—Si quieres saber de verdad cómo es la vida de un hombre, no eches una ojeada a su diario íntimo, ni siquiera le preguntes directamente. A quien debes preguntar es a sus criados.
Aquella había sido una de las primeras lecciones que el señor Quiroga había impartido a Valentín con su voz ronca y seca, mientras se calzaba los guantes de limpiar la plata.
—¿Pero un criado no debe, ante todo, ser una persona discreta? —Se atrevió a preguntar el muchacho. No olvidaba los consejos de su madre, dos días atrás, al acompañarle al caserón de don Gabriel Pereira en su primera jornada de trabajo.
—Por supuesto —respondió el mayordomo, casi ofendido—. Era una forma de hablar. Lo que pretendía decirte, jovencito, es que no hay relación más íntima que la que se establece entre el amo y sus domésticos. Él apenas repara en nosotros, de hecho es esencial que no perciba nuestra presencia a su alrededor, salvo cuando nos necesite. Sin embargo, conocemos todas sus intimidades: cuáles son sus golosinas favoritas, qué hábitos de higiene sigue, qué periódicos lee y qué tendencia política defiende... Cuando un caballero se presenta en público se siente obligado a interpretar un papel, aquel que la sociedad le requiere; pero será entre las paredes de su casa cuando se manifieste con total sinceridad... ¿Me pasas el paño de gamuza y el abrillantador? Gracias.
No erraban en lo más mínimo las palabras del señor Quiroga —Salvador Quiroga, en realidad, pero «señor» para el resto de la servidumbre—. A Valentín, don Gabriel solo le había mirado directamente a los ojos el primer día, cuando desde la poltrona de su gabinete le preguntó si de verdad tenía catorce años, si se creía capaz de realizar tareas pesadas y si estaba satisfecho con el sueldo de siete reales diarios acordado con sus padres. Después de aquella entrevista, el amo nunca más había vuelto a hablarle, aunque lo encontraba a menudo en pasillos y habitaciones durante el desempeño de sus tareas. Incluso en tales circunstancias, Valentín empezaba a conocerle como si fuera su confidente.
Supo muy pronto, por ejemplo, que don Gabriel tenía de natural un carácter austero. Pese a ser propietario de un magnífico caserón en la calle Moncada y de unas buenas rentas, a Valentín solo le tocaba embetunar dos pares de zapatos, planchar tres camisas y cepillar un único sombrero de paseo, con el ala bastante gastada. Las comidas del amo eran sencillas y consistían básicamente en un tazón de sopas de leche por las mañanas, puchero a mediodía y un arenque o un poco de queso por las noches, acompañadas con una copa de vino no de la mejor calidad. Ni con licores ni tabaco hacía gasto alguno; tampoco en teatros o en alquiler de coches, pues apenas salía de casa. Su único lujo consistía en emplear a tres criados para su servicio exclusivo —el mayordomo, la cocinera Manuela y él mismo—, un verdadero despilfarro viviendo solo, aunque el hecho también delataba ciertos recodos de su personalidad: don Gabriel parecía hombre ensimismado y taciturno como una lechuza, con idénticas costumbres nocturnas y una aversión evidente a relacionarse con el mundo o a perder un minuto en las obligaciones triviales de la vida doméstica. Sus sirvientes significaban, a un tiempo, cómodo almohadón y escudo sólido. Tal vez don Gabriel era un hombre triste, un melancólico al que ya nada le importaba el ajetreo del día a día. Con su esposa muerta y su hijo en el extranjero, todos sus intereses y pasiones se habrían desvanecido, razonó en una ocasión Valentín, haciendo equilibrios sobre una silla mientras quitaba el polvo al retrato de la señora de Pereira. A fuerza de leer folletines, el muchacho se había vuelto algo novelero y no podía resistir la tentación de adjudicar un barniz de drama a todo cuanto le rodease.
Pese a esos rasgos románticos que Valentín adivinaba en la persona de su amo, a don Gabriel difícilmente se le supondría compuesto para despertar simpatía. No debía llegar aún a los sesenta años, pero unas arrugas prematuras resquebrajaban su rostro como de cuero, al tiempo que unas patillas rizadas, lanosas y encanecidas contribuían a dotarle de un aspecto severo. Por el contrario, su constitución física resultaba poco impresionante, bajo de estatura, algo cargado de espaldas, con su cabeza redonda hundida entre los hombros. Vestido con algún desarreglo, toda indumentaria parecía casarle mal, hasta el punto de que sus levitas negras se habrían adjudicado antes a un usurero o un merodeador de cementerios que a un rentista acomodado. Pero ni en sus arrugas ni en su traje residía su rasgo más perturbador: víctima de accidente o enfermedad —Manuela, su fuente de información sobre cuanto se refiriera a los asuntos de don Gabriel, no conocía los detalles—, en algún momento había perdido el ojo derecho y en su lugar llevaba encajado en la cuenca un sustituto de cristal que, hiciera lo que hiciese su propietario, parecía vigilarlo todo con una fijeza capaz de amedrentar al ánimo más templado.
Aquel ojo de vidrio de iris verde azulado le costó a Valentín algunas pesadillas, hasta conseguir acostumbrarse a él. No representaba un prólogo adecuado para sumirse en sueños agradables oír desde la cama al amo subiendo lentamente el último trecho de escaleras para encerrarse en la buhardilla, donde pasaba buena parte de la noche en no se sabía qué ocupaciones, e imaginar entonces a aquel ojo frío escudriñando las sombras. Por fortuna, ya fuera porque el nerviosismo de encontrarse por primera vez en casa extraña fue apaciguándose o porque la convivencia le enseñó que, en realidad, solo la imaginación podía encontrar algo siniestro en los hábitos sedentarios de su señor, a cada jornada, Valentín encontró más cómodo el cuartucho de la última planta que le habían asignado. Todas su aprensiones se desvanecieron igual que el azúcar en leche caliente.
