera semana de ausencia que tanta inquietud había despertado, enseguida se le comenzó a ver paseando por el pueblo, recorriendo la abrupta orilla del pantano o siguiendo los polvorientos senderos que atraviesan el mosaico de huertas que adorna las orillas del arroyo Enjuto. Solía caminar despacio, con calma, unas veces con la mirada perdida en la inmensidad del paisaje, otras, con la atención concentrada en los detalles más nimios e intrascendentes del entorno, como si tratase de calcular las dimensiones de su recién estrenado escenario o de hacer, por el contrario, inventario de su inconmensurable atrezo. No obstante, pese a su aire concentrado y distraído, a nadie le negó nunca los buenos días, las buenas tardes, las buenas noches, y nunca fue tampoco parco en regalar sonrisas, amplias y francas, que solía aderezar con algún comentario breve, campechano, afectuoso, costumbre que no tardó en suscitar las simpatías de sus nuevos paisanos, que entre ellos ya se referían a él, a sus espaldas y en voz baja, por medio del apelativo antes mencionado, Endocrino, por entonces aún tan provisional que ni siquiera alcanzaba la sólida condición de apodo y que empleaban no con mala intención, sino como una forma de nombrar lo que de otro modo hubiera resultado innombrable o, al menos, difícil de designar en una conversación sin recurrir a enrevesados circunloquios o a demostrativos sospechosamente desdeñosos.
Enseguida adquirió también el forastero la costumbre de, aprovechando el cada vez más frecuente buen tiempo, sentarse a la puerta, o en algún banco de la plaza, o en el poyo de alguna de las casas vacías de la calle Real, buscando a medias el sol, a medias la sombra, para leer un libro, normalmente novelas policiacas o detectivescas que devoraba con evidente placer, y allí se pasaba las horas muertas mientras la gente, deseosa de observar de cerca a aquel raro espécimen de vecino lector, desfilaba con disimulo y sin pausa por delante, lo que puso de manifiesto su portentosa capacidad para saludar a diestro y siniestro y para mantener, incluso, diálogos de compromiso sin perder ni un momento la concentración ni el hilo de la lectura.
En una de esas ocasiones, al levantarse para volver a casa después de una larga sentada, algo tuvo que deslizarse de entre las páginas del libro, puede que un simple papel, tal vez un señalador de lectura, cualquier cosa lo suficientemente liviana como para que el forastero no apreciase el extravío, y fue entonces cuando un niño muy atento –en su doble acepción de observador y servicial– lo recogió del suelo, corrió con él tras su dueño y exclamó con desparpajo sacándole de paso los colores a su madre, «Eh, Endocrino, se te ha caído esto», a lo que, contra todo pronóstico, como pudieron comprobar los pocos testigos que en ese momento había en la calle, el individuo respondió dando las gracias con una sonrisa no sabemos si de confirmación, si de reconocimiento o si, sencillamente, de regocijo, pero que dejaba claro, en cualquiera de los casos, que el inesperado apelativo no le molestaba en absoluto.
El siguiente en llamarlo abiertamente así fue José Luis, el dueño del ultramarinos, que nunca tuvo pelos en la lengua ni reparo en llamar a las cosas por su nombre, y una vez roto el hielo, enseguida comenzaron a hacerlo también Maxi, el del bar, y Petra, su casera, y pronto, visto que respondía siempre de buen grado al sustantivo, acabó siendo empleado sin tapujos por todo el mundo, por los hombres con quienes discutía de política, las mujeres que se encontraba de paseo y los niños que jugaban en la calle, incluso por él mismo, que, según cuentan, una tarde en que se vio atacado por un fuerte dolor de cabeza y sin analgésicos en casa para combatirlo, acudió raudo a la farmacia y, al encontrarse con la puerta cerrada, llamó al timbre con discreta insistencia exclamando en voz alta, «Soy yo, el Endocrino, el Endocrino», ocurrencia con la que no hizo sino apropiarse del apodo para siempre, sin saber aún, en aquellos días, que el nombre se le acabaría revelando –andado paradójicamente el tiempo– como una presunta llamada del Destino.
