©2018 Eva Benavidez

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Primera Edición. Septiembre de 2018

Diseño portada: Ediciones K

Maquetación: EDICIONES CORAL

 

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Dedicatoria:

 

 

 

 

Dedicado a los tres hombres de mi vida.

Emmanuel, Theo, y Milo.

Son el sol más brillante, en mis días nublados

 

 

 

SINOPSIS

 

 

Lady Clara Thompson está en su última temporada social y es considerada una fea en toda regla. Resignada a ser un florero en cada velada y a punto de convertirse en una solterona, solo desea cumplir el sueño que acaricia desde niña: Ser escritora.

Cuando en un baile conoce a un apuesto caballero, Clara queda obnubilada por él; aunque pronto su arrogante personalidad la desencanta. Pero al descubrir su intención de comprometerla en matrimonio, luchará por conservar su libertad.

Marcus Bennet, a sus treinta años y como segundo hijo del Marqués de Somert, está acostumbrado a vivir una existencia libre y sin presiones. Su único propósito es el disfrute de los placeres carnales y los beneficios que le da llevar una vida desenfrenada. Lo que le ha valido ganarse el apodo «Caballero Negro».

Cuando Marcus se convierte, inesperadamente, en el Conde de Lancaster, debe enfrentarse a un importante obstáculo: perder su reciente posición y riqueza, o aceptar casarse con una mujer a la que no desea. Sin embargo, no siempre se pueden manejar las riendas del destino y, cuando menos lo esperas, este puede deshacer hasta el plan más elaborado.

Juntos se sumergirán en una guerra de voluntades, en la que intentarán salvar su soltería.

Sin percatarse, perderán la batalla del amor y el botín será sus corazones.


 

 

PRÓLOGO

 

 

Prefacio del libro: «Manual de La Hermandad de las feas.»

 

Cuando se nace en el seno de una familia aristocrática o adinerada, y se tiene como característica ser del género femenino, entonces tu destino queda indefectiblemente sellado. Dejas de ser un ser humano único y valioso, para convertirte en un objeto usado como moneda de cambio y futuro adorno del hogar de algún Lord.

Tu vida se transforma en un descomunal conjunto de reglas y restricciones impuestas. Cada gesto, movimiento, elección y pensamiento son controlados.

Pierdes el poder de escoger; se te dice cómo hablar y qué decir, lo que deberás vestir y en qué ocasión, la manera de alimentarte y la cantidad permitida. También se te impone un instrumento con el que deberás demostrar tu talento musical y, por supuesto, qué libros leerás y cuánto disfrutarás tejiendo y remendando.

Al margen de todo esto, y llegando al quid de la cuestión, desde niña se te deja claro que tu destino será ser una buena y obediente esposa, además de una abnegada madre; sin olvidar que tu deber es dar a luz, por lo menos, a un varón.

Pero, por supuesto, con quién te casarás, cuándo y por qué, no son preguntas a las que tengas derecho a intentar responder.

Tal vez, después de leer todo esto, creas que nada puede parecer o ser peor. Y yo también desearía que así fuese. Lamentablemente, no es el caso. Pues lo verdaderamente malo, llega el día en el que una damita debe enfrentar su temida presentación en sociedad.

Allí hallará la barbarie en su máxima esplendor: La nobleza. La cual es una selva y sus integrantes los salvajes animales. Cada uno, perteneciente a su especie, tienen una regla tácita en común: que estas no pueden mezclarse y jamás deberás osar trasgredir esta norma.

Así que, si estás leyendo estas líneas y eres una futura debutante, te suplico leas la siguiente lista con cuidado. Y recomiendo identificarte de inmediato en una manada, puesto que una presa solitaria, pronto será una presa cazada y, desde luego, devorada.

En una típica temporada social, existen muchas y diversas clases de damas solteras. Todas y cada una de ellas pululan por las estrafalarias veladas londinenses, exhibiéndose como mercancía en el mercado matrimonial:

 

Las beldades: Mujeres de belleza incomparable. Proclamadas por la élite como un éxito social absoluto y asediadas por ansiosos caballeros.

Las adecuadas: Damas con diferentes niveles de belleza, pero con un factor en común: excelente estatus, intachable pedigrí y fortunas aceptables.

Las herederas: Mujeres que no destacan en hermosura, o de aspecto tolerable. Pero con un factor considerable a su favor, una increíble dote. Lo suficientemente abultada como para compensar cualquier falta.

Las desafortunadas: Mujeres de apariencia hermosa, sin embargo, rechazadas por variadas razones. Por carencia de dote, no portar apellido ni conexiones importantes, o estar marcadas por un escándalo propio o indirecto.

Las excluidas: Damas de aspecto físico corriente y correcto. No obstante, son excluidas por ostentar alguna característica no aceptada por la exclusiva sociedad. Ya sean estas edad elevada, personalidad o procedencia.

Por último y después de todas ellas, llegamos al verdadero grupo de damas rechazadas y apartadas por la aristocracia:

Las simplemente demasiado feas: Damas consideradas tan feas que, ningún apellido o promesa de fortuna, alcanza para animar al más desesperado de los caballeros a siquiera dirigirle la palabra.

A este triste y difícil grupo pertenece quien escribe. Y este manual, te enseñará cómo ser fea y sobrevivir a una temporada social.

 

CAPÍTULO UNO

 

 

«No es posible determinar qué puede considerarse feo y qué lindo, pues una opinión siempre está teñida de subjetividad y prejuicios. Al final, la opinión de la mayoría terminará por convencer hasta al corazón más noble y generoso.»

Texto extraído del libro: «Manual, La Hermandad de las feas.»

 

Londres, octubre 1815.

 

 

El carruaje del marqués de Garden se detuvo con una sacudida frente a la majestuosa mansión de los duques de Malloren.

Mientras sus ocupantes aguardaban su turno para descender, el padre de familia analizó con mirada crítica a sus dos hijas.