«Nada acaba más rápidamente con el miedo que la rutina». La frase se le ocurrió al joven Valentín una mañana camino del mercado del Borne, donde iba a abastecer la despensa cuando la cocinera estaba demasiado enredada en otros quehaceres. Bajo el sol tibio de la primavera, se habría dicho que todo ocupaba su lugar amablemente, que no había esquinas ni sombras, que solo la lógica regía los actos de los hombres. Tal conclusión resultaba mucho más difícil de alcanzar en el viejo caserón al que los pocos recursos de sus padres le habían conducido, con sus ventanas estrechas y de postigos siempre cerrados, sus gruesos muros de piedra y un silencio que solamente interrumpía el crujir de vigas o el ulular del viento por chimeneas y canalones. Sin embargo, la lista de tareas que el señor Quiroga había dispuesto para él no dejaba demasiado espacio en su cabeza para entretenerse en divagaciones.
Valentín se levantaba todas las mañanas a las seis, se vestía rápidamente y bajada a la cocina. Ayudaba a Manuela a encender los fogones y se marchaba con el cántaro a buscar agua. A su regreso, el señor Quiroga había ocupado su puesto a la cabecera de la mesa que compartían. Los tres criados desayunaban juntos y después cada cual se entregaba a sus obligaciones. Las de Valentín, en concreto, consistían primero en barrer y quitar el polvo, misión nada despreciable teniendo en cuenta las dimensiones del edificio, con tres plantas, una docena de habitaciones y un patio interior con una propensión natural a capturar cualquier desperdicio que el viento hubiera arrastrado. El mayordomo le ayudaba en las partes más delicadas, como era limpiar la porcelana y la cubertería, y aprovechaba aquellos momentos para aleccionar a Valentín sobre la forma más correcta de desempeñar su cometido. Sus consejos se extendían desde los trucos puramente prácticos a la forma de comportarse en presencia del amo:
—Un criado jamás tomará la palabra si el señor no le ofrece antes pie para hacerlo, salvo al anunciar una visita o en caso de una urgencia inexcusable —le recordaba—. E incluso en esa situación deberá disculparse y pedir permiso para continuar. Eso no quiere decir que debas mostrarte tímido; alza la cabeza con dignidad, la espalda erguida, los brazos pegados al cuerpo. Tú no has nacido un caballero, pero te encuentras a su servicio y tu proceder debe adecuarse a esa circunstancia.
Por lo general, hacia las once don Gabriel se había levantado y vestido con la ayuda del señor Quiroga. Valentín aprovechaba que aquel se instalaba en el salón a desayunar para entrar en su dormitorio a recoger la ropa sucia del día anterior. Arrojar camisas y sábanas al cesto y sacar brillo al charol le llevaba un espacio de tiempo relativamente corto; el resto de la mañana lo empleaba cumpliendo con cualquier recado o bien cortaba verduras y pelaba patatas junto a la cocinera.
Valentín no intervenía en el servicio de la mesa, prerrogativa del mayordomo; se limitaba a aguardar junto a Manuela, atento a cualquier solicitud. Después de que el amo tomara su café y se hubiera encerrado en el despacho, le llegaba a la servidumbre el turno de comer, a lo que seguía una hora de descanso. Pasada esta, Valentín volvía a sumergirse en el trabajo, que podía consistir en retirar la ceniza, cargar las lámparas con aceite, volver a por más agua, fregar de rodillas los suelos o trocear los troncos de la leñera en fragmentos manejables, según los días y el parecer del señor Quiroga.
Tras la cena, puntualmente a las ocho para el señor y a las nueve para los restantes habitantes de la casa, Valentín quedaba libre para irse a dormir hasta que idéntico programa volviera a reclamarle al día siguiente. Generalmente caía en la cama tan rendido que, aunque los franceses hubieran bombardeado el puerto, él no se habría despertado; en otras ocasiones, el cansancio llegaba a ser tan incómodo que le impedía cerrar los ojos. Entonces podía escuchar claramente sobre su cabeza los pasos del amo en el entablado, amplificados por la quietud de la noche.
El desván era el único rincón de la casa excluido de su peregrinaje con escoba y paleta en busca de la última mota de suciedad, y eso por expresa prohibición de don Gabriel. A menudo, cuando sentía la espalda dolorida o los brazos extenuados, Valentín se preguntaba en qué emplearía el tiempo para no aburrirse alguien como su señor, libre de la maldición bíblica del trabajo. Todo indicaba que la respuesta se encontraba en la buhardilla y debía consistir, muy probablemente, en una extensión práctica a los estudios que don Gabriel realizaba en su despacho.
Durante las labores de limpieza, una de las estancias que más molestias acarreaba a Valentín era el gabinete donde su amo pasaba buena parte de la tarde. Se trataba de una sala sombría, alfombrada, con las ventanas cubiertas de rejas y enfocadas a una calle demasiado estrecha para que el sol pudiera alumbrarla. Una gran mesa de roble, un atril de lectura y un par de sillas forradas de seda negra y con tachones dorados sumaban todo su mobiliario, si no se consideraban los estantes cargados de libros que tapizaban por completo tres de las cuatro paredes. Para su desconsuelo, el muchacho advertiría muy pronto que, como el imán atrae al hierro, libros y polvo constituyen una pareja inseparable.
Aún así, ir trasteando con su plumero por los anaqueles no le resultaba demasiado penoso. A Valentín le fascinaban todas aquellas páginas impresas, aquellos lomos con títulos dorados y palabras extrañas, por más que únicamente hubiera recibido una educación limitada. Desde los seis hasta los trece años había asistido a la escuela pública de la calle Tallers, donde aprendió a leer y a escribir, las cuatro reglas principales de la aritmética, un poco de gramática y los principios de la religión. Y podía considerarse afortunado con tan parco alimento intelectual. Aunque el Ayuntamiento y distintas instituciones benéficas proporcionaban medios para escolarizar a niños sin recursos, la misma pobreza los apartaba de las aulas para ponerlos a trabajar, resultando al final que solo uno de cada veinte recibía la mínima instrucción.
