Michael Booth
Gente casi perfecta
El mito de la utopía escandinava
Traducción de Lucía Barahona
Michael Booth Reino Unido
Es autor de cinco obras de no ficción, y sus escritos aparecen regularmente en The Guardian, The Independent, The Times, The Telegraph y la revista Condé Nast Traveler, entre muchas otras publicaciones a nivel internacional. Es el corresponsal británico en Copenhague para la revista Monocle y la radio Monocle 24, y viaja regularmente para dar charlas y conferencias sobre las tierras nórdicas y su peculiar gente.
Booth comenzó a escribir Gente casi perfecta cuando se mudó de Inglaterra a Dinamarca hace 17 años. Una de las cosas que más le sorprendieron fue lo diferentes que parecían ser los países nórdicos entre sí. Quería explorar estas diferencias y explicar lo que veía como «una gran familia disfuncional fascinantemente dinámica». En particular, quería investigar las constantes altas puntuaciones de Dinamarca en diversos índices de felicidad, ya que estas cifras entraban en conflicto con sus propias observaciones y quería desafiar la percepción de las naciones nórdicas como una sola unidad verde y alegre. Booth realizó cuatro años de investigación, viajando a los cinco países y entrevistando a sus figuras políticas y culturales más prominentes. Trató de examinar los éxitos y debilidades de estos países para «reequilibrar el punto de vista utópico» de los países escandinavos y presentar una perspectiva diferente a la excesivamente positiva que promueven los medios de todo el mundo.
Título original: The Almost Nearly Perfect People: Behind the Myth of the Scandinavian Utopia (2015)
© Del libro: Michael Booth
© De la traducción: Lucía Barahona
Edición en ebook: febrero de 2018
© Capitán Swing Libros, S. L.
c/ Rafael Finat 58, 2º 4 - 28044 Madrid
Tlf: (+34) 630 022 531
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ISBN: 978-84-947051-3-7
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Corrección ortotipográfica: Victoria Parra
Composición digital: Plataforma de conversión digital
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Gente casi perfecta
Un libro de viajes ingenioso, informativo y popular sobre los países escandinavos y cómo pueden no ser tan felices o tan perfectos como suponemos. El periodista Michael Booth ha vivido entre los escandinavos durante más de diez años y ha ido sintiéndose cada vez más frustrado ante la visión color de rosa de esta parte del mundo ofrecida por los medios occidentales. En este oportuno libro parte desde Dinamarca, su hogar adoptivo, para embarcarse en un viaje por los cinco países nórdicos y descubrir quiénes son estas curiosas tribus, los secretos de su éxito y, lo más intrigante de todo, lo que piensan unos de otros. ¿Por qué los daneses son tan felices, a pesar de tener los impuestos más altos? ¿Los finlandeses tienen realmente el mejor sistema educativo del mundo? ¿Son los islandeses tan feroces como a veces aparentan? ¿Cómo están gastando los noruegos su fantástica riqueza petrolera? ¿Y por qué todos odian a los suecos? Michael Booth explica quiénes son los escandinavos, cómo difieren y por qué, cuáles son sus caprichos y debilidades, y explora por qué estas sociedades se han convertido en tan exitosas y modélicas para el mundo. A lo largo de este recorrido surge una imagen más matizada, a menudo más oscura, de una región plagada de tabús, caracterizada por un parroquialismo sofocante y poblada por extremistas de diversos matices.
Índice
PORTADA
GENTE CASI PERFECTA
INTRODUCCIÓN
DINAMARCA
01. Felicidad
02. Beicon
03. Gini
04. Armas de gomaespuma
05. Gallina
06. Vikingos
07. 72 por ciento
08. Sándwiches y jacuzzi
09. El abejorro
10. Petos de tela vaquera
11. Los zapatos de Bettina
12. Dixieland
13. Senos colgantes
14. El espejismo de la felicidad
ISLANDIA
01. Hákarl
02. Banqueros
03. Dinamarca
04. Elfos
05. Vapor
NORUEGA
01. Dirndls
02. Egoiste
03. Los nuevos Quisling
04. Friluftsliv
05. Plátanos
06. Mal holandés
07. Mantequilla
FINLANDIA
01. Papá Noel
02. Silencio
03. Alcochol
04. Suecia
05. Rusia
06. Colegio
07. Esposas
SUECIA
01. Cangrejos de río
02. El pato Donald
03. Síndrome de Estocolmo
04. Integración
05. Catalanes
06. Pizza somalí
07. El partido
08. Culpa
09. Redecillas
10. Clase
11. Rodamientos de bolas
EPÍLOGO
AGRADECIMIENTOS
ÍNDICE
SOBRE ESTE LIBRO
SOBRE MICHAEL BOOTH
CRÉDITOS
Una mañana oscura de abril de hace ya algunos años, temprano, estaba sentado en mi salón en el centro de Copenhague, envuelto en una manta y anhelando la llegada de la primavera, cuando abrí el periódico de aquel día y descubrí que mis compatriotas adoptivos habían sido nombrados los más felices de su especie en algo llamado el Índice de Satisfacción con la Vida, compilado por el departamento de Psicología de la Universidad de Leicester.
