Primera edición digital: Enero, 2018
Título: La decepción del cabo Holmes
ISBN: 978-84-947820-4-6
© 2018, Carlos Laredo Verdejo
© De la portada y diseño de cubierta: Pablo Uría Díez
© Diseño y maquetación: Pablo Uría Díez
© Mapa de localizaciones: Carlos Laredo Verdejo
© 2018 Kokapeli Ediciones (Primera publicación de «sinerrata editores», 2016)
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Cubierta
Título
Créditos
Nota del autor
Mapa
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Sobre el autor
En esta novela, tanto los hechos como los personajes son imaginarios. Si bien los lugares en los que trascurre la acción son reales, solo los utilizo como decorado. Los hoteles, los restaurantes y otros establecimientos públicos y privados, los pueblos y las calles, las casas rurales y las playas que se citan o describen existen, pero nada tienen que ver con la acción de la novela, que es pura ficción.
Tanto el personaje principal, José Souto Holmes, como sus jefes y sus ayudantes son totalmente inventados y la Casa Cuartel de Corcubión, esa bonita localidad de la Costa de la Muerte gallega, se describe solo para dar un toque realista a la acción. Por supuesto no tiene ninguna relación con la novela, como no la tienen los juzgados, los forenses y los demás personajes y organismos públicos citados.
Espero que el lector sea tolerante con estas licencias.
Agradezco al alférez Antonio Abel Marín Seoane, jefe del puesto principal de Tres Cantos (Comandancia de Madrid) y a sus superiores su información, para que las atribuciones y otros aspectos del comportamiento profesional del protagonista no resultaran estrafalarios, aunque no he pretendido atenerme a la estructura y reglamentos de la Benemérita, porque no lo considero importante en una novela.
Una lluvia de verano caía suave e insistente, pasada la medianoche, sobre los pinares y el mar tenebroso, frente a la playa de Lires. No hacía viento y solo el murmullo de las olas arrastrándose por la arena acompañaba al repiqueteo del agua sobre las tejas del Bar de la Playa, normalmente cerrado a aquellas horas los días laborables, pero que permanecía abierto hacia la una de la madrugada tras una cena familiar. Los invitados se habían ido ya y no quedaban más que la dueña, una camarera y la ayudante de cocina, que estaban recogiendo cuando un coche se detuvo en la carretera. Alguien se ha dejado el paraguas, pensó la camarera al ver el reflejo de los faros en la ventana. Unos instantes después entró un hombre joven en el bar. Venía cubriéndose parte de la cabeza con el cuello alzado de su impermeable.
—¡Buenas noches! —dijo.
El tono de su voz, la forma de decirlo, como si tuviera algo en la boca, y una pose forzada de seriedad parecían indicar que estaba bebido. Consuelo, la dueña del bar, se apoyó en la barra de granito pulido con una bayeta en la mano.
—Buenas noches —contestó sin entusiasmo, sorprendida al ver un forastero tan tarde en una noche como aquella—. Estamos recogiendo y el bar está cerrado.
—Perdone, señora. Disculpe que la moleste, o sea… perdone. Solo quería preguntarle adónde va esta carretera. Es que… me he perdido. Como no hay ningún letrero… pues no sé dónde estoy. —El hombre se volvió hacia la puerta y añadió—: No se ve nada y no deja de llover. No tengo ni idea… de dónde coño estoy.
Consuelo lo habría echado con cajas destempladas si no fuera porque vio que el individuo estaba borracho, lo que es una circunstancia atenuante para la dueña de un bar. Se quedó mirándolo. El tipo no era de por allí y su cara no le sonaba de nada. Rondaría los veinticinco años, treinta como mucho, y no tenía aspecto de campesino, como la mayoría de los vecinos de la zona. A pesar de una barba de varios días y el pelo desordenado, iba vestido con ropa buena.
—Pero hombre, ¿adónde piensa ir con la que está cayendo? Esta carretera no va a ningún sitio. Se acaba ahí, a cien metros. A ver, ¿adónde quiere ir?
—¿Yo…? ¿Adónde quiero ir yo? A Corcubión… Tengo que ir a Corcubión esta noche.
—Pues mire: tiene que dar la vuelta y volver por donde vino. Al llegar al cementerio, pasa el puente y, en vez de subir al pueblo, tuerce a la derecha. Delante de la iglesia tuerce a la derecha. ¿Me entiende? Luego, es todo seguido.
—A la derecha en el puente… Ya. Entonces… O sea que tengo que dar la vuelta.