Pero allá donde los libros de latines no habían conseguido llegar, sí lo hacían las novelas por entregas. A un real el folleto semanal, eran lo suficientemente baratas para que muchos obreros y artesanos pudieran escogerlas como forma de entretenimiento, e incluso aquellos con necesidades más acuciantes acababan por disfrutarlas, convertidas en objeto que pasaba de mano en mano por los patios de vecinos. Valentín se había convertido en un lector voraz y muy poco le daba si lo que tenía entre manos eran las fechorías del bandolero Jaime el Barbudo, las desventuras de una huérfana en defensa de su virtud o una tragedia histórica de los tiempos de la Reconquista.
Por desgracia, su fuente de lectura se había terminado desde que entrara a servir, pues ni el señor Quiroga ni Manuela se mostraban partidarios de esas expansiones y él no llegaba a ver un céntimo de su salario, que don Gabriel entregaba personalmente a sus padres. A falta de nada mejor, los libros de la biblioteca de su amo le producían una atracción irresistible, aunque no parecían muy prometedores en lo que a diversión se refiere. Si el mayordomo no andaba cerca para reprenderle, se entretenía todo lo posible en el interior del gabinete. Extraía algunos volúmenes de su alojamiento, les pasaba el plumero y luego los hojeaba, leyendo párrafos aquí y allá. Encontró muy poca literatura, de hecho aquellos tomos eran en su mayor parte tratados, bien sobre química o bien sobre óptica, una ciencia que parecía atraer especialmente a su señor, a juzgar por el número de títulos dedicados a ella. Otro tema que contaba con una representación abundante era la mitología, mucho más seductora para su gusto. A ratos perdidos, mientras fingía trabajar, leyó curiosas historias sobre dioses paganos y héroes de la antigüedad, sagas sobre elfos y ondinas, sobre enanos que excavaban las montañas en busca de tesoros, sobre unicornios y grifos. Un nuevo mundo se abrió a su imaginación, tan propensa a desbocarse. Excitado por su hallazgo, lamentó no gozar de mayor confianza con don Gabriel para pedirle prestados aquellos textos o, al menos, exponerle las dudas que tales narraciones le inspiraban. ¿Qué proporción de verdad y ficción contenían? ¿En algún momento todas aquellas criaturas maravillosas habían llegado a poblar la tierra o solo eran fruto de la inclinación poética de nuestros predecesores?
También sobre la mesa de roble solían encontrarse libros, en una o dos pilas, sin más orden que —probablemente— el impuesto por los intereses momentáneos de don Gabriel. En una ocasión, Valentín se detuvo a examinarlos y hubo dos que atrajeron especialmente su curiosidad. El primero presentaba un aspecto bastante maltrecho y estaba escrito en alemán; su título era Etruskische Spiegel. Don Gabriel, que gustaba de subrayar a lápiz determinados pasajes y anotar sus comentarios en los márgenes de las páginas, había escrito al final de un capítulo una nota enigmática:
«Algunos pueblos que llamamos primitivos sienten horror por los espejos o a cualquier otra superficie capaz de devolver un reflejo. Los zulúes, por ejemplo, creen que la muerte alcanzará a quien se contemple en un lago, y en algunos lugares de Rusia a los espejos se les considera objetos malditos y nadie consiente tenerlos en casa».
Sin comprender qué relación enlazaba aquel comentario con el texto principal, y frustrado por la barrera del idioma, Valentín dejó a un lado libro y plumero. En compensación, tomó el siguiente. Este sí estaba publicado en español; encuadernado en una piel teñida de negro, sobre la tapa delantera podía leerse un rótulo sugerente: El mito de la magia, de Claude de Saint-Louis. Lo abrió por su primera página y empezó a leer:
«Es elogio a la Creación y a Dios Nuestro Señor aceptar que las maravillas del Universo no se limitan a cuanto el discernimiento humano es capaz de interpretar. Al igual que los antiguos reducían a cuatro los elementos que forman el mundo y hoy la ciencia moderna nos revela un cosmos de átomos con una extraordinaria riqueza, la Naturaleza debe guardar facetas ocultas que, tal vez, nadie se atreve a intuir todavía...»
Un carraspeo hizo a Valentín abandonar el libro con un sobresalto. Se volvió y descubrió en la entrada del despacho al mayordomo. Le miraba con dureza, los brazos cruzados sobre el pecho. Tardó unos segundos en iniciar su reproche:
—¿De esa forma te ganas el pan que comes cada día? —dijo al acercarse.
Valentín habría deseado que la tierra lo tragara. Intentó responder y balbuceó cuatro incoherencias antes de conseguir hilvanar una frase con sentido:
—Lo siento, señor. Estaba quitando el polvo y no he podido evitar echarle un vistazo al libro. No lo he estropeado, se lo juro.
El muchacho no vio venir la bofetada. Sintió el doloroso estallido en su mejilla y retrocedió unos pasos, tambaleándose.
—¡No jures en vano, desagradecido! ¿Alguien te ha dado permiso para tocar los objetos personales del amo?
—No, señor —reconoció, al borde del llanto—. No lo volveré a hacer.
—Procúralo, porque si llego a enterarme de que sigues metiendo tu nariz donde no debes, en lugar de ocuparte de tus tareas, no tardarás un minuto en recoger tus cosas y salir por la puerta de la calle. ¿Me has entendido?
—Sí, señor. —Valentín se frotaba la mejilla, mientras el miedo y la vergüenza dejaban paso a un profundo enfado que no podía exteriorizar.