Comprobé la fecha en el periódico: no era el Día de los Inocentes. En efecto, tras echar un vistazo rápido por Internet confirmé que esta noticia aparecía en los titulares de todo el mundo. Todos, desde el Daily Mail hasta Al Jazeera, cubrían la historia como si hubiera estado escrita en las tablas de la ley. Dinamarca era el lugar más feliz del planeta. ¿El más feliz? ¿Este país pequeño, plano, aburrido, húmedo y oscuro, que ahora llamaba hogar, con su puñado de personas sensatas y estoicas y los impuestos más elevados del mundo? Gran Bretaña ocupaba el puesto número 41 de la lista. Un tipo de alguna universidad así lo había afirmado, de modo que debía de ser cierto.
«Bueno, pues entonces lo saben esconder muy bien —pensé mientras miraba por la ventana hacia el puerto barrido por la lluvia—. A mí no me parecen tan joviales». En la calle, los ciclistas forrados con equipamientos árticos de alta visibilidad cruzaban el puente basculante Langebro junto a los peatones que avanzaban a empellones con sus paraguas, todos luchando contra las salpicaduras de los camiones y autobuses en tránsito.
Me puse a pensar en las aventuras del día anterior en mi patria recientemente adoptiva, unas aventuras sin duda capaces de minar el alma de cualquiera. Por la mañana había tenido lugar el encuentro bisemanal con la cajera taciturna en el supermercado local que, como de costumbre, había marcado el coste excesivamente prohibitivo de mis productos de baja calidad como si yo no estuviera allí de cuerpo presente. Fuera, otros peatones habían chasqueado la lengua de forma audible al verme cruzar la calle con el semáforo en rojo; no había tráfico, pero en Dinamarca adelantarse al hombrecillo verde supone una provocadora violación de la etiqueta social. Volví a casa en bicicleta a través de la llovizna y, al llegar, me esperaba una factura que me «liberaba» de una alarmante proporción de los ingresos de aquel mes; antes de eso había provocado la ira de un conductor que había amenazado con matarme por haber infringido la señal de no girar a la izquierda (bajó la ventanilla y, literalmente, al más puro estilo y con el acento de villano de película de James Bond, me gritó: «¡Te mataré!»). El entretenimiento nocturno televisivo en horario de máxima audiencia había consistido en un programa sobre cómo evitar un roce excesivo de las ubres de vaca seguido de un episodio de Taggart de hacía más de diez años y, a continuación, ¿Quién quiere ser millonario?, cuyo sugestivo nombre sobre un potencial cambio de vida resulta un tanto debilitado por el hecho de que un millón de coronas equivalen tan solo a unas 100.000 libras esterlinas, que en Dinamarca es justo lo suficiente para pagarte una cena y que te quede algo de calderilla para ir al cine.
Debo añadir que esto fue antes de que llegaran a nuestras pantallas todas esas series de televisión danesas aclamadas por la crítica, y de que la nueva cocina nórdica revolucionara nuestros fogones, antes de que Sarah Lund[1] nos encandilara con su jersey de punto y de que Birgitte Nyborg[2] nos sedujera con sus faldas de tubo y su actitud seria y sensata hacia los políticos de derechas, y mucho antes de que la reciente y aparentemente incansable ola de obsesión por lo danés se apoderara del mundo. En aquel entonces, había llegado a considerar a los daneses como personas fundamentalmente decentes, trabajadoras, respetuosas de las leyes y muy poco propensas a las expresiones públicas de… en fin, de casi nada, y mucho menos de felicidad. Los daneses eran luteranos por naturaleza, cuando no por acatamiento ritual: rehuían de la ostentación, desconfiaban de la manifestación exuberante de emociones y se mantenían encerrados en sí mismos. En comparación con los, pongamos, tailandeses, puertorriqueños o, incluso, los británicos, conformaban un grupo solemne y glacial. Me atrevería incluso a decir que de las alrededor de cincuenta nacionalidades que hasta ese momento había conocido a lo largo de mis viajes, los daneses probablemente se encontraban en el cuarto inferior de la tabla, entre las personas menos manifiestamente alegres de la tierra, junto con los suecos, los finlandeses y los noruegos.
En su momento pensé que quizá era la gran cantidad de antidepresivos que tomaban lo que nublaba su percepción. Hacía poco había leído un informe según el cual, en Europa, solo los islandeses consumían más píldoras de la felicidad que los daneses, y el ritmo al que las ingerían iba en aumento. ¿Acaso la felicidad danesa no era más que un estado de inconsciencia patrocinado por Prozac?
De hecho, a medida que iba ahondando en el fenómeno de la felicidad danesa, descubrí que el informe de la Universidad de Leicester no era tan novedoso como seguramente les hubiera gustado pensar. Los daneses ya habían estado en lo más alto en la primera de las encuestas de la UE sobre el bienestar —el Eurobarómetro— allá por 1973, y en la actualidad siguen ocupando la primera posición. En el último sondeo realizado, más de dos tercios de los miles de daneses que fueron encuestados afirmaron estar «muy satisfechos» con sus vidas.