—Sí, pero escuche, hombre: no puede darla ahí, donde está el coche, porque se puede caer a la playa. ¿No ha visto que hay un barranco al borde?
—No he visto nada de nada.
—Bueno, pues tiene que seguir hasta el final y donde vea que se acaba el asfalto, allí tiene un sitio para dar la vuelta, que no es peligroso.
—Gracias… Muchas gracias. Voy a dar la vuelta.
—¡Aquí no, eh! Aquí no se puede. Si lo intenta, se va a matar. Vaya hasta el final de la playa.
—Ya. Ya he… comprendido.
—Pero, oiga, me parece que lleva usted unas copas de más. No sé si debería conducir así hasta Corcubión. Hay una tirada, ¿sabe?, unos ocho kilómetros.
—¿Y usted no podría… esto… aunque esté cerrado… —miró a su alrededor y, apoyándose en la barra, se acercó y le dijo con aire de complicidad—, no podría darme una copita de aguardiente para despejarme?
—¡Pero, qué dice, hombre! No debería beber más si tiene que conducir hasta Corcubión con esta lluvia. Es una carretera muy mala, toda por el monte. Tendrá que ir con mucho cuidado. ¡Virgen santa! —exclamó la mujer en voz baja mirando al techo—, ¡cómo va a conducir este hombre así! —Luego, se volvió hacia él—. Si quiere le doy un café, pero nada más.
—¿Un café? No, no, muchas gracias, ya he tomado demasiados cafés. Voy a dar la vuelta donde usted dice y me quedaré en el coche un rato descansando.
—Eso. Muy bien. Intente dormir un rato —le dijo Consuelo pensando que algo más que cafés habría tomado—, ya verá como le sienta bien.
El hombre se dirigió a la puerta dando un traspié. Consuelo y la camarera, que se había acercado, lo siguieron con la mirada mientras bajaba los escalones hasta la carretera protegiéndose de la lluvia con una mano sobre la cabeza. Después de comprobar que se metía en el coche, arrancaba y se perdía en la oscuridad, volvieron a lo suyo. Cuando las tres mujeres terminaron de recoger, apagaron las luces y cerraron el bar, el coche aún no había vuelto.
—Ese se ha quedado dormido —comentó Consuelo—; no me extraña, con la moña que lleva.
Se subieron al coche de la camarera, que estaba aparcado junto al bar, y bajaron a la carretera por el camino de tierra. Todo estaba oscuro y solamente surgía a intervalos regulares, a lo lejos y difuminado, el haz luminoso del faro del cabo Touriñán.
Al día siguiente, sobre las diez de la mañana, se recibió una llamada en el cuartel de la Guardia Civil de Corcubión, para avisar de que había un coche despeñado en la cala de Area Pequena, a unos trescientos metros de la playa de Lires, frente al camino forestal que va hacia Rostro. Le pasaron la llamada al cabo José Souto.
—¿Quién llama? —preguntó el cabo.
—Soy Sindo Nogueira, de Lires. ¿Es usted el cabo Souto?
—Sí, soy yo. ¿Qué ha pasado?
—Se ha caído un coche por el acantilado de Area Pequena, ya sabe dónde le digo, ¿no?
—Sí, sí, ya sé dónde es. ¿Cuándo?
—No sé, cabo. Yo vine a dar un paseo por aquí, como todos los días, y vi unas marcas de ruedas que salían a la derecha de la pista y pasaban por encima de los tojos y la maleza, hacia abajo. Seguí hasta donde empieza el camino de bajada y entonces vi un coche rojo patas arriba.
—¿Vio si había alguien dentro?
—No, cabo. Desde mi silla no puedo ver más que el coche ahí abajo. Iba a avisar al Bar de la Playa, pero me pareció mejor llamarlo a usted primero.
—Hizo bien, Sindo. Ahora quédese donde está, por favor. Llegaremos ahí en diez minutos. Si viene alguien del bar, que nadie toque nada a menos que haya algún herido que necesite ayuda. Pero, si no, que no toquen nada. Dígaselo.
—Sí cabo. Descuide.