—Ahora sal de aquí inmediatamente y sigue quitando el polvo. Da gracias de que no informe de tu poca formalidad a don Gabriel.
El muchacho se retiró del gabinete mordiéndose los labios hasta casi hacerlos sangrar. Aquel día lamentó por primera vez haber tomado el empleo. Jamás se le habría ocurrido pensarlo con anterioridad, por mucho que añorara a sus padres y aunque solo la buena de Manuela le dirigiera en ocasiones un comentario cariñoso, que él agradecía como el sediento un vaso de agua. Se había criado en un barrio pobre y sabía que, si un milagro no lo remediaba, estaba condenado a pasar el resto de su vida ante un telar, embarcado o como sirviente. No le asustaba trabajar, no había visto hacer otra cosa a su alrededor; pero no podía comprender la crueldad caprichosa. Encaramado en la ridícula cima del poder doméstico, el señor Quiroga se resarcía de su propio sometimiento tratando a quienes se encontraban a sus ordenes con un desprecio frío o premeditada rudeza. Y él, un recién llegado, había ido a parar al peldaño más bajo, donde resultaba fácil ser aplastado.
Valentín era consciente de que nada peor podía ocurrirle que empezar con mal pie. El tropezón estaba dado. Ahora le quedaba por delante un largo, larguísimo calvario para lamentarlo.



Armando Boix. Dibujante, diseñador gráfico y escritor, Armado Boix (Sabadell, 1966) estudió pintura en la Escola Massana, de Barcelona. Finalizados sus estudios, empezó a trabajar como dibujante técnico en empresas de diseño textil, además de realizar trabajos puntuales en publicidad, ilustración y cómic. En 1998 asumió la dirección y maquetación de la revista «Stalker», especializada en cine fantástico, para Ediciones Gigamesh.
Como escritor, empezó a publicar en la década de los 90 relatos y artículos. Su primera novela, El Jardín de los Autómatas, ganó en 1996 el premio Gran Angular, de Ediciones SM. Hasta el presente ha publicado cinco libros más, El sello de Salomón (1998), Aprendiz de Marinero (2000), Sombras de todo tiempo (2007), La joven a la que amaban las hadas (2012) y El noveno capítulo y otros relatos (2014), además de participar en diversos volúmenes colectivos en España y Francia.

(c) 2014 Armando Boix
(c) de esta edición Kokapeli Ediciones
www.kokapeli.com
ISBN ebook: 978-84-943208-3-5
Diseño portada e ilustración: Pablo Uría Díez
Conversión ebook: Pablo Uría Díez
Queda prohibida, salvo las excepciones previstas en la ley o autorización expresa de los titulares de la propiedad intelectual, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra.


Jorge Luis Borges
El libro de los seres imaginarios
Marc Parrot
Solo para niños

Panel de Geolocalización
Durante el resto del día, el señor Quiroga no volvió a dirigirle la palabra, aunque Valentín comprendía, por su expresión agria, que su silencio no era ni mucho menos una invitación a olvidar el incidente, sino todo lo contrario. Como había prometido, a partir de aquel instante el mayordomo iba a seguir con suma atención todos sus movimientos. De eso el muchacho estaba seguro. El menor desliz le serviría de excusa para volver a arremeter contra él con la mayor saña posible.
Como pudo, Valentín resistió el ambiente tenso que le rodeaba hasta la llegada de la noche. Después de cenar no remoloneó por la cocina como hacía otras veces. Llevó los platos al fregadero, recogió la mesa e inmediatamente pidió permiso para irse a acostar. El señor Quiroga se lo concedió, asintiendo con la cabeza mientras llenaba la cazoleta de su pipa.
Su jornada había resultado tan agotadora como de costumbre, pero Valentín se sentía desvelado, con los nervios aún de punta por el incidente. Lo único que le apetecía era estar solo. No se acostó, ni se desvistió siquiera. Se sentó sobre la cama, con las rodillas abrazadas, y contempló por la ventana de su habitación la estrecha franja de cielo que el edificio vecino dejaba entrever. Rezagada por la proximidad del verano, la oscuridad tardó un buen rato en imponerse por completo. En la calle ya habían encendido las farolas de gas; su luz, sin embargo, no era suficientemente intensa para eclipsar las estrellas. Valentín intentó reconocer alguna de las constelaciones que, en noches cálidas como aquella, su padre le enseñaba sentados ambos en la acera, junto a otros vecinos, anécdotas y refrescos. No fue capaz. En la escuela, a menudo le costaba recordar las lecciones y tampoco tenía memoria para nombres y rostros; en cambio sí retenía con facilidad esas pequeñas cosas banales y divertidas, como las letras de las canciones, frases extranjeras que oía pronunciar a los marineros o de qué modo se llamaban esas chispas en el firmamento. Aquella noche estaba demasiado enojado para aclarar sus ideas.
Una parte de esa furia la reservaba para sí mismo, pues era consciente de su equivocación al tomarse ciertas libertades antes de averiguar hasta dónde se las tolerarían; la restante estaba destinada al mayordomo. No le parecía bien alimentar pensamientos poco caritativos, pero si de la mano de Valentín hubiera dependido, todas las plagas de Egipto habrían caído sobre su cabeza. «Menudo cafre», repetía una y otra vez, logrando de este modo sentirse algo mejor. El dolor del golpe había pasado; lo que veía más complicado aliviar era su pundonor herido. Mientras dejaba que su mirada se perdiera en el infinito, empezó a considerar diversos planes de venganza.
