Primera edición digital: Enero, 2018
Título: El rompecabezas del cabo Holmes
ISBN: 978-84-947820-3-9
© 2018, Carlos Laredo Verdejo
© De la portada y diseño de cubierta: Pablo Uría Díez
© Diseño y maquetación: Pablo Uría Díez
© Mapa de localizaciones: Carlos Laredo Verdejo
© 2018 Kokapeli Ediciones (Primera publicación de «sinerrata editores», 2016)
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Todos los demás derechos están reservados.
Portada
Índice
Mapa
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Epílogo
Nota del autor
Sobre el autor
Créditos
Sobre las ocho de la mañana del primer sábado del mes de julio, un anciano pescador sordomudo, llamado Anselmo, bajaba el sendero que zigzaguea por la falda del acantilado hacia la escollera conocida como el Coído de Calboa, entre las playas de Nemiña y Rostro, en la Costa de la Muerte. Al llegar al pedregal, se dirigió a las rocas vivas y traicioneras que la marea alta oculta bajo la espuma. La marea estaba a aquella hora en su punto más bajo. El viejo subió por las rocas, bichero en mano, y se colocó en uno de los lugares que conocía desde niño y donde sabía que, tarde o temprano, vería algún pulpo.
Un momento antes de llegar a la piedra plana en la que solía sentarse, algo que flotaba en el agua, a unos veinte metros de donde estaba, llamó su atención. En esa parte de la costa es frecuente que floten toda clase de objetos, sobre todo en días ventosos como aquel. Bidones y botellas de plástico, cajas de madera, trozos de cabos deshilachados y otros desperdicios que los marineros arrojan por la borda de sus barcos. Es la basura que acaba acumulándose en la parte alta de las playas desiertas y las calas recónditas de esa parte inhóspita de la costa.
Lo que llamó la atención de Anselmo no era nada de eso y se dio cuenta incluso antes de volver la cabeza para fijarse bien. Ya había visto más de una vez en su larga vida flotar algo semejante: era un cuerpo humano.
Se acercó a la parte saliente de la punta rocosa, moviéndose despacio con la prudencia de un anciano que sabe lo que significa caerse entre las rocas, sobre todo estando solo. El cuerpo iba y venía por la superficie del agua a merced de las olas, rodeado de espuma blanca y de algas. A veces golpeaba contra las rocas y se giraba, dirigiéndose poco a poco hacia el exiguo pedregal que la bajamar descubre a los pies del acantilado. Allí lo esperó Anselmo.
Cuando al fin lo pudo sujetar, se quedó mirándolo con asombro y tristeza. Era el cadáver de una mujer joven y delgada, que estaba completamente desnuda. Las múltiples heridas en la cara y el resto del cuerpo, producidas por los golpes contra las rocas, le daban un aspecto lastimoso, como el de un objeto destrozado e inútil que ha perdido su atractivo y su razón de ser. Anselmo lo arrastró con cuidado, como si temiera hacerle daño, hasta la parte más alta del pedregal, lo arrimó contra la pared del acantilado y lo tapó con piedras para evitar que las gaviotas vinieran a picotearlo. Cuando terminó, se quedó un rato mirando al mar por si veía algo más. Luego, volvió a subir por el sendero.
—Hoy habéis tenido suerte —les dijo mentalmente a los pulpos al pasar junto a su piedra—, pero mañana volveré.
Echó a andar hacia Lires, atravesando el bosque del monte Millón para ganar tiempo, en vez de rodearlo por la carretera que bordea la ría frente a la piscifactoría. Cruzó el puentecillo que hay delante del cementerio y subió la cuesta hacia el bar As Eiras.
Anselmo podía hablar emitiendo unos sonidos desabridos que solo entendían sus familiares y algunos vecinos que lo trataban a diario, pero que resultaban ininteligibles para el resto de los mortales. Al llegar al bar de la aldea, explicó lo que había encontrado, para que llamaran a la Guardia Civil.
En el bar As Eiras ya estaban al corriente de un naufragio ocurrido por la noche, porque el panadero, que venía temprano con su camioneta desde Cee, les había informado. Un salvavidas y un trozo grande del casco de una embarcación de recreo habían sido hallados de madrugada bajo los acantilados de Montebela, a menos de quinientos metros de donde Anselmo encontró el cuerpo de la mujer. Una patrullera de la Guardia Civil y un helicóptero de salvamento estaban buscando el resto de la embarcación desde el amanecer.
Los clientes del bar y los dueños establecieron inmediatamente la relación y empezaron a formular toda clase de conjeturas mientras esperaban la llegada de los guardias.
Al día siguiente, domingo, todos los periódicos del país daban la noticia en primera plana y las cadenas nacionales, autonómicas y privadas abrían con ella sus informativos. El empresario Julio De Val, de 62 años, dueño de múltiples negocios, la mayoría de ellos relacionados con el mundo de la comunicación y de la moda, había salido de A Coruña en su velero de 12 metros hacia Baiona, con una colaboradora de nacionalidad francesa, Nadine Dubois, modelo publicitaria.
El tiempo era malo y los vientos del sur fuertes, lo que hacía suponer que el barco se acercó demasiado a la costa y tocó alguna de las muchas rocas que se esconden cerca de la superficie en esa parte de la costa gallega, una de las más peligrosas de Europa.
Solo algunos restos del barco habían aparecido en una zona a la que nada más se podía acceder por mar, cerca del cabo de Finisterre. El cadáver de la modelo francesa, de 22 años, fue descubierto no lejos de allí por un pescador. Ni el casco del velero ni el cuerpo del empresario habían sido aún encontrados.
Las oficinas centrales del grupo Empresas De Val ocupaban la tercera planta de un edificio de su propiedad en el paseo de la Castellana, frente a los Nuevos Ministerios. Las plantas inferiores estaban alquiladas a una notaría y a un banco y las superiores, cuarta y quinta, las habitaba la familia de los dueños.