Casi podía oír el revoltijo de pensamientos que cruzaba por sus mentes y se reflejaban en sus pequeños rostros. Pensamientos que eran tan distintos y opuestos, como lo eran su aspecto y personalidad.

Suspirando resignado, acomodó los gemelos de su chaqueta y observó a la mayor de sus hijas. Ella tenía la vista fija en sus blancas manos, a las que aún no había cubierto con sus guantes. Con incredulidad, pensó que no entendía cómo ningún caballero podía apreciar todas las virtudes que su dulce hija tenía. Y que, al margen de que él las viese con los ojos de un padre abnegado y cariñoso, estas no dejaban de ser evidentes.

Para el marqués, su linda Clara era un ser maravilloso y virtuoso. Era afectuosa, noble y generosa. Era una dama perfecta. Le molestaba que ni uno de los zopencos que conformaban su sociedad fuese capaz de ver más allá de su aspecto, tal vez, imperfecto.

Por otro lado, su hija menor, Abigail, quien en ese momento movía su pierna con impaciencia, le preocupaba en sobremanera. La joven presentaba un aspecto nada favorecedor, como de costumbre. Una imagen que ella insistía en proyectar, a sabiendas de que no era la verdadera. Aunque él había decidido enfrentar un problema a la vez, o terminaría por desfallecer. Primero se ocuparía de Clara y después vería qué hacer con la menor.

A pesar de que su joven esposa, con la que había contraído matrimonio ocho años atrás, debería estar haciéndose cargo de todo lo referente a la inclusión social de sus hijas, esto no era así, puesto que Melissa había claudicado pronto, alegando que sus hijas eran imposibles y un fracaso sin remedio.

Por lo tanto, allí estaba él, recorriendo los salones londinenses y arrastrando a sus reacias hijas en cada evento social. Sabía que podía limitarse a escoger un caballero de su agrado y concertar una unión arreglada. No obstante, no debía hacerlo, pues había prometido a su primera esposa en su lecho de muerte, que velaría por la felicidad de sus hijas. Y le juró a su amada Susan que se aseguraría de que las niñas se casaran por voluntad propia.

Pesaroso, negó con la cabeza, preguntando al cielo por qué le había tocado esa suerte. Amaba a sus pequeñas, pero, a veces, la situación amenazaba con desquiciarle. Ya estaba mayor para estos trotes; a veces, tan solo quería quedarse en casa, disfrutar de su brandy y leer un buen libro.

Cuando ingresaron al salón de baile de los Malloren, detuvo un segundo a sus hijas que ya comenzaban a alejarse, para seguir la rutina de cada velada.

—Hijas, esperen un momento —dijo Edward con su habitual tono sosegado y amable—. Necesito decirles algo importante —siguió, frenando su retirada acostumbrada hacia algún rincón. Ellas se detuvieron y volvieron a mirarle con caras sorprendidas y curiosas.

—Clara, esta noche quiero que conozcas a un caballero. En seguida te lo presentaré —anunció, centrando su atención en la mayor, quien se tensó de inmediato al oír sus palabras.

—¿Es necesario, padre? No creo que eso lleve a ningún lado. Sabe que ni bien me vea, se apresurará a buscar alguna absurda excusa y huirá. Eso en el mejor de los casos —respondió Clara con su dulce voz, encogiendo uno de sus hombros despreocupadamente.

—No digas eso, hija. El caballero en cuestión es hijo de un muy estimado amigo. Solo será un momento, no pasará nada malo, ya lo verás —le alentó, con un ademán tranquilizante.

—No te preocupes, lo despacharemos rápidamente y luego buscaremos a Brianna —intervino Abby al ver el gesto contrariado de su hermana mayor.

—Bien, padre. Como desee —aceptó finalmente, siguiendo al marqués, que había iniciado la marcha en busca del misterioso hombre.

Sabía que era una total pérdida de tiempo, ya había pasado por aquello en incalculables oportunidades. Siempre que se veía obligada a interactuar con algún caballero, el resultado ineludiblemente era el mismo: Terminaba viendo la espalda de este alejándose a toda marcha en cuanto él hallaba la primera oportunidad.

Sin embargo, su padre no parecía resignarse al hecho. Ni siquiera el estar empezando su quinta y última temporada. Ya que, según las reglas sociales no escritas, se consideraba aceptable que una dama soltera atravesara un máximo de cinco temporadas sociales. Después, dicha dama quedaba relegada al puesto de solterona oficial.

El Marqués las guio hasta la mesa de refrigerios y le entregó una copa a cada hija. Clara miró a su alrededor y confirmó, una vez más, cuánto deseaba que el final de la temporada llegara, cuando por fin podría ser libre. Las invitaciones poco a poco cesarían y solo debería asistir a los acontecimientos celebrados por parientes o allegados de la familia.

Las parejas giraban en la pista, y la joven observaba la multitud de rostros. Algunos radiantes, otros hastiados. Pero todos llevaban su máscara bien colocada, esa que les obligaba a demostrar lo que no eran, que les forzaba a fingir ser superiores y perfectos. Estaba cansada de todo aquello, y agradecida de que el día donde dejaría de sufrir en estas horribles veladas estuviese cerca.

Casi podía palpar su ansiada libertad y la concreción de su verdadera pasión: la escritura. Ser una solterona le ofrecería la posibilidad de perseguir su sueño; el convertirse en escritora. Era su más íntimo deseo desde que tenía memoria. Y estaba a punto de lograrlo, pues una importante gaceta se había interesado en uno de sus escritos. Por ese motivo, era trascendental que su condición no cambiara. Ningún noble que conociera aceptaría bajo ningún punto de vista que su esposa tuviese semejante idea. Si se casaba, debería renunciar a su sueño, y eso no lo haría jamás.