En 2009 tuvo lugar la visita cuasipapal de Oprah Winfrey a Copenhague, quien citó el hecho de que «la gente deja a sus hijos en los carritos en el exterior de las cafeterías, y no te preocupa que los roben […] nadie se dedica a correr, correr, correr para conseguir más, más, más» como el secreto del éxito danés. Y, si Oprah ungía a Dinamarca, entonces debía de ser verdad.
Cuando Oprah descendió de los cielos, yo ya me había marchado de Dinamarca tras haber logrado que mi mujer no pudiera soportar más mis incesantes quejas sobre su patria: el suplicio del tiempo, los atroces impuestos, el previsible monocultivo, el agobiante empeño en el consenso basado en el mínimo común denominador, el miedo a cualquier cosa o persona diferente a la norma, la desconfianza en la ambición y la desaprobación del éxito, los lamentables modales públicos y la implacable dieta a base de carne grasa de cerdo, salmiakki,[3] cerveza barata y mazapán. Pero, aun así, no perdí de vista, si bien algo desconcertado, el fenómeno de la felicidad danesa.
No fui capaz de dar crédito, por ejemplo, cuando el país coronó la Encuesta Mundial Gallup que pidió a mil personas mayores de quince años en un total de 155 países evaluar, en una escala del 1 al 10, sus vidas en aquel momento y también cómo confiaban en que se desarrollasen en el futuro. Gallup incluyó otras preguntas relativas al apoyo social: «Si tuvieras problemas, ¿podrías contar con familiares o amigos para que te ayudaran siempre que lo necesites?»; la libertad: «En tu país, ¿estás satisfecho o insatisfecho con tu libertad para elegir qué hacer con tu vida?»; la corrupción: «¿Está la corrupción extendida entre las empresas localizadas en tu país?». Las respuestas revelaron que el 82 por ciento de los daneses «prosperaba» (la puntuación más alta), mientras que solo «sufría» el 1 por ciento. La media de las «experiencias diarias» alcanzaba un 7,9 de 10, una marca insuperable a nivel mundial. A título de comparación, en Togo, el país que ocupaba el lugar más bajo de la clasificación, solo el 1 por ciento consideraba que prosperaba.
«A lo mejor deberían preguntar a los inmigrantes somalíes de Ishøj cuán felices están», solía pensar cada vez que oía hablar de alguno de estos sondeos e informes, aunque albergaba serias dudas de que ninguno de los investigadores se hubiera aventurado más allá del próspero extrarradio de Copenhague.
Entonces llegó el colofón, el momento cumbre en la historia de la felicidad danesa: en 2012, el primer Informe Mundial de la Felicidad de las Naciones Unidas, recopilado por los economistas John Helliwell, Richard Layard y Jeffrey Sachs, analizó los resultados de todas las investigaciones vigentes en torno a la felicidad: las Encuestas Mundiales Gallup, las Encuestas Mundiales y Europeas de Valores, la Encuesta Social Europea, etc. Y no os lo vais a creer… ¡El primer puesto se lo llevó Bélgica! Es broma. Una vez más, Dinamarca fue juzgado el país más feliz del mundo, seguido muy de cerca por Finlandia (2), Noruega (3) y Suecia (7).
Parafraseando a lady Bracknell,[4] ganar una encuesta sobre la felicidad se podría considerar buena suerte, haber ganado prácticamente todas y cada una de ellas desde 1973 es motivo convincente para llevar a cabo una tesis antropológica definitiva.
A decir verdad, a Dinamarca no le faltan rivales en su lucha por el título del país más estupendo para vivir. Tal y como sugería el informe de la ONU, cada uno de los países nórdicos puede reclamar su supremacía con respecto a la calidad de vida. Poco después de la publicación del informe de las Naciones Unidas, la revista Newsweek anunció que era Finlandia, y no Dinamarca, el país que gozaba de la mejor calidad de vida, mientras que Noruega estaba en lo más alto del Índice de Desarrollo Humano del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), y un informe reciente afirma que Suecia es el mejor país para vivir si eres mujer.
De modo que Dinamarca no siempre ocupa el primer puesto en todas las categorías de estas encuestas sobre el bienestar, la satisfacción y la felicidad, pero siempre está cerca y, si no llega al número uno, lo más habitual es que lo sea algún otro país nórdico. Ocasionalmente Nueva Zelanda o Japón llegan a codearse con ellos (o, quizá, Singapur o Suiza), pero, en general, el mensaje que lanzaban todos estos informes, recogidos con gran entusiasmo y a pies juntillas por los medios de comunicación europeos y estadounidenses, era tan claro como un vaso de schnapps helado: la gente escandinava no solo es la más feliz y satisfecha del mundo, sino la más pacífica, tolerante, igualitaria, progresiva, próspera, moderna, liberal, liberada, con mejor educación, más avanzada tecnológicamente y con la mejor música pop, los detectives más geniales de la televisión e incluso, en los últimos años, para colmo, el mejor restaurante. Entre estos cinco países —Dinamarca, Suecia, Noruega, Finlandia e Islandia— podrían jactarse de tener el mejor sistema de educación del mundo (Finlandia), un ejemplo brillante de sociedad industrial moderna, multicultural y propiamente secular (Suecia), una colosal riqueza petrolera invertida en objetivos a largo plazo, éticos y sensatos en lugar de en estúpidos edificios altísimos y en chicas de compañía de Park Lane (Noruega), la sociedad con mayor igualdad de género, los hombres más longevos del mundo y enormes cantidades de abadejo (Islandia) y unas ambiciosas políticas medioambientales y sistemas de bienestar social generosamente financiados por el Estado (todos ellos).
