Escritores en pijama - Enrique Gallud Jardiel
© 2016, Enrique Gallud Jardiel
© 2016, Ediciones Corona Borealis
Pasaje Esperanto, 1
29007 - Málaga
Tel. 951 088 874
www.coronaborealis.es
Maquetación editorial: Georgia Delena
Diseño de cubierta: Sara García
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Primera edición: Febrero 2016
PVP: 8 €
ISBN: 978-84-15465-42-3
Distribuidores: http://www.coronaborealis.es/?url=librerias.php
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TEXTUPIDECES
(Neologismo que acabo de inventar para designar a todo tipo de textos apócrifos y refritos literarios, de los que aquí se incluye un buen puñado.)
LIBRO DE BUEN AMOR E DEL OTRO MEXOR
Arcipreste de Hita
En algún rincón de alguna biblioteca de algún monasterio que no hace al caso se ha encontrado una polvorienta versión en la que se encuentran algunas cuartetas que no se hallan en el clásico que todos conocemos. Varias de ellas son descaradamente eróticas y precisan de un comentario que hacemos con muchísimo gusto, porque el Arcipreste era un tipo estupendo que nos cae muy simpático.
Vamos a ello.
El poeta, con una sinceridad que le honra, reconoce que de mujeres sabía un rato bastante largo, debido principalmente a la guerra continua, que despoblaba de hombres jóvenes los pueblos de Castilla. No oculta su predilección por el bello sexo:
E yo, por que só ome bastante pecador,
ove de las mugeres a vezes grand amor;
non me averguenço dello, pues es muncho mexor
acostarse con fenbra que non con un sennor.
Siempre se ha pensado que Juan Ruiz copió su obra de El collar de la paloma, de Abén Hazam que, como ya se había muerto hacía unos siglos, no protestó demasiado. No sabemos si esto es cierto o sólo el resultado de las ganas de los críticos de aguar la fiesta y desprestigiar a los escritores. Lo que sí parece probable es que el autor, para su uso privado, se hiciera con algún libro picante del Oriente, como se desprende de la clasificación que hace de las mujeres, que tiene grandes reminiscencias kamasútricas:
Diz’ el sabio que existen tres classes de mugeres:
corça, burra, elefanta, según sus menesteres;
sean grandes o pequennas son fuente de plaçeres;
con ellas deberás de ayuntar sy los quieres.
La corça es fenbra chica, de tamanno menuda,
e para alçarla en vilo non se precissa ayuda
como con la elefanta, que es syenpre obesa e rruda
e al goçarla faz falta muncha fuerza e se suda.
La burra es muger rresçya, con carnes qual morçillas,
de muslos torneados e firmes pantorrillas,
de pechuga rredonda e rrossadas mexillas;
su folgar es tan dulçe qual plato de natyllas.
Pasa luego a describir las características amatorias de las mujeres. Nos transmite su experiencia de que las feas son especialmente ardientes y exigentes a la hora de lo que importa:
Hay fenbras cuyo rrostro pareçe un bassylisco
pero con carnes pryetas, que invitan al mordisco;
en tapando su cara, te saven qual marisco;
folgan con grand fyereça, te dexan fecho çisco.
Las predilecciones sexuales del bello sexo e incluso sus perversiones quedan también recogidas adecuadamente en estos versos:
Fenbras hay a quien plazen las más raras posturas;
unas gustan de luz, non quier’ estar a obscuras;
otras mexor prefieren rrelaçiones inpuras
e non les fazen ascos a prelados e curas.
El Arcipreste enseña a entender adecuadamente las insinuaciones sexuales de las hembras y a no desperdiciar las ocasiones que se presentan:
Sy ves que una muger porta grand’ el escote
es sennal de que tyene ganas de darse el lote;
deverás animarla con pellisco e azote
e acabarás, con suerte, cavalgándola al trote.
Finalmente, el poeta hace causa común con su sexo y aconseja sabiamente al hombre para que no corra peligro en sus amoríos:
Nunca les des dyneros, non tomes esto a rrissa:
preçepto es que te doy, muy sabyo e que va a missa;
ca sy toman costunbre se darán muncha prissa
e te despoxarán fasta de la camissa.
La muger es lyosa, por natura enbustera,
es ésta grand verdat que la save qualquiera;
non creas lo que diga, pues es enrredadera;
quien las escucha acaba como una rregadera.
Fuye de las que pegan al ome soplamoco;
nunca yazgas con ellas, a non ser que seas loco;
evita las mugeres, sy es que se lavan poco,
para que no te peguen lyendre ni estreptococo.
