Entorno arreolino
Luis Bugarini, Bibiana Camacho,
Raquel Castro, Ethel Krauze,
Felipe Montes, Víctor Manuel Torres
y Arturo Vallejo
ISBN: 978-607-98076-8-9
Primera edición electrónica, agosto 2018
Copyright DR etalcontenidos SC
Francisco Márquez 125A, Colonia Condesa
Delegación Cuauhtémoc, C.P. 06140
Ciudad de México
www.etalcontenidos.com
contacto@etalcontenidos.com
Diseño editorial: Elsa Mendoza para etalcontenidos sc
Diseño e ilustración de portada: Andreína Villaseñor
Cuidado editorial: Diana Bastida para et.al contenidos SC
El proceso editorial de este libro se concluyó en septiembre de 2018
GRACIAS POR COMPRAR UNA COPIA AUTORIZADA DE ESTE LIBRO Y POR RESPETAR LAS LEYES DE DERECHO DE AUTOR
AL REALIZAR UNA DESCARGA LEGAL FACILITAS QUE ET.AL CONTINÚE CON SU LABOR EDITORIAL
No se diga más
El hombre de la varia intención
Bordar en el vacío. Arreola y la pantalla
Cómo conocí a Juan José Arreola
Mago de capa negra
Juan José Arreola, la flecha de Ulises
El Diablo, vencido por Arreola y Güiraldes
Las seis visitaciones de Juan José Arreola
A cien años de su nacimiento, Juan José Arreola, ese escritor excéntrico con capa y cabellos alborotados que aparecía en televisión y hacía gala de un inusual talento, sigue considerándose una de las grandes plumas que ha tenido nuestro país.
Mucho se ha dicho de él y, sin embargo, aún no lo sabemos todo. Y este libro es la prueba de ello. Aquí se reúnen siete escritores para decirnos algo más sobre Arreola y su mundo —las letras, la docencia, la edición, el futbol…—: nos hablan de las experiencias con él, de los primeros acercamientos a su obra, de las manías y enseñanzas del Maestro; incluso, reinventan algunas de sus más célebres narraciones. Así, nos invitan a acercarnos al “Último juglar” de una manera renovada en la que recuerdos, anécdotas y lecturas se entrelazan para contagiarnos el deseo de saber más y de aproximarnos (si es que no lo hemos hecho ya) a la obra de quien sigue siendo uno de los pilares de las letras mexicanas.
Estamos entonces ante un merecido homenaje, pero también ante la oportunidad de redescubrir las razones por las que Arreola ocupa un lugar privilegiado tanto en la literatura como en la cultura nacional. Y es que entre estas páginas se recuerda no sólo al escritor, sino también al impulsor de los talleres literarios, los cineclubes y el teatro; se presenta al hombre y a la figura. Es en su honor que guardagujas, arañas sueltas en departamentos y diablos que van al cine se encuentran nuevamente, trasladándonos al genial entorno arreolino.
No se diga más: pasemos la página y vamos a disfrutar.
El corazón a galope y los poemas en ristre recién mecanografiados por milésima ocasión, no fuera a colarse un traspié, una manchita, un adverbio mal calculado.
Veinte pares de ojos atisbando la puerta. Se apresta a hacer triunfal entrada el huracán de la triste figura, el mago con su capa ondeante y sus palabras prestas como pájaros sobre la barda para abrir la travesía, un oceánico viaje hacia los círculos cada vez más amplios y finalmente caer en picada en alguna isla aún no descubierta.
Baraja los papeles que están puestos sobre su escritorio con la lengua de fuera. Ah…
—Oh… ¿Quién es Ethel Kolten…?
Me asomo aterrada, feliz.
—¿Escucharon? E-thel Kol-ten…, éste ya es un verso, el juego de las tés y de las eles que nos lleva a navegar…
Los demás me miraron no sé si con el resquemor y el reconcomio que empezaría a correr a mi alrededor porque el gran Arreola estaba patinando sobre mi nombre y porque creían que con eso ya me había conferido el título de poeta, y porque, claro, era una mujer, joven y, por desgracia, guapa; para colmo, tenía un nombre extranjero que me distinguía ipso facto.
El caso es que siempre elegía para leer alguno de mis textos, con el pretexto de mi nombre, que saboreaba, parafraseaba, mutilando el apellido Kolteniuk, de origen ucraniano, porque él sabía cómo convertirme en una poeta de verdad.
No fue el único Maestro de las Letras inmiscuyéndose en mi nombre como forma de posesión. De hecho, le debo a otro el uso de mi segundo apellido, Krauze, como firma literaria. Pero esto invoca a una revisitación que merece una historia aparte.