El consenso resultaba abrumador: si querías saber dónde encontrar el modelo definitivo para vivir una vida progresista, saludable, bien equilibrada, feliz y plena, debías dirigir tu mirada un poco más al norte de Alemania y justo a la izquierda de Rusia.
Pero yo hice más que eso. Después de observar desde una cierta distancia el avance sin tregua del carro de la felicidad danesa —intercalado con visitas regulares que, si acaso, solo servían para aumentar mi confusión (¿el tiempo sigue siendo una mierda?: sí; ¿la tasa impositiva todavía es de más del 50 por ciento?: así es; ¿las tiendas están cerradas siempre que las necesitas?: claro que sí)—, volví a mudarme allí.
Esto no respondió a ningún gesto magnánimo de perdón por mi parte, ni a un osado experimento para poner a prueba los límites de la resistencia humana: mi mujer quería volver a su tierra y, a pesar de que cada molécula de mi cuerpo gritaba: «¿No recuerdas lo que de verdad significaba vivir allí, Michael?», a raíz de diversas experiencias angustiosas con el correr de los años he aprendido que a la larga es mejor hacer lo que ella diga.
De vuelta en Dinamarca, la fiebre de lo nórdico, en todo caso, se había intensificado por todo el mundo. Era como si nunca les pareciera que ya tenían suficiente cultura vikinga contemporánea: los autores de novela negra Henning Mankell y Stieg Larsson empezaron a mover millones de libros, Danmarks Radio (DR), la cadena nacional danesa, vendió tres series de su morbosa epopeya criminal Forbrydelsen (The Killing) a 120 países, e incluso la televisión estadounidense realizó su propia versión. La siguiente serie de la compañía, el drama político Borgen (El castillo, que es el nombre con el que se conoce coloquialmente al edificio del Parlamento danés) ganó un BAFTA y un millón de telespectadores en la BBC4; e incluso Broen (El puente), una serie policíaca sueco-danesa, fue un éxito. (Poco importaba que lo único de original que tenía Forbrydelsen fuera el escenario; ya habíamos visto a duras mujeres policía muchas otras veces antes. Daba igual que Borgen fuera un El ala oeste de la Casa Blanca de tercera categoría, aunque con mejores pantallas de lámpara, o lo increíblemente mala que fuera Broen). De repente, arquitectos daneses, en particular Bjarke Ingels, se llevaban de calle grandes proyectos de construcción internacionales como si estuvieran hechos a base de piezas de Lego, y el trabajo de artistas como Olafur Eliasson aparecía por todas partes, desde escaparates de Louis Vuitton a la Turbine Hall de la Tate Modern en Londres. Un antiguo primer ministro danés, Anders Fogh Rasmussen, asumió el cargo de secretario general de la OTAN y un expresidente finlandés, Martti Ahtisaari, ganó el Premio Nobel de la Paz. Fue un momento magnífico para las películas danesas; directores como Thomas Vinterberg, Lars von Trier, Susanne Bier y Nicolas Winding Refn ganaron Premios Óscar, fueron galardonados en Cannes y se convirtieron en algunos de los directores más aclamados de la era actual. El actor Mads Mikkelsen (Casino Royale, La caza, Hannibal) llegó a ser una figura tan habitual en las pantallas danesas e internacionales que hoy trae a la memoria el célebre pareado de John Updike sobre un actor francés de similar ubicuidad: «I think that I shall never view / A French film without Depardieu».[5] Y además, por supuesto, estaba la «revolución» de la nueva cocina nórdica y la evolución del restaurante Noma de Copenhague, que había pasado de ser un cachondeo a pionero internacional; fue nombrado el mejor restaurante del mundo tres veces seguidas y su chef jefe, René Redzepi, llegó a ser estrella de portada de la revista Time.
En otras partes de la región, Finlandia nos dio a los Angry Birds, ganó el Festival de Eurovisión con una banda supuestamente integrada por orcos (Lordi) y, al menos durante un cierto tiempo, fabricó los teléfonos móviles que se instalaron de forma permanente en los bolsillos de todo el mundo.[6] Mientras tanto, Suecia continuó dominando las principales avenidas comerciales de nuestras ciudades con H&M e Ikea, así como las ondas de radio (la lista de productores y cantantes de música pop es demasiado extensa para enumerarla aquí y ahora) y también nos dio Skype y Spotify; Noruega siguió suministrando al mundo petróleo y varitas de pescado; y los islandeses se embarcaron en una juerga extraordinaria de aventuras fiscales.
