[1]. Que alguien pensase que no puedo mofarme del nacionalismo fue, desde luego, lo más atroz de todo. Pensé inevitablemente en Zizek, quien se ha esforzado en vano por recordarnos lo absurdo de la corrección política. Y en Fernando Savater, que lleva décadas luchando contra lo disparatado de la equidistancia.
[2]. El autor de Independencia en la granja nunca ha puesto un pie en ninguno de estos dos pueblos. Sin embargo, apostaría las regalías del presente libro a que en realidad los habitantes de Masalcorreig y Torrente de Cinca están unidos por vínculos familiares y afectivos de toda índole.
[3]. Al fin y al cabo, el ex molt honorable Kuato había sido el principal responsable de «fer país», «hacer país». O dicho de otro modo, fue el ex molt honorable Kuato quien, por primera vez en la historia moderna de la Masía, tuvo la brillante idea emancipadora de usar fondos públicos para distribuir pastillitas rojas entre sus conciudadanos (si bien es verdad que las primeras pastillitas eran de un tono más rosadito que rojo. No por cobardía. En absoluto. Kuato sabía que ciertas cosas es mejor hacerlas de a poquitos).
[4]. A no confundir, como se advirtió en un principio, con el narrador de la misma.
[5]. Aquí habla el autor. Disculpen la confusión.
[6]. La absoluta falta de autonomía de Cuba (defendida a ultranza por los diputados catalanes) y el secuestro de su mercado interior (los cubanos no sólo tenían que comprar los poco competitivos productos catalanes, sino que encima el régimen proteccionista les impedía vender su caña de azúcar a Estados Unidos, igual que los andaluces no podían vender su vinito de la tierra a los británicos) fueron, como apunta Unamuno, las principales causas por las que la Granja Ibérica perdió sus últimas colonias. (Algo de lo que el narrador no se lamenta. Colonizar otros países no está bien. Pero bueno, como ya apuntamos más arriba, eran otros tiempos).
[7]. Esta frase pertenece otra vez al autor. Pero por última vez, lo juro.
[8]. Algunos letrados del Gran Estable advirtieron a nuestro insigne protagonista que la formulación de las preguntas número dos, tres, cinco y seis condicionaban, en cierta medida, la respuesta a la primera. Pero Puerquimón no se había dejado intimidar por los toros del Rancho de Madrid y mucho menos iba a dar a torcer su pata jamonera por culpa de los remilgos de un par de leguleyos, máxime cuando la oveja Forcamiel sospechaba que los susodichos letrados eran, en realidad, una panda de «butifarras» encubiertos (aún carecían de pruebas contundentes al respecto, por lo que habían decidido posponer para más adelante una hipotética purga).
[9]. Ya saben lo que se suele decir: a menudo la realidad supera con creces a la ficción…
[10]. En realidad, la situación de la Masía era mucho más divertida de lo que, con afán simplificador, hemos expuesto en las páginas precedentes. Resulta que Los Tangentes, el partido de Puerquimón, era de centroderecha y liberal. República Central, la marca del dóberman Junquito, se autoproclamaba de izquierdas y, en teoría, creía en la igualdad de todos los animales (esto último lo cumplían a rajatabla cuando se trataba de reprender al rey de la Granja Ibérica –sí, la Granja Ibérica era, en realidad, una monarquía parlamentaria de corte federal; las cosas nunca son tan fáciles como parecen–, cuyo cargo institucional implicaba, en teoría, un privilegio –aunque, en la humilde opinión del narrador de esta novela, ser rey de una monarquía parlamentaria tan disfuncional como la de esta obra ficticia parece más una putada que un privilegio, pero en fin, es cuestión de opiniones. Sin embargo, pese a sus ansias de equidad, los votantes de República Central no tenían ningún inconveniente en flexibilizar sus dogmas igualitarios cuando se trataba de distinguir entre los privilegios de un animal catalán y los de un animal del resto de la Granja Ibérica). Por último, los Cucos Populares del cuervo hembra Manija eran, como ya adelantamos, «antisistema», o de extrema izquierda. O sea, que la liga de defensores de la justicia estaba compuesta por un partido liberal de centroderecha (que en otros tiempos defendía los intereses de la clase empresarial) y partidos de izquierda y extrema izquierda (que antaño luchaban por la clase trabajadora). Pero durante años, esta heterogénea coalición puso de lado sus diferencias, ignoró las cuestiones que solían preocupar a su electorado y dedicó casi la totalidad de sus reuniones, comunicados, manifestaciones, estrategias y recursos, en definitiva, la casi totalidad de los mecanismos gubernamentales a su disposición, a una única finalidad: lograr la libertad de la Masía. Si esto no es afán emancipador, que bajen Marx y Dios de la mano y lo vean.
