COLECCIÓN AMÉRICA
EL
GUARDIÁN
DE LA
CALLE
ÁMSTERDAM
Primera edición en español: 2014
D.R. © Sergio Schmucler Rosemberg
D.R. © Elefanta del Sur, S.A. de C.V.
D.R. © 2014, Elefanta del Sur, S.A. de C.V.
Tamaulipas 104 interior 3,
Col. Hipódromo de la Condesa
C.P. 06170, México, D.F.
Director de la colección: Emiliano Becerril Silva
Ilustración de portada: Ana Bellido
Diseño editorial: Tres laboratorio visual
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@ElefantaEditor
ISBN: 978-607-9321-07-9
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IMPRESO EN MÉXICO | PRINTED IN MEXICO
EL
GUARDIÁN
DE LA CALLE
ÁMSTERDAM
SERGIO SCHMUCLER
POR MUCHAS RAZONES ÁMSTERDAM NO ES UNA CALLE cualquiera. La más notoria, como se puede ver en el plano de páginas adelante, es su trazo circular.
En cuanto a la elección de su nombre, una cosa es lo que dicen los documentos oficiales y otra lo que se desprende de la lectura de Apuntes para una historia del urbanismo, editado en 1942, de Carlos Guzmán Elorza, un arquitecto cuyo mayor mérito no está vinculado a la actividad profesional —sólo el diseño de tres edificios de cuatro pisos ubicados en la zona norte de la ciudad llevan su firma—, sino al hecho de haber sido un meticuloso coleccionista de comentarios, notas periodísticas y cartas relacionados a la memoria de una de las etapas de mayor expansión urbanística de la Ciudad de México.
Ámsterdam se encuentra en el predio que a principios del siglo pasado utilizó el Jockey Club para construir un hipódromo. Allí se encontraban los fines de semana las mujeres y los hombres más elegantes de la ciudad. Ahí, bajo la sombra del enorme techo que cubría su palco de honor, pasaron cosas muy importantes para la vida del país.
Por ejemplo: el día que lo estaba inaugurando, el General Porfirio Díaz, que esa mañana se había vestido con el uniforme de gala y había arreglado con extremo cuidado el peinado de su bigote, tuvo la siguiente conversación con uno de sus hombres de mayor confianza, cuando lo vio llegar, agitado y con el rostro descompuesto.
—¿Qué sucede, Pascualito?
—Disculpe que lo moleste General, es que vino mi compadre Gumaro de allá de su tierra y me trajo malas noticias.
—Dime.
—Parece que están preparando una revuelta.
—Que hagan lo que quieran... no será ni la primera ni la última que tengamos que enfrentar. ¿O ya te olvidaste?
—No mi General.
—(...)
—(...)
—El norte está muy lejos, Pascualito.
—Sí mi General, está muy lejos.
—(...)
—(...)
—¿Y para cuándo la están planeando?
—Quesque para noviembre mi General. ¿Quiere saber lo que andan cantando?
—A ver, dime.
—Yaqui Yaqui Yaqui / Ya está lloviendo en el cerro / Ensíllenme mi caballo / Yo ya me voy con Madero...
En ese momento los caballos se acercaban a toda velocidad al disco de llegada y los gritos de la concurrencia interrumpieron el canto. El General volteó a verlos e hizo un gesto de desagrado.
Además de ser el gran perdedor del primer derby que se disputaba en el nuevo hipódromo, esa mañana al General se le empezó a atorar en la garganta la espina que lo iba a terminar ahogando doce meses después, cuando la revuelta de la que le comentó uno de sus mejores hombres terminó convirtiéndose en una revolución que, montada en cientos de caballos menos elegantes que los que corrieron ese día por la pista, galopó por todo el país haciendo suficiente escándalo como para obligarlo a subirse a un pequeño buque rumbo al destierro.