EN ROLLS ROYCE POR LA ALCARRIA
Camilo José Cela
Antecedentes.—Camilo José Cela Trulock mochileó nueve días por Cuenca y Guadalajara en 1946, tomando notas y preguntando por las cosechas. A su regreso a Madrid y sin tardar nada más que año y medio en hacerlo, escribió un librito sobre su viaje a la Alcarria al que tituló Viaje a la Alcarria, con su bien conocida originalidad.
En 1984, como ya se le había acabado el dinero del otro libro, volvió a los mismos lugares, en un coche de lujo, con una choferesa negra que estaba para parar un tren de mercancías. A su regreso, sus negros le escribieron Nuevo viaje a la Alcarria, obra de la que presento aquí una versión reducida.
(La he escrito con un género desverbado y monopolábrico de mi absoluta invención, consistente en usar un solo vocablo en cada párrafo, para así ocupar más hojas, pues si en algo admiro a Cela es su capacidad de ganar dinero sin tener que trabajar casi nada.)
Cela.
Brihuega.
Secretario.
Ayuntamiento.
Carta.
Respuesta.
Confirmación.
Expectación.
Autopista.
Rolls Royce.
Alfombra.
Alcalde.
Saludo.
Foto.
Llave.
Festejo.
Jota.
Vino.
Cochinillo.
Brindis.
Discurso.
Parador.
Hetaira.
Sueño.
Orinal.
Café.
Tocino.
Regreso.
Noticia.
Negro.
Folleto.
Redacción.
Mensajero.
Editorial.
Peloteo.
Imprenta.
Promoción.
Inercia.
Venta.
Millones.
Cochinillo.
Hetaira.
Cela.
LA TREMEBUNDA BATALLA DE LEPANTO
Manuel José Quintana
(Un verso patriótico de esos que se le daban tan bien a este señor.)
Yo, que en las dulces horas
del descanso, pensaba en las señoras
y nunca usé la pluma
si no fue para hacer alguna suma,
un día —creo que un lunes—,
mientras veía un film de Louis de Funes,
sentí un sutil sonido
brincando desde el éter a mi oído
que, lleno de eco y pompa,
directo se metió en mi eustaquia trompa
con un acento eufónico
y en un latín un tanto macarrónico
que cuento, traducido,
para así demostrar que lo he entendido.
La Musa generosa
—de araña parte y de las artes diosa—,
no tras la celosía
(que no hay ninguna por la alcoba mía)
mas por una ventana,
apareció de pronto.
«¡Oh, tú!», me dijo. «¡Mande!»,
le contesté. «Descríbenos la grande
batalla de Lepanto
en un extenso y descriptivo canto,
cuando la Santa Liga
la turca mano aprisionó, enemiga;
que los historiadores
—por ser aburridísimos señores—
prescinden de la eufónica
poesía al relatarnos una crónica.
Las batallas navales
se han de contar con pelos y señales
y del valor hispano
—aunque eso es algo que hoy ya está lejano—
hay que hacer el artículo
y evitar, eludiéndolo, el ridículo.»
Marchose al decir esto
tras decir del proyecto el presupuesto,
dando por descontado
que yo haría aquello que me había mandado.
El imperio otomano
—que hemos de dejar dicho de antemano
que eran gente nefasta
y puñeteros hasta decir «¡basta!»—
pretendió el mangoneo
del mar Mediterráneo y del Egeo.
Atacó a los chipriotas
y los pilló durmiendo cual marmotas
e igual hizo en Venecia,
en donde la somanta fue más recia.
Así, de esta manera,
fue como se lió la pelotera
que es tema de este canto:
la tremenda batalla de Lepanto.
¿Y donde está ese puerto?
Habrá que preguntarle a algún experto,
porque aquí les confieso
que yo lo ignoro y no sé nada de eso.
(Es igual, prosigamos:
seguro que después nos enteramos.)
El caso es que Occidente
unió su fuerza apresuradamente
en un solemne pacto,
por mas que decir esto no es exacto,
ya que varias naciones
respondieron a él diciendo nones
e hicieron escaqueo
para evitar meterse en un jaleo.
Al final, los cruzados
fueron sólo los reyes más pringados,
los de la Liga Santa,
que son valientes y a quien nadie achanta:
Génova, el Vaticano,
España y algún que otro veneciano.
Con trescientas galeras,
que se agitaban como cocteleras,
la católica flota,
repleta de animales de bellota,
inició la contienda
un miércoles, después de la merienda;
atacó a Alí Bajá
—que era el turco que estaba por allá—
y le hizo mil destrozos
provocando en sus huestes mil sollozos.
La guerra fue cruenta
y mucha gente casi no lo cuenta.
Se hizo una escabechina
que ponía la carne de gallina:
catorce mil heridos
y ocho mil entre muertos y moridos,
cuatro mil prisioneros
en varios trozos y otros mil enteros.