Fue el último año en el que Arreola estaría al frente de un taller literario con valor curricular en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. La primera clase del semestre. Si no mal recuerdo, era el año de 1974.
Íbamos a enamorarnos de las palabras que fluían como peces liberados en boca del Maestro. Pronto nos olvidamos de que sería un taller de corrección de nuestros textos.
Leía uno o dos renglones, pero alguna coma, algún diptongo, lo disparaba hacia recuerdos, asociaciones y escenas de sus muchas lecturas, de sus viajes de juventud, de sus desesperaciones con el lenguaje. Se mesaba con ambas manos la melena rizada, gris y estruendosa como un oleaje que coronaba las verónicas de su capa yendo y viniendo por el salón. Nos llevaba por túneles de París, por callejones de Buenos Aires, por vericuetos de un México imposible para nosotros.
Guardaba de pronto silencio, cerraba los ojos como si rezara hacia lo alto, y en un giro elegantísimo sacaba su botellita dorada de algún bolsillo interior.
Entonces, se daba su tiempo para hacer girar la tapa, sentir el buqué, prepararse para el momento: un trago breve que todos saboreábamos con los ojos cuadrados de admiración y escándalo regocijante.
Salíamos sin saber si nuestras obras maestras valían la pena. El Maestro apenas se había dignado a pasar los ojos por ellas. Pero, como el Quijote, nos había sacado de casa y nos había llevado a luchar contra los monstruos del aburrimiento y la frivolidad, con ninguna arma más que sus palabras.
Alguien interrumpió la clase y se acercó al Maestro al oído. Le dio el mensaje y salió.
El manotazo en la mesa del escritorio fue brutal. Los ojos de Arreola, pequeños y movedizos, se volvieron dos canicas fulminadas como en una caricatura atroz. La quijada se le estiró en un gesto irreconocible.
Nos asustamos, ni qué decir.
—No puede ser. ¡No!
Gritó dando otro manotazo. Y otro más.
—¡No puede ser!
No era el histrionismo acostumbrado de Arreola. Se me hizo la visión de tubo. Lo veo claramente, el hombre de la triste figura convertido en un garabato de incredulidad, de incomprensión:
—Se murió Rosario Castellanos… —balbuceó para sí.
Nadie parpadeaba. Había caído un telón de lodo sobre nuestro espacio sagrado.
Arreola se sentó, manoteó dos veces más, las mismas canicas de ojos y la misma quijada desencajada, se levantó de súbito y a zancadas se dirigió a la puerta, la abrió con todas sus fuerzas, como si quisiera desprenderla, y desapareció dejando un humo gris tras de sí.
Yo no llegué a conocer personalmente a la gran Rosario, pero Arreola me hizo vivir ese día el esplendor de esta escritora, desde su propio drama.
No pasó de la primera frase.
—¿De quién es esto? —blandió el papel agitándolo delante de nosotros.
—Mío… —se alzó con orgullo uno de los compañeros.
—¡No! ¿De quién es esto, a ver, a ver quién me dice de quién es esto?
—Es mi texto… —reviró el incrédulo joven autor. El maestro ni siquiera lo miró, lanzó sus ojillos de nutria sobre el grupo hasta que una voz al fondo se escuchó murmurando…
—¿No se parece a Juan Rulfo?
—¡Claro! A ver, ¿cuál cuento?, a ver, a ver…
—¿“Macario”? —otra voz por allá.
Entonces preparó la escena, dejó las hojas sobre el escritorio, al tiempo en que nuestro joven autor se sumía en su banca, y, en dos pasos con redoble de capa, el Maestro recitó de memoria la parrafada del cuento aludido.
Era un espectáculo completo. La obra literaria viviente. Una dimensión que sólo puede vivirse desde dentro.
En una pausa larga, nuestro insistente autor se atrevió a balbucir que él nunca había leído a Juan Rulfo, y que su texto era perfectamente suyo, de él mismo, nacido de su propia inspiración.
—¿Y a quién le importa eso, hijo? —respondió Arreola con sus pequeños ojos más abiertos que nunca.
La literatura está ahí, la obra está ahí. Si uno no la lee, pues peor para uno.
Y giró sobre su eje abandonando con elegante frente en alto nuestras preguntas a punto de formarse.
No comprendo todavía cómo tartamudeaba Arreola frente a la madre; no atinaba a recibir los papeles que le extendía, acompañados de una extensa explicación, mientras la hija se contorsionaba en su silla de ruedas, vestida de blanco como niña de 12 años, encajes, moño de terciopelo azul a la cintura y peinada de cola de caballo como si estuviera esperando la Primera Comunión.