4
Yo por entonces aún no lo conocía personalmente. Sabía, desde luego, de su existencia, de sus andanzas y de las crecientes simpatías que suscitaba entre mis vecinos, y pude haberlo visto de lejos, en la calle o a través de una ventana, pero no había tenido ocasión de encontrármelo ni de escuchar su voz, que cada vez se dejaba oír más en el pueblo, pues, superada la fase de los comentarios breves y afectuosos, enseguida comenzó a entablar conversación con unos y con otros por la calle, en el ultramarinos o en el bar de Maxi, donde acudía a diario, alrededor del mediodía, a tomarse un vermú mientras le echaba un vistazo reposado al periódico. Hablaba de cualquier cosa, de fútbol, del tiempo, de pesca o de los azares de la agricultura, y, como entonces me contaban y como yo mismo pude comprobar más tarde, ningún asunto le parecía banal. Todos los abordaba con sumo interés, con una curiosidad casi científica que le llevaba a plantear, para intentar comprenderlos del todo, multitud de interrogantes, a menudo preguntas de lo más evidente que efectuaba con tal inocencia y con tantísima falta de pudor que, de no haber sabido que era un endocrino, cualquiera lo hubiera tomado por un perfecto imbécil, opinión que tampoco dejaban de sostener, en realidad, algunos.
Tanto venía oyendo hablar del Endocrino que ya andaba yo con ganas de conocerlo, y si algo puedo asegurar, pese a las habladurías, es que la primera vez que nos vimos, la primera vez que tuve la oportunidad de mirarlo a los ojos y de escucharlo hablar, tuve la certeza de que podía ser cualquier cosa, pero no un imbécil. Fue en el bar, de eso me acuerdo bien. Él solía ir por las mañanas, mientras que yo solo acudía algunas tardes, después de la siesta, a matar el rato con dos o tres partidas de dominó, y con los horarios así, cambiados, parecíamos condenados a no encontrarnos jamás. Pero se sucedieron de repente tres o cuatro días seguidos de mal tiempo, de una lluvia intensa que desaconsejaba andar por los caminos a menos que uno quisiera terminar calado hasta los huesos, y eso obligó al Endocrino a mudar por completo sus costumbres. Por eso una de aquellas tardes, en mitad de la partida, lo vimos aparecer por allí, lento, torpe, cansado, víctima de esa pesada molicie que deja en el hombre activo cualquier encierro prolongado en casa. Dio las buenas tardes, pidió una tónica –bebida anodina, aunque muy socorrida para apuntalar la desgana–, e hizo ademán de abrir el periódico, pero enseguida desistió, harto quizá de leer, harto de todo. Luego anduvo paseando la vista entre las botellas de licores antiguos, por la mustia pantalla del televisor, sobre los ajados anuncios pinchados en el panel de corcho, y por fin, desesperado, se unió al corro de mirones y se dedicó a vernos golpear con saña el tablero de formica cada vez que dejábamos caer, en un lance afortunado, las desgastadas fichas de dominó.
La verdad es que no me acuerdo de si llegó a decir algo aquella tarde. Imagino que no, y que si lo hizo, no resultó lo bastante interesante como para quedar prendido en mi memoria. Lo que sí recuerdo es que, por algún motivo, la partida, insípida y empachosa como todas las nuestras, atrapó su atención, y que al poco de estar allí se le veía mucho más despierto y atento, pendiente no tanto del juego en sí como de la azarosa disposición de las fichas, que en su mente evocaba, tal vez, otro dibujo, otro significado, otro intrincado esquema de relaciones que ni siquiera podíamos llegar a sospechar, y sé que cuando, en un momento dado, mi mirada se cruzó con la suya, descubrí en sus ojos un brillo de lucidez acompañado de una sonrisa de secreta inteligencia, y tuve la seguridad de encontrarme, si no ante un igual, sí al menos ante un ser afín, ante alguien cuyas miras se proyectaban más allá de los difusos límites geográficos y mentales de Labriegos, alguien con quien poder compartir opiniones, experiencias, inquietudes, con quien poder hacer más llevadero el día a día en este pequeño pueblo dejado de la mano de Dios y de los hombres.