Unos los desechó por impracticables; otros porque suponían el riesgo de ser descubierto, con el consecuente despido, algo que en sus circunstancias no se podía permitir. Tras muchas cavilaciones, al final escogió una revancha simbólica. El señor Quiroga nunca se enteraría de ella —lo cual era bueno solo parcialmente —, pero al menos le devolverían el perdido respeto que cada cual ha de sentir por su persona. Decidió que, si el castigo considerado injusto lo había recibido por intentar leer un libro, acabaría leyéndolo por completo para equilibrar la balanza.
Con tal determinación, Valentín esperó a que el sereno anunciara las doce. A aquella hora todo el mundo en la casa debía dormir ya, juzgó; así pues, cogió un cabo de vela de la mesita de noche, la encastró en su palmatoria y la encendió. Salió al pasillo. Aguardó unos instantes, inmóvil, y a sus oídos llegó el manso roncar de Manuela en la habitación contigua. Más allá se encontraba el dormitorio del señor Quiroga, con la puerta un poco entornada, como tenía por costumbre dejarla por si el amo le reclamaba en medio de la noche. Valentín se acercó de puntillas, lamentando entonces no haber tomado la precaución de descalzarse para hacer menos ruido.
Escudriñó en el interior del cuarto a través de la rendija. Apenas consiguió distinguir el perfil de la cama, con sus sábanas combadas por la panza del mayordomo. Se elevaban y volvían a descender a un ritmo regular y sosegado. Aquello bastó para tranquilizarle. Pasó de largo y llegó al final del pasillo. Descendió por los dos tramos de escaleras hasta llegar a la planta baja, deteniéndose un par de veces cuando un peldaño gruñó su protesta al sentir que lo pisaban a horas desacostumbradas. Nadie excepto Valentín pareció enterarse, si bien a su atención algo asustada aquellos ruidos sonaron igual que explosiones.
De noche, la mansión de don Gabriel Pereira adquiría una naturaleza inquietante. Las estancias vacías y mudas devolvían ecos insólitos a partir de cualquier sonido trivial, como el tictac de un reloj o la tos lejana de algún durmiente, y en sus muchos recovecos las sombras anidaban, fingiendo formas vivas que tensaban sus músculos para arrojarse sobre el insomne, si este cometía la imprudencia de darles la espalda. En su origen, el edificio había sido uno de esos palacetes de la nobleza medieval catalana construidos, por sus formas externas, con una severidad digna del Románico, pero llenos de caprichos arquitectónicos en su interior. Con el paso de los siglos una sucesión de reformas varió su plano primitivo, dividiendo con tabiques y entarimados salas demasiado espaciosas para los usos modernos, adosando escaleras de obra a los muros donde solo se engastaban peldaños de madera y añadiendo un revoque más fino a sus muros de piedra sin desbastar. Aún así, se comprendía a la perfección su pasado solariego por los arcos ojivales de algunas puertas, por las gárgolas agazapadas bajo los aleros y, sobre todo, por la riqueza de su artesonado, donde podían advertirse restos de una policromía que los años habían descascarillado metódicamente.
Un amigo malagueño de Valentín habría dicho que la casa «daba susto»; él, sirviéndose de su afición a la literatura, concluiría que parecía encantada. No obstante, ningún espectro quejoso vino a interrumpir su excursión. El muchacho llegó sin problemas a la biblioteca y cerró la puerta para que nadie pudiera advertir la luz de su vela, si se despertaba. Se dirigió a la mesa y se acomodó en la poltrona. El libro que había empezado cuando le sorprendió el señor Quiroga seguía allí.
En otro momento, Valentín habría lanzado un suspiro satisfecho al tomar el ejemplar entre sus manos; ahora su acto era más producto de la rebeldía que de la búsqueda de unos minutos de entretenimiento. Encaró la lectura con el ceño fruncido y los labios prietos, como quien se emplea en una tarea de difícil ejecución. Muy pronto empezó a relajarse, a medida que se sumergía en el texto.
El libro de Claude de Saint-Louis consistía en una especie de historia sobrenatural de Occidente, a partir de los oráculos de Delfos y las profecías de las Sibilas, y utilizando como eje conductor a los magos más destacados. Sin llegar a tomarse demasiado en serio lo que estaba leyendo, Valentín devoró sus páginas afanosamente. Supo, por primera vez, de personajes tan extraños como Moisés de León, el judío español autor del texto fundamental de la Cábala, el Zohar; Cornelio Agripa, cronista de Carlos V sobre el que giraban multitud de leyendas sobre su capacidad para hacer andar a los muertos e invocar a los más terroríficos espíritus; o el filósofo mallorquín Raimundo Lulio, de quien se decía que, prisionero del rey Eduardo de Inglaterra, había cedido a sus amenazas y había transmutado una enorme cantidad de plomo en oro con la ayuda de la alquimia.
Sin embargo, la historia que a Valentín le pareció más emocionante fue la de John Dee y su espejo mágico. Una de las mentes más privilegiadas del siglo XVI, el doctor Dee había contribuido a las ciencias de su país, Inglaterra, traduciendo por primera vez a Euclides, importando a las islas los planisferios de Mercator y mejorando la estrategia naval, que decidiría la victoria contra la Armada española. Pero su propia habilidad técnica le había costado más de un disgusto: tras construir un ingenioso escarabajo mecánico, para pánico de muchos, había sido expulsado de su cátedra en la Universidad de Cambridge bajo la acusación de brujería. En realidad sus detractores no andaban muy desencaminados. El curioso impenitente que era el doctor Dee no podía dejar un solo aspecto del saber humano sin explorar, y la magia y la astrología no fueron la excepción en una época en la que su práctica acompañaba a otros saberes menos peligrosos, como la medicina, las matemáticas o la química. Buena parte de sus ingresos los obtenía confeccionando horóscopos para sus crédulos conciudadanos, llegando a encumbrarse al puesto de astrólogo real en la corte de Isabel I.