—Solo debes resistir seis meses, Clara. Cuando la primavera llegue a su fin, serás libre— Pensó, dándose animo.

Tomando de su copa, miró con añoranza a las parejas danzando. La música le encantaba y bailar se le daba bien, pero solo lo había hecho dos veces. En su primera temporada, con el hijo mayor de un amigo de su padre, el cual fue obligado a ser su acompañante en una cuadrilla, y la última vez en la temporada pasada, con el hombre que pensó que la pediría en matrimonio. Lo cual no sucedió, pues él terminó encontrando una dama más agradable que ella, le había dicho, pero sabía la intención que habían tenido sus palabras: que halló una menos fea.

El resto de las temporadas las había pasado sentada en su puesto de florero, viendo a las damas llenar sus carnés de baile. En el fondo le dolía el hecho de no haber podido bailar nunca el vals. Y ya no lo haría, a las solteronas no se les permitía bailar. Pasaría a compartir el sitio de las chaperonas, damas de compañía y ancianas.

Su padre carraspeó a su lado, llamando su atención.

—Allí vienen las personas de las que te hablé —dijo, señalando a su derecha. Clara siguió la dirección de su mano y vio al conde de Vander, acercándose junto a su padre, el marqués de Somert. A su lado, Abby bufó molesta, lo que le hizo sonreír divertida. Sabía que su hermana no soportaba al conde y heredero. Aunque a ella no le caía mal, le parecía simpático. Por el contrario, según palabras de su hermana, Colin Bennet era egocéntrico, superficial y vanidoso.

—Padre, ya conozco a Lord Vander. Él bailó conmigo en mi primera temporada. —Le recordó, extrañada.

—Lo sé, hija. No es a él a quien quiero que saludes, sino a su hijo menor —respondió en un murmullo sin mirarle.

Clara arqueó las cejas, desconcertada. Algo raro estaba aconteciendo allí ¿Su padre quería que saludara e intercambiara palabras con un hombre de esa calaña? ¡No podía creerlo! Ahora sí que no comprendía nada en absoluto, siempre le había insistido y recalcado que se alejase de caballeros como el hijo menor del Marqués de Somert.

Claro, no le conocía en persona, pues él no era alguien a quien invitaran a eventos decentes. Pero su reputación le precedía, su fama adornaba cada rincón de la imaginaria estructura de la centenaria aristocracia. Ese hombre y sus escándalos vivían en boca de, prácticamente, todos los habitantes de Londres le llamaban «El Caballero Negro», y su historial social así era, negro.

Todo esto cruzaba por su mente en el instante en el que el grupo del marqués llegó a su altura. Su padre saludó a su amigo y este hizo lo mismo con ellas dos. Luego, el conde de Vander besó sus manos y elevó una ceja cuando Abby arrancó su mano de un tirón antes de que él las llegase a rozar con los labios. En su rostro no se advirtió lo que pensaba del acto de su hermana menor, pues el alto hombre se limitó esbozar una semi sonrisa.

A continuación, ambos nobles se apartaron, y un tercer caballero se adelantó.

—Y este, hijas, es Marcus Bennet. El reciente Conde de Lancaster —dijo su padre, presentándole y él saludó a Abby con elegancia.

Por su parte, Clara oyó la voz de su progenitor muy lejos. Todos sus sentidos quedaron totalmente subyugados por la imponente presencia del caballero que ahora tomaba la mano que ella había extendido sin percatarse. Los latidos de su corazón se aceleraron enloquecidamente cuando él besó su mano, sin despegar un segundo los ojos de los suyos. Eran asombrosamente negros y grandes, con una multitud de pestañas enmarcando su penetrante mirada. El cabello color ébano, algo rizado en las puntas, estaba más largo de lo corriente y rozaba su nuca.

—Lord Lancaster, le presento a mi hija mayor, Lady Clara Thompson. —Siguió la voz de su padre, invadiendo el inusitado momento que ella estaba viviendo.

¿Qué rayos estaba pasando con ella? ¿Por qué se sentía temblorosa y acalorada? ¿Y qué era esa extraña fuerza que le impedía apartar la vista de esos bellos ojos color noche?

—Es un placer, milady —dijo, con una voz profunda y ronca el Caballero Negro. El sonido de su voz vibró por todo su cuerpo, haciéndole estremecer interiormente. Y de inmediato, Clara sintió que toda ella caía en un excitante y misterioso abismo de placer.


 

 

CAPÍTULO DOS

 

 

«Tal como la deteriorada cubierta de un viejo libro, que al abrirlo cobra vida y valor. O como la piel de una fea oruga se transforma en una hermosa mariposa, la verdadera belleza se oculta a los ojos de los simples, a la espera de la mirada de los valientes.»

Texto extraído del libro: «Manual, La hermandad de las feas.»

 

 

Marcus depositó un beso en la mano enguantada de Lady Thompson y no pudo evitar quedarse mirándole fijamente.

—¡Por caridad, la muchacha era más fea de lo que imaginaba! —Ella parecía estar paralizada y le miraba con la cabeza algo inclinada, tímidamente. No contestó a su comentario, ni manifestó reacción alguna.

Con mucho esfuerzo, logró contener su impaciencia y mal humor. Sin dejar de sonreír, saludó a la otra hermana que, por supuesto, era un total esperpento

—¡Por los clavos de Cristo! Esto no puede estarme sucediendo. —Pensaba contrariado el conde.

Mientras a su alrededor se iniciaba una conversación entre los hombres mayores. Marcus continuaba observando a la mujer con la que pretendían obligarle a casarse. La dama había agachado la cabeza, rehuyendo a su mirada y sus mejillas estaban furiosamente coloradas.

Con ojo crítico, examinó su apariencia, sin hallar nada que salvase su feo aspecto; era de estatura promedio, demasiado enjuta y delgada, el vestido, sencillo y poco elegante, le daba un aspecto aniñado, desprovisto de curvas y de atractivo. Y su rostro, solo lo había visto una fracción de segundos, pero le bastó. Tenía una nariz larga y cejas demasiado gruesas.