No anduve entonces desencaminado, y no tardamos mucho en trabar por fin conversación. No fue aquella misma tarde, y puede que tampoco a la siguiente, pero sí, quizá, la tercera. Lo único que de momento puedo añadir a lo que ya decían mis vecinos, por aquellos primeros diálogos y por tantos otros que vinieron después, es que, aunque pueda sonar paradójico, el Endocrino, pese a ser un gran conversador, era hombre de pocas palabras. Podríamos decir, para tratar de disolver la aparente paradoja, que la cuestión era menos de cantidad que de calidad, que no era tanto que dijera poco –pues, de hecho, hablaba mucho y sin reparos–, como que decía sobre poco, que, dejando a un lado sus circunstancias personales, sobre las que mantuvo siempre una escrupulosa reserva, al conversar con él uno tenía la sensación de que, aun pudiendo abarcar mucho más, limitaba deliberadamente el ámbito de sus opiniones, el perímetro conceptual de sus discursos, como si en cada situación adaptara la hondura de sus consideraciones a la capacidad de su interlocutor, no tanto –al menos esa fue la sensación que tuve estando con él– por piedad hacia el prójimo sino como un modo de supervivencia, de adaptación al medio, a un medio, como el de Labriegos, en el que ni siquiera en la escuela, en la iglesia o en la farmacia, únicos enclaves de los que, de entrada, cabría esperar expresiones de un mínimo rigor intelectual, hubiera podido encontrar a nadie capaz de acompañarlo por los intrincados vericuetos de sus reflexiones, que, por lo general, salvo por algunas contadas, discretas excepciones, jamás llegó a exponer en público, reservándoselas para el ámbito privado y manuscrito de sus cuadernos, unos cuadernos a los que tan solo mucho tiempo después, al cabo de una rocambolesca sucesión de hechos confusos, extraordinarios y contradictorios que nunca he llegado a comprender ni a creer del todo, yo mismo acabaría por tener acceso.
5
Debido a esa prudente necesidad de adaptarse al medio, o movido quizá, sencillamente, por el excepcional interés que siempre parecieron suscitar en él todas las cosas, hasta las más triviales, durante algún tiempo, en sus primeras semanas en Labriegos, se dedicó a conocer de cerca las tareas agrícolas. Aparecía por los huertos sin previo aviso, daba los buenos días o las buenas tardes, intercambiaba dos o tres frases de cortesía con el labriego de turno y enseguida se echaba a un lado, donde menos creyera estorbar, para observar durante largo rato, con extrema atención, las labores del hortelano. Luego, no siempre, cuando el que fuera paraba un rato a descansar o le ofrecía un poco de conversación, el Endocrino aprovechaba para hacer alguna pregunta relacionada con el huerto, ya fuera sobre la orientación y profundidad de los surcos, sobre la distancia entre las plantas o sobre el número de semillas que depositaban en cada agujero en el suelo al sembrar, y al recibir la respuesta se quedaba asombrado, mirando muy de cerca los terrones desnudos, como si fuera capaz de imaginar sobre ellos, ya crecidas, tomateras, pimenteras o plantas de maíz. La verdad es que al principio los campesinos lo recibían con extrañeza, casi con desconfianza, pero no tardaron en sentirse halagados por su amabilidad y su sincera admiración, tanto que muchas veces eran ellos mismos los que lo abordaban, nada más verlo llegar, con explicaciones pormenorizadas sobre cualquier asunto que tuviera que ver con la siembra, explicaciones que el Endocrino recibía siempre con entusiasmo, planteando nuevas dudas con las que poco a poco iba ampliando su hasta entonces ralo conocimiento de los quehaceres del campo.
Tanto era el interés que parecía mostrar el forastero por la preparación de la tierra, la siembra o la elaboración de semilleros, que más de un vecino se ofreció a cederle gratis un pedazo de tierra para que, aprovechando todo el conocimiento que iba adquiriendo, pudiera sembrar su propio huerto, pero él declinó gentilmente tan generosas ofertas diciéndose más teórico que práctico, más dado al razonamiento y a la elucubración que al trabajo físico, y no por pereza o por falta de ganas, sino debido a una insuperable torpeza natural que conducía sin excepción al desastre cualquier empeño que implicase el uso directo de las manos, lo que, de todos modos, tampoco fue nunca obstáculo para que echase a sus vecinos una de esas torpes manos si, para algún trabajo concreto, su fuerza resultaba necesaria.