Entre los tripulantes
se encontraba también Miguel Cervantes,
un valiente soldado
que fue, por cierto, muy afortunado,
pues aunque un cañonazo
le dejó al hombre manco de algún brazo,
pudo salir con vida
y con una pensión por tal herida.
Luego adquirió gran fama
desde Murcia al desierto de Atacama,
pues hizo un soporífero
libro que puede usarse de somnífero
sobre un tal Don Quijote
que iba de justiciero y de machote
y se metía en lizas
en las que recibía mil palizas.
(Esto no tiene nada
que ver con la batalla comentada:
lo he puesto de relleno
y para hacer el verso más ameno.)
Y volviendo a Lepanto
y para concluir con este canto,
diremos que la gloria
de aquella memorable y gran victoria
contra tan cruel contrario
se atribuyó a la Virgen del Rosario,
mas con tal resultado
quedó Don Juan de Austria muy chafado
(lo cual no es muy chocante
teniendo en cuenta que era el Almirante).
Lo que se encuentra escrito
sobre Lepanto es todo muy bonito,
mas la realidad triste
de tal combate —y no es cosa de chiste—
es que aquella cruzada
no sirvió en absoluto para nada
porque en menos que canta
un gallo utilizando su garganta,
con gran desfachatez
invadieron los turcos otra vez
entero el Mare Nostrum
echándole a la cosa mucho rostrum.
Tras la inútil batalla
los cristianos tiraron la toalla
y dejaron que hiciera
el turco lo que más le apeteciera,
pues combatir desgasta
y te sale, además, por una pasta.
ZARATHUSTRA EN ESPAÑA
Friedrich Nietzsche
Zarathustra respondió:
—Lo que yo les llevo a los hombres es un regalo.
—No les des nada —dijo el sabio—. Es mejor que les quites alguna cosa.
Bajaba Ambrosio de los montes de Piedrafita del Cebrero para llevar su mensaje de amor y verdad a los hombres, cuando resbaló aparatosamente y rodó hasta el pie de la montaña.
Al verle negro, por haberse rebozado en el carbón que había en la ladera, la gente del pueblo le apedreó, demostrando así aquello que dice el refrán sobre la tierra y el ser profeta, que ahora no recuerdo bien cómo es.
Ambrosio se dirigió al pueblo y entró en el Casino, en donde se reunía la flor y nata de la localidad, en el momento preciso en el que el farmacéutico cerraba el juego de dominó con el siete doble.
El santo profeta hizo su aparición en el umbral. Al ver a un forastero, las gentes del Casino pararon sus juegos, el del mostrador paró la cafetera y el alcalde aprovechó para hacer un discurso. Se levantó todo lo majestuosamente que pudo y, tendiéndole la mano al profeta, le dijo, todo lo retórico que supo:
—Soy Remigio Pedroso, el alcalde del lugar. Sea usted bienvenido a ésta su villa.
—Yo soy un profeta —dijo Ambrosio reposadamente— y he venido a vivir entre las gentes y a darles mi amor y mi mensaje.
—¡Cómo no! ¡Bienvenido! Pero... siéntese. Jugaremos al mus.
Aunque no sabía jugar, el santo se sentó. Cuando comenzaron la partida, Ambrosio se mosqueó un tanto al ver que el que se hallaba sentado frente a él, le guiñaba un ojo.
«Bueno», pensó. «Al fin y al cabo, ésos también tienen alma.»
Le comentó el fenómeno al alcalde en voz bajísima.
—¡Pero si eso forma parte del juego! —le contestó éste.
—¡Hombre, ya me lo supongo! —replicó Ambrosio—. Pero lo malo es que quiera jugarlo conmigo.
Al final consiguió aclarar el malentendido y, al ver que era bien aceptado (porque aún no les había ganado ni un céntimo), decidió comenzar su filantrópica labor.
—He venido a predicar mi doctrina a los hombres —afirmó de pronto.
—Pues por nosotros, no se cohíba —dijo el médico del pueblo, que jugaba en la misma mesa—. Díganos lo que sea, que le escucharemos mientras se baraja.
Y, a continuación, hubo una conversación vargaslloseña:
El Alcalde, el Farmacéutico, el Médico y el Profeta.—(Hablando a la vez.) Dame a mí que yo he venido a este pueblo con la sota ya podrás con la intención de venga Manuel que los hombres un carajillo que digan la verdad porque las cuarenta para llegar a Dios en bastos y esas cartas que al corazón están marcadas del hombre quita de ahí y librarle del pecado venga hombre ha de cómo está usted doña Paca evitar mentir no puede darme fuego porque en la Biblia reparte Vicente que se dice que le toca a usté y está muy mal que mano tú ahora y muy feo.