Por otra parte, su cabello le hacía honor al apodo con el que, según su hermano, le llamaban: Lady Ratón. Pues era de un castaño oscuro, muy lacio y opaco, aunque el peinado que llevaba no ayudaba, estando sujeto en un moño tirante y apretado en la nuca.

—Oh, diablos... no voy a poder hacerlo. —Se lamentó acongojado, lanzando una mirada asesina a su hermano, quien mantenía el rostro impasible, pero para él era evidente que disfrutaba de su situación.

Volvió su vista a la joven y se dio cuenta de que, para adornar el pastel, ella era en exceso tímida y retraída. Se limitaba a quedarse parada allí, mirando sus delgadas manos y bebiendo de su copa. No así su hermana menor, que permanecía erguida y los fulminaba con la mirada, tras sus enormes gafas. Esta tenía unos lindos ojos azules. No obstante, su expresión desdeñosa arruinaba el efecto.

Marcus observó que su padre seguía la charla con el marqués y padre de las damas y reprimió sus ansias de interrumpirles. Regresó la vista a la joven, y constató que seguía en la misma postura. El silencio entre los dos era ensordecedor y muy incómodo.

Su actitud comenzaba a irritarle, ella le ignoraba deliberadamente y eso, por alguna extraña razón, le molestaba; no estaba habituado a que las féminas pasaran de él. Siempre que entraba a uno de aquellos eventos, la mayoría de las damas decentes y solteras se apresuraban a huir en dirección contraria, muchas siendo arrastradas por sus madres, o carabinas, debido a su infame reputación de calavera. Lo que no impedía tener sus ojos siguiéndole por el salón, mirándole embobadas, enviándole sonrisas coquetas y suspiros soñadores. No obstante, Lady Thompson no se dignaba a reparar en él ni por un momento.

—Esto es el colmo, es inaudito —se dijo molesto.

Entonces... milady ¿Es la velada de su agrado? —soltó de pronto, y al instante quiso patearse por lanzar aquel estúpido comentario.

La respuesta no llegó. Luego de unos segundos, la menor habló.

—¿A quién dirige usted la pregunta, milord?—dijo cortante Lady Abigail.

—Claro, qué torpe soy —se disculpó Marcus, sintiéndose por vez primera como un idiota inexperto

¿Qué demonios le sucedía?

Nadie discutió su último comentario o le excusó, solo se oyó la risa estrangulada de Colin. Así que, con los dientes apretados, continuó:

—Me dirigía a Lady Clara.

La nombrada reaccionó como si le estuviesen acusando de algún delito. Se tensó visiblemente y su cara se puso aún más roja.

—Umm... yo... Sí, milord —arguyó finalmente, tartamudeando y sin levantar su cabeza. Había hablado demasiado bajo, pero pudo escuchar una voz suave y melodiosa que le agradó.

—¿Me permitiría acompañarle hasta las terrazas? Parece usted algo sofocada —pidió sin pensar, y confirmó que estaba enloqueciendo.

Lady Clara se puso inquieta ante su petición y comenzó a negar con la cabeza.

—No, milord, no sé...

—Por supuesto que puede acompañar a mi hija, Lord Lancaster, adelante —interrumpió el padre, ocasionando que ella se sobresaltara.

Con la autorización del marqués, estiró el brazo con elegancia hacia la muchacha, que parecía una estatua. Su padre percibió su parálisis y le dio un suave empujón hacia él.

Con evidente reticencia, la joven posó la mano sobre su brazo, apenas rozándole, tal y como dictaba el protocolo social. Y se alejaron del grupo, sorteando a las personas, con rumbo a las puertas que daban a la parte trasera de la casa.

La dama mantenía una postura tan tensa, que Marcus temía que su brazo, que era tan flaco como un palillo, se quebrara si lo tocaba.

En un incómodo silencio, cruzaron el salón. Él la miraba de reojo, ella mantenía la barbilla pegada al pecho. Lo que no le sorprendía, pues su recorrido estaba llamando la atención de muchos, que les lanzaban miradas curiosas y extrañadas, pues no componían una pareja precisamente esperada, siendo ella una relegada florero y él un afamado libertino. No faltaron las burlas tras los abanicos y los comentarios despectivos, algo que avergonzaba al conde.

Aquello era una calamidad. El destino no podía ser tan cruel y condenarle a cargar con una mujer como esa. Fea, insulsa y corriente. Tenía que hallar una alternativa. Definitivamente, hablaría con su padre. No resistiría un minuto casado con esa mujer.

Al llegar al exterior, ella soltó su brazo como si le repeliera el contacto, lo que le cayó como una patada en el estómago.

—¿Además de todo, debía soportar el rechazo de este feo ratón? —Se enfureció Marcus.

La dama caminó por la amplia terraza y se asomó por la gran balaustrada de piedra. Él se detuvo a su lado, percibiendo que ella se había relajado considerablemente.

—¿Puedo hacerle una pregunta, milady? —rompió el silencio. Ella no contestó, solo se limitó a asentir afirmativamente—. ¿Es usted tímida en exceso o es que no tolera mi presencia? —interrogó, bajando la voz y sin desear examinar lo que originó su curiosidad.

La joven soltó un suspiro y se giró hacia él, pero sin mirarle directamente.

—No, milord. Es solo que no estoy acostumbrada a que un caballero, o un hombre, para el caso, solicite mi compañía —respondió, y algo en su tono le hizo sentir una repentina empatía hacia ella.

—¿A qué se debe eso, milady? —inquirió, y vio aparecer el asomo de una sonrisa en su rostro.

—¿No le parece obvio el motivo, milord? Ningún hombre en sus cabales elegiría mi compañía teniendo a su disposición a cualquier dama que no sea como yo —explicó con tono ecuánime. En su voz no había rencor o enfado.