En la madurez de sus investigaciones sobre las ciencias ocultas, John Dee recibió una maravillosa visita. Rodeado por un nimbo de luz, se materializó en su gabinete una aparición que Dee solo supo identificar como no humana. El misterioso visitante le hizo entrega de un espejo negro, de antracita pulimentada, y le advirtió que, contemplando sus reflejos, podría ver otros mundos y escuchar las conversaciones de sus habitantes, si bien no le sería posible establecer comunicación con ellos. Atónito por aquel prodigio, el doctor no puso en duda sus palabras; de hecho, la práctica le confirmó que no había sido víctima de ninguna alucinación, aunque podría discutirse si su visitante era de verdad sobrenatural o no... Con el sostén de su ayudante Edward Kelly —un bribón que había perdido sus orejas como pena por falsificar moneda y acabaría muriendo, años después, mientras intentaba fugarse de la cárcel—, el doctor Dee empezó a escrutar las profundidades del espejo negro. Muy pronto consiguió tener visiones de ese otro mundo prometido y tomó notas de cuanto observaba. Por desgracia, en 1597, quizá aterrorizados por las características de sus experimentos, los vecinos asaltaron y prendieron fuego a la casa. En el incendio se destruyeron su biblioteca, manuscritos inéditos y buena parte de los apuntes que había ido atesorando...
Valentín dejó el libro un momento, al sentir un escalofrío trepando por su espalda. Tal narración, leída a la luz del día, seguramente le habría producido un efecto mucho menor; pero la noche tiene la fascinante capacidad de volver plausible cualquier fantasía. No pudo evitar removerse con inquietud y echar una mirada detrás de él.
—Bobadas —pronunció en voz baja, como queriendo convencerse a sí mismo—. Hechicerías, ventanas abiertas a otros mundos... ¿Quién puede tomarse en serio algo así?
Al parecer, al menos don Gabriel sí dedicaba su atención a tales asuntos, por muy sensato que se le supusiera. Aunque quizá él contemplaba esas fabulaciones situándolas al mismo nivel que los cuentos mitológicos presentes en su biblioteca: un entretenimiento estético o la búsqueda de los límites de la credulidad humana. Por una causa u otra, Valentín se dio cuenta de que, pese al buen estado general del volumen, aquellas páginas estaban especialmente manoseadas. Si faltaba alguna prueba para atestiguar el interés despertado por aquella historia emocionante, en los márgenes se leía otra de las características notas de don Gabriel, con una extensión poco usual:
«Pocos objetos de la vida cotidiana han propiciado a su alrededor tantas supersticiones, simbolismos y fábulas como los espejos. No solo tenemos los “animales de los espejos” de las leyendas chinas; también es bastante común en muchas partes del globo creer en su capacidad para atrapar el alma de los muertos, por lo cual siempre se les gira de cara a la pared cuando se produce una defunción en la casa. De igual modo, se supone que, en determinadas circunstancias, pueden devolver las imágenes captadas en el pasado o mantener una ligazón con todo aquello que alguna vez se mostró en su luna, dándonos a conocer su imagen actual y emplazamiento. Por no hablar del papel de los espejos como instrumentos para la adivinación, semejante al de la bola de cristal. El cuento de Blancanieves es solo una muestra de estas enraizadas creencias populares».
Una vez más, Valentín se preguntó en qué consistían los estudios de su amo, cuando se entretenía en aquellas reflexiones. En ningún lugar del despacho colgaban títulos académicos, así que debía de tratarse de un simple aficionado que rellenaba su vacío de conocimientos de forma caprichosa y desordenada... «No», se corrigió a sí mismo. La insistencia en ciertos temas en los volúmenes de su biblioteca particular indicaba un objetivo claro. Lo difícil era acertar cuál sería.
Casi como si hubieran estado espiando sus pensamientos y se levantarán a responderlos, Valentín oyó abrirse de repente una puerta en la planta baja. Solo podía tratarse del dormitorio de don Gabriel. No tardó un segundo en soplar sobre la llama de la vela. A oscuras, Valentín no se atrevió a moverse lo más mínimo. Con la respiración contenida, aguardó a que los pasos llegaran a la altura del gabinete. Por fortuna no se detuvieron allí y siguieron subiendo las escaleras, hasta perderse en los pisos superiores.
«Bueno, ya he arriesgado demasiado por esta vez», pensó sin acordarse para nada del mayordomo y la pretendida revancha. Cerró el libro y lo dejó en la misma posición en la que lo había encontrado. Esta vez sí tuvo la prudencia de quitarse los zapatos. Sosteniéndolos con la mano, emprendió el regreso a su habitación. Había alcanzado la última planta y estaba apunto de acogerse en territorio seguro cuando la curiosidad venció a la prudencia. Sobre su cabeza sonaba el ir y venir de don Gabriel y, al poco, un tintineo como de objetos metálicos cayendo al suelo y chocando entre sí. Sin pararse a valorar si estaría cometiendo una nueva indiscreción, Valentín dejó atrás su cuarto y ascendió el tramo que le faltaba para alcanzar la puerta al desván.
Aplicó el ojo a la cerradura pero no consiguió ver nada. Don Gabriel había cerrado por dentro, dejando la llave encajada, y ningún camino se brindaba a sus pesquisas. No obstante, algo sí pudo escuchar. En el interior la voz de su amo se elevó, desde un leve murmullo, hasta alcanzar la potencia de un exabrupto. Valentín no pudo entender qué estaba pronunciando, seguramente por culpa de la puerta interpuesta. Aplicó la oreja contra la madera, aunque fue demasiado tarde. Don Gabriel había callado y ningún otro sonido llegó a ser reconocible.
El joven criado aguardó un buen rato, media hora o tal vez más. Como parecía que dentro no iba a reanudarse la actividad, acabó por ceder al cansancio y decidió regresar a su dormitorio. Mientras se desvestía, los pasos sobre el entablado volvieron a sonar con perfecta claridad. Esta vez no se entretuvieron demasiado. Más ruidos metálicos y el chascar de una llave. Una puerta giró sobre sus goznes.