[11]. Sí, resulta un pelín paradójico que se convoque un referéndum para conocer la opinión de los animales y que el documento en el que se detallan los aspectos logísticos de esa consulta ya dé por sentado el resultado y adopte medidas para implementar una de las dos opciones en liza. En fin, ya saben que la lucha por la libertad no conoce fronteras (sic).
[12]. Por los esfuerzos realizados aquella jornada por el buey Mentecato, varios miembros de los Cucos Populares, con el cuervo hembra Manija a la cabeza, solicitaron que se le concediese la Medalla del Mérito Animal.
[13]. El autor, en cambio, se habría quedado en casa, porque el pobre es un pelín cobarde e hipocondríaco, y le habría dado miedo que una cabra vestida de verde le saltase (accidentalmente) un ojo con un golpe de porra.
[14]. Por si a algún lector le interesa este fascinante estudio psicológico, texto fundacional de la teoría de la disonancia cognitiva, y que ayuda a formarse una idea de por qué Puerquimón, Forcamiel, Junquito, Bribón, Manija, etcétera, son incapaces de aprehender la realidad en la que andan metidos, he aquí la referencia completa: Leon Festinger, When Prophecy Fails: A Social and Psychological Study of a Modern Group That Predicted the Destruction of the World (1956).
[15]. En efecto, el peor nacionalista de todos es el nacionalista español, causa y origen de muchos de nuestros males. El autor de esta novela estudió en una universidad en la que (¡a principios del siglo XXI!) un animal del Rancho de Madrid llevaba en el bolsillo un llavero con la efigie del toro Paco. Creo que con eso queda todo dicho. (Por supuesto, como la inmensa mayoría de nacionalistas españoles que el autor de esta novela ha conocido a lo largo de su vida, el estudiante con el llaverito del toro Paco era un ferviente votante del partido Cornúpetas; ser nacionalista español suele ser sinónimo de votante de derechas; por razones históricas, ser antinacionalista en la Granja Ibérica también ha sido tradicionalmente de derechas, pero esperemos que la cosa cambie algún día, porque lo cierto es que no hay nada más antigualitario que el nacionalismo, y los votantes de izquierda [y extrema izquierda] deberían empezar a percatarse de ello).
[16]. Twitter había suprimido el límite de los 140 caracteres un par de semanas antes de que se produjesen los hechos aquí narrados. No obstante, sumido en los altibajos de la lucha emancipadora, el dóberman Bribón no se enteró de la noticia hasta mucho después.
[17]. En el tramo de hormigón armado que separaba el pueblo de San Rafael del Río de sus vecinos de Sant Joan del Pas, alguien tuvo la ocurrencia de garabatear unos versos del poeta jerezano Juan Bonilla: «Ya los periódicos han suprimido / los crucigramas y los jeroglíficos / y la sección de horóscopos también, para evitar / que se deslicen los mensajes secretos de los enemigos».
[18]. Por supuesto, somos conscientes de que, desde un punto de vista geográfico, Masalcorreig no forma parte de los confines de Tabarnia. Pero dejemos a estas pobres gallinas soñar con un mundo mejor.