Empresas De Val agrupaba: la agencia de publicidad Artis; la sociedad Publicaciones Generales Deval, que se dedicaba a la edición de revistas especializadas de alta gama (golf, moda, coches antiguos, hípica, barcos y Fórmula 1); Valgrafic, imprenta industrial con naves en Coslada (Madrid) y Lisboa; JV Eventos, empresa especializada en organización de ferias, congresos, salones internacionales y todo tipo de actividades relacionadas con las relaciones públicas; una empresa de vallas y publicidad exterior, Expanel, con sucursales en toda España; una central nacional de compras de espacios publicitarios, Euro Media Center; y una agencia de modelos de alta costura, Monique Models, instalada en un piso de la parisina calle François Ier, meca de la moda mundial.
Al margen de las actividades relativas al mundo de la comunicación y la moda, el grupo era propietario de la sociedad inmobiliaria Valcon, domiciliada en el Principado de Mónaco.
Julio De Val había sido, desde mediados de los años setenta hasta mediados de los ochenta del siglo pasado, director de publicidad de uno de los primeros fabricantes de automóviles afincados en España, después de un período de formación en Estados Unidos, donde conoció a Monique Lachasse, hija de un arquitecto francés, con la que se casó y tuvo una hija, Julieta.
En aquellos años de la llamada tecnocracia, cualquier profesional que dominara el inglés y hubiera pasado por alguna de las grandes agencias internacionales de la época, tenía asegurado un puesto directivo en el campo publicitario español, necesitado de ejecutivos preparados.
Julio De Val se dio cuenta inmediatamente de cómo funcionaba el mercado publicitario nacional, cuando uno de los primeros proveedores con los que tuvo contacto directo, un tal Máiquez, dueño de una agencia de publicidad exterior, lo invitó a comer en Horcher tras una gira matinal por Madrid para enseñarle sus emplazamientos. Sin ningún tipo de rodeos, Máiquez le ofreció una comisión del diez por ciento sobre el montante global de las compras de vallas publicitarias que hiciera a su compañía. Por supuesto en billetes y sin ningún tipo de recibo. La primera reacción de De Val fue fingir indignación, pero su cerebro actuó con más sensatez que su corazón e hizo rápidamente un breve cálculo. El presupuesto en publicidad exterior de la marca era, aquel año, de sesenta millones de pesetas. Con que solo le contratara a aquel individuo una tercera parte del presupuesto, cobraría una comisión superior a su sueldo bruto de un año, que era de por sí muy alto en aquel tiempo.
—¿Sabe, señor De Val? —le explicó Máiquez—, en la mayoría de los casos, las vallas publicitarias no nos cuestan más que las cuatro maderas que llevan y un pequeño impuesto municipal. No pagamos alquiler casi nunca y los dueños de los solares y los constructores vienen a pedirnos que las instalemos, para evitarse ellos tener que cerrarlos por su cuenta. Como sabe, las alquilamos entre cinco y diez mil pesetas al mes, lo mismo que el alquiler de un buen piso en la Costa Fleming, o sea que hay margen para negociar.
De Val le dijo que estaba de acuerdo y el proveedor sonrió limpiándose con la servilleta y le contestó:
—Me alegro de que acepte el trato. Siempre es un poco delicada esta negociación la primera vez, pero le aseguro que si no hubiera aceptado usted, habría sido el primero de mis clientes en no hacerlo. Los precios se calculan teniéndolo en cuenta.
—Comprendo. Tendré que reflexionar sobre el destino de esa comisión —comentó De Val, dando a entender que no tenía por qué quedarse personalmente con el dinero.
El subterfugio para salvaguardar su hipotética honradez no impresionó en absoluto a Máiquez, que continuó su discurso después de hacer un gesto al camarero para indicarle que su copa de vino estaba vacía.
—Le ofrezco el diez por ciento porque es usted el director de Publicidad, si hubiera sido un empleado suyo, solo le habría ofrecido el cinco. Espero que me comprenda. Con la empresa privada da gusto trabajar. Son ustedes formales y pagan puntualmente. No como la Administración y las empresas públicas. Nunca se sabe con exactitud quién decide ni cuándo se cobra y, además, reclaman comisiones sin dar tiempo a que se las ofrezcan.
Julio De Val no hizo ningún comentario. Era evidente que el buen gusto no formaba parte de las cualidades de Máiquez. Pero siempre recordó aquella comida como el primer paso en su carrera empresarial. Incluso se acordaba perfectamente de lo que había comido.
Unos años después, a petición del presidente de la marca de automóviles en la que trabajaba, Julio De Val se despidió voluntariamente. Era de dominio público en el mundo de la automoción que ningún proveedor, entre los muchos que se relacionaban con los departamentos de publicidad, tenía la menor posibilidad de conseguir un contrato sin negociar la correspondiente comisión con De Val. Imprentas, periódicos, emisoras de radio, agencias de publicidad exterior, centrales de compras de medios, realizadoras de filmes, laboratorios de doblaje, freelancers, fabricantes de artículos publicitarios, decoradores y montadores de stands, fabricantes de letreros luminosos, estudios de encuestas, gerentes de hoteles de convenciones y un largo etcétera de proveedores menores se veían obligados en muchos casos a hacer maniobras contables complicadas para pagar sin justificante ni factura y siempre en metálico la comisión de De Val. Solo Televisión Española, que entonces aún imponía sus reglas, se libró de aquella práctica que, posteriormente, empezó a ser habitual en el mundo de la publicidad.
La marca de automóviles intentó un proceso contra De Val, pero el despacho de abogados que la asesoraba, uno de los mejores de Madrid, se lo desaconsejó, porque el cobro de comisiones por parte de los responsables de compras de las empresas no constituía ningún delito si no se especificaba lo contrario en el contrato laboral.