Cinco años después, mientras los caballos de la revolución seguían levantando polvaredas intentando demostrar que el país podía tener otro destino, y mientras el General Díaz se iba muriendo acosado por mil pesadillas en la habitación principal de una casa de París, los que no querían saber nada de los bandoleros y sus ganas de inventar un país diferente, volvieron a utilizar el hipódromo, pero ahora para hacer carreras de autos, y entonces corrieron por su óvalo de tierra bólidos de motores Ford y llantas Firestone, hasta que el dos de septiembre de mil novecientos diecisiete uno atropelló a tres curiosos que se habían metido en la pista, y los hizo volar por el aire de tal manera que, cuando regresaron al piso, se habían vuelto cadáveres.
De todos modos, tantos fueron los autos y caballos que corrieron una y otra vez sobre la pista, que dejaron sus huellas firmemente impresas; y algo había que hacer con ellas, y los arquitectos e ingenieros que se ocuparon años más tarde del asunto, cuando habían quedado atrás Díaz, Villa y Zapata, y la mayoría de los que antes apostaban su riqueza en las patas de los pura sangre, decidieron usarla para hacer negocios y levantar miles de casas con cemento Portland; pensaron que lo mejor era hacer sobre esa pista de carreras una calle, y a su alrededor una colonia residencial que fuera la imagen del nuevo México, de la Modernidad y la Democracia y la Revolución.
La idea era hacer una calle circular, aprovechando la curva de la pista que miraba hacia el sur de la ciudad. Pero un error de cálculos, y el exceso de celo profesional del contador en jefe del proyecto, terminó por darle a la calle Ámsterdam la forma de una elipse, y como a nadie le gustó reconocer que tuvieron que modificar los planos por un error se ocultó la verdad, diciendo que desde un principio se había pensado utilizar la pista del hipódromo para trazar la calle principal de la nueva colonia.
Fue el arquitecto S.E. quien propuso la modificación, cuando estaba a punto de estallar un escándalo.
Un mes antes de iniciar los trabajos, la empresa fraccionadora había firmado un contrato con Maderas de Zitácuaro S.R.L., en el que se estipulaba que le pagarían, por su participación en el proyecto, con cuatro lotes de la primera etapa y con la casa donde funcionarían las oficinas. El problema fue que a esa casa la construyeron en el centro del óvalo del hipódromo, levemente recargada hacia el sur, con lo que se hacía imposible cerrar el círculo que sería la calle sin demolerla.
Cuando se dieron cuenta, trataron de negociar con el dueño de la empresa de Zitácuaro ofreciéndole otra casa a cambio, pero no aceptó, porque de no cumplirse el contrato, el castigo estipulado era muy conveniente para él.
En ese momento se desató una violenta disputa entre el responsable del proyecto y el contador, que amenazó con renunciar si no se cumplía con lo pactado, porque eso equivalía a modificar drásticamente los debes y haberes en sus impecables cuadernos contables, y él no estaba dispuesto a que eso sucediera, entre otras cosas porque su reputación hubiera quedado en entredicho... y la renuncia del contador, a su vez, hubiera puesto en entredicho la seriedad de la fraccionadora, y poner en entredicho la seriedad de la fraccionadora, a su vez, hubiera puesto en entredicho el proyecto del presidente municipal de la ciudad, y la prensa opositora se hubiera permitido cuestionar el Plan de Desarrollo Urbano que estaba hecho, para esos periódicos opositores, notablemente a favor de los fraccionadores privados, y el problema podría inclusive haber tocado al mismísimo Presidente del país, por el especial buen trato que tenía con ciertas empresas, como por ejemplo con la que producía el cemento Portland para esos proyectos, a la vez muy oportunamente apoyada por algunas compañías petroleras, que veían con buenos ojos el desarrollo de más calles, que requerirían de asfalto para que los autos pudieran circular mejor, porque circular mejor quería quizás decir que la gente compraría más autos... y por suerte para petroleros, cementeros, fabricantes de autos, gobernantes y fraccionadores nada de eso ocurrió porque al arquitecto ya mencionado se le ocurrió sugerir que podía modificar el diseño de la calle, respetando el trazo original de la pista por donde habían corrido caballos y autos, estirando así el círculo imaginado, evitando de tal manera la casa donde funcionaban las oficinas.