[19]. Nadie dijo que a Puerquimón no le gustase leer. Eso lo han supuesto ustedes solitos…
[20]. Según los libertadores de la Masía, la aplicación de un artículo de la Constitución de 1978 (que ellos mismos habían votado) constituía un «golpe de Estado». No nos pregunten en qué facultad de derecho estudió esta gente. Eso sí, en caso de que lo averigüen, en caso de que esta información aparezca por casualidad en sus biografías de Wikipedia, háganle un favor al mundo: manden a sus hijos a estudiar a otra parte. Aunque, por cierto, los líderes del partido Querríamos –aspirante a gobernar la Granja Ibérica– también consideraron que la aplicación de ese mismo artículo de la Constitución conllevaba «la supresión de la democracia». Por supuesto, Querríamos no se quejó ni una sola vez de que los libertadores de la patria se inventasen un inexistente derecho a decidir (al contrario: lo apoyaron sin fisuras), ni de que mintiesen sobre las balanzas fiscales, ni de que engañasen a su población con la milonga de que la Unión de Granjas Europeas les iba a acoger con los brazos abiertos después de su pataleta de nacionalismo decimonónico, ni de que ignorasen una y otra vez a las autoridades judiciales de la Masía y la Granja Ibérica, ni de que purgasen las instituciones públicas de todo aquel que no comulgaba con sus ideas (y colocasen en ellas a marranos como el mayor Trapo del Mundo), ni de que asegurasen que ninguna empresa se iba a marchar de la Masía y cuando 3.000 empresas hicieron justo eso, en vez de pedir perdón, en vez de decir «Ah, de pronto nos equivocamos», lo único que se les ocurrió fue articular otro cuento chino: «No pasa nada, volverán». Todo lo anterior, por lo visto, sí es democrático. Pero la aplicación de una Constitución votada por el conjunto de animales de la Granja Ibérica «suprime la democracia». ¡Bravo también por el batiburrillo de licenciaturas y doctorados de los líderes de Querríamos! (Nota del autor [Ter]: Ruego disculpen al narrador de la novela. No ha resultado fácil llegar hasta aquí y el pobre está perdiendo la paciencia).
[21]. El autor de esta novela ha vivido más de dos años en Ginebra y las ha pasado canutas para encontrar (y pagar) un estudio catorce veces más pequeño que la pocilga de Puerquimón en Waterloo. Cuando se hizo pública la noticia de que Manija se había exiliado a la ciudad Suiza, el autor no pudo evitar preguntarse quién se encargaría de pagar el alquiler de nuestro cuervo hembra antisistema. Por fortuna, nunca faltan manos amigas para sufragar la lucha por la libertad (y apoquinar las fianzas y arriendos de sus guerreros).
Jose Serralvo
Independencia en la granja
Los cuatro vientos · Renacimiento
© Jose Serralvo
© 2018. Editorial Renacimiento
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polígono nave expo, 17 • 41907 valencina de la concepción (sevilla)
tel.: (+34) 955998232 • editorial@editorialrenacimiento.com
Diseño de cubierta: Equipo Renacimiento, sobre una ilustración de Daniel Miñana
isbn ebook: 978-84-17266-19-8
A quienes sueñan, desde hace ya décadas,
con una Europa sin fronteras.
«La idea de nación es uno de los medios soporíferos más eficaces que ha inventado el hombre. Bajo la influencia de sus efluvios, puede un pueblo ejecutar un programa sistemático del egoísmo más craso, sin percatarse en lo más mínimo de su depravación moral; aún peor, se irrita peligrosamente cuando se le llama la atención sobre ello».
Rabindranath Tagore
«Las fronteras son las cicatrices que la historia ha dejado grabadas en la piel de la Tierra».
Josep Borrell
Nota del autor
Fábula Del lat. fabŭla
1. f. Breve relato ficticio, en prosa o verso, con intención didáctica o crítica frecuentemente manifestada en una moraleja final, y en el que pueden intervenir personas, animales y otros seres animados o inanimados.
Esta fábula no está basada en hechos reales.
Cualquier parecido entre los animales de esta fábula y personajes (de carne y hueso) del panorama político español ha de considerarse una mera coincidencia.
Todas las opiniones expresadas a lo largo de la fábula pertenecen al narrador de la misma y no necesariamente al autor de la obra.
Nota del autor
(bis)
Sí, otra vez yo. Disculpen esta segunda interrupción, pero tengo algo importante que contarles. Algo relacionado con los intentos de censurar esta novela, y con la forma en que el genio de Nabokov siempre acaba salvándome el culo (metafóricamente hablando) en el último minuto. Ustedes han oído hablar de Nabokov, ¿no es cierto? Me refiero a ese escritor ruso de frente turgente que estaba obsesionado con las nínfulas, los diccionarios y los narradores no fiables. Políglota empedernido. Mago del humor. Autor de Lolita. Ajá. Exacto: Lo-li-ta. Y óiganme bien: si se disponen a leer acerca de las andanzas del ínclito marrano Puerquimón, si sostienen este libro entre sus manos, en definitiva, si estas páginas fueron siquiera impresas, ha sido en parte gracias a él.