Julio De Val se fue tranquilamente y no se habló más del tema. Claro que en los casi diez años que había permanecido en su puesto, había tenido tiempo de reunir una considerable fortuna. El presupuesto de publicidad del primer año, cuando entró en la empresa, era de ochocientos millones de pesetas, solo en medios. De los cuales, la televisión solo suponía un treinta por ciento. Cuando se fue, en 1985, el presupuesto en medios había ascendido a dos mil trescientos millones. De modo que, además de su alto salario como ejecutivo, había cobrado en comisiones bastante más de mil millones de pesetas (unos seis millones de euros), limpios de polvo y paja.
En los años ochenta, cuando aún trabajaba para la marca de automóviles, se asoció con Lucas Martínez, un joven y cotizado director creativo que pronto se convertiría en su yerno. De Val creó con él una agencia de publicidad en Madrid, sin dejar su trabajo. Posteriormente le compró a Máiquez su negocio de publicidad exterior y fundó una central de compra de medios, Euro Media Center. La agencia no formaba parte del grupo y estas dos empresas tampoco llevaban en su razón social ninguna referencia a De Val por razones obvias.
Así pues, cuando De Val fue despedido de la multinacional del automóvil, no se quedó en el paro. Y no solo eso, sino que durante los últimos años como director de publicidad, utilizó los servicios de su propia agencia, de su empresa de vallas y de su central de compras de medios. Negocios que prosperaron con el dinero que él mismo les proporcionaba desde su puesto.
A Julio De Val no le gustaba pagar a los proveedores. En cuanto veía la posibilidad de echarle el guante a cualquiera de ellos, hacía lo posible por conseguirlo. Así compró una imprenta en dificultades, con una nave en Coslada, a las afueras de Madrid. La imprenta no solo le imprimía todos los trabajos ordinarios a sus empresas sino que se convirtió en una herramienta de gran utilidad para la producción de documentos, facturas, sellos y papelería, en algunos casos, de dudosa legalidad. Valgrafic fue la primera de las empresas de su grupo que abrió una sucursal en el extranjero, en Lisboa, para abaratar costos y evitar determinado tipo de controles nacionales.
En cuanto De Val se vio libre de sus ataduras empresariales, creó una sociedad financiera, Empresas De Val, que adquirió las acciones de las diversas sociedades que había creado anteriormente, de forma que, desde la oficina relativamente pequeña del paseo de la Castellana, podía controlar financieramente todo el grupo.
Una gran parte del dinero negro del que disponía lo empleó en la compra de parcelas en urbanizaciones de la zona norte y noroeste de Madrid, unas a su nombre y otras a nombre de sus empresas. Las enormes revalorizaciones que afectaron a estas parcelas le permitieron comprar a su vez varios pisos en los terrenos de la zona ganada al mar en Fontvieille, en el Principado de Mónaco, gracias a su suegro, el arquitecto francés Jean Pierre Lachasse, con quien se asoció para fundar una sociedad inmobiliaria, Valcon SA, con sede en Mónaco y actividades en toda la Costa Azul y en la Costa del Sol.
Un día Monique, su mujer, con la que se había casado estando ella embarazada, le soltó en el curso de una acalorada discusión que su hija Julieta no era realmente hija suya. En un primer momento, incluso sin estar seguro de que lo que le dijera su mujer fuera cierto, Julio De Val pensó divorciarse, pero cambió de opinión poco después, cuando supo que su suegro, un hombre muy rico, tenía cáncer y no le quedaban muchos años de vida. Su relación con Monique se congeló y, desde entonces, hicieron vidas separadas aunque guardando ciertas apariencias. Nunca más volvieron a hablar del tema de la paternidad de Julieta, pero la duda ya no se borraría del pensamiento de Julio De Val.
Para buscarle a su mujer una ocupación que la mantuviera alejada lo más posible, sabiendo que a ella le fascinaba el mundo de la moda, le montó una agencia de modelos en París y se resignó a gastar una enorme cantidad de dinero, procedente de la fortuna de su suegro, en la compra del piso de la calle François Ier, pensando en que hallaría el medio de obtener algún tipo de compensación.
Porque si fuera preciso describir la personalidad de De Val, habría que decir de él que, además de navegar, había dos cosas que le encantaban en la vida: ganar dinero y follar. Dentro de este último apartado, le excitaban particularmente las modelos que se cimbreaban con cara de cabreo por las pasarelas, como si tuvieran los esqueletos de silicona, en vez de las tetas.
En contrapartida, solo odiaba una cosa: gastar dinero. Y su tacañería le protegía generalmente de caer en la tentación de liarse con las modelos contratadas por la empresa de su mujer. En lo físico, habría que decir que era un tipo normal, tirando a alto, moreno, de complexión fuerte y de una belleza masculina que residía, básicamente, en su considerable fortuna.
La noticia del naufragio del presidente de la compañía ya era de dominio público el lunes siguiente, cuando se abrieron las puertas de las oficinas centrales de Empresas De Val en la Castellana, a las ocho de la mañana, y fueron llegando todos los empleados.
A las ocho y media bajó a su despacho Lucas Martínez, casado con Julieta De Val, que vivía en el quinto piso del mismo edificio. En ese momento salía del ascensor Lina Monier, la directora financiera, conocida familiarmente por todos los empleados como La Directora.
Lucas Martínez, de cincuenta años, era socio y amigo de Julio De Val desde hacía más de veinte, cuando se asociaron para fundar la primera agencia de publicidad. Al margen de su participación en la agencia Artis, de la que era director, Martínez era el hombre de confianza y brazo derecho de su suegro. Gracias a los poderes de su mujer, que era la vicepresidenta de la compañía, controlaba y dirigía el entramado de los negocios De Val como si fueran suyos, desde que el presidente, al cumplir los sesenta, decidió dedicarse un poco a la buena vida y disfrutar moderadamente del dinero que había acumulado durante tantos años y que, previsiblemente, no iba a tener tiempo de gastar.
Al encontrarse frente a Lina la besó en la mejilla y la dejó pasar delante por la puerta de entrada a las oficinas. No tuvo tiempo de decirle nada porque un numeroso grupo de empleados los asediaron con mil preguntas en el hall de recepción, donde esperaban ansiosos la llegada de los jefes.