—¿Que no sea como usted? —interrogó, algo confuso. Puede que no fuese una belleza, pero ahora que había logrado sonsacarle una palabra, le parecía una dama agradable.

—A no ser, que estuviese ocultando algún escándalo o mala reputación— Reflexionó, alarmado.

—Fea, milord —le aclaró tajante Lady Clara. Él se quedó desconcertado ante su franqueza. Y aunque lo dijo con tono resignado, para Marcus resultó obvio que su voz escondía una profunda tristeza.

A continuación, perdió por completo el control sobre sus palabras y acciones, y se dejó llevar por un inaudito impulso de consolar y proteger a la joven.

—Lady Clara —dijo, dando un paso hacia ella y posando con delicadeza un dedo en su barbilla.

Ella se dejó hacer y levantó su cara hacia él. Por un momento, Marcus miró en aquel pequeño y ovalado rostro aquello que todos veían: su frente demasiado amplia, su nariz prominente y sus labios muy gruesos, que le parecieron su rasgo más favorecedor, pues esa boca carnosa resultaba muy apetecible.

—Milady, míreme, por favor —le pidió, sintiendo la inexplicable urgencia de ver sus ojos.

La joven se ruborizó aún más, y sus pestañas aletearon sobre sus delgadas mejillas con nerviosismo. Entonces, levantó la mirada y Marcus se sintió cautivado por la profundidad de esos ojos grises, que brillaban como plata líquida, puros, luminosos, sin una pizca oscura que arruinase la perfección de su mirada. Casi podía sentir que se perdería en ellos, en su nobleza, bondad, inocencia y vulnerabilidad. Mirando esos estanques grises, no logró entender cómo alguien podía prestarle atención a otra cosa, teniendo esos ojos frente a sí.

Ella no apartaba su vista, parecía tan hipnotizada como él, que estaba desconcertado e incapaz de mover un músculo. Sus ojos eran muy bellos, y tal vez el apodo que le había impuesto la sociedad no estaba tan errado. Por lo menos, en su color se asemejaban a ese animalito, aunque de manera más encantadora y dulce, claramente.

—¿Milord? —musito la joven con gesto interrogante, y él se percató de que ese pensamiento le había hecho sonreír.

—Lady Ratón. —espetó inconscientemente Marcus. Y vio sus ojos abrirse atónitos y al segundo siguiente, su mano impactó con gélida fuerza en su mejilla, logrando que su cabeza volteara hacia un costado.

Aturdido, se llevó los dedos a la mejilla que le ardía. Volteó para ver cómo la joven le lanzaba una mirada fulminante y murmurando un «¡Canalla!», le daba la espalda para volver al salón, a paso airado.


 

 

CAPÍTULO TRES

 

 

«Solo la genuina belleza logra superar la efímera primera impresión y dejar una marca en el recuerdo del corazón más esquivo.»

Texto extraído del libro: «Manual, La hermandad de las feas.»

 

 

 

... Mi corazón está emocionado.

Mi cuerpo, enardecido.

Mi pensamiento esclavizado,

por tus ojos, bella dama, son tus ojos...

 

Marcus abrió un ojo y encontró a su mellizo despatarrado a la orilla de su cama, entonando esa dulce y odiosa balada. Colin tenía los ojos cerrados y una mano en el corazón, mientras aullaba a todo pulmón. Ofuscado, le lanzó una almohada, que le impactó de lleno en el rostro, cortando la estrofa que ya iniciaba.

—¡Oh, despertaste, hermano! ¿Desde cuándo madrugas? —preguntó con fingida curiosidad, devolviéndole la almohada con fuerza.

—Me despertó el aullido de un perro moribundo, lárgate de mi cuarto, Colin —gruñó él, atrapando el proyectil de plumas y tapándose la cabeza con él. Su hermano había corrido las cortinas y el sol de media mañana entraba a raudales en la habitación.

—Padre solicita tu presencia. El abogado no tardará en presentarse —informó Colin con tono cantarín.

—¡Maldición! —soltó Marcus contrariado, sentándose en la cama—. Estás disfrutando de esto, ¿verdad? —inquirió molesto, entrecerrando sus ojos al ver la sonrisa del otro.

—No negaré que me divierte ver al eterno libertino a punto de ser amarrado por las cadenas del matrimonio —contestó Colin, esquivando el puño que le lanzó mientras reía a su costa.

—A ti lo que te alegra es que mi apurada situación te deja libre por un tiempo para seguir disfrutando de tu soltería —gruñó Marcus, poniéndose de pie para dirigirse al biombo, empotrado en un rincón.

—Eso también... ¡Por fin se ha hecho justicia! Toda mi vida viviendo bajo una estricta educación y continua presión, volviéndome loco para que elija una esposa, mientras tú solo te ocupabas en tu vida de placeres. Ahora las tornas se han vuelto, querido hermano, y es a ti a quien van a incordiar hasta lograr su objetivo —confesó con gesto teatral y tono dramático.

—¡Ya cállate! No cantes victoria tan rápido, todavía falta saber qué ha averiguado nuestro abogado. Tengo mis esperanzas puestas en él —le cortó malhumorado, comenzando a vestirse bajo la mirada de su hermano.

—Como dijo el gran sabio: «La esperanza es la perdición de los inocentes.» —anunció Colin, con voz solemne, como si estuviese recitando la sagrada escritura.

—Jamás he oído eso ¡Te lo has inventado! —le acusó frunciendo el ceño.

—¡Claro que no! En verdad, si no fuese porque me consta que estuviste sentado a mi lado en cada lección, diría que no tuviste educación alguna —respondió ofendido, negando con su cabeza.

—¿Acaso eres mi nuevo ayudante de cámara? Porque si lo eres, puedes considerarte despedido, eres un inepto. En serio, puedes largarte, Colin —dijo, irritado por las pullas de su mellizo. Sabía a lo que había ido y no estaba de humor.