Independientemente de adónde acudiera en busca de información, no lograba escapar (aparte de en Islandia) de la cobertura casi exclusivamente adulatoria de todo lo que fuera escandinavo. De haber tenido que creer lo que decían los periódicos, la televisión y la radio, los países nórdicos no podían hacer nada mal, tan simple como eso. Estas eran las tierras prometidas de la igualdad, la vida sencilla, la calidad de vida y la repostería casera. Pero lo cierto era que yo había conocido otra realidad viviendo aquí arriba, en el frío y gris norte y, aunque numerosos aspectos de la vida escandinava eran ciertamente ejemplares (y el resto del mundo podría aprender muchísimo de ellos), cada vez me frustraba más la falta de matices a la hora de esbozar una imagen de mi patria adoptiva.
Un detalle sobre este amor recién descubierto por todo lo escandinavo —ya fueran las escuelas libres, el diseño de interiores en color blanco, los sistemas políticos regidos por el consenso o los jerséis gruesos— me resultaba especialmente extraño: teniendo en cuenta toda esta publicidad positiva, y con una conciencia del llamado milagro nórdico que había alcanzado máximos históricos, ¿por qué motivo la gente no acudía en masa a vivir aquí? ¿Por qué seguían soñando con tener una casa en España o en Francia? ¿Por qué no empaquetaban todos sus enseres y se dirigían hacia Aalborg o Trondheim? A pesar de toda la literatura policíaca y de las series de televisión, ¿cómo era posible que nuestro conocimiento de Escandinavia siguiera siendo tan ridículamente escaso? ¿Cómo es que no tienes ni idea de dónde están Aalborg o Trondheim (sé sincero)? ¿Por qué no conoces a nadie que sepa hablar sueco o que se defienda en noruego? Nombra al ministro de Asuntos Exteriores danés. O al cómico más popular de Noruega. O a una persona finlandesa, cualquier persona.
Muy pocos de nosotros visitamos Japón o Rusia o hablamos sus lenguas pero, aunque es posible que no seas capaz de nombrar a todos sus líderes políticos, artistas o ciudades de segundo nivel, sospecho que podrías decir al menos algunos. Escandinavia, sin embargo, es una auténtica terra incognita. Los romanos ni siquiera se preocuparon por ella. A Carlomagno no pudo importarle menos. Como escribe el historiador nórdico T. K. Derry en su historia de la región, literalmente durante miles de años, «el norte permaneció casi en su totalidad fuera de la esfera de interés del hombre civilizado». Incluso la falta de interés que puede advertirse actualmente es ensordecedora. A. A. Gill, en un artículo publicado recientemente en el Sunday Times, describe esta parte del mundo como «una colección de países indistinguibles unos de otros».
En parte, la razón de nuestro punto ciego colectivo —y yo soy el primero en admitir lo extraordinariamente ignorante que era en asuntos relacionados con esta región antes de mudarme aquí— es el hecho de que somos relativamente pocos los que viajamos por esta parte del mundo. Por muchas maravillas escénicas que posea, el costo de visitar Escandinavia, junto con su desalentador clima (por no mencionar la existencia continuada de Francia), tiende a disuadir a mucha gente de pasar aquí sus vacaciones. ¿Dónde está la literatura de viajes sobre el norte? Las estanterías de las librerías se colapsan bajo el peso de las memorias situadas en el Mediterráneo —Dipsómano entre olivares, Aventuras extramatrimoniales con naranjas y otros—, pero al parecer nadie quiere pasar Un año en Turku o tratando de circular Entre arándanos.
Un día, mientras esperaba durante media hora a ser atendido en la farmacia de mi barrio (las boticas danesas están organizadas sobre la base de un monopolio, por lo que el servicio al cliente no es ninguna prioridad), caí en la cuenta de que, a pesar de todas las reseñas brillantes sobre Sofie Gråbøl (estrella protagonista de The Killing), de todos los artículos sobre los tejidos de punto feroeses y de las recetas con veinte tipos de hierbas y raíces (aquí debo levantar la mano, puesto que yo mismo he escrito más de un par sobre estas últimas), lo cierto es que aprendemos más de la mano de nuestros profesores de colegio, televisiones y periódicos sobre la vida de las remotas tribus amazónicas que de los escandinavos y cómo viven realmente.
Esto resulta extraño, porque los daneses y los noruegos son nuestros vecinos más cercanos por el este, los islandeses por el norte y, en términos de nuestro carácter nacional, tenemos más en común con ellos que con los franceses o alemanes: nuestro sentido del humor, tolerancia, recelo de los dogmas religiosos y de la autoridad política, honestidad, estoicismo frente a una meteorología deprimente, orden social, dieta pobre, falta de elegancia al vestir, etc. (Esto frente a la incontinencia emocional, la corrupción endémica, el humor a base de payasadas, el temperamento adolescente, la dudosa higiene personal, la gastronomía exquisita y la elegante sastrería de nuestros vecinos del sur).