—Buenos días —dijo Lucas Martínez con gesto serio y compungido—, por favor, concédannos unos minutos. A las nueve reúnanse en la sala de juntas y les pondremos al corriente de todo lo que sabemos en este momento sobre el presidente. Gracias.
Lucas y Lina entraron en el despacho de esta última y cerraron la puerta. Él se sentó en una butaca y miró a Lina, que permanecía de pie. Habían pasado el domingo juntos, con la mujer y la hija de Julio De Val, analizando la situación y en contacto directo con la Guardia Civil de Corcubión, en A Coruña, para seguir las operaciones de rastreo en busca de los restos del yate y del cuerpo de Julio De Val. Por expreso ruego de Martínez, nadie se había desplazado a la zona. Irían en cuanto encontraran algo porque, antes, no harían más que estorbar, había insistido.
Lina Monier y Lucas Martínez mantenían una relación correcta y algo fría. Lina era una mujer muy guapa; a sus casi cuarenta años, tenía un enorme atractivo y una personalidad que encandilaban a cuantos la trataban. La elegancia con la que vestía y el plus de belleza que aporta pertenecer a las clases superiores complementaban su encanto. Era íntima amiga de Julieta, la hija del presidente. Sus padres, un ingeniero francés y una aristócrata española, fallecieron ambos en el accidente de aviación de Lockerbie, en 1988. Lina, además de muy inteligente, hablaba cinco idiomas y era una de las pocas mujeres que podían presumir de haberse graduado en la Escuela de Altos Estudios Comerciales de París.
A Lucas Martínez le costaba trabajo reprimir su admiración cuando la miraba, pero Lina era extraordinariamente distante y ni en los momentos de mayor relajación durante los viajes o las vacaciones, ni en las muchas horas que solía pasar con los De Val, ni en las fiestas públicas o familiares, ni después de algunas cenas en las que el alcohol había corrido en abundancia, jamás mostró ningún signo de complacencia. A Julio De Val le demostraba siempre un gran afecto y a Lucas lo trataba como al marido de su íntima amiga.
Lina Monier era viuda de un ingeniero francés, fallecido de un infarto en plena juventud al poco tiempo de casarse, y nadie tenía constancia de que mantuviera relaciones fijas o esporádicas con ningún hombre. Era una mujer discreta, segura de sí misma, competente y muy respetada dentro de la empresa. Vivía en un lujoso piso que había sido de la familia de su madre, en la calle de Fortuny.
—Dios mío, estoy agotada, Lucas, casi no he dormido en toda la noche.
—Todos lo estamos, Lina. Pero aún nos queda aguantar la avalancha de periodistas y demás plastas.
—¿Crees que lo encontrarán con vida?
—Sinceramente, no. Nadie que se pierde en el mar, y más en esa zona, aguanta vivo en el agua dos días. El barco no llevaba bote salvavidas y debió de hacerse pedazos. Ya has visto lo que encontraron.
—Me sorprende la reacción de Monique con lo de la chica ahogada. No ha dicho ni pío.
—¿Qué quieres que diga? Está acostumbrada. Sabe de sobra que él nunca va solo.
—No, si me refiero a que la hayan encontrado muerta.
—Ya. Es una desgracia, ¡qué le vamos a hacer! Bueno, habrá que organizarse un poco. ¿Qué te parece si llamamos a Pepe Vallejo y preparamos un comunicado?
—Bien.
Lucas pulsó un botón y le dijo a la secretaria que llamara a Vallejo, el responsable de relaciones exteriores y portavoz del grupo, que apareció en diez segundos, como si estuviera esperando en la puerta a que lo llamaran. Cuando salió con las notas que había tomado, Lucas le dijo a Lina:
—Convendría que fueras a París cuanto antes. Habrá que tranquilizar a la gente de Monique Models. No estaría mal que fueras con Monique. Eso la distraerá y podrá pasar unos días con su familia. ¿No te parece?
—No quisiera marcharme ahora, con todo el jaleo que va a haber.
—Bueno, no hace falta que estés allí más que un día o dos. Ella que se quede todo el tiempo que quiera, como acostumbra.
—Hombre, no creo que Monique quiera ni deba irse hasta que no se suspenda definitivamente la búsqueda del cadáver de su marido. Yo prefiero esperar a que acabe todo esto; cuando haya algo definitivo, que ella haga lo que le apetezca. Además, no me gustaría dejar sola a Julieta en estos momentos. Hablaré con París en cuanto informemos al personal.
El personal de las oficinas se reunió en la sala de juntas a las nueve. El ambiente era tenso y cargado de morbosa curiosidad. La muerte del presidente era el asunto principal de las comidillas, pero el hallazgo del cadáver de la modelo desnuda constituía la pincelada de misterio, erotismo y glamour que difuminaba el aspecto trágico del accidente y convertía el suceso en algo parecido a una película de Hitchcock. Un hombre admirado, envidiado e, incluso, odiado, como Julio De Val, no iba a morirse de una aburrida enfermedad como cualquier desgraciado. Los empleados de Empresas De Val estaban encantados y hasta agradecidos de que el presidente hubiera tenido el buen gusto de escoger un final espectacular, con yate y modelo desnuda incluida, en la Costa de la Muerte y, seguramente, después de una pantagruélica mariscada. De algo tenían que presumir.
En el puesto de la Guardia Civil de Corcubión había un cabo extremadamente diligente, José Souto, de 32 años, soltero, al que sus compañeros llamaban Souto Holmes, por su forma meticulosa de investigar, su tenacidad y su inagotable paciencia, cualidades poco acordes con las costumbres locales. Souto había resuelto en los últimos años un par de casos que sus jefes consideraban imposibles dada su complejidad. Aparte de las medallas que ganó, contaba con el respeto de sus compañeros, a veces teñido de envidiosa ironía.