Sindo Nogueira era un aldeano de Lires al que, años atrás, un accidente de coche lo dejó inválido de cintura para abajo. Todas las mañanas daba un paseo en su silla de ruedas eléctrica hasta el final de la carretera de la playa, seguía por la pista de tierra hasta donde empieza el camino que se interna en el bosque y permanecía allí un buen rato contemplando el océano desde lo alto de las calas Area Grande y Area Pequena, talladas como dos mordiscos del mar en la roca del acantilado. Un paisaje de belleza salvaje. Luego volvía hacia el Bar de la Playa y, lejos de la mirada inquisidora de su mujer y contraviniendo la prescripción de su médico, se tomaba una o dos copas de licor antes de regresar a la aldea, que está a algo menos de dos kilómetros.
Sindo, como todos los vecinos de Lires, conocía al cabo de la Guardia Civil José Souto porque el verano anterior había aparecido el cadáver de una joven modelo flotando cerca de aquellas rocas (lo que causó una conmoción en la aldea) y fue él quien se encargó del caso. El cabo primera José Souto había ingresado en la Guardia Civil a los veintidós años, después de abandonar por razones familiares los estudios de Derecho en Santiago. Pronto empezó a gozar de cierto prestigio entre los compañeros por su meticulosidad y la habilidad que mostró al solucionar algunos asuntos difíciles. En la casa cuartel de Corcubión, los guardias e incluso su jefe, el sargento Vilariño, lo llamaban cariñosamente cabo Holmes o, simplemente, Holmes. El cabo vivía en la casa cuartel de Corcubión, situada en lo alto del pueblo, en un paraje desde el que se domina la ría. El cuarto de estar de su vivienda de guardia soltero tenía el aspecto de una minibiblioteca, con las paredes cubiertas por estanterías llenas de novelas policíacas: una gran colección, cuya lectura constituía su principal afición.
Nada más colgar el teléfono, José Souto llamó al guardia Taboada, su ayudante, y ambos salieron a toda prisa hacia Lires, tomando por el desvío de Toba, para evitar posibles atascos en la carretera general, que estaba en obras a la altura de Cee. Al llegar a la pequeña iglesia de la aldea, frente al cementerio, cruzaron el puentecito y enfilaron la estrecha carretera que circula bajo la fronda del bosque de pinos y eucaliptos, por un lado, y de los fresnos y avellanos que crecen en la orilla de la humilde ría de Lires, por el otro. Pasaron de largo ante el Bar de la Playa, única edificación del lugar, y al acabarse el tramo asfaltado ascendieron por la pista de tierra hacia las calas. Allí estaba Sindo Nogueira en su silla de ruedas charlando con Paco Martínez, el dueño del bar, y su hijo Paquito.
—Párate aquí —le dijo el cabo a su ayudante al ver las marcas de los neumáticos que salían de la pista, pasaban sobre la maleza y desaparecían por la brusca pendiente del acantilado.
Paco y su hijo llevaban allí cinco minutos, pues Nogueira los había llamado con el móvil. Sindo podría haberse acercado al bar en su silla, pero no quiso abandonar su puesto de observación por si aparecía algún peregrino del Camino de Santiago, de los que a veces se arriesgan a tomar la senda forestal. Los tres hombres permanecían a unos veinte o treinta metros.
El cabo Souto los saludó con la mano al bajarse del coche y, antes de dirigirse a ellos, se inclinó sobre las huellas y se quedó observándolas con suma atención. Sindo Nogueira y los otros se acercaron al coche de la Guardia Civil. El cabo Souto estaba concentrado y no les hizo caso.
—Taboada —le dijo a su ayudante—, haz fotos a las huellas. Una desde donde estás y otras en primer plano, lo más cerca que puedas. Es una suerte que la tierra esté mojada y que no haya pasado nadie por aquí. Haz fotos también a esas otras huellas de pisadas.
Taboada miró a su alrededor como buscando algo y Souto le dio una palmada en la espalda señalando al suelo.
—¡Estas, coño! ¿No las ves? También esas otras, ahí, al otro lado —precisó señalando ambos bordes de la pista.
—Eres la leche, Holmes —dijo Taboada en voz baja—, no se te escapa una.
Mientras Taboada hacía fotos a las huellas con su pequeña cámara digital, Souto, que había salido de su ensimismamiento, se acercó a saludar a Sindo Nogueira y al dueño del bar y a su hijo, a los que conocía bien, pues tanto uno como otro eran cazadores y pasaban regularmente por el cuartel para renovar sus licencias. Antes de preguntarle nada a Sindo, Souto miró los pies de los del bar y quiso saber si habían venido por el centro de la pista o por el borde. Le dijeron que por el centro, porque el borde estaba embarrado. Eso pareció satisfacer al cabo.