—Cualquiera diría que tú eres el hermano mayor y no al revés —bromeó Colin, balanceando sus pies, sentado en la cama.

—Porque lo soy, estoy convencido. No entiendo por qué saliste tú primero, algún día se confirmará que mi teoría es cierta. Pero es solo mirarte y saber quién es mayor. Soy más inteligente, rápido y apuesto que tú —le contestó, contento de poder molestar con algo a su hermano.

—Otra vez con esa estúpida teoría. Acéptalo, hermano, eres el menor. Nunca se comprobará semejante necedad. El bebé que sale primero es el mayor, y no hay nada que puedas hacer al respecto. Y déjame decirte que te sobreestimas, en lo único que me superas es en estructura, porque pareces un matón, mientras que yo soy el Romeo descrito por Shakespeare —rebatió irritado Colin, quien contaba con un aspecto romántico: ojos celestes, cabello rubio, cuerpo esbelto y bien formado, era el vivo retrato de su madre, Annel. Por el contrario, Marcus había heredado la anatomía fornida, los ojos y cabello negro de su padre.

—La historia me dará la razón —sentenció Marcus, ignorando su réplica.

—¿No piensas contarme cómo te fue con la hija del marqués anoche? —le interrogó el rubio, cambiando bruscamente de tema.

—No —respondió con sequedad Marcus, terminando de anudar su pañuelo y dirigiéndose a la puerta.

—Sé que algo sucedió. Tú no volviste al salón y ella apareció muy ofuscada y alegando un dolor de cabeza pidió a su padre volver a casa ¿Qué pasó en ese jardín? ¿Lograste que ella se prendara de ti? —inquirió, incansable Colin, caminando detrás de él.

—No quiero hablar de esa mujer. Ella... ella... ¡Ella me odia! —gritaba Marcus minutos después, sentado frente a su padre.

—Pues tendrás que solucionarlo, y rápido —contestó, tajantemente Arthur.

—No es solo eso, no quiero casarme con Lady Clara. Tiene que haber otra manera —expresó desesperado, fijando la vista en el flaco y ahora ruborizado hombre sentado a su lado.

—Lo siento, milord. He estudiado en detalle el documento y no hay lugar a confusiones. El antiguo conde especificó su última voluntad con total claridad. Su sucesor y candidato al título debe estar casado al momento de cumplir los treinta años —explicó con seriedad el abogado, extendiéndole el testamento de su tío lejano, ahora muerto.

La herencia le había caído de imprevisto, ya que el heredero del Conde de Lancaster había fallecido en un accidente de caza, a la joven edad de veinte años. Los abogados de su tío habían rastreado el árbol genealógico hasta dar con su padre, quien era sobrino nieto del conde y que siendo marqués le dejaba a él, su hijo menor sin título, como el nuevo conde de Lancaster. Para cualquiera, esto significaría un motivo de festejo, pues ya no tendría que depender de la generosidad de su padre y en el futuro de su hermano mayor. Dispondría de su propia fortuna y su propia mansión. Y en un primer momento, así fue para Marcus, que ya imaginaba cómo gastaría la inmensa fortuna de su tío y cómo se divertiría con su recién adquirido estatus. Hasta que se presentó su abogado y le mostró el testamento que habían dejado los letrados del conde fallecido.

—Entonces, ¿no hay alternativa? —preguntó una vez más Marcus, mirando cabizbajo los papeles que sostenía, consciente de cuál sería la respuesta.

—Ninguna, milord. Si no cumple los requisitos, perderá el título. Se intentará encontrar a otro candidato y en caso de no hallarlo, las propiedades, el título, el dinero, todo, volverá a la corona. —explicó el abogado, acomodando sus gafas sobre su larga nariz.

—Lo que nos lleva al primer tema, hijo. Faltan dos meses para tu trigésimo aniversario. Al margen de que no serás aceptado por, prácticamente, ninguna familia, debido a tu nefasta reputación, y que no dispones de un tiempo decente para escoger una dama e iniciar un cortejo, debes sumar que debes casarte y tener un hijo en camino en el periodo de dos meses. Olvídate del feo aspecto de la joven, ella es una buena muchacha, será una esposa adecuada para ti. Es dócil y tímida, seguro se sentirá halagada por tu interés y, además, es tu única opción —dijo el marqués, lacónicamente.

—Pero no me aceptará, la joven me detesta —respondió frustrado, y casi se atragantó al oír esa descripción, para nada acertada.

Lady Clara no le había parecido dócil, ni mucho menos obediente, más bien todo lo contrario, y su mejilla podía aseverarlo. Algo le decía que esa joven no tenía como virtud principal ser complaciente; y que lo que menos deseaba era una propuesta matrimonial. Marcus evadió responder sobre el aspecto físico de la dama, porque a su mente solo venían imágenes de sus ojos grises brillantes, ojos que no había dejado de rememorar. Imágenes que había reprimido incesantemente, fracasando miserablemente, pues no dejaba de pensar en ese encuentro, en esos labios carnosos y esa mirada gris.

—Entonces, llegó la hora de demostrar años de proclamar tu supuesta superioridad, hermano. Tienes un mes para revertir esa idea y conquistar a la reacia damisela. Serás el astuto gato que conquistó al tímido ratón —intervino sagaz Colin, y sus palabras sumieron la habitación en un silencio funesto.

 

 

 

CAPÍTULO CUATRO

 

«... Ser una florero es más complicado que solo ver pasar a las parejas danzantes desde un rincón. Este grupo se divide en tres partes: Las desafortunadas, las excluidas y, por último, las D.F; demasiado feas.

Si perteneces a este último, necesitarás unirte a nosotras, ninguna mano sobra a la hora de necesitar ayuda, ni un hombro sobre el que llorar...»