De todos modos, no fue el dueño de la empresa michoacana quien se quedó con ella sino el señor Galo Epifanio González, a quien se la terminaron dando como indemnización después de que perdiera una pierna en el trabajo.
La intrincada suma de acontecimientos expuestos hasta aquí dio por resultado que un simple carpintero acabaría siendo propietario de un inmueble en la zona residencial más elegante de la ciudad, a pesar del disgusto de los accionistas del proyecto, que nada pudieron hacer para impedirlo.
Por último, sólo me resta agregar que Galo Epifanio González apenas disfrutó la casa durante poco más de un año, porque falleció a causa de una gangrena. El que se quedó con ella fue su heredero, un sobrino que había sido su aprendiz, y que cuando creció tuvo un hijo al que le puso el primer nombre de su tío, a manera de agradecimiento y homenaje póstumo.
De Galo, el hijo de aquél carpintero que recibió la herencia, y de la elíptica calle Ámsterdam, es la historia que se contará en las siguientes páginas.
Un león ciego y monótono camina junto a la cama.
—¡Mamá!
Silencio.
Un rugido. Los ojos bien abiertos y otra vez el grito.
—¡Mamá!
El que se acerca es su padre.
—Ahorita regresa su mamá. Siga durmiendo mientras yo termino.
Galo se voltea hacia la pared y cierra los ojos. Un momento después el león vuelve a rugir: ciego, hiriente y monótono.
Ahora puede sentir el olor a resina que llega desde el patio. Se incorpora en la cama para mirar. El padre tiene la pierna izquierda sobre la madera que está apoyada en una pila de tabiques, mientras con la mano derecha controla firmemente un serrucho que baja y sube y baja y sube haciendo que el león ruja, monótono, aburrido, enceguecido e hiriente.
Galo huele la habitación. El olor a resina se mezcla con el kerosene de la estufa que su mamá usó hace poco para calentar leche. Afuera, en el patio, su padre termina de cortar.
Ahora usa el cepillo. Ahora usa la lija gruesa. Ahora encola y clava con martillazos secos. Ahora llama con un grito a Galo.
—¡Venga al patio!
Galo se levanta y sale de la habitación. Llega junto a su padre. Mira la pequeña silla que tiene en las manos. El padre camina hasta el fondo, donde hace una semana la madre plantó una buganvilia y junto a ella coloca la silla.
—Ahí se va a sentar para ver cómo trabajo. A ver si algún día aprende a ser carpintero.
Por alguna razón quizás vinculada al león que lo había amenazado en el sueño, pero sin saberlo, Galo le contesta a su padre de la siguiente manera:
—No quiero ser carpintero.
El padre se sorprende.
—¿Y entonces qué quiere ser?
Galo no contesta. Hasta ese momento no sabía que debía querer ser algo.
—Será carpintero, o no será nada —le dice el padre dándole la espalda porque va al baño a lavarse el cuerpo, y Galo se sienta por primera vez en la silla.
Desde allí puede ver todo el patio y el zaguán que da a la calle. También puede ver, a su izquierda, la puerta de la habitación donde duermen los tres, y la cocina. A la derecha están los dos cuartos que usa el padre para guardar las herramientas y las maderas. Entre los cuartos y el zaguán está el baño.
A su lado la buganvilia es un palo que parece seco, amarrado a la pared con un hilo delgado unido a dos clavos. La planta y él tienen la misma altura.
Galo se dio cuenta que su papá tenía razón: sería carpintero o no sería nada.