Después de hacerle unas preguntas a Sindo Nogueira, que no le aclararon nada, ya que no había visto más que las marcas de las ruedas y el coche desde arriba, decidió bajar.
Solo había una forma de hacerlo: siguiendo el sendero que bordea Area Grande y llega a un pequeño barranco, una grieta entre las rocas y la tierra del monte, por el que se baja hasta la playa. No es una bajada cómoda, pero la marea aún no estaba demasiado alta y no resultaba difícil llegar a la cala pequeña, separada de la grande por un montículo y unos peñascos.
Se acercaron al coche, que estaba muy dañado y con las ruedas hacia arriba. Al caer sobre las rocas desde unos veinte metros de altura, debió de dar varias vueltas de campana y habían saltado todos los cristales, las puertas, el capó y una rueda, que rodó hasta las olas. Tardaron un momento en ver el cuerpo del hombre, en parte aplastado bajo la carrocería por el lado contrario de donde ellos llegaban. El cabo Souto hizo un gesto a su ayudante, que entendió y sacó enseguida su teléfono para llamar al cuartel. Después indicó a Paco Martínez y a su hijo que permanecieran a cierta distancia y se acercó al cuerpo. No necesitó hacer ninguna comprobación para darse cuenta de que el hombre estaba muerto, pero le llamó la atención que no hubiera manchas de sangre por ningún lado.
Se incorporó y le preguntó a Taboada, que hablaba con alguien del cuartel:
—¿A quién tienes?
—A Orjales.
—Antes de nada, que avise al sargento Vilariño. Después, que se encargue de lo demás: juzgado, funeraria, grúa; ya sabes. Explícale bien dónde es, para la grúa. —Miró hacia lo alto del acantilado—. No sé cómo coño van a subir el cuerpo desde aquí. Por si acaso, que avise también a los bomberos. ¡Ah!, y dile que la marea está subiendo; si tardan, lo van a tener jodido.
Con la marea alta, el mar no llegaba hasta donde estaba el coche, pero no se podría acceder a la playa pequeña sin meterse en el agua o pasar por encima de las rocas.
—¿Cómo diablos se habrá podido caer el coche desde allí arriba? —preguntó Taboada.
—Por la ley de la gravedad —le contestó con media sonrisa el cabo Souto.
Taboada no le encontró la gracia.
—¿Y qué coño estaría haciendo por aquí? —Se volvió hacia los del bar—. ¿Les suena de algo el coche?
Paco dijo que no era de nadie de por allí. Como él y su hijo se habían ido acercando poco a poco, podían ver bien al muerto, que tenía los ojos cerrados y la cara morada, con un hilo de sangre seca que le salía de la nariz.
—El tipo tampoco es de por aquí —añadió—. Nunca lo he visto.
—Lleva ropa de ciudad —observó su hijo.
El cabo Souto dio varias vueltas alrededor del coche, se arrodilló sobre las piedras y observó detenidamente el interior. Miró el cuentakilómetros y apuntó los que marcaban el contador total y el parcial. Luego sacó unos guantes de látex del bolsillo, se los puso, metió la mano por la ventanilla y abrió la guantera. Cogió una carpeta con documentos y les echó un vistazo.
—Un coche alquilado —constató antes de dejar la carpeta sobre las piedras y volver a prestar atención al cadáver.
Buscó en los bolsillos de la chaqueta del muerto, que estaba rota por una manga y por la costura de la espalda, y no encontró nada. No pudo llegar al pantalón, porque la mitad inferior del cuerpo estaba debajo del coche.
—No sé si llevará documentación. ¡Que raro! —Miró hacia arriba—. Bueno, creo que ya podemos subir, ahí están los de Tráfico.
Antes de ponerse en marcha y sin quitarse los guantes, sacó una libreta y tomó algunas notas. Luego recogió la carpeta del suelo y dijo:
—Vamos arriba.
Primero llegaron dos motos y luego un coche de atestados. Cuando el cabo Souto y los demás volvían por Area Grande hacia el sendero de subida, llegaron los bomberos. Media hora después, apareció la jueza de Corcubión con un oficial del juzgado y el forense. Ya había bajado de la aldea una docena de personas, avisadas por Sindo Nogueira que, cansado de esperar solo en lo alto del acantilado, se había vuelto a Lires con la noticia del accidente.