Empezaré por el principio. O al menos por la mitad. Allá por la época en que concluí mi segunda novela: El niño que se desnudó delante de una webcam. Corría el año 2013 y por aquel entonces andaba dando tumbos por los meandros de la selva nariñense, en la frontera entre Colombia y Ecuador. Dormía la mayor parte de las noches en una mosquitera, calzaba botas de caucho (cuyo interior revisaba cada mañana de forma religiosa en busca de culebras) y de vez en cuando, si tenía suerte, tomaba cerveza caliente junto a guerrilleros barbudos a los que trataba de convencer de tal o cual cosa. Por las tardes había poco que hacer. Teníamos prohibido desplazarnos a partir de las 17,00 h. y no había electricidad, ni internet, ni siquiera señal para el Nokia de carcasa rasguñada que llevaba en mi mochila, de modo que la literatura se volvió más imperiosa que nunca. Fue en ese rincón del mundo, entre samanes y yarumos, a veces con una linternita adosada a la frente, donde escribí la historia de Dave Timberthirdleg, un menor de edad que sufría abusos sexuales a través de internet y que después, como ocurre a menudo en los conflictos bélicos de que tengo constancia, acababa convirtiéndose él mismo en abusador de menores. Ya saben: la víctima que se torna verdugo.
En cuanto salí de la selva contacté a Maru de Montserrat, mi agente literaria de aquel entonces, con la esperanza de venderle el proyecto. Su respuesta no pudo resultar más desalentadora. Según ella, «el tema de la pedofilia [era] grave, serio, tabú y MUY delicado» y lo mejor era tirar el manuscrito a la basura y «escribir novela negra (al estilo de los clásicos contemporáneos)… con un final a lo Joël Dicker». Un tipo menos cabezota que yo se habría dado por vencido de inmediato. Pero para entonces, amén de un irreversible proceso de sinapsis neuronal que me había convertido en un muchacho de lo más perseverante (por decirlo de forma suave), ya había pasado dos años de mi vida en París. Y durante aquel tiempo me había convencido a mí mismo de que mis libros debían adherirse a una concepción sartriana, o vargasllosiana, de la literatura. El propósito de escribir no podía ser únicamente el entretenimiento. Había que mirar alrededor, ver lo que no funcionaba y dejar testimonio. Intentar salvar una parte de este mundo imperfecto de los caprichos del homo sapiens. Albergar, en contra del consejo de Kavafis, vanas esperanzas.
De modo que rescindí el contrato con mi agencia y me lancé a la búsqueda de editor. No tenía ni idea de por dónde empezar, pero tuve la buena fortuna de que un joven escritor de mi ciudad, Javier López Menacho, a quien por entonces no conocía, estaba armando un montón de ruido con una novelita deliciosamente sartriana: Yo, Precario. Su editorial, Los Libros del Lince, no era ni muy grande ni muy pequeña, de modo que me animé a probar suerte en la ardua tarea de representarme a mí mismo. El 10 de noviembre de 2013 escribí un correo a Enrique Murillo, el mismísimo Lince. Para evitar una respuesta como la de Maru de Montserrat –que en mi humilde opinión reflejaba un profundo desconocimiento de la historia de la literatura, o cuanto menos una palpable incapacidad para entrelazar los hitos que la jalonaban–, le hablé de Platón y de Gide, de Thomas Mann, de Marguerite Yourcenar, de Nabokov. Quería que me tomasen en serio. El 19 de noviembre, ante la ausencia de réplica, volví a escribir a Murillo. En esa segunda ocasión, su respuesta no se hizo esperar. Me confesó que estaba abrumado por el trabajo, pero añadió una frase que me pilló por completo desprevenido (en aquél entonces yo no sabía nada de Enrique): «Estoy siempre desbordado… pero a este viejo traductor de Nabokov le interesa leer ese nuevo libro». El hombre orquesta de las letras españolas, lector, traductor, escritor, periodista y editor, se animó a leer la novela y la publicó un año y medio más tarde.