Sucedió entonces, cuando ya llevaba varias semanas en el pueblo, que una mañana temprano, en una de aquellas frecuentes expediciones, fue a parar al huerto de un vecino llamado Luis Perneras que, entre insultos y blasfemias, lamentaba a voz en grito la muerte de una gallina. Extrañado por tan exagerada aflicción, excesiva para la muerte de una simple ave, el Endocrino preguntó qué había sucedido y el buen hombre le contó que desde hacía algo más de dos semanas no dejaban de desaparecerle animales, y que indefectiblemente, cada vez que eso sucedía, lo único que acababan por encontrar era el sucio amasijo de plumas y sangre que señalaba el lugar donde la alimaña, con toda probabilidad alguna zorra, se había dado el banquete. Para más inri, prosiguió luego el vecino, cuando, a partir de un determinado momento, y mientras daban con la zorra asesina, decidieron dejar día y noche encerradas las aves en el gallinero, el bicho se acabó dando maña de entrar dentro y allí mismo, con todo el descaro, se dedicaba a devorarlas cada noche. Así las cosas, tanta era la merma que venía provocando el hábil depredador en el gallinero, que Perneras y su familia se estaban planteando vaciarlo y llevarse las pocas gallinas que aún les quedaban a algún lugar seguro en el pueblo, al menos hasta que desapareciese del todo la amenaza de la zorra.
Según ha contado en numerosas ocasiones Luis Perneras, el forastero escuchó con atención su indignado relato, y nada más terminar, sin decir palabra, comenzó a inspeccionar con minuciosidad el gallinero y a recorrer todos y cada uno de los lugares en los que, según le indicó, habían ido apareciendo las gallinas muertas. Luego, después de esa primera inspección, le hizo dos o tres preguntas sobre fechas, horas y detalles concretos y sin más, sin revelar cuál era su propósito, se marchó. No contento con eso, anduvo merodeando por el huerto varias mañanas seguidas, también alguna tarde, y hay quien no descarta que acudiera también por la noche para acechar la criminal llegada de la zorra. Dos veces tuvo además esos días ocasión de examinar de cerca los restos de nuevas gallinas muertas, y dice Luis Perneras que en las dos lo hizo muy concentrado, en cuclillas, sin moverse ni despegar siquiera los labios, limitándose a coger del suelo, con infinito cuidado, alguna pluma suelta y a observarla al trasluz, sujetándola delicadamente con las yemas de los dedos, como si temiera dejar impresas sus huellas dactilares o impregnarlas de su olor. El vecino, desde el principio escéptico, desconfiaba del provecho de semejantes exámenes, que achacaba a un exceso de cine, televisión o lecturas policiacas, y, de hecho, más de una vez habló de ello entonces, no sin guasa, en la tertulia del bar de Maxi, pero lo cierto es que, como al final reconocería Perneras arrepentido por su falta de fe, algo tuvo que ver el Endocrino, algo tuvo que encontrar que ellos no hubiesen encontrado antes, alguna marca, alguna huella, algún minúsculo resto de pelo animal, porque pasados tres o cuatro días, cuando ya solo quedaban en el huerto cuatro o cinco ponedoras, el forastero apareció e informó sucintamente al propietario de que, aunque no había dado con la zorra, acababa de descubrir a la sombra de una higuera, a orillas del arroyo Enjuto, a un perro vomitando plumas blancas. Se trataba, según se supo después, de un perrillo sin dueño que había aparecido por Labriegos el verano anterior. Los muchachos de Mariano, un vecino que vivía en Madrid y pasaba las vacaciones con la familia en el pueblo, se habían encariñado con él, porque era dócil y juguetón, y el perro se había quedado con ellos porque le daban de comer, pero el verano se pasó enseguida y los muchachos volvieron a Madrid dejando de nuevo al perro solo y sin amo. Al principio todavía se le vio algunas veces por allí, cada vez más flaco y desmejorado, mendigando algo de comida, hurgando entre la basura o disputándole, con más pena que gloria, el hueso a algún otro animal, pero para cuando llegó Navidad y los de Mariano preguntaron por él, hacía tiempo que había desaparecido. Todo el mundo lo dio entonces por muerto, cuando, en realidad, debía de andar por el monte, afinando sus dotes de cazador, como dedujeron a toro pasado los vecinos, que acabaron imputándole al pequeño cimarrón otros crímenes no menores, aunque anteriores, eso sí, a la sádica carnicería del huerto de Luis Perneras. Fuesen o no auténticos sus delitos, lo cierto es que la mañana en que el Endocrino dio con él se acabaron para siempre sus fechorías, pues esa misma tarde, escopeta en mano, Luis Perneras se encaminó al arroyo dispuesto a solucionar de una vez el problema, y de ese modo, gracias a las atinadas pesquisas del forastero, despareció de Labriegos aquel perro, depredador sobrevenido, al que unos niños, creyéndolo su amigo para siempre, habían decidido llamar, en honor al mes de tan feliz encuentro, Julio.