Los bomberos, en vez de dar la vuelta por el caminito que se usa para bajar, acercaron su camión al borde del acantilado y lanzaron varias cuerdas por las que dos de ellos se deslizaron con gran pericia, como si se tratara de un ejercicio o de una exhibición. La jueza, tras echar un vistazo a la playa, el sendero y las rocas, se acercó al borde del acantilado como si se tratara de la terraza de un rascacielos y dijo:
—¡Dios mío, no pensarán que voy a bajar ahí abajo! —Y decidió que no era necesario hacerlo, por lo que autorizó el levantamiento del cadáver.
Llegó la grúa y, a partir de ese momento, los bomberos y los guardias se pusieron a dar instrucciones a diestro y siniestro con sus radioteléfonos en lo que parecía un ejercicio de coordinación que duró toda la mañana.
Poco antes de la hora de comer, en el momento en el que la grúa subía el coche, llegó Consuelo, la mujer de Paco Martínez. Al ver el coche en el aire y descubrir en el suelo la camilla de los bomberos con la bolsa de plástico negro en la que habían subido al muerto, exclamó:
—¡Virgen santísima, ese es el coche! ¡Y hay un muerto! Tiene que ser el hombre que vino ayer cuando íbamos a cerrar. —Se echó las manos a la cabeza—. ¡Mira que lo avisé!
José Souto, al oírla, se acercó rápidamente y le preguntó:
—¿Qué ha dicho?
Consuelo le explicó lo ocurrido la noche anterior. Souto la interrumpió y ordenó a los de la funeraria que esperasen un momento antes de meter el cuerpo en la caja. Cuando Consuelo terminó de contarle lo sucedido, Souto le dijo:
—Luego hablaremos tranquilamente, Consuelo, pero ahora quiero pedirle un favor.
—Usted dirá.
—¿Le importaría echar un vistazo al cadáver y decirme si es el mismo hombre que vio ayer?
Consuelo asintió con la cabeza y Souto les pidió a los de la funeraria que abrieran la bolsa. Ella se acercó, echó una mirada rápida, se santiguó y sin pensarlo dijo:
—Sí, claro que es él; ¿quién iba a ser, si no? No me extraña que acabara cayéndose, iba muy borracho.
—¿Está completamente segura de que es la misma persona?
—Hombre, completamente es mucho decir. Pero estoy segura de que sí. Lleva barba de varios días y el pelo largo, como el de anoche. Además, ya le dije que venía solo. Tiene que ser él a la fuerza.
—Muchas gracias —le dijo Souto haciendo un gesto a los que esperaban, para que volvieran a cerrar la cremallera de la bolsa.
Al cabo le irritaba la lógica de la mujer. ¿Por qué tiene que ser el mismo individuo?, se preguntó. Sonrió interiormente y pensó que todo sería más fácil en su trabajo si pudiera llegar a ese tipo de conclusiones tan rápidamente; es verdad que, si un hombre borracho se dirigió en coche hacia el final de la playa de madrugada y por la mañana se encontró despeñado un coche igual con un cadáver, lo lógico era deducir que se trataba de la misma persona. Sin embargo el cabo Souto conocía su oficio y además había leído suficientes novelas policíacas como para no sacar conclusiones tan elementales. Sabía muy bien que hay que observar minuciosamente el escenario de un suceso antes de deducir incluso lo que parece obvio. También sabía que si alguien intenta que la policía crea algo, lo hará creíble, y si pretende que saque determinadas conclusiones, hará todo lo posible para que parezcan evidentes. Por lo tanto, su primera reacción ante un accidente o un hecho violento, especialmente si todo encajaba a primera vista, era suponer que alguien había amañado las apariencias para desvirtuar la realidad. La gente que comete crímenes es mala, pero no tiene por qué ser tonta, decía con frecuencia.
Cuando, el año anterior, se había encontrado en la misma zona el cadáver de la modelo, de la que no pudo evitar acordarse ahora, al mirar cómo introducían el féretro en el coche fúnebre, junto a algunos restos del yate de un conocido empresario, Souto no se conformó con dar por buenas las apariencias y el asunto tuvo consecuencias imprevisibles en las que nadie había pensado, ni siquiera él. Por eso no admitía las suposiciones, sino solo aquello de lo que estaba completamente seguro, apoyado en pruebas de evidencia indiscutible.
En ese momento, un bombero de los que rescataron el cuerpo en la cala, lo golpeó suavemente en el hombro y, entregándole una cartera, le dijo:
—Encontramos esto, cabo. Lo llevaba en el bolsillo trasero del pantalón.
—¿Lo habéis registrado?