Don Gabriel emprendía, escaleras abajo, el retorno a sus aposentos. Un minuto después el silencio no encontró quien discutiera su dominio. Al fin dormían todos en el vetusto caserón de la calle Moncada.
Vagar de noche como un gato sin dueño suele pasar factura y más si se debe madrugar al día siguiente. A Valentín le costó un esfuerzo enorme incorporarse. Lo consiguió haciendo acopio de voluntad; pero notaba los párpados hinchados, el estómago revuelto y un zumbido revoloteando por el interior de su cráneo. Nada que un par de horas más en la cama no hubieran curado, de ser patrón de su propio tiempo. No lo era, por supuesto, y el señor Quiroga no iba a aceptar excusas. Valentín se conformó con lavarse repetidamente el rostro en la palangana de su cuarto. Libre de legañas y tonificado, se dispuso a enfrentarse al largo día que le aguardaba por delante. Al menos el aroma del chocolate y los panecillos procedente de la cocina le elevó algo el ánimo.
Dio los buenos días a Manuela y tomó el cántaro. La pequeña puerta de servicio que conducía a la calle se encontraba abierta, para que la brisa fresca limpiara el aire y aliviara un poco el calor de los fogones. Valentín saltó al empedrado, pero volvió a retroceder para dejar vía libre a los basureros en su tránsito hacia la calle de Corders. Luego tomó la dirección del mar.
Las puertas de la muralla se habían abierto poco antes y los carros de los labriegos, llenos de verduras, frutas y jaulas con aves se agolpaban en los límites del Borne para ser descargados. Aun cuando la mitad de las paradas no habían acabado de armarse, ya había quien realizaba las primeras compras con su cesta bajo el brazo para llenar su despensa particular o la de alguna de las muchas fondas de los alrededores. Las criadas se saludaban entre ellas o guiñaban un ojo ante el piropo apresurado de un obrero camino de la fábrica, los repartidores de periódicos arrojaban bajo las puertas los ejemplares con olor todavía a tinta fresca. Se abrían los cafetines y las campanas de las iglesias anunciaban con voz metálica la primera misa del día. El humo empezaba a brotar de las chimeneas como torrentes que hubieran equivocado su cauce y quisieran enlazar cielo y tierra.
Valentín dejó que el bullicio matutino lo empapara y alimentara, mientras colocaba el cántaro bajo el caño de la fuente. Siempre le había encantado ese momento en el que la ciudad pasa rápidamente del letargo a la afanosa actividad, de la melancolía del cielo gris y el primer piar de los pájaros a una explosión de colores y sonidos. Le gustaba el aroma de árboles y jardines húmedos por el rocío, la calidez dorada de los rayos de luz más tempranos. Le gustaba esa música que ningún compositor sería capaz de trasladar a una partitura, formada por el relinchar de los caballos, los gritos de los niños camino del colegio y el tableteo de las persianas al alzarse, como si durante la noche el mundo hubiera vuelto a construirse y se levantara sobre sus cimientos más fresco y joven.
El cansancio que arrastraba por la falta de sueño fue atenuándose. Con el cántaro lleno, dio un trago al chorro de la fuente y se humedeció los cabellos. Valentín empezaba a considerarse parte de los vivos. Apoyó la vasija en la cadera y se despidió de las mujeres que hacían cola. Una de ellas escogió ese momento para entonar una canción sobre un muchacho que se marchaba a la guerra y dejaba a todas las chicas del barrio con el corazón destrozado. Valentín se sonrió sin hacerle caso; la conocía de vista y la sabía una bromista capaz de cantarle coplas parecidas hasta a un jorobado de la peor traza.
Incluso después de cargar el pesado cántaro se sintió con las fuerzas recobradas. Falta le hicieron. Después del desayuno, el señor Quiroga improvisó un traslado de ropa vieja del sótano a la caseta del patio y, sin imaginárselo, puso a prueba hasta dónde podía llegar la resistencia de un muchacho que apenas había dormido durante la noche anterior. Llevaba Valentín unas cinco horas de trabajo cuando advirtió que don Gabriel estaba ya en el salón dando cuenta de su chocolate. Mojaba pequeños pedazos de pan, como sin ganas o demasiado abstraído en sus pensamientos para saborear nada. Paradójicamente, solo su ojo de vidrio parecía mostrar algo de vida aquella mañana. Valentín abandonó el cajón que llevaba en brazos bajo el hueco de la escalera y se dirigió al dormitorio de su amo. Como siempre, el señor Quiroga ya había abierto las ventanas de par en par y puesto orden a los objetos de aseo personal, que se limitaban a peines, enjuagador de boca y unas minúsculas tijeras para retocarse bigotes y patillas. Vaciar el orinal, en cambio, siempre lo dejaba para Valentín.
El muchacho se agachó para agarrar el bacín por su asa de porcelana y entonces vio por primera vez los zapatos. No pudo extrañarse más. Estaban cubiertos por completo de barro.
Un momentáneo desconcierto se apoderó del muchacho. ¿Barro? ¿Y aún tierno? No había llovido desde hacía semanas, por lo que le costaba imaginar de dónde procedía aquel lodo. Además, Valentín estaba seguro de que su amo no había salido de casa en todo el día anterior... Bueno, si lo pensaba detenidamente, tampoco se veía capaz de afirmarlo con absoluta certeza. Era verdad que, mientras él se mantuvo despierto —y fue hasta muy tarde, como atestiguaba el hormigueo de sus párpados—, ni don Gabriel ni nadie más había cruzado el umbral de aquel edificio. ¿Pero y si había ocurrido después de dormirse él, a altas horas de la madrugada? Entonces era poco probable que un portazo, y aún menos un andar furtivo, hubiera conseguido levantarle de la cama.