De modo que cuando en febrero de 2018 concluí el manuscrito de Independencia en la granja ya había tenido mis escarceos con la censura. Conocía la hipocresía de una parte de nuestro mundo cultural y la ignorancia de quienes son incapaces de mirar más allá de un título o una temática. Así que casi no me sorprendió que varias personas de mi entorno intentasen disuadirme cuando empecé a hablarles de Puerquimón. Tuve que soportar una miríada de advertencias: «No es el momento», «Vas a arruinar tu carrera», «Es un tema demasiado polémico, casi una religión», «No te puedes meter con el nacionalismo», etcétera[1]. Sin embargo, aquí confluían dos factores importantes. En primer lugar, que hay una serie de temas que me interesan sobremanera, a saber: la religión, la sexualidad y el nacionalismo, así que no iba a dejar escapar la oportunidad de articular una novela en torno a uno de ellos. Y en segundo lugar, que, tal y como adelantaba unas líneas más arriba, soy terco como una mula. Cuando alguien intenta impedirme que defienda mis convicciones, suelo reaccionar dando coces con más fuerza –sobre todo si los obstáculos en cuestión se fundamentan en pretextos que no casan con mi propia ética. De modo que me desviví para que Independencia en la granja llegase a manos de un editor.
Supongo que nadie va a denunciar al pobre narrador de esta fábula –sería como si Stalin se hubiese querellado con la pluma de Orwell, o como intentar llevar a juicio a Ferdinand Bardamu por promover la deserción y la cobardía en pleno período de entreguerras–, pero con miras a evitar desplantes por culpa de mi cándido preámbulo, omitiré a partir de ahora ciertos nombres propios. Sólo diré que la persona que se animó por fin a publicar mi manuscrito es alguien del mundo de la cultura, un tipo afable y valiente, y a quien desde hace tiempo considero un buen amigo. Llamémosle, por seguir un poco con el tema, Humberto Humberto.
Pues bien, resulta que en cuanto Humberto Humberto quiso publicar Independencia en la granja se topó con la oposición (y hasta donde me pareció entender, la furia impetuosa) de su socia de negocios, a la que llamaremos señorita Mist. Sin embargo, Humberto Humberto no se dejó arredrar por la señorita Mist y recurrió a cuantas artimañas fue necesario para firmar un contrato de edición con quien suscribe, dejando al margen el negocio cultural que gestiona de forma conjunta con la segunda persona que intentaba arrojar una de mis obras al Index librorum prohibitorum. Y aquí surge toda una subtrama de rencores, puñaladas traperas y amenazas, que llevaron a que la publicación de Independencia en la granja se pospusiese una y otra vez, pese a que (muy a mi pesar) estuve incluso dispuesto a permitir que el libro saliese a la venta con pseudónimo. Con todo, mi amigo Humberto Humberto no se desanimó ni arrojó en ningún momento la toalla, aun cuando todo parecía indicar que, en caso de ir a imprenta, el libro nacería muerto de antemano: sin una editorial que lo respaldase y sin una distribuidora que lo hiciese llegar a las librerías (la señorita Mist prohibió que se usasen los canales de distribución ordinarios de la empresa a la que me estoy refiriendo) mi novela parecía condenada a sucumbir a la entropía de unos almacenes oscuros y llenos de telarañas. En este caso, y es importante aclararlo, la censura no era, hasta donde sé, de índole ideológica. A día de hoy creo que la señorita Mist no aborrecía ni la temática ni la toma de postura de mi novela –a diferencia de lo que le había ocurrido a Maru de Montserrat con El niño que se desnudó delante de una webcam–. Nos hallábamos simplemente ante un problema de índole económica: el mundo cultural está lleno de nacionalistas, y las repercusiones para la empresa de Humberto Humberto y la señorita Mist podían ser catastróficas –o eso creía al menos esta última– si se animaban a difundir las aventuras de Puerquimón. De modo que ni agazaparse tras sellos editoriales inexistentes ni embozarse con un pseudónimo fueron suficiente para que el proyecto saliese adelante (y me estoy refiriendo a un manuscrito que contaba ya con una portada y galeradas hiperrevisadas, listas para ir al taller).