Desde ese día Galo empezó a sentarse todas las mañanas en la silla, después de tomar un vaso de leche tibia y comer una torta de tamal que su mamá le preparaba antes de irse a su puesto en el mercado.
El padre desayunaba café y pan dulce. Después se quitaba la piyama y se ponía su uniforme de trabajo: camisa blanca y pantalón negro. Un lápiz, ovalado, rojo de un lado y azul del otro, apoyado sobre la oreja izquierda. En la bolsa trasera del pantalón guardaba el metro rebatible de madera anaranjado. En la de la camisa una pequeña libreta donde anotaba las medidas de los muebles que iba a hacer y el pequeño paquete de cigarros sin filtro junto a los cerillos.
Era un hombre alto, de espaldas anchas y tenía un pequeño bigote muy bien recortado que nunca alcanzaba las comisuras de los labios.
Si no soy carpintero tampoco voy a ser como él, pensó Galo mientras su padre prendía la radio y esperaba que se calentaran los bulbos y, justo en el momento en que se escuchaba la voz de Toño Bermúdez, colocaba la primera madera sobre la pila de tabiques, tomaba el serrucho con la mano derecha y empezaba a cortar.
Para Galo la guerra que estaba empezando en Europa tenía olor a resina, y el ruido de los tanques y los aviones que según Toño Bermúdez invadían una por una las ciudades y los pueblos de un país que se llamaba Austria y después de Checoslovaquia, y que él no sabía ni siquiera que existían, era el monótono e hiriente rugido que llenaba de aserrín el piso y a veces el aire del patio.
Veía el brazo derecho del padre hacer bajar y subir y bajar y subir el serrucho, y había visto en una revista que un señor, con el mismo bigote que su padre, bajaba y subía el brazo derecho hacia el cielo y millones de hombres y mujeres delante de él hacían lo mismo, y eso pasaba en otro país de nombre raro, mientras aquí en México el señor Presidente también tenía bigote, pero a pesar de eso siempre decía que el que estiraba el brazo en la revista era su enemigo y había que detenerlo, porque de lo contrario el mundo iba a terminar bajo sus botas y sus tanques y sus aviones, esos que empezaban a llenar el aire de olor a resina y de rugidos hirientes y monótonos; y eso lo decía el Presidente mientras su padre cortaba una madera tras otra, sólo deteniendo el serrucho para fumar un cigarro cuando en la radio se escuchaba cantar a un hombre que se llamaba Carlos Gardel.
Cuando terminaba el noticiero, su padre escuchaba a Gardel y parecía convertirse en otra persona. Dejaba el serrucho y fumaba un cigarro apoyando su enorme espalda y la planta de su pie derecho en la pared, cerca de la buganvilia y de la silla de Galo, que lo miraba y no entendía por qué su padre fumaba mirando hacia el cielo, y la canción de la radio a veces decía “volver, con la frente marchita, las nieves del tiempo poblaron mi sien”.
Todas las mañanas pasaba lo mismo. El vaso de leche con la torta de tamal, el padre con su café y su pan dulce, y después Toño Bermúdez decía por la radio hacia donde estaban volando ese día los aviones, tirando bombas, mientras la gente que tenía miedo se escapaba corriendo, o en bicicletas o en camiones o en carros tirados por caballos, y a veces las bombas y las balas caían sobre ellos, y se morían los hombres y los niños y también los caballos. Pero el padre clavaba y encolaba y pasaba el cepillo y la lija, dejaba suave la madera, la dejaba blanca y sin ninguna astilla para hacer sillas, mesas, camas, estanterías, roperos y se limpiaba el sudor de la cara con un trapo que cada vez estaba más gris y húmedo, y después se apoyaba en la pared y fumaba y escuchaba la canción que cantaba Gardel, mirando el cielo.
Galo aprendió en esos días que para que el mundo fuera lo que era, hacía falta que los hombres tuvieran bigote.