Fue él quien recibió la llamada desde el bar As Eiras de Lires (Cee), a donde se dirigió inmediatamente con dos compañeros, después de dar aviso al juzgado. La primera dificultad con la que se encontró fue entender a Anselmo, el pescador sordomudo que había descubierto el cadáver de la mujer. Por suerte, un muchacho de la aldea que se llamaba David y era sobrino del viejo se ofreció a traducir a los guardias los incomprensibles sonidos que emitía su tío abuelo. A Anselmo no hacía falta que le tradujera nadie lo que decían los guardias, porque leía los labios, siempre que le hablaran mirando hacia él.
Anselmo, David y los guardias bajaron en el jeep hasta la carretera que bordea la ría y el bosque, pasaron delante del Bar de la Playa y continuaron por la pista de tierra hasta las dos calas solitarias de fina arena, Area Grande y Area Pequena, donde tuvieron que bajarse y seguir a pie. David, que acompañaba muchas veces a su tío cuando iba a pescar pulpos, se movía por las rocas como una cabra por el monte y guió a los guardias hasta la escollera. Uno de ellos traía un rollo de aluminio para cubrir el cadáver, que encontraron bajo los cantos rodados, como lo había dejado Anselmo. También había media docena de aldeanos alrededor, enzarzados en una viva discusión, pero que no se habían atrevido a tocar el cuerpo.
Después de mandar a los mirones que se apartaran, los guardias retiraron las piedras y dejaron al descubierto el cuerpo de la mujer. Todos se quedaron callados un rato contemplando el penoso espectáculo. En cuanto uno de los guardias hizo varias fotos al cadáver con una cámara digital de bolsillo, el cabo Souto mandó que lo taparan con el aluminio, porque se estaba llenando de moscas. Luego se volvió hacia el viejo y le pidió que le explicara con detalle cómo lo había descubierto, dónde estaba él, de qué lado pensaba que podía venir el cuerpo, qué más había visto, qué hora era, cómo lo había sacado del agua y algunas cosas más. El viejo fue contestando y su sobrino traduciendo, mientras el cabo Souto tomaba notas sin parar. A Anselmo no le cabía en la cabeza que el guardia no le entendiera.
Algo más de dos horas después, cuando la marea ya empezaba a suponer un serio problema, apareció un hombre joven que llamó a voces a los guardias desde el pie del acantilado, sin acercarse a la escollera. David fue hasta él para ver qué quería. Volvió saltando sobre las rocas.
—Es el oficial del juzgado de Corcubión —le dijo al cabo—. Dice que la jueza se ha quedado en el coche y que no piensa bajar hasta aquí. Que pueden levantar el cadáver.
—¿Y por qué no viene él a decírnoslo, en vez de dar tantas voces?
—Es que no quiere que se le estropeen los zapatos.
—¡Joder con el señorito de los cojones! —se le escapó a uno de los guardias—. Como si nosotros viniéramos descalzos.
El cabo sacó su teléfono y llamó al puesto de Corcubión.
Antes de la pleamar ya se habían llevado el cuerpo de la modelo y no quedaba nadie en la escollera, donde las olas golpeaban de nuevo con furia. Los guardias, Anselmo, David y algunos de los curiosos se habían parado a tomar un café en el Bar de la Playa de Lires, dando la espalda al paisaje espectacular que se divisa desde allí. Fuera hacía bastante viento y amenazaba lluvia.
—Lo que le pasaba a la jueza es que no quería despeinarse —dijo alguien.
El lunes por la mañana, el cabo Souto ya tenía el informe del forense sobre su mesa y, en un almacenillo del puesto de guardia, un salvavidas en el que ponía “De Val 2”, así como un trozo del casco de aproximadamente un metro de largo, correspondiente a la popa, y en el que se veía parte de una “A” y una “L” con un “2”.
La mujer muerta, según información recibida de Empresas De Val, era Nadine Dubois, de profesión modelo. Acompañaba a Julio De Val a Baiona, en cuyo Parador de Turismo debía posar para un reportaje contratado por la revista Valmoda de Publicaciones Generales De Val.
—¡Tócate las narices! Ahora va a resultar que iban en viaje de trabajo —le comentó el cabo a Taboada, su ayudante.
—Claro, por eso la tía iba desnuda, cabo. Las modelos posan desnudas.
—Vale, Taboada, ¡muy ingenioso! De todas formas comprueba en el Parador de Baiona si hay alguna reserva a nombre de De Val y si sabían que se iba a hacer allí un reportaje fotográfico.
Según el resultado de la autopsia, la mujer murió ahogada. Las heridas que mostraba el cadáver se debían a golpes contra las rocas, provocados por el fuerte oleaje, y se habían producido cuando ya estaba muerta. El informe precisaba que la muerte debió de producirse entre las tres y las cinco de la madrugada, en la noche del viernes al sábado. La mujer había ingerido ansiolíticos (diazepam) en cantidad muy superior a la normal, pero no tanto como para causar la muerte, y alcohol. Había restos de semen en su vagina.
En cuanto a los trozos del barco había poco que decir. Claro que Souto Holmes, haciendo honor a su sobrenombre, inició una investigación minuciosa al respecto. En primer lugar pidió un informe detallado a la empresa De Val, que era la propietaria, referente a la ficha técnica del barco y su equipamiento completo: marca, fabricante, fecha y lugar de compra, etcétera. Pidió que le enviaran por fax copia del rol de la embarcación y de los certificados del seguro, así como un informe de dónde había estado el barco durante las semanas anteriores a su desaparición y cuáles eran los siguientes destinos previstos, después de su etapa en Baiona, si es que se podía averiguar.
Mientras esperaba recibir toda aquella documentación y aprovechando la presencia de la patrullera que rastreaba la zona, se puso en contacto con los especialistas del Cuerpo en cuestiones marítimas que iban a bordo, para recabar su opinión acerca de cómo se habría podido producir el naufragio y en qué lugar, teniendo en cuenta dónde se hallaron los restos y el cadáver de la mujer, y por qué no se encontraba el casco en las inmediaciones.