Fragmento extraído del libro: «Manual, La hermandad de las Feas.»

 

 

El sol estaba en su esplendor cuando Clara y su hermana ingresaron a la mansión de Lord Luxe. La casa estaba ubicada a las afueras de la ciudad y era ideal para disfrutar de un tentempié al aire libre.

Una vez hubieron saludado a la anfitriona, la condesa viuda, se dirigieron al exterior, donde varias docenas de personas se repartían en grupos pequeños, algunos sentados cerca de las mesas, caminando por la gran extensión verde, junto a los árboles o a la orilla del lago.

—¡Oh, mi Dios! Esto será más tedioso de lo que imaginé —se quejó Abby en voz baja.

—Pues tratemos de pasarlo lo mejor posible. Al menos hace un bonito día y podremos disfrutar del aire libre —trató de animarle Clara.

Lo cierto era que ambas estaban hastiadas y aburridas de los divertimentos de su clase. Y no era para menos, siendo esta la quinta y tercera temporada que transitaban, respectivamente.

—Mira, Ara... ¡Allí están las muchachas! —exclamó su hermana, usando el apodo por el que siempre les llamaba, señalando con disimulo a sus amigas.

Estas se encontraban sentadas bajo un gran roble y, como de costumbre, nadie las incluía en los demás grupos. No importaba dónde o a qué hora fuese el evento, cada cual se mantenía en su círculo, y el de ellas, era el de las D.F (Demasiado Feas).

Sus amigas sonrieron al verlas acercándose y les saludaron levantando sus manos. Brianna era una joven extremadamente tímida y nerviosa, transitaba su tercera temporada, al igual que Abby, se habían hecho amigas al ser presentada en sociedad junto a su hermana. Su padre era un barón inglés y su madre, irlandesa. Hija menor y la única mujer de cuatro hermanos, su carácter era dulce y afable, y hacía gala de un gran sentido del humor cuando entraba en confianza. Desgraciadamente, su aspecto físico era todo lo opuesto a lo que se consideraba bello o aceptable en el canon de belleza aristocrático; demasiado alta, rebasaba por mucho a la mayoría de los caballeros, de cadera y hombros anchos, sus ojos eran verdes y bonitos, pero pasaban desapercibidos tras su escandaloso y rizado cabello color cobrizo intenso y su rostro cubierto de pecas.

Por otro lado, Lady Mary Anne ostentaba una pequeña estatura y contextura voluminosa, ojos café y bucles de color oscuro. Su rasgo menos favorecedor era su busto, demasiado amplio y abundante para su tamaño, algo que le afectaba a la hora de intentar ajustarse a la moda en boga. Hija única de un poderoso duque, había crecido siendo mimada por su padre y su personalidad era en exceso extrovertida y despreocupada. Era incapaz de estar callada y su sinceridad era considerada estrafalaria. A ella le habían conocido hace dos años.

Por esas razones, ambas habían sido relegadas al puesto de florero, y pasaron a conformar el grupo D.F, junto a las hermanas Thompson. Por supuesto, este desgraciado grupo estaba compuesto por decenas de damas que, como ellas, habían sido catalogadas como demasiado feas, pero solo entre ellas cuatro había nacido una gran amistad, y de esta, su poderosa Hermandad de las feas. Se apoyaban, animaban, consolaban y protegían incondicionalmente.

Como siempre que estaban juntas, las risas no tardaron en llegar, y las confidencias no se hicieron esperar.

—¿Cómo les fue anoche en el baile de los duques de Malloren? —preguntó Mary Anne, curiosa.

—Fatal, padre nos obligó a saludar al hijo del marqués de Somert —respondió bufando Abby.

—¿A Lord Vander? Pero si ya lo conocen —intervino con su voz suave Brianna.

—Sí, a ese zopenco le conocemos. Pero no me refería a él, sino a su hijo menor —contestó, con un ademán despectivo la hermana menor.

—¿Conocieron al Caballero Negro? ¡Oh, Santo cielo, qué emoción! —exclamó extasiada Mary.

—Pero... ¿Cómo es que su padre…? Es decir, teniendo en cuenta su... —tartamudeó sorprendida Brianna.

—Sí, teniendo en cuenta su negra reputación. Pues parece que eso quedó en el olvido, porque nuestro padre nos lo presentó como el nuevo conde de Lancaster —les informó Clara, frunciendo involuntariamente el ceño, con solo recordar su conversación con ese hombre.

—¡Oh, no estaba al tanto de eso! ¿Y cómo es el Caballero Negro? ¡Vamos, cuéntenme! ¿Es parecido a su hermano mayor? Porque el conde de Vander es muy apuesto —chilló emocionada Mary Anne, quien era una cotilla de primera y eterna enamorada de todos los caballeros solteros y bien parecidos.

—No son para nada similares, más bien son completamente diferentes —contestó ella, sonriendo al oír el bufido que soltó Abby ante el comentario de su amiga sobre Lord Vander.

—Pues eso es extraño, tenía entendido que son mellizos, y siendo hombres, creí que serían dos gotitas de agua. ¿Pero cuál es...? —comentó Mary Anne.

—¿Qué les parece si damos un paseo en bote? —le cortó Clara, antes de que su amiga siguiese su interrogatorio.

No quería hablar de ese hombre, ni recordar la humillación que experimentó en ese baile. Hacía mucho tiempo que no pasaba alguna de esas situaciones, pues los días en que aguardaba esperanzada bailar o charlar con algún caballero en esas veladas, habían quedado atrás. Habiéndose resignado a su futuro como solterona, ya no estaba expuesta a la decepción o al sufrimiento de ser rechazada. Ya no le dolían los desplantes que pudiese recibir, porque sus prioridades habían cambiado. Ahora solo le importaba su sueño de convertirse en escritora. En eso tendría que enfocarse, y no en el sabor amargo que le había dejado ese encuentro en el balcón, ni tampoco en el recuerdo de su cruel burla, y menos en las sensaciones que esos ojos negros y rasgos masculinos le habían producido

—Olvídate de ese cretino, Clara.