Con grandes dificultades consiguió el profeta hacerse con la atención de los allí presentes. Pasó entonces a hacerles la revelación y descripción de su experiencia mística, de cómo había tenido lugar su iluminación fulminante:
—Hallábame yo un día en mi lecho —contó—, dispuesto a levantarme de un momento a otro para ir a la oficina, como todas las mañanas, cuando, de golpe, perdí la conciencia del exterior y algunos sentidos. Por cierto, que el del tacto todavía no lo he encontrado. Todo era oscuridad.
»De repente, oí como el ruido de un interruptor y se encendió una luz. Cuando me quise dar cuenta de lo que pasaba, vi que me moría por momentos. «¿Estoy muerto?», me pregunté. «¡Pues vaya una gracia!» Sin embargo, me levanté. Allí estaba yo y allí estaba mi cuerpo; lo que parecía que era una única cosa, resultaba que eran dos. Como los hermanos Quintero. Dejé a mi cuerpo en el suelo, no sin abrigarle primero con una manta, y comencé a vagar por un lugar rarísimo.
»De pronto, vi una luz al final de la oscuridad. Me dirigí a ella rápidamente, pues mi cuerpo no me pesaba. Al llegar vi que era un semáforo. ¿Semáforos en el mundo astral?, se dirán ustedes. Pero, ¡qué de cosas de los otros mundos ignoramos aún los humanos!
»La luz cambiaba de color y los ojos me hacían chirivitas. Iba flotando por el espacio, como el padre de Hamlet o una sombra o un zeppelín. Sin embargo, conservaba una dirección. Era como un camino vecinal y en él, de cuando en cuando, me cruzaba con algunos espíritus. ¡Se veía cada cosa!
»Algunos tenían el halo sucio; otros, hecho jirones. Por cada espíritu puro se veían doscientos asquerosos. Y luego fenómenos rarísimos, ya les digo. Los objetos se movían, debido a la acción molecular y se oía un run-run constante que era el ruido de la fuerza de gravedad, ese imperativo «¡Ven p’abajo!» eterno e inmanente. También se divisaban luces fosforescentes, como en los escaparates de la calle de Serrano y, asimismo, imágenes surrealistas.
»Pero la música que se escuchaba, sobre todo, era algo indescriptible. Extraña, de un compás rarísimo. Avancé y vi un piano y en él ¿qué dirán? Un ángel con unas alas blancas, inmaculadas, dadas de azulete. ¡Y este ángel tocaba al piano una obertura de Stravinsky! ¡Así como suena!
»Me dirigí a él, pero, antes de llegar, noté un gran ardor en mi frente. Era una lengua de fuego que bajaba, lógicamente, desde arriba y que me quemó por completo el flequillo. ¡Miren! ¡Miren!»
Y enseñó a los presentes una quemadura que parecía producida por haberse acercado demasiado a un churrero.
Ambrosio continuó:
—Entonces me dije: Soy, indudablemente, un elegido. ¡Me han hecho apóstol! Pero, inmediatamente, recibí un guantazo espantoso y una voz estremecedora me dijo: «¡Soberbio mortal! ¡Nada eres ante la potencia de la naturaleza! ¡Sé humilde, humilde, ya que eres la más ínfima de las criaturas! Retírate a los montes, medita y, cuando hayas hallado la verdad en tu interior, llévasela a los hombres. Y, cuando ellos te llamen santo, ¡no te lo creas o estás perdido! ¡Éste es el mensaje definitivo! ¡La última palabra en profecías!»
»Yo quedé muy impresionado ante esta revelación, ya que soy muy sensible. Y ya saben ustedes que, cuando algo se revela, la diferencia la hace la sensibilidad. Volví al camino dando traspiés y me extravié. Estuve la mar de tiempo intentando buscar mi cuerpo y, cuando al fin llegué a él, estaba derrengada».
—Derrengado —corrigió el alcalde.
—No, derrengada. ¿No ven que era mi alma?
Hubo un largo silencio.
—Bueno, ¿qué les parece lo que les he explicado? —preguntó el santo, sin muchas esperanzas.
—Hombre, ¿qué quiere que le diga? —dijo el alcalde, dubitativo.
—Pero, ¿no creen que es lo justo?
—Pues...
Cuando Ambrosio quiso darse cuenta, se había quedado solo en la mesa. Todos los miembros del Casino habíanse agolpado en un rincón del salón. ¿La razón?
REAL MADRID—VILLARREAL
Retransmisión en directo
desde el estadio Santiago Bernabeu
Ambrosio debió de engancharse al partido, porque de la nueva fe aún no se han tenido noticias.