6
El caso del perro Julio, por sonado, por el aliviado entusiasmo con que lo propagó por todas partes el bueno de Luis Perneras, dio por vez primera a conocer, entre los vecinos de Labriegos, las extraordinarias aptitudes detectivescas de nuestro Endocrino, pero, aunque apenas nadie parezca recordarlo, el forastero había dado muestras de su enorme capacidad deductiva mucho antes, al poco de llegar al pueblo, cuando un hombre vino a denunciar en el puesto de la Guardia Civil la desaparición de su hijo.
Lo recuerdo porque yo había llegado a conocer al muchacho. Se trataba de un chico joven, llamado Mateo, que había andado recabando información semanas atrás para un trabajo de fin de carrera en torno a la construcción de la presa del Cárdeno y que se había alojado en la pensión de mi sobrina Beatriz. Luego había regresado unos días a su casa, en Madrid, antes de desaparecer, y su pista, que pasaba por Ochavia, parecía perderse del todo en Labriegos, adonde, según uno de los pocos testigos que habían podido dar cuenta de él, habría manifestado su deseo de volver para hacer una visita. Aunque todo apuntaba a que el muchacho sí se había marchado de Ochavia, nada demostraba que hubiera venido a parar al pueblo, pues nadie lo había vuelto a ver ni se había hallado tampoco nada que permitiera, de otro modo, acreditarlo. Aun así, aunque la pista de Labriegos era más bien vaga, era la única existente, y pronto comenzaron, al principio sin muchos medios ni mucho entusiasmo, las pesquisas.
Pese al secreto del sumario, el asunto trascendió enseguida, y dado que la desaparición era el acontecimiento más grave que había sucedido en Labriegos en muchos años, se convirtió durante semanas en el tema estrella. En el bar, por las tardes, no se hablaba de otra cosa. No pasaba un día sin que llegara alguien con nuevas noticias, con nuevos rumores, con sospechas que enseguida suscitaban el diálogo, el debate, el desvarío, que acababa con todos los parroquianos lanzando al aire opiniones cruzadas, a voz en grito, que nadie alcanzaba por completo a comprender. Mientras, el Endocrino permanecía callado en un extremo de la barra, parapetado tras las páginas del diario regional, visiblemente tenso pero callado, hasta que una tarde, después de muchos días escuchando hipótesis y conjeturas disparatadas, harto de tantas voces y de tanta palabrería, entró por fin al trapo y, después de refutar las teorías una por una con buenas razones, tras un prolongado trago de cerveza, expuso su propia versión de los hechos con una vehemencia y una exactitud que condenaron al silencio a todos los asistentes. El desaparecido, dijo, se encontraba en el interior de su coche, que, a su vez, debía de estar aparcado bajo las aguas del pantano del Cárdeno, al que habría ido a parar por un terraplén, y no por accidente. A la incrédula pregunta de por qué, entonces, no se había hallado ninguna pista, ninguna marca en la carretera, y de cómo pudo haber caído al agua sin llevarse por delante el quitamiedos, el Endocrino respondió que marcas sí había, de neumáticos, que demostraban que el vehículo había arrancado con un fuerte acelerón antes de dar el salto definitivo al vacío, y que si no había llegado a destrozar ningún quitamiedos había sido, sencillamente, porque no los había, pues el individuo no se había arrojado al embalse desde la carretera nacional.