Uno subía y bajaba el brazo y mandaba tanques y aviones para todos lados. Otro decía que el petróleo iba a ser de los mexicanos y que gracias a eso México se convertiría en un gran país. Y el otro, el que Galo tenía que mirar con extremo detenimiento desde su silla, construía muebles para que la gente pudiera sentarse o acostarse o guardar su ropa mientras la guerra estuviera lejos y allí, en las casas de la calle Ámsterdam, todavía no hiciera falta construir refugios contra las balas y las bombas y los gases que se querían empezar a mezclar con el olor a resina y al aserrín en Europa. Por lo que Galo podía estar tranquilo: los tres hombres hacían lo que tenían que hacer para que él siguiera sentado en su silla, junto a la buganvilia.
Cuando el padre terminaba de trabajar guardaba las herramientas en un baúl. Después acomodaba los muebles terminados, o los que quedaban a medio hacer, en los cuartos que estaban junto al zaguán de entrada de la casa, y se metía al baño a lavarse el cuerpo. Siempre lo hacía de la misma manera: primero el brazo derecho, después el izquierdo, después la nuca y al final la cara, haciendo ruido con un poco de agua que se guardaba en la boca y que luego, mientras se fregaba con fuerza las mejillas y los ojos cerrados, expulsaba con presión. Galo lo veía desde su silla porque estaba decidido a aprender a ser carpintero, y para serlo también tenía que saber cómo se lavaba el cuerpo su padre. Un momento después, cuando se terminaba de secar, cruzaba el patio para entrar a la cocina donde la madre le servía la comida y le contaba lo que había pasado en el mercado. Galo comía en silencio y escuchaba. Después, en la tarde, la madre barría el aserrín y regaba la buganvilia y el padre salía de la casa con otra camisa y otro pantalón, que no tenían pegado el olor a resina, y volvía a entrar cuando Galo ya estaba dormido.
Todas esas cosas ocurrieron una y otra vez durante los primeros seis meses desde que Galo empezó a sentarse en la silla. Pero un día sucedió algo que iba a cambiar su vida por completo. Además del lápiz rojo y azul, de la libreta y del metro de madera anaranjado, ahora el padre, después de tomar el café y comer pan dulce, puso en la bolsa que le quedaba libre en la parte trasera de su pantalón un peine negro de plástico.
El día anterior había ocurrido lo siguiente: en el momento en que Gardel estaba empezando a cantar, y el padre ya había apoyado en la pared su espalda y la planta del pie derecho, y había encendido su cigarro sin filtro para empezar a mirar serio y pensativo el cielo, entró en el patio una mujer.
Era muy distinta a su madre. Tenía el pelo largo, ondulado y rubio, y le cubría casi la mitad de la cara. Era tan alta como su padre. Tenía los labios rojos y caminaba como si sus pies no necesitaran del piso. Usaba un vestido azul, de seda, y un collar de perlas blancas.
—Buenos días, le quiero hacer un encargo.
Galo vio cómo el padre bajó la vista del cielo y se encontró con dos brasas azules.
—Necesito que me haga un baúl.
Por un momento creyó que el cuerpo de su padre se había metido dentro de los ojos de la mujer, mientras, desde la bocina de la radio Gardel decía “volvió una noche, no la esperaba, había en su rostro tanta ansiedad.”
Aspirando con fuerza el cigarro como queriendo, sintió Galo, que el humo lo sacara del encierro de aquellos ojos, le señaló con un movimiento de cabeza la puerta para entrar en las habitaciones.
—Pase por aquí.
“Me dijo humilde: ‘si me perdonas, el tiempo viejo otra vez vendrá’”, siguió diciendo Gardel mientras el padre y la señora entraban en el cuarto más grande y se detenían frente al baúl de las herramientas.