Hasta se podría llegar a argumentar que los británicos somos, en esencia, escandinavos. Bueno, un poco. Los lazos culturales son innegablemente profundos y duraderos, y es posible remontarse al infame primer asalto al monasterio de Lindisfarne el 8 de enero del año 793 cuando, según aparece en los registros de la época: «Las horrorosas incursiones de hombres paganos causaron lamentables estragos en la iglesia de Dios en la isla sagrada».
Los reyes vikingos pasaron a gobernar un tercio de Gran Bretaña —el territorio conocido como Danelaw— durante un periodo que culminó con esa gran trampa cazabobos del deletreo, Cnut (Canuto II de Dinamarca), como rey indiscutible de toda Inglaterra. El descubrimiento de los restos de un barco funerario en Sutton Hoo ha ofrecido abundantes evidencias de que también existe un vínculo con Suecia. Después de sacudirse de encima su necesidad de violar y saquear, hay indicios sólidos de que vikingos de diversas tribus se establecieron de forma amistosa entre los anglosajones, comerciaron, se casaron unos con otros y ejercieron una gran influencia sobre la población indígena.
Desde luego, dejaron su impronta en la lengua inglesa. Un profesor de Lengua y Literatura Noruega de la Universidad de Oslo, Jan Terje Faarlund, recientemente se atrevió incluso a declarar que el inglés era una lengua escandinava, aludiendo al vocabulario compartido, al orden parecido «verbo antes de objeto» de las frases (a diferencia de la gramática alemana) y otras cosas por el estilo. La división de Yorkshire en ridings (norte, este y oeste) procede del término vikingo para designar «tercio»; imagino que los dales [«valles»] de Yorkshire son otra derivación nórdica (dal es «valle» en danés); y a menudo me he preguntado si la oclusiva glotal de la zona norte de Inglaterra no será alguna especie de contagio lingüístico de los daneses (que, cuando hablan, con frecuencia parece no solo que se tragan la mayoría de las consonantes de cada palabra, sino la propia lengua). Luego están algunos de los días de la semana (Wodin u Odin para Wednesday [«miércoles»]; Thor para Thursday [«jueves»]; Freya para Friday [«viernes»]) y muchos nombres de lugares. El Domesday o Libro de Winchester[7] está repleto de nombres escandinavos para referirse a asentamientos: cualquier ciudad con la terminación -by o -thorpe (que significan respectivamente «ciudad» o «pequeño asentamiento») fue un asentamiento vikingo: Derby, Whitby, Scunthorpe, Cleethorpes, etc. Yo nací cerca de una ciudad llamada East Grinstead, cuyo nombre, imagino, es de origen danés (sted significa «lugar», y es una terminación muy común en las localidades danesas); y, en Londres, vivía a cinco minutos de Denmark Hill, un nombre que surge de una conexión más reciente: en otro tiempo fue el hogar del consorte danés de la reina Ana de Gran Bretaña (las casas reales británica y danesa han estado estrechamente entrelazadas por diversos matrimonios a lo largo de muchos siglos).
Las palabras relacionadas con la familia, como mother (mor), father (far), sister (søster) y brother (bror)[8] también demuestran una gran cercanía aunque, por desgracia desde mi punto de vista, la lengua inglesa nunca adoptó el utilísimo método escandinavo para distinguir entre abuelos maternos y paternos: far-far, mor-mor, far-mor, mor-far.
«Incluso en la actualidad, los agricultores de Yorkshire pueden mantener una conversación sobre ovejas con sus homólogos noruegos y entenderse entre ellos», me explicó la doctora Elizabeth Ashman Rowe, profesora de Historia Escandinava en la Universidad de Cambridge cuando le pregunté sobre el legado vikingo en Gran Bretaña. He oído algo parecido con respecto a la capacidad de los pescadores de Norfolk de saber hacerse entender por sus colegas marinos de la costa oeste de Jutlandia. Rowe también señaló otros lazos culturales: la influencia de la cultura nórdica en autores que van desde J. R. R. Tolkien a J. K. Rowling, así como en la iconografía new age y heavy metal.
La influencia escandinava se ha extendido también más hacia el oeste. El vikingo noruego Leif Ericson descubrió América en el año 1000 d. C., si bien es cierto que, tras no haber sabido apreciar el atractivo de la Terranova, sin demora dio media vuelta y regresó a casa. No obstante, los esfuerzos escandinavos para poblar Norteamérica tuvieron un mayor éxito al cabo de 900 años, cuando 1,2 millones de suecos, junto con muchos noruegos y algunos finlandeses, cruzaron el Atlántico en barco. En algunos momentos de la década de 1860, una décima parte de todos los inmigrantes que llegaban a Estados Unidos era de Escandinavia, y muchos de ellos terminaron estableciéndose en Minnesota, donde el paisaje les recordaba a su hogar. En la actualidad, se calcula que en Estados Unidos hay casi cinco millones de noruego-estadounidenses y la misma cantidad de sueco-estadounidenses. Si no hubiera sido por ellos, no habríamos tenido a Uma Thurman y Scarlett Johansson.