—Si he de decirle la verdad, cabo —le comentó el piloto de la patrullera de la Guardia Civil—, es la primera vez que me encuentro con un caso como este. El helicóptero de rescate lleva sobrevolando la zona desde el sábado por la mañana y nosotros andamos de un lado a otro. Si el cadáver de la mujer solo llevaba unas horas flotando el sábado a las nueve, cuando lo encontraron, ¿dónde coño está el barco? Un velero de doce metros no desaparece así como así. El viento soplaba y sigue soplando del sur. Tenía que haberse ido hacia la playa de Nemiña. Allí las aguas son claras y poco profundas. De verdad no entiendo cómo no ha aparecido.
—¿Qué pudo pasar, entonces?
—¡Yo qué sé! El mar nunca deja de sorprender, pero hay una lógica siempre. Supongamos que el barco tropezó con las rocas en la Punta del Este de Rostro, por ejemplo, y que se rompiera una parte del casco. Parece lógico que el patrón, acojonado, intentara salir mar adentro a toda máquina, escapando de la escollera. Si fue al dar con las rocas cuando se cayó la chica, el tipo no se iba a parar a buscarla. Como mucho le tiraría un salvavidas, pero su reacción lógica, y más teniendo en cuenta que era de noche, tuvo que ser salir zumbando de allí y alejarse lo más posible. Si el daño fue grande, el barco pudo haberse hundido un par de millas mar adentro. Entonces sí es normal que no lo encontremos. Quizá él se atase para no caer, o se metiera en la cabina para pedir socorro. Eso explica que no lo podamos encontrar.
—Hay varias cosas que no entiendo —dijo Souto rascándose el cuello—. Si el barco se golpeó con tanta fuerza como para romperse el casco por la popa, ¿es normal que ni la hélice ni el timón se dañaran?
—Ahora que lo dice… No, no es normal.
—Otra cosa, tengo entendido que no se recibió ninguna llamada de socorro. ¿Cree que el patrón pudo asustarse tanto como para no pensar en pedir auxilio? Un golpe contra las rocas no estropea la radio y menos aún el móvil, que cerca de la costa tiene cobertura.
—Tiene razón. En cuanto a asustarse… Por muy asustado que esté uno en un barco, lo primero que hace es pedir socorro en caso de apuro. Muchísimo más si un tripulante o un pasajero se cae al agua.
—Una chica desnuda…
—Bueno, eso es normal. En un yate, de noche y en verano, no tiene nada de particular.
—Ya, pero de madrugada y con el vendaval, lo natural sería que estuviera en la cama, sobre todo habiendo tomado pastillas para dormir.
—La gente está chiflada, cabo. ¿Qué hacían navegando de noche? ¿Tanta prisa tenían por llegar a donde diablos fueran? No le dé más vueltas. Lo que yo le digo es que si no lo hemos encontrado en dos días, olvídese. Ya no lo vamos a encontrar.
El cabo Souto volvió a su puesto, donde ya se habían recibido por parte de Empresas De Val la mayor parte de los documentos solicitados. No todos, pues algunos iban en el barco.
Taboada le informó de sus gestiones en el Parador de Baiona. En efecto, había una habitación doble reservada a nombre del señor De Val. Una sola. No tenían noticias de que se fuera a realizar ningún reportaje fotográfico, claro que eso no quería decir nada.
—Sí quiere decir algo, Taboada —lo cortó Souto—. Un reportaje para una revista de modas en un lugar como el Parador Nacional de Baiona no se improvisa ni puede pasar inadvertido. Tendría que haber fotógrafos, alguien encargado de la iluminación, la ropa, el maquillaje y esas cosas. No tienen por qué alojarse todos en el parador, pero esas cosas se preparan. Tenemos que averiguar si se iba a hacer ese reportaje o es una trola que nos están contando para justificarse.
—Bueno, ¿y qué más nos da? Si ese tío estaba casado y se fue de viaje con una gachí, es normal que intenten disimular un poco en su empresa, ¿no?
—¿Cómo que qué más nos da? Si lo primero que descubrimos en este asunto es una mentira, tenemos que prepararnos a que empiecen a venir una detrás de otra. A la prensa le pueden contar lo que quieran, allá ellos. Pero a mí, o me dicen la verdad desde el principio o ya no les creeré ni una palabra de lo que me cuenten. ¿Sabes, Taboada?, es jodido empezar una investigación pensando que todo lo que te cuentan es mentira.
—Visto así… Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—Vamos a echar un vistazo a estos papeles. Tenemos que saber qué clase de yate era, de qué marca y quién es el fabricante.
—Aquí debe andar, en este fax. ¿Para qué necesitamos saberlo?
—¿Para qué va a ser? Tenemos un trozo del casco, ¿no? Pues hay que comprobar que es del mismo barco del que nos dan los datos.
Taboada puso cara de incredulidad y pensó que en algún lugar, alguien lo iba a mandar a hacer gárgaras cuando le fuera con el tipo de recados que el cabo estaba pensando encomendarle. Seguro que a Watson no le hacía tantas putadas su amigo Sherlock. Se imaginó presentándose en las oficinas del importador de yates Dufour, en Vigo, con un cacho de casco debajo del brazo, preguntándole si aquello era de un Dufour 40 de doce metros. No, en serio, al cabo Holmes, a veces, le patinaban las neuronas, pensó.
Y no era solo eso lo que Souto quería. También quería saber qué barcos de pesca habían salido y entrado en Corcubión, en Cee y en Fisterra durante la tarde, la noche y la madrugada del viernes al sábado, las horas exactas y de dónde venían o a dónde iban. Quería hablar con los patronos para saber si habían visto algún velero de las características del desaparecido. ¡Menuda semanita le esperaba!