Según uno de los muchos rumores que la desaparición del muchacho había desatado en Labriegos, una tarde, a mediados de febrero, un coche blanco había permanecido aparcado un buen rato al borde de la carretera, en una amplia curva que mira sobre el pueblo, y aunque la distancia no había permitido distinguir marca o modelo, sí se había podido ver, durante algunos minutos, una figura presuntamente masculina apoyada contra la puerta del copiloto, contemplando Labriegos desde lo alto. El rumor resultaba demasiado vago y era sospechoso, además, de oportunista, por ser su mentora una mujer locuaz y excéntrica, con excesivo afán de protagonismo, a la que nadie prestaba de ordinario demasiada atención, pero el Endocrino, quizá por ser forastero y estar menos condicionado por los prejuicios locales, quiso seguir la pista y una mañana, dos o tres días antes de aquella reveladora tarde en el foro del bar Maxi, se alejó a pie un par de kilómetros por la nacional en dirección a Ochavia, hasta el lugar donde Labriegos se oculta para siempre a la vista del viajero. Al pasar fue deteniéndose en cuantas curvas se asomaban sobre el pueblo con la esperanza de encontrar sobre el arcén alguna pista consistente, un paquete de tabaco, una caja de cerillas o un papel que milagrosamente no se hubiera llevado el aire y que tuviese, anotado, por ejemplo, un nombre, un número de teléfono, una dirección, buscando, a fin de cuentas, cualquiera de esos objetos en apariencia insignificantes pero que en aquellas novelas policíacas que tanto le gustaba leer acababan por sostener todo el peso de la trama. El Endocrino hizo y rehízo el recorrido varias veces, revisó el quitamiedos en toda su extensión, se asomó aquí y allá sobre el pantano pensando, como muchos, que el coche se había despeñado, pero nada halló, y fue al pasar por tercera o cuarta vez por el acceso a una pista que, como luego supo, servía para el mantenimiento de los canales de regadío, cuando sintió la corazonada, ese golpe de suerte, ese arrebato de irracionalidad que tan solo sufren los buenos detectives, los detectives capaces de suplir la miopía con un buen olfato. Echó entonces a andar por el camino y, tras recorrer poco más de un kilómetro, dio con lo que en principio no buscaba, la precipitada impresión de los neumáticos sobre el cemento, la violenta dentellada en la hierba a mitad del terraplén y el reguero de pequeños fragmentos de plástico y vidrio diseminados hacia abajo, a lo largo de cerca de treinta metros, hasta alcanzar el agua.
La Guardia Civil, que entretanto había ido atando cabos que situaban, ya sin ningún género de duda, al muchacho en Labriegos antes de su desaparición, no tardó en encontrar también el lugar, y pronto aparecieron las zódiacs, los buzos y las sondas alterando la paz del pequeño mar que dibujaba el río Cárdeno contra la presa y confirmando de paso las tesis del Endocrino, que opinó entonces también, mientras se prolongaban las jornadas de búsqueda infructuosa, que las corrientes, empujadas por las fuertes lluvias y por la enorme cantidad de agua que habían soltado aquel invierno, probablemente habrían arrastrado el coche, que se habría detenido al chocar con el muro de hormigón, eso si no se había encontrado antes, de camino, con algún otro obstáculo lo bastante sólido como para retenerlo, cálculos estos que acabarían revelándose atinados meses más tarde, una vez transcurridos el misterio y la catástrofe, cuando ya habían pasado demasiado tiempo, demasiada incertidumbre y demasiada desgracia como para que nadie en el pueblo pudiese recordarlo.
7
Quizá por eso, porque la confirmación total de sus sospechas solo tendría lugar muchos meses más tarde, su verdadera consagración como detective rural no tuvo lugar entonces, ni luego, con la captura del perro cimarrón, sino varias semanas después, a finales de abril, en ocasión mucho más renombrada, durante la romería de la Virgen de las Jaras, la más popular de las fiestas de Labriegos, que se celebra cada año el tercer domingo de Pascua en torno a una blanca, minúscula ermita levantada en mitad de la dehesa, al abrigo de una colina desde la que se domina la vasta explanada sobre la que se desparraman las calles y casas del pueblo y que desemboca, allá a lo lejos, en la desmesurada orilla del embalse del Cárdeno.
La víspera de la fiesta, como todos los años, los labriguenses habían conducido en devota y cantarina procesión a su patrona desde la iglesia del pueblo hasta la ermita, donde la habían depositado con mimo en su humilde altar, adornado por centenares de jaras que inundaban la exigua nave de un aroma dulce y pegajoso. Luego, como es tradición, habían celebrado la eucaristía y, de regreso, al sentir en la nariz la humedad de unas finas y cada vez más persistentes gotas de lluvia, se habían preguntado preocupados si el cielo no les estropearía la tan esperada jornada campestre. Alertados, apretaron el paso y el chaparrón cogió a los contrariados fieles en casa. Por fortuna la cosa fue breve y al día siguiente amaneció un sol espléndido que a media mañana había secado por completo la hierba, los árboles y buena parte de los charcos, dejándolo todo listo, a pesar de la lluvia, para la fiesta. Para entonces ya habían comenzado a ocupar sus lugares de costumbre los primeros romeros con sus tinglados metálicos, sus cuerdas contra el viento y sus lonas de colores, y poco a poco los vecinos fueron colonizando los alrededores de la ermita y fueron apareciendo las tortillas, las cervezas, los filetes empanados, las desmesuradas garrafas de sangría.