Personalmente, viví esta censura con más enfado y ansiedad que la primera. No me sorprende que un agente literario no haya leído a Foster Wallace, o a Thomas Mann, o a Gide, o a Faulkner, y que crea que los abusos a menores son un tema «grave, serio, tabú» en la por lo demás omnicomprensiva historia de la literatura (no hay problema o inquietud humana que no pulule ya por sus páginas). Pero me hierve la sangre al pensar que uno no puede oponerse a la xenofobia nacionalista porque sus secuaces controlan una buena parte de la prensa, determinados medios de comunicación audiovisuales y más de un grupo editorial, y reparten subvenciones públicas a mansalva, y el riesgo de perder ciertas prebendas acaba tornándose, al parecer, en justificación de la propia censura. El único paralelismo posible es el silencio y la tergiversación que imperan en buena parte de Estados Unidos (y en algunos países de Europa) en lo que concierne a la ocupación de Palestina por parte de Israel.
Por un momento, pensé que Independencia en la granja se quedaría para siempre en un cajón. Hasta que tuve la buena fortuna de hablar con Juan Bonilla, a quien conocí en persona hace apenas dos semanas, pero con quien he mantenido una correspondencia irregular por espacio de tres años, desde que nos presentase Enrique Murillo, mi antiguo y querido editor (quien, sospecho, deseaba que alguien menos puritano que Maru de Montserrat me animase a seguir escribiendo sobre aquello en lo que creo). Además de ser un intelectual que conoce de primera mano lo que significa que le censuren proyectos culturales por culpa de los desmanes de la mojigatería ibérica, Juan Bonilla es sin duda el mejor estudioso de Nabokov en nuestro país y, al igual que Murillo, conoce de sobra las adversidades a las que tuvo que hacer frente el escritor ruso para publicar Lolita, y ello pese a que se trata –según el consenso de la crítica– de una de las mejores novelas de todo el siglo XX.
Bonilla, a su vez, me puso en contacto con Abelardo Linares, poeta y director de la editorial Renacimiento, quien no vaciló ni un instante sobre la pertinencia de publicar Independencia en la granja, esta vez sin imponerme un pseudónimo que no deseaba y sin las cortapisas de una socia amedrentada por las consecuencias de decir en voz alta lo que todos deberíamos defender: que los nacionalismos son una ideología retrógrada, decimonónica y xenófoba; que atentan contra los más básicos valores democráticos y coartan los cimientos del proyecto europeo. Por el camino, sería un ingrato si no lo menciono, conté también con el apoyo de Palmira Márquez, mi nueva agente, que avaló mi terquedad y acabó respaldando incluso mis decisiones más impulsivas.
Como dijo Rudyard Kipling, y lo reitero aquí con permiso del narrador de esta novela, la rueda del mundo gira recorriendo las mismas fases una y otra vez. La cita se aplica, desde luego, a la proliferación de ideologías gregarias que amenazan con destruir el progreso humanista de los últimos setenta años. Sin embargo, los estribillos del destino coinciden en mi caso con otra feliz circunstancia. Después de vivir en la selva nariñense me mudé a la República Democrática del Congo. De allí me embarqué primero rumbo a Suiza y luego a Afganistán, países en los que pasé la mayor parte de los últimos tres años. Hace tan sólo unos meses regresé a Colombia, desde donde volví a ver cómo mis proyectos literarios eran rechazados de forma tajante, sin concederles el beneficio de la duda. Por añadidura, el rechazo venía (una vez más) de catones que ni siquiera se habían molestado en ojear el manuscrito en cuestión. Gudoméligos que no juzgaban mi derecho a la creación literaria en base a supuestos méritos o carencias, sino únicamente según sus prejuicios, su ignorancia o su miedo a enfrentarse a los poderes establecidos. No comparto esos miedos. En conciencia, no puedo compartirlos. Y estoy infinitamente agradecido a aquellos individuos que tampoco los comparten y que me tendieron una mano amiga en mitad del camino. Bibliófilos mucho más sabios, que leyeron hace tiempo a Nabokov y hoy abjuran de la censura.
Gracias, Enrique. Gracias, Juan.
Bogotá, 24 de junio de 2018