Los bonitos botes estaban amarrados a la orilla y disponibles para los invitados que quisiesen dar una vuelta por el lago que rodeaba la propiedad. Después de afanarse con los remos, las cuatro detuvieron el bote tras un conjunto de maleza, que les permitía algo de privacidad, a la vez que les proporcionaba sombra.

—Entonces, Lord Lancaster se suma a la lista de candidatos disponibles —dijo Mary Anne, alzando sus cejas con complicidad.

—Eso parece, aunque le costará hallar alguna dama dispuesta a pasar por alto su pésima reputación —respondió lacónicamente Abby.

—No lo creo, si es la mitad de apuesto que su hermano. No es que abunden los hombres jóvenes, de buena posición, con título y con aspecto de Adonis y, para rematar, solteros. Todos han sido cazados, ¡Qué calamidad! —aseguró Mary.

—Ruego que tengas razón, amiga, porque mi padre no ha cesado de hablarme del conde, y tengo el terrible presentimiento de que quiere emparejarme con él —respondió, compungida ella.

—¡Ay, Dios! Pero... ¿No te agrada ni un poquito la idea? —preguntó Brianna.

—¡No! Ya saben que no quiero casarme —adujo Clara.

—Pues nosotras sí queremos y debemos, aunque a este paso nos quedaremos para vestir santos —se quejó contrariada Mary.

—No creo que tu padre acepte al conde como posible candidato, Mary. Es rico, pero no tiene una fortuna inmensa, y tampoco me parece que sea para Brianna, pues no está en apuros económicos —aclaró Abby, ocasionando un suspiro de decepción en las nombradas.

El padre de Mary Anne estaba obsesionado con la riqueza y el linaje, y no aceptaría a ningún hombre que no contase con esas cualidades. Por su parte, la familia de Brianna contaba con mucho dinero, pero pertenecían al escalón social más bajo y querían subir de nivel arreglando un matrimonio con un título mayor. El problema era que caballeros así, podían elegir a la dama que quisieran, y por supuesto eligieran a alguna del grupo B.B, Bella Beldades o en su defecto de A.C, Adecuadas y Correctas.

—Entonces, ya lo podemos descartar, no está a nuestro alcance. La temporada pasada se realizaron veintitrés enlaces y nosotras seguimos aquí. Todavía lloro al recordar que el encantador conde de Baltimore se casó con la hermana menor de su mejor amigo, y era la primera temporada de Lady Clarissa Bladeston, ¡Qué afortunada! —dijo pesarosa Mary Anne.

—Pero Lady Clarissa era de las B.B, ¿Qué esperabas? Al igual que su cuñada, que se casó con su hermano el apuesto duque de Stanton, y ambas fueron uniones por amor. Eso solo les sucede a las damas bonitas —intervino Brianna, sonriendo con tristeza.

—Creí que llorabas por Lord Luxe, Mary —se mofó Abby.

—¡Y lo hago! Cómo no hacerlo, si es tan bello. Pero no me mira, ni siquiera sabe que existo. —suspiró abatida Mary, mientras Abby rezongaba—. Más que bello, es un bellaco antipático.

—Bueno, amigas, pero no pierdan la esperanza. Miren a Lady Emily Asher, logró cazar al hermoso y libertino conde de Gauss, y eso que ella era una florero como nosotras. —Intentó animarlas Clara.

Florero sí, mas D.F no. Emily Asher era D.B, Desafortunadas y Bonitas, no sé si la vieron, es una mujer hermosa —comentó con acritud Abby.

—Así que, la lista de solteros y apuestos sigue igual, tenemos a Lord Vander, Lord Luxe, y Lord Bradford, ¡Ah, y el Duque de Riverdan! —enumeró Mary, entusiasmada.

—A los dos últimos no los recuerdo —contestó desorientada Brianna.

—Lord Bradford, Andrew Bladeston, es hermano del duque de Stanton. El Duque de Riverdan, Ethan Withe, el mejor amigo del Conde de Gauss —explicó rodando los ojos Mary Anne.

—Todos imposibles y muy lejos de nuestro alcance. El conde de Vander y Lord Riverdan son unos libertinos —dijo Brianna.

—Se han olvidado de alguien, Lord Fishertonton —recordó Clara, con expresión pícara.

—¡Ese salvaje! Él no entra en nuestra lista, por muy duque que sea —negó con expresión horrorizada Mary Anne.

—A mí no me parece un salvaje, solo es diferente a nosotros, recuerda que es escocés ¿No lo encuentran atractivo? —preguntó con hilaridad Clara.

—¡Para nada! Y es un salvaje que se presentó prácticamente desnudo en su primera aparición como duque —objetó Mary escandalizada y Abby movió la cabeza, apoyando su postura.

—No estaba desnudo, llevaba su atuendo de gala escocés —defendió Brianna con voz enérgica y seis pares de ojos se clavaron en ella con incredulidad.

—¡No me digas que te atrae ese salvaje! —dijo atónita Abby a una muy ruborizada Brianna.

Sin embargo, antes de que la aludida pudiese contestar, le interrumpieron unas carcajadas masculinas, seguidas de unos agudos chillidos femeninos. Desconcertadas, las cuatro se asomaron por encima de los arbustos, y lo que vieron les dejó atónitas.

Sentados en la orilla muy cerca de ellas, había cuatro parejas. Los caballeros y las damas, divididos de dos en dos, estaban flirteando y coqueteando descaradamente, ellas se abanicaban y sonreían batiendo sus pestañas, sentadas prácticamente encima de ellos, que les susurraban al oído con íntimas miradas. De seguro se creían solos, pues estaban en una parte alejada de la mansión, separada de ojos curiosos por un pequeño bosque.