Todo fue transcurriendo como de ordinario hasta que un par de horas antes de la misa la guardesa acudió a la ermita para prepararlo todo y, para su sorpresa, que casi culmina en soponcio, al abrir la puerta no halló dentro ni rastro de la imagen. Enseguida acudieron en tropel cuantos oyeron su atormentada llamada de auxilio y no tardó en juntarse una multitud que pudo comprobar, horrorizada, que la patrona había desaparecido sin dejar rastro y sin restos de violencia en la puerta, las ventanas o el tejado del minúsculo templo. Andaba todo el mundo revuelto, las mujeres, afligidas, rezando el rosario, los hombres, graves, organizando batidas desesperadas, los niños, excitados por la novedad y por la repentina irrupción en Labriegos del misterio, corriendo de un lado a otro, escuchando atentos, reuniendo pistas, cuchicheando, cuando aparecieron, saltando entre las peñas colina abajo, dos muchachos que una hora antes, aprovechando el desconcierto, se habían perdido en busca de nidos, lagartijas o tesoros y que regresaban anunciando a voces la buena nueva, el feliz hallazgo en medio del monte, entre las jaras, de la venerada imagen de la Virgen.
De inmediato se organizó una tumultuosa procesión que comenzó a remontar a toda prisa un estrecho sendero que zigzagueaba, caprichoso, hacia arriba entre hierbajos y a la que siguió de cerca el Endocrino, que por allí andaba, de romería, tras aceptar la amable invitación de Petra, su casera. Pasados veinte o veinticinco minutos de fatigosa caminata se escucharon los primeros gritos exaltados de «¡Milagro! ¡Milagro!» procedentes de la cabeza del pelotón. Trabajo le costó entonces a nuestro hombre abrirse paso hasta la pista central del prodigioso hallazgo, y cuando quiso llegar, se encontró con varias filas de individuos arrodillados, extasiados, rezando atropellados avemarías e improvisando las primeras loas a la milagrosa Virgen, que allí se encontraba, ante ellos, plantada en el suelo, entre las jaras, iluminada por un certero rayo de sol y despidiendo un fulgor de paz y beatitud que a cualquiera menos incrédulo que el Endocrino le habría hecho tomar seriamente en consideración la posibilidad del misterio, del milagro, de la siempre controvertida aparición mariana. Escéptico como de costumbre, el Endocrino comenzó enseguida a husmear por el que consideró, desde el principio, como posible escenario de un crimen, apartando con amabilidad a los romeros para examinar al suelo antes de que las pisadas estragasen del todo cualquier vestigio. Luego reconoció de cerca la talla bajo las miradas desconfiadas e interrogantes de los presentes, y por fin se alejó silencioso cuesta arriba por el sendero sin despegar la mirada de la tierra, como un auténtico sabueso. Un par de horas más tarde, después de haberse celebrado la misa en honor de la patrona en el lugar de la aparición, cuando párroco y parroquianos aún debatían si era oportuno o no levantar sin orden gubernativa el cuerpo de la Virgen, lo vieron aparecer de nuevo por el otro lado, procedente de la ermita, la fiesta y los tinglados.