Todo debía tener una explicación razonable, o prefería considerarlo así. A Valentín los misterios le gustaban como tema de lectura, no enredando la madeja a su alrededor, y a cualquiera que conociera a su amo se le haría muy cuesta arriba figurárselo rondando las calles antes del amanecer. Don Gabriel no respondía al estereotipo del crápula que recibe al sol en los tugurios más sucios del puerto o se gasta los ahorros sobre el tapete de algún juego prohibido. Era un hombre aburrido y parco en palabras hasta casi parecer mudo, tal vez porque su existencia carente de emociones no daba motivo para demasiadas charlas. Los sábados atendía a su salud y presencia acercándose a los baños de Vista Alegre; luego leía los periódicos en el Café Nuevo de la Rambla y curioseaba en los estantes de las librerías en busca de algún volumen que acompañara su soledad. Hasta ahí llegaba su única concesión semanal al paseo ocioso, si no se tomaba en cuenta el trayecto que, cada domingo, le conducía de su domicilio a la cercana parroquia de Santa María del Mar, donde asistía a misa de doce. Por lo demás, su vida se desarrollaba con unas restricciones que el ermitaño más estricto envidiaría, aunque sin preocupación monetaria grave. Según contaba Manuela, el amo tenía acciones en la Sociedad de Navegación e Industria, más algunos intereses en Ultramar, suficientes para sufragar sus pocas necesidades.
¿Se estaría engañando?, pensó más de una vez Valentín mientras frotaba el cuero de los zapatos con un trapo húmedo. No sería el único caso de un caballero de costumbres aparentemente intachables que arrastraba una doble vida. En circunstancias normales aquel asunto habría entretenido sus cavilaciones por mucho tiempo, tan falta de alicientes se encontraba su imaginación; sin embargo, aquella misma mañana otro asunto distrajo la atención de todos los habitantes de la casa.
A la llegada del correo el señor Quiroga recogió la correspondencia, que se reducía a una sola carta. El mayordomo solo le había dedicado una mirada casual, pero la emoción se pintó de inmediato en su semblante. Nadie advirtió aquel cambio en su rostro de natural inexpresivo y el señor Quiroga se guardó mucho de hacer comentarios. Se limitó a acercarse al despacho, golpear con los nudillos en la puerta y pasar en cuanto se le concedió permiso desde el interior. Un par de minutos después volvía a salir y llamaba a la cocinera y a Valentín:
—Don Gabriel desea vernos a todos en el gabinete. Tiene algo que decirnos.
—¿Está el amo enojado por alguna cosa?
Manuela se limpió las manos en el mandil y su preocupación se transmitió enseguida al muchacho. Valentín temió que se hubiera descubierto su intrusión de la noche pasada y que don Gabriel les convirtiera en objeto de una reprimenda general. El mayordomo no demostró ninguna preocupación:
—No lo creas, mujer. Hoy es el hombre más feliz de la tierra.
Obedecieron rápidamente su exigencia, dejando de inmediato sus quehaceres y plantándose en el despacho. Sentado tras la mesa, don Gabriel jugueteaba con la carta con satisfacción evidente. Valentín podría haber contado con los dedos de una mano las veces en las que una sonrisa había lucido en aquellos labios, y la de ahora era la más generosa de todas ellas.
—Tengo excelentes noticias. Por lo menos lo son para mí, aunque espero que compartáis mi satisfacción. Acabo de recibir una carta franqueada en la estafeta de la frontera... Mi hijo Ernesto está a punto de regresar a Barcelona. Lo tendremos entre nosotros mañana a primera hora de la tarde.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Manuela—. Y en buena salud, espero; a saber lo que habrá comido por esos mundos donde ni siquiera se habla en cristiano.
—Está perfectamente, si no me ha ocultado nada en sus cartas. Lo esperaba dentro de unos meses, aunque se ha decidido a adelantar la vuelta para poder celebrar su cumpleaños entre sus amigos de Barcelona.
—Veinticinco que cumple, el señorito. Ya es todo un hombre, quien lo diría. Habrá que organizar una cena de postín —dijo la cocinera, haciéndose una composición de cuanto le tocaría preparar, a fin de no causar un mal efecto entre las remilgadas relaciones del joven señor.
—Salvador y tú tenéis carta blanca para disponerlo todo a vuestro gusto. Yo no sé muy bien lo que se estila hoy entre la buena sociedad, la verdad; pero no os preocupéis por los gastos. Debe ser un día muy especial.
—Lo será, don Gabriel —le aseguró el señor Quiroga—. El señorito Ernesto no tendrá de qué avergonzarse.
—Queda claro, pues. ¿A qué esperáis? Con seguridad tenéis muchas cosas por hacer.
La suposición de don Gabriel no era pura retórica. Disponían de un margen de treinta y seis horas hasta la llegada del joven Ernesto Pereira, y no les sobró ninguna. El amo se encerró a redactar invitaciones para aquellos amigos de su hijo de los que guardaba memoria, mientras la servidumbre se dedicó a adecentar la habitación del señorito aireándola, retirando los guardapolvos y preparando la cama.
Después, el señor Quiroga y Valentín se trasladaron a un sastre que alquilaba trajes a horas para conseguir un par de libreas de gala. El mayordomo no tuvo ningún problema y entre las existencias encontró de inmediato una que le encajó a la perfección; a Valentín, en cambio, la suerte le fue menos favorable. Ninguna casaca se ajustaba a sus medidas y hubo de conformarse con aceptar la más cercana, aunque sus faldones colgaran demasiado bajos y sus mangas apenas consintieran a las manos asomarse por la boca de sus puños. Dobleces retenidas con agujas lo solucionaron de un modo precario.