—No, no —respondió enseguida el bombero—; la cartera se cayó al sacar el cuerpo de debajo del coche. Metimos todo lo demás en la bolsa tal como estaba, con su ropa, el reloj y los zapatos, que andaban por allí sueltos.
—¡Ah, bueno! —contestó aliviado el cabo—. ¡Gracias!
Souto quería estar junto al forense cuando este desnudara el cadáver para hacerle un primer examen. Era la única forma de asegurarse de que no tiraban la ropa y desaparecía lo que llevara en los bolsillos. Echó un vistazo rápido a la cartera y vio, entre otras cosas, un documento nacional de identidad. Lo extrajo: correspondía a Adolfo Graña García. Algo es algo, pensó.
Sobre las tres de la tarde, la zona quedó despejada. Los policías de Tráfico habían hecho sus mediciones y tomado sus notas para el atestado, la jueza, los del coche fúnebre y los bomberos se habían ido, seguidos de la grúa. Por último, los coches patrulla se pusieron en marcha. El cabo Souto se detuvo un momento al pasar delante del Bar de la Playa, para decirle a Consuelo que volvería por la tarde a hacerle algunas preguntas con más calma.
—Venga cuando quiera. ¿No le apetece tomar algo? —le preguntó Consuelo.
—Ya me gustaría. Muchas gracias.
No podía. Tenía que ir enseguida al tanatorio, antes de que el forense empezara sin él. Pero resultó que el forense había decidido ir a su casa a comer. Al darse cuenta, Souto le dijo a Taboada que se quedara de guardia junto al depósito mientras él iba a comprar unos bocadillos. No quería de ninguna manera que se hiciera el primer reconocimiento sin estar él delante, porque sabía que los forenses no buscaban las mismas cosas que la Guardia Civil y no les importaba que se perdiera la oportunidad de observar ciertos detalles que podrían constituir valiosas pruebas para la investigación policial.
Mientras esperaban en el coche, Taboada se quejó de estar allí perdiendo el tiempo y comiendo malamente de bocadillos.
—Seguro que el forense no viene hasta las cuatro, Holmes. Podíamos irnos a comer tranquilamente.
El cabo Souto lo miró con gesto paciente.
—En cuanto empiece a rajar al fiambre —le dijo—, nos podremos marchar.
—¡Coño, Holmes! Que estoy comiendo un bocata de salchichón.
—Perdona, tío. No te iba a traer uno de jamón de Jabugo.
—Ya, pero no me hables de fiambres, coño.
—Vale. —El cabo cerró los ojos como si fuera a explicar algo difícil—. Lo que pasa es que el forense, cuando desnuda a un muerto, tira la ropa, le quita el reloj, los anillos, las medallas y lo que lleve encima y lo deja en cualquier sitio, hasta que aparece algún listillo del tanatorio, que registra los bolsillos y se lleva todo lo que encuentra. Por eso quiero estar aquí, ¿comprendes? A eso me refería.
El forense llegó a las cuatro y diez. Los guardias entraron con él en la sala y se quedaron un poco separados de la mesa de mármol cuando se puso a trabajar. Al desnudar el cadáver, vieron que tenía una pierna vendada por encima de la rodilla. El médico cortó la venda y descubrió que el muslo estaba envuelto con cinta americana. Volvió a cortar y aparecieron dos envoltorios de plástico, uno a cada lado.
—¿Qué es eso? —preguntó Taboada.
—A ver… —Se acercó Souto—. ¿Me permite, doctor?
—Tenga, tenga —le contestó el médico dándole los dos envoltorios.
El cabo Souto los cogió y se apartó de la mesa. Cuando los abrió, tanto él como Taboada se quedaron de una pieza. Eran dos fajos de billetes de quinientos euros. El médico echó un vistazo, hizo un gesto con la cabeza y les dijo:
—Yo sigo con lo mío, si no les importa. Esos hallazgos no son competencia del forense.
Los guardias civiles no le contestaron. Souto contó el dinero. Había cincuenta billetes en cada fajo. Cien, en total.
—¡Cincuenta mil euros! —exclamó el cabo—. Esto se pone interesante.
Cuando, unos momentos después, Souto decidió que ya podían irse y se despidió del forense, este le dijo:
—Un momento, cabo. También le va a interesar otra cosa. Este hombre no murió al despeñarse. Ya estaba muerto cuando se cayó el coche; eso suponiendo que se cayera esta madrugada, claro.
—¿Cómo dice?
—Lo que oye. El hombre lleva muerto veinticuatro horas por lo menos. Espere a ver mi informe, pero eso se lo puedo adelantar con toda seguridad.