Lina Monier y Lucas Martínez, después de la reunión con el personal, pidieron unos cafés y se encerraron en el despacho de Lina para resolver algunos de los asuntos más urgentes. El primero fue enviar un comunicado oficial por correo electrónico a todas las agencias, sucursales y oficinas del grupo. La redacción final quedó así:
Como ya sabrán muchos de ustedes, don Julio De Val ha sido víctima de un naufragio en las costas de Galicia cuando navegaba hacia Baiona. El cuerpo sin vida de Nadine Dubois, la colaboradora que lo acompañaba, fue encontrado cerca del cabo de Finisterre en la mañana del sábado. Las autoridades locales y los servicios de salvamento marítimo están realizando una intensa tarea de búsqueda del presidente De Val y del barco, del que solo se han encontrado hasta el momento algunos fragmentos.
La Dirección de Empresas De Val comparte el dolor con la familia Dubois, está profundamente apenada por esta desgracia y se mantiene estrechamente unida a la familia De Val, a la espera de noticias. Serán todos ustedes puntualmente informados de cualquier novedad que se produzca.
(Por expreso deseo de la familia, no se suministra ninguna foto de la fallecida)
—No decimos nada acerca de las posibilidades de que lo encuentren con vida —comentó Lina con cierta desgana.
No era ni una pregunta ni un reproche. Parecía más bien una constatación, hecha con más indiferencia que resignación.
—¿Para qué?
—Por la forma.
—Quizá se encuentren los restos del barco, pero todos sabemos que no hay ninguna posibilidad de encontrarle a él.
—Ya. No dejo de preguntarme cómo se le ocurriría acercarse tanto a la costa en una zona que todo el mundo sabe que es peligrosísima.
—Seguramente no se dio cuenta o irían los dos con unas cuantas copas de más. Con el temporal que dicen que había, el piloto automático no sirve de mucho. Lo más probable es que no se haya enterado de nada.
—Julio nunca se emborracha.
—En los barcos se bebe más que de costumbre.
—Nadine iba cargada de Valium.
—Dijo que se mareaba. Seguramente no podía dormir.
—¿Dijo que se mareaba? ¿Te lo dijo a ti? ¿La conocías?
—Me lo dijo Julio el jueves. Cuando fue a buscarla a Santiago, me llamó desde el aeropuerto. Como le estuve un rato tomando el pelo, me dijo: “Lo vamos a pasar fatal, la chica se marea”. Pero, bueno, ¿qué más da? Ahora ya… Al menos se murió haciendo lo que más le gustaba: navegar y…, ya me entiendes.
—No seas bruto.
—Es la verdad. Ayer mi suegra dijo lo mismo. ¡Su propia mujer!
—No entiendo a Monique. No ha reaccionado.
—Oficialmente, Julio no ha muerto. Solo ha desaparecido y, a eso, ella ya está muy acostumbrada. Más vale así, una desgracia a plazos se asimila mejor.
—Supongo que nadie irá a relacionar esta desgracia con lo de la modelo de la calle Orense.
—Aquel asunto está archivado. —Lucas hizo un gesto como si hablara de algo imposible—. ¿Por qué iba nadie a relacionarlo?
—¡Dos modelos que aparecen muertas en tan poco tiempo!
—No estarás pensando en que él tuvo algo que ver.
—No pienso nada. Solo te digo que ya es mala pata. Una amiguita que se muere después de dejarla en su casa y otra que aparece ahogada.
—¡Joder, Lina! Julio está en el fondo del mar y hablas de él como si las hubiera matado a las dos.
—Vamos, Lucas. No dramatices. Tú y yo sabemos muy bien de qué hablamos. Sois tal para cual. A todo el mundo le gustan las modelos, ¡incluso a mí!, pero no son muñecas inflables. Son chicas muy frágiles y no solo por lo delgadas, ya me entiendes.
Lucas Martínez había dejado de escuchar. ¿Sabía Lina que Julio había estado en casa de Celia o habría sido solo una manera de hablar? Aquello le hizo recordar el cuerpo desnudo de Sonia, la modelo rusa, tendido sobre su mesa de despacho boca arriba, con un cojín bajo los riñones, mientras él la sujetaba por debajo de los muslos y la ajustaba a su fisionomía masculina. ¿Qué coño sabría Lina de eso? El vientre y los pechos blancos de la chica estaban ante él como un postre suculento que no podía dejar de admirar antes de comérselo.
¿Qué había pasado aquella tarde? Después de haber terminado una sesión fotográfíca en la agencia de Madrid para unos anuncios de perfumes, con dos modelos preciosas, él avisó a su suegro: “Date una vuelta por aquí, valen la pena”. Y a las chicas les pidió que se quedaran porque el presidente quería conocerlas.
Las chicas se quedaron. No eran modelos de alta costura, sino simples modelos publicitarias de un nivel mucho más discreto, cuyas fotos figuraban en los catálogos de algunas revistas eróticas con pretensiones seudoartísticas, de las que se anuncian en internet. A las ocho de la tarde, Lucas les ofreció una copa para hacer más llevadera la espera, después de dar instrucciones para que se fuera todo el mundo. No se anduvo con rodeos. En cuanto se quedaron solas con él, antes de que llegara Julio, les dijo que si esperaban al jefe desnudas les daría quinientos euros a cada una. Ellas comprendieron a la primera.
Estaban en su despacho, amueblado con todo lujo y confort para impresionar a los clientes. Entre los sofás de cuero blanco, las plantas exóticas y los cuadros abstractos que cubrían las paredes de acero y cristal, como inmensos ventanales hacia un mundo de colores llamativos, las dos chicas desnudas parecían formar parte de una ilustración del Ramayana. Cuando Julio De Val entró en el despacho, las chicas bailaban abrazadas mientras Lucas, en mangas de camisa, las contemplaba lanzando al aire volutas azuladas de su Montecristo.
De Val se quitó la chaqueta y la corbata, se descalzó y agarró por la cintura a una de las chicas. “¿Cómo te llamas?”. “Celia”. “Perfecto”. Lo dijo como si fuera muy importante el nombre de la morenita, cuyos pechos redondos y sedosos se puso a acariciar distraídamente. La otra chica, una modelo rusa que se llamaba Sonia Yvanova, se había sentado en las rodillas de Lucas Martínez y jugaba con los botones de su camisa. No se comportaban con la naturalidad y la falta de pudor propios de las putas profesionales, pero se veía claramente que no era la primera vez que se enfrentaban a aquel tipo de situaciones.