Lo que hace que esta obsesión que existe actualmente por lo nórdico sea tan inverosímil es que durante el siglo XX las influencias culturales populares tendieron a fluir sobre todo en dirección opuesta. Si te relacionas con hombres escandinavos de una cierta edad, por ejemplo, es casi seguro que la conversación en algún momento gire en torno a diferentes escenas de los Monty Python. Las mujeres, mientras tanto, compartirán recuerdos con ojos llorosos del elenco masculino de Retorno a Brideshead o del tiempo pasado en Londres trabajando como au pairs. Todos estarán familiarizados con Arriba y abajo, Trevor Eve y Not the Nine O’Clock News, y creerán firmemente que Keeping Up Appearances es un documental sobre la vida inglesa. A pesar de lo avanzado de sus sistemas educativos, los escandinavos son adictos a Los asesinatos de Midsomer. Ofréceles una casa rural recubierta de hiedra en los Cotswolds y un cadáver fresco y estarán en la gloria. En Dinamarca las noticias se hacen eco incluso de los cambios que tienen lugar en el gabinete británico. Me pregunto cuántos miembros de este gabinete pueden nombrar a sus homólogos daneses.
Quizá ese aire de familia, una cierta similitud superficial, es una de las razones por las que en Gran Bretaña en realidad no hemos tratado de ahondar más allá de las caracterizaciones novelescas de los escandinavos. Además, aunque las representaciones estereotípicas suelen incluir referencias a su liberalismo sexual y a su belleza física, de alguna manera aun así consiguen proyectar una imagen de seres píos, de luteranos santurrones. ¿No resulta muy ingenioso que te consideren al mismo tiempo increíblemente sexy y desmoralizadoramente frígido? Tampoco ayuda que los escandinavos no sean nada echados hacia delante cuando deberían serlo: no son nada propensos a presumir. Va en contra de sus normas (literalmente, como descubriremos más adelante). Busca en el diccionario la palabra reticente y no encontrarás la imagen de un finlandés de pie, incómodo en una esquina, con la mirada clavada en los cordones de los zapatos, aunque eso es lo que debería salir.
Mientras escribía este libro, varias personas —incluidos algunos daneses y, en particular, muchos suecos— se mostraron verdaderamente desconcertados ante la idea de despertar el más mínimo interés en alguien fuera de Escandinavia. «¿Por qué crees que la gente querrá saber de nosotros?», preguntaban. «¿Qué es lo que pueden esperar?». «Somos todos muy aburridos y tiesos». «Seguro que en el mundo hay gente más interesante sobre la que escribir. ¿Por qué no vas al sur de Europa?». Al parecer, los escandinavos tienden a verse a sí mismos un poco como lo hacemos nosotros, es decir, asépticos contenedores de reciclaje: funcionales y nobles, pero rebosantes de una insulsez infatigable que suele desalentar otras indagaciones más profundas. Industriosos, confiables y políticamente correctos, los escandinavos son los notarios de la fiesta, cinco países que disfrutan de Gobiernos locales liberal-demócratas, trabajadores sociales prestos a apuntar con su dedo acusador y cenizos sin sentido del humor.
Entonces, ¿cómo confío en mantener vuestra atención durante todo este libro? La respuesta es sencilla: encuentro a los daneses, suecos, finlandeses, islandeses e incluso a los noruegos absolutamente fascinantes, y sospecho que a vosotros os sucederá lo mismo una vez averigüéis la verdad sobre lo brillantes y progresistas, aunque también más raros que un perro verde, que pueden llegar a ser. Oprah habría llegado a descubrirlo también de haberse quedado más que una tarde, y yo por mi parte, finalmente y a regañadientes, he empezado a admitir que podemos aprender muchísimo de las tierras nórdicas: cómo viven su vida, cuáles son sus prioridades y el modo en que manejan su riqueza; cómo es posible mejorar el funcionamiento de las sociedades y cómo estas pueden ser más justas; cómo las personas pueden vivir su vida en equilibrio con su carrera, educarse de manera eficaz y apoyarse unos a otros; cómo, en última instancia, ser felices. También son muy graciosos, aunque no siempre lo hagan de forma intencionada, que, en lo que a mí respecta, es la mejor manera de serlo.
Me adentro un poco más en el milagro nórdico. ¿Existía un patrón escandinavo para una forma de vida mejor? ¿Había elementos de la excepcionalidad nórdica —así se ha acuñado este fenómeno— transferibles o eran específicos de una localización, una peculiaridad histórica y geográfica? Y, si los no escandinavos supieran de verdad cómo es vivir en esta parte del mundo, ¿seguirían envidiando tanto a los daneses y a sus hermanos del norte?