Desde su silla, Galo veía dos sombras altas recortadas por la luz que entraba desde la ventana que daba a la calle. Hablaron un momento y después la mujer se inclinó suavemente y pasó la palma de la mano izquierda sobre la tapa del baúl, como si la hubiera querido acariciar.
Regresaron al patio. La mujer sonrió con una mueca que a Galo le pareció de tristeza y el padre le preguntó para cuándo necesitaba el baúl.
—Lo más pronto que pueda, dentro de una semana tengo que regresar a mi país.
Se dio cuenta que en ese momento su padre había sentido un dolor muy fuerte en alguna parte del cuerpo, y que lo trató de disimular, pero que por alguna razón la señora lo notó y, bajando apenas un momento la vista, le explicó.
—Trabajo en una empresa que se va de México para siempre.
Terminando de decir la palabra siempre y con la mano que había usado para acariciar el baúl se acomodó hacia atrás el pelo, pero casi inmediatamente volvió a caerle sobre la cara cubriéndole de nuevo el ojo derecho, y entonces la mano derecha del padre, con el mismo cuidado con el que se deslizaba sobre la superficie de la madera recién lijada para comprobar su suavidad, y que a su vez era la misma que en otro momento aferraba con fuerza el serrucho, se levantó en el aire y recogió el pelo caído. La mano, le pareció a Galo, se había levantado y cruzado el espacio entre sus cuerpos para intentar acomodar nuevamente el pelo porque no quería que nada le impidiera a su padre mirar esos ojos, y el inesperado movimiento de la mano permitió que se miraran por tres segundos más sin decirse nada, y después se fue, y sus pies parecían flotar en el aire, y el padre de Galo siguió esos pasos y ese cuerpo que se alejaba con la misma mirada con la que veía el cielo cada mañana, mientras fumaba y se apoyaba en la pared.
El padre tomó el serrucho entre sus manos. Lo pegó a su pecho, cerró los ojos y escuchó en la radio la última estrofa de la canción.
En la mañana siguiente el padre de Galo colocó en la bolsa de su pantalón el peine de plástico negro que cambiaría la historia.
El día empezó prácticamente igual a los anteriores, pero ahora, mientras el locutor Toño Bermúdez se despedía, en vez de prender un cigarro el padre sacó el peine y lo pasó lentamente, seis veces seguidas, por su cabeza. Hizo otra cosa que nunca había hecho: justo en el momento en que terminaron los anuncios publicitarios y estaba por empezar a cantar Carlos Gardel, en vez de apoyarse como siempre en la pared y fumar y mirar el cielo, clavó la mirada en el zaguán de la casa, y sus ojos miraron la puerta como esperando algo que ya supieran que iba a ocurrir, como si estuvieran convencidos de ya estar viendo lo que un momento después iban a ver, o como, pensó Galo, si mirándola de esa manera, pudieran obligarla a que ocurriera en ella lo que querían.
La puerta se abrió y entró la señora.
No dijeron nada. Se miraron de la misma manera en que lo habían hecho el día anterior. La señora avanzó unos pasos y cuando estuvo en el centro del patio, junto a la madera sobre los tabiques, el padre caminó y se detuvo frente a ella. Tan cerca quedaron uno del otro que a Galo le pareció que sus respiraciones se empezaron a mezclar, a tal punto que si se hubieran querido apartar en ese momento no hubieran logrado distinguir de quién era la nariz o de quién los pulmones.
Un momento después él la rodeó por la cintura con la misma mano que tanto podía recorrer con suavidad una madera apenas lijada como mover el serrucho para hacerlo subir y bajar hiriente, y la jaló hacia su cuerpo; ahora no sólo las respiraciones se mezclaron sino también sus estómagos y sus pechos.
Y empezaron a girar y mezclar lo que quedaba suelto de sus cuerpos: mezclaron sus piernas, sus cabezas, sus dedos, sus cinturas. Ahora no sólo los pies de la señora parecían volver innecesaria la tierra porque los pies de él también estaban flotando.