Celia y Sonia bailaron la danza del vientre, se tumbaron en los grandes sofás, rodaron por las mullidas alfombras, se tendieron sobre la mesa de juntas, follaron con sus respectivos anfitriones (Julio lo hizo con las dos) y se refugiaron finalmente en el pequeño cuarto de baño de Dirección, de donde salieron vestidas, lavadas, maquilladas y peinadas un cuarto de hora después, cerca de las diez.
Lucas Martínez le dijo a Julio que quería irse, pero Julio De Val le pidió a Celia que se quedara un poco más y ella aceptó, porque Lucas le hizo un guiño de complicidad para indicarle que le convenía hacerlo. Después, mientras Julio fue al cuarto de baño, le dijo: “Si pasas la noche con él, no le pidas nada porque es muy tacaño. Llama mañana a mi secretaria y echaremos nuevas cuentas si hace falta”. Después se acercó a su mesa de despacho y sacó del cajón dos cheques que tenía preparados, los dobló por la mitad y le dio uno a cada una.
Las modelos habían ido a la agencia en taxi, por eso, cuando Lucas se cercioró de que Sonia no vivía en un lugar descabellado y que, además, le cogía de camino, se ofreció a llevarla. Ella aceptó y se fueron. Lo que pasó después era un misterio que aún no se había esclarecido completamente cuando Lina y Lucas hablaban en el despacho aquel lunes. Hubo una investigación y la policía llegó a considerar sospechoso a De Val. Afortunadamente, el asunto se archivó por falta de pruebas.
Celia fue encontrada muerta en su apartamento de la calle de Orense al día siguiente. Estaba en el cuarto de baño, desnuda, y, según el resultado de la autopsia, la muerte se había producido por un golpe en la base del cráneo, probablemente contra el borde de la bañera. La mujer había esnifado cocaína e ingerido una gran cantidad de alcohol. A esas coincidencias se refería Lina Monier cuando hablaba de mala pata.
Julio De Val declaró que Celia se fue de la agencia unos minutos después que su amiga y que no quiso que él la acompañara, porque vivía cerca. Después él se volvió a su casa en su coche, que estaba en el aparcamiento. Su mujer estaba en París y los criados no dormían en el piso de la Castellana, por lo que nadie pudo corroborar la hora de llegada del empresario a su domicilio. La hora de la muerte de Celia había sido fijada en torno a las doce o la una de la madrugada.
Lucas Martínez quedó libre de toda sospecha pues había llegado a su casa poco después de las diez y media, según declararon su mujer, Julieta, y la cocinera, que le preparó algo de cena antes de irse a la cama a las once, como de costumbre.
No había ni en el apartamento ni en el cuerpo de la chica ningún signo de violencia. ¿Asesinato? ¿Accidente? Difícil de determinar tratándose de alguien que, sin lugar a dudas, además de haberse drogado, se hallaba en estado de embriaguez. Julio De Val no fue detenido porque, además de contar con el mejor abogado criminalista de Madrid, la policía no encontró ninguna huella suya en el piso de la chica, ni en la puerta, ni en la escalera o el ascensor, ni en el portal. Tampoco se encontró nada en su coche, que fue minuciosamente examinado por la policía. Y, como dijo su abogado, se supone que en pleno mes de julio, en Madrid, las personas normales no llevan guantes. Tampoco apareció el cheque de quinientos euros que Lucas Martínez le había dado, ni fue cobrado, a pesar de haber sido extendido al portador, ni tampoco se encontró el teléfono móvil de la chica.
Lo que no se pudo ocultar a la prensa fue que las dos modelos se habían quedado en la agencia Artis, solas con los directores, después de la sesión fotográfica. Eso lo sabía demasiada gente, además, claro está, de Sonia, la compañera de Celia. Ni a Lucas Martínez ni a Julio De Val les pareció aquello preocupante. Más bien al contrario, pues justificaba que se hubieran hallado restos de semen de De Val en el cuerpo de Celia.
A pesar del mutismo absoluto impuesto por Lucas Martínez sobre aquel desgraciado incidente, nadie había olvidado el asunto en la agencia de publicidad, donde el trasiego de fotógrafos y modelos era constante, dada la naturaleza de una parte importante de los clientes y su íntima relación con la revista Valmoda.
El cabo José Souto había puesto en marcha su máquina de rastrear y ya no había forma de pararla. Su adjunto, el guardia Taboada, sabía muy bien lo que tenía que hacer: despabilarse y aguantar.
Como temía desde el principio, tuvo que coger un trozo del casco del barco de De Val y presentarse en el distribuidor de Dufour, en Vigo. Afortunadamente no le hizo falta llevar el trozo entero.
—No vamos a arriesgarnos a perder una prueba tan importante —le dijo su jefe—. Corta un trozo pequeño. Supongo que al fabricante le bastará con algo así para analizarlo.
Taboada respiró porque le fastidiaba pensar que debía andar de un lado para otro con un pedazo de plástico tan grande. Bajó al almacenillo y cortó con un serrucho un cuadrado de unos diez por quince centímetros del trozo del casco, sin parar de echar pestes. Era un material muy duro, una especie de fibra blancuzca. Siguiendo las órdenes superiores fue a Vigo, donde había concertado una cita con H. C. Yates, en la calle de la República Argentina. Hacía bastante calor y Taboada se estaba limpiando el sudor de la frente cuando se presentó el encargado.
A medida que le explicaba a aquel individuo lo que quería saber, observó su cara de incredulidad. El encargado estaba al corriente por la prensa del naufragio de De Val y de que el barco era un Dufour, pero ponía tal cara de asombro al escuchar lo que el guardia le pedía, que le hizo sentirse a Taboada un poco gilipollas.
—O sea que, si he entendido bien —le dijo cuando terminó—, lo que quiere saber es si este trozo de casco pertenece al barco del millonario ese desaparecido.