Los guardias se despidieron del forense, fueron al coche y metieron en una bolsa de plástico la ropa y los demás efectos personales del muerto. Los fajos de billetes los guardó el cabo en una carpeta, junto con la cartera y los documentos.
Al llegar al cuartel, el cabo Souto se presentó ante el sargento Vilariño, comandante del puesto, y lo informó de lo ocurrido. Guardaron el dinero en la caja de seguridad y fueron a la cantina a tomar un café. El sargento Vilariño, con quien el cabo mantenía una relación amistosa, admiraba secretamente a su subordinado por su capacidad de trabajo y la meticulosidad con la que llevaba las investigaciones, aunque le sentaba muy mal que dudara sistemáticamente de todo, incluso de lo que parecía evidente, y que se hiciese preguntas que a él nunca se le habrían ocurrido.
—¿Qué va a hacer ahora, cabo? —le preguntó.
—Voy a volver a Lires, mi sargento. Tengo que asegurarme de que el coche se cayó a la playa esta madrugada y no durante el día de ayer, por ejemplo.
—¡Coño, Holmes, ya empezamos! ¿No me acaba de decir que el tipo pasó por el bar anoche, cuando estaban cerrando? ¿No lo reconoció la mujer?
—Sí. Ella vio irse del bar a un hombre en un coche. ¿Pero quién me asegura que fue ese mismo hombre el que se despeñó? No me pareció que la mujer de Martínez estuviera completamente segura de reconocer el cadáver: apenas le echó un vistazo. Más bien supuso que era el mismo.
—¡Joder! ¿Quién va a ser, si por allí no pasa nadie de noche?
—Ya lo sé, pero no puedo empezar a trabajar partiendo de una suposición, mi sargento. ¿Qué trabajo me cuesta verificarlo? El coche pudo haberse caído antes y llevar allí abajo toda la tarde sin que nadie lo hubiera visto. Ayer estuvo lloviendo durante todo el día y, con un tiempo así, nadie va a esa playa.
—Cabo, cuando se le mete algo en la cabeza… Está bien. Haga lo que quiera. ¿Cuándo va a ir a Lires?
—Ahora, si no le importa.
El cabo omitió voluntariamente comentarle al sargento lo que le había dicho el forense. No es que pretendiera quedar bien demostrando, gracias a sus gestiones y antes de que llegara el informe de la autopsia, que no podía tratarse de la misma persona, sino que quería evitar que el sargento Vilariño empezase a hacer sus propias conjeturas y a decirle lo que tenía que hacer. Se despidió con un “a sus órdenes, mi sargento” muy marcial y se retiró.
Mientras conducía por la carretera general, el cabo José Souto no dejaba de dar vueltas en su cabeza a las diversas posibilidades que saltaban a la vista, para explicar lo ocurrido. Pero no quería reflexionar en el coche. Era demasiado pronto para sacar conclusiones y prefirió esperar a reunir más información antes de establecer un plan de trabajo. Torció a la izquierda en el desvío a Muxía y otra vez en Pereiriña, para enfilar hacia los pinares de Lires.
La carretera se termina delante del bar As Eiras, el único de la aldea. Una casa grande, pintada de color rojizo, que también es restaurante y fonda para peregrinos y turistas. Allí preguntó por Anselmo, el viejo pescador sordomudo que había descubierto el cadáver de la modelo ahogada. Lo fueron a avisar. Anselmo leía bien los labios si le hablaban de frente y Souto se hizo entender a la primera cuando le preguntó si había ido a pescar pulpos por las rocas el día anterior. El viejo, curándose en salud en lo referente a su actividad furtiva, le dijo que había estado allí, pero que no había cogido ninguno. Un aldeano le tradujo los sonidos de Anselmo al guardia civil, porque no era fácil entenderlos.
—¿A qué hora volvió de la playa? —le preguntó Souto.
—Aa…oto —dijo el viejo y mostró ocho dedos.
—¿Vio usted un coche caído en Area Pequena?
—¡Nn… hooo! —le contestó Anselmo haciendo espavientos con las manos.
Luego dijo una serie de cosas ininteligibles para Souto que, según el aldeano que traducía, querían decir que el coche se cayó por el barranco durante la noche (algo que toda la aldea sabía ya) y que no estaba allí cuando él pasó por la tarde. A Souto le molestó que le explicara lo que había pasado, cuando solo le preguntaba por lo que había visto, pero tuvo que resignarse. ¿Por qué la gente será incapaz de atenerse a los hechos?, se preguntó. El intérprete improvisado añadió de su propia cosecha:
—Si hubiera estado el coche allí, lo habría visto. Porque si es capaz de encontrar los pulpos donde nadie los ve, imagínese un coche rojo patas arriba en medio de la playa.