Una vez finalizado el debate, se trajeron las andas, devolvieron la estatua a la ermita, la gente se marchó a comer y se dejaron, por el momento, abiertos unos interrogantes que el Endocrino se encargó de cerrar un rato después bajo el toldo de su casera, entre bocados de pan y chuletas de cordero, al contar, como quien no quiere la cosa, que en el terreno pisoteado por los piadosos romeros había encontrado pañuelos de papel manchados de barro, y que había apreciado también salpicaduras de lodo sobre el manto y el cabello de la Virgen, que presentaba, además, una pequeña abolladura en su parte posterior. Un poco más adelante, siguiendo el sendero, dijo haber descubierto también en el suelo unas curiosas dentelladas seguidas de una extensa mancha de aceite casi absorbida por el terreno, y describió cómo en ese preciso lugar arrancaba una greca interminable con el patrón cuadrangular de los neumáticos de una moto de cross, impresa, con toda probabilidad, la noche anterior, tras el chaparrón, sobre la tierra húmeda, y cómo, siguiendo esa pista, tachonada de restos de aceite cada vez más espaciados, había llegado, dando, eso sí, un largo rodeo, hasta la puerta cerrada de un antiguo secadero de tabaco propiedad de la guardesa. Atando cabos y movido por otra corazonada –concluyó rebañando una chuleta de cordero, cuando hacía rato que el resto de comensales, silenciosos e intrigados, habían dejado de masticar y permanecían expectantes, con las chuletas en vilo y la boca abierta–, bajó hasta el pueblo, anduvo merodeando por las calles desiertas tratando de hacerse el encontradizo y acabó dándose casi de frente con el hijo de la guardesa, que salía de casa, lo que le permitió distinguir, sobre su rostro, sobre sus manos, sobre sus brazos, marcas recientes de arañazos que ponían en evidencia, por fin, quién había perpetrado el robo.
Se trataba de un muchacho de veintidós años enganchado a la droga que esa misma tarde acabaría por confesar el crimen después de que su madre hallara, oculta en el secadero, la moto averiada y, en casa, una camisa y unos pantalones desgarrados y cubiertos de tierra tendidos a secar tras ser lavados con más bien poca maña. Al parecer, la víspera, entrada la noche y después de escampar, el chaval le había birlado a su madre la llave de la ermita, había llegado hasta allí en moto siguiendo la pista hormigonada y había abierto sin problemas la puerta de entrada y sustraído la talla con intención de venderla. Entonces se encontró con que la imagen pesaba más de lo esperado, y como las cuerdas que había llevado no parecían lo bastante resistentes para amarrarla y llevarla de paquete en la moto, como había sido su propósito, no le quedó otro remedio que mudar a la Virgen de posición, ponerla de espaldas contra el eje del manillar y atarla como buenamente pudo, pasando varias veces la cuerda bajo el depósito de combustible, confiando en que de esa manera podría sujetar con los brazos los vaivenes del santo bulto. Una vez dispuesta la Virgen, se puso en marcha con el objetivo de, siguiendo la enrevesada red de senderos de tierra, que conocía a la perfección gracias a interminables tardes de motocross, salir a la carretera de Aldeacárdena sin atravesar Labriegos y conducir a toda velocidad hacia Pomares, derecho al barrio de San Damián, donde sabía que podía encontrar pronto y sin problemas un seguro comprador. Sin embargo, bien por el peso de la estatua, bien porque el terreno estaba húmedo y resbaladizo, bien porque el piloto, en un momento dado, se emocionó y se puso a correr más de la cuenta o, como afirma más de un vecino, gracias a la intervención divina, cuando no había recorrido más de un kilómetro desde la ermita, la moto patinó, se desbocó, saltó un pequeño montículo y los tres, conductor, vehículo e imagen sagrada, aterrizaron aparatosamente sobre el suelo. En esas circunstancias, viendo que, después de intentarlo varias veces, la moto no arrancaba y que resultaba del todo imposible arrastrarla hasta el secadero a pie y cargando, además, con el peso de la Virgen, el chaval no tuvo más remedio que abandonar a su suerte la escultura, si bien, antes de emprender el regreso, como acto, según él, de contrición –o quizá, más bien, para tratar inútilmente de borrar sus huellas– la limpió lo mejor que supo con unos kleenex, que era lo más digno que tenía a mano, y la depositó en azarosa majestad al borde del camino, entre las jaras.
Para cuando, a media tarde, los detalles de la confesión del muchacho –al que, por cierto, nadie llegó luego a denunciar por consideración a su desventurada madre– alcanzaron la explanada de la romería, todo el mundo conocía de sobra las atinadas pesquisas del Endocrino, y cuando, al caer el sol, después de desmontar sombrajos y recoger manteles, tumbonas, sillas y mesas plegables, los vecinos regresaron a casa, lo hicieron aún excitados, impresionados por la increíble sagacidad del forastero y, al tiempo, secretamente decepcionados por el frustrado milagro de la Virgen, sin reparar en que el verdadero prodigio había tenido lugar la noche anterior, cuando, al resguardo de la luna nueva, nuestra Patrona había andado haciendo motocross entre las jaras.