«Si tuvieras que volver a nacer en el mundo como alguien con una capacidad y talento medios, querrías ser vikingo», proclamó la revista The Economist de un modo algo irónico en una edición especial dedicada a los países nórdicos. Sin embargo, ¿dónde estaba el debate sobre el totalitarismo nórdico y lo estirados que son los suecos; sobre lo mucho que se han corrompido los noruegos a causa de su riqueza petrolífera, hasta el punto de que ni siquiera se molestan en pelar sus plátanos; sobre el hecho de que los finlandeses se automedican hasta perder la consciencia; sobre cómo los daneses se niegan a aceptar su deuda, el desvanecimiento de su ética laboral y su lugar en el mundo; y sobre cómo los islandeses son, fundamentalmente, unos salvajes?
Una vez empiezas a examinar con más detenimiento las sociedades nórdicas y las personas que las componen, cuando vas más allá de los tópicos escandinavos que hoy en día nos ofrecen los medios de comunicación occidentales —los suplementos dominicales que presentan casas de verano suecas pobladas por mujeres rubias con vestidos de estampados florales que sujetan cestas con ajos salvajes y están rodeadas de niños con el pelo ingeniosamente revuelto—, una imagen más compleja, a menudo más oscura y en ocasiones bastante preocupante comienza a aflorar. Esto lo abarca todo, desde los inconvenientes relativamente benignos de vivir en unas sociedades tan cómodas, homogéneas e igualitarias como estas (dicho de otro modo, cuando todo el mundo gana la misma cantidad de dinero, vive en los mismos tipos de casa, se viste igual, conduce los mismos coches, come la misma comida, lee los mismos libros, sus opiniones coinciden a la hora de hablar sobre la ropa de punto y las barbas, comparte en general un mismo sistema de creencias religiosas y va de vacaciones a los mismos lugares, las cosas pueden terminar volviéndose un poco sosas; más información sobre esto en los capítulos dedicados a Suecia), hasta llegar a las fisuras más graves que pueden apreciarse en la sociedad nórdica: el racismo y la islamofobia, el lento declive de la igualdad social, el alcoholismo y los amplios y desbordados sectores públicos que requieren unos niveles impositivos que cualquiera consideraría completamente descabellados salvo aquellos que hayan sentido su sigiloso avance a lo largo de los últimos cincuenta años, como una marea mortal ahogando toda clase de esperanza, energía y ambición…
… ¿Por dónde iba? El caso es que sí, que decidí embarcarme en un viaje para tratar de rellenar algunas lagunas en mi experiencia nórdica. Me dispuse a explorar estas cinco tierras con mayor profundidad, visitando varias veces cada una de ellas, reuniéndome con historiadores, antropólogos, periodistas, novelistas, artistas, políticos, filósofos, científicos, observadores de duendes y Papá Noel.
El viaje me llevaría desde mi hogar en la campiña danesa a las glaciales aguas del Ártico noruego, a los sobrecogedores géiseres de Islandia y a las tierras baldías del complejo de viviendas sociales más notorio de toda Suecia; de la gruta de Papá Noel a Legoland, y de la Riviera danesa a los guetos de inmigrantes.
Pero, antes de ponernos en marcha, debo indicar que la primera lección ofrecida —tras una larga pausa y un hondo suspiro— por un amigo diplomático danés que pacientemente había aguantado un discurso mío en el que incluí mucho de lo expuesto más arriba, fue la siguiente: técnicamente, ni los finlandeses ni los islandeses son auténticos escandinavos; este término se refiere únicamente a los habitantes de las tierras vikingas originales (Dinamarca, Suecia y Noruega). Pero, tal y como descubrí en mis viajes por la región, los finlandeses se reservan el derecho de decidir cuándo entrar y cuándo no en el club de los antiguos saqueadores en función de lo que les convenga en cada momento, y no creo que a los islandeses les siente muy mal que les pongan la etiqueta de escandinavos. En sentido estricto, si vamos a agrupar a los cinco países en un mismo saco, en realidad deberíamos emplear el término nórdico. Sin embargo, este es mi libro, así que me reservo el derecho a intercambiar ambos términos de forma prácticamente indistinta.
Así pues, comencemos nuestra búsqueda para desenterrar la verdad sobre el milagro nórdico, y qué mejor que empezar a hacerlo en una fiesta.
[1] Nombre de la detective protagonista de la serie de televisión danesa Forbrydelsen (The Killing), interpretada por la actriz Sofie Gråbøl. (N. de la T.).
[2] Nombre de la primera ministra danesa ficticia en la serie de televisión Borgen, interpretada por la actriz Sidse Babett Knudsen. (N. de la T.).
[3] Caramelos salados, cuyo principal ingrediente es el regaliz. (N. de la T.).
[4] Personaje de la obra de teatro The Importance of Being Earnest (La importancia de llamarse Ernesto) de Oscar Wilde. (N. de la T.).
[5] Creo que nunca podré llegar a ver / una película francesa sin Depardieu. (N. de la T.).
[6] El autor se refiere a la empresa multinacional de Nokia Corporation, con sede central en la ciudad de Espoo. (N. de la T.).
[7] Registro realizado en 1086 por orden de Guillermo I de Inglaterra, similar a los censos actuales, que daba cuenta de los individuos del territorio inglés y sus bienes. (N. de la T.).
[8] «Madre», «padre», «hermana» y «hermano», respectivamente. (N. de la T.).