—¿Vio si había alguien más por allí? —insistió el cabo sin hacer caso a la aportación innecesaria del intérprete.
Anselmo le contestó que cómo iba a haber alguien, si estaba lloviendo. Qué manía de no contestar a lo que pregunto, dijo para sí el cabo. Pero cuando iba a dar por concluido el interrogatorio, se le ocurrió una última pregunta.
—¿Podría estar tirado en Area Pequena un cuerpo y que usted no lo viera? Me refiero a un cuerpo solo, sin el coche.
Anselmo dijo que no. Que atravesó la cala andando por la arena y que siempre miraba al suelo. Allí no había ningún coche ni ningún cuerpo ni nada que le llamara la atención cuando pasó a las ocho de la tarde.
El cabo Souto consideró suficiente el testimonio de Anselmo para admitir que, en principio y mientras no se demostrara lo contrario, el coche y el hombre habían caído a la playa por la noche. Cuando estaba a punto de marcharse, la camarera del bar, una chica joven y bastante guapa que había estado escuchando la conversación, se acercó al cabo y puso una mano en el borde de la portezuela.
—Espera un momento, cabo —le dijo.
Souto, que la conocía de vista, la miró y pensó: vaya, la primera persona agradable con la que hablo hoy; espero que, al final, no vaya a ser ella la asesina. Y se rió para sus adentros.
—¿Qué pasa? —le preguntó intentando dar un tono amable a su voz.
—Ayer por la tarde, al anochecer, llegó de Rostro una pareja. Cenaron y durmieron aquí. Estuve charlando con ellos en el comedor durante la cena y me dijeron que estaban impresionados por las playas salvajes y desiertas que habían visto. Me comentaron que habían estado haciendo fotos de la puesta de sol en Area Grande.
—¿En Area Grande?
—Bueno, ellos dijeron “en las calas que hay antes de llegar a la playa de Lires”.
—Perdona, ¿cómo te llamas? —le preguntó Souto, para poder anotar su nombre.
—Pamela.
—Gracias, Pamela. ¿Están aquí todavía?
—No. Se fueron esta mañana temprano. Pero si se pararon a hacer fotos allí al atardecer y estuviera el coche, me lo habrían comentado. ¡Un coche tirado en una playa! Me preguntarían qué había pasado o algo, digo yo. ¿No crees?
El cabo volvió a agradecerle la información y pensó que la joven tenía razón. Parecía evidente que el coche no estaba en la playa antes de anochecer. Dando esa conclusión por buena, fue al Bar de la Playa a ver a Consuelo. Aunque prefería disponer de toda la información posible antes de tratar de reconstruir los hechos, no pudo dejar de pensar que si el hombre que había estado en el bar a la una de la madrugada no era el que habían encontrado muerto por la mañana, tendría que haber vuelto en algún momento a la carretera y haberse marchado a alguna parte. No tenía sentido suponer que aquel forastero hubiera seguido a pie por el camino de Rostro, atravesando varios kilómetros de un bosque en el que hay diversas sendas y bifurcaciones sin ninguna señalización, en plena noche y bajo la lluvia. En ese caso surgían varias posibilidades. Una: si el coche encontrado era el que se detuvo ante el bar, el individuo pudo haberlo tirado por el acantilado y volver a pie por la carretera o atravesando el monte. ¿Adónde? No podía haber pasado por la aldea de Lires, pues lo habrían visto. Tendría que haber seguido por la carretera de abajo, hacia Fisterra. ¿Andando? No era razonable. Otra: que alguien lo estuviera esperando con un coche por allí cerca o lo hubiera ido a recoger más tarde. Eso sí era razonable.
Mientras pensaba en tales posibilidades, llegó al Bar de la Playa. Consuelo salió de la cocina y se sentaron los dos en una de las mesas del comedor, que estaba vacío, para poder charlar sin que los molestaran unos clientes que echaban la partida en el bar. Souto pidió un mosto.
—Vamos a ver, Consuelo —empezó el cabo—, fíjese bien. Le tengo que preguntar unas cuantas cosas y le pido, por favor, que no me responda pensando en lo que usted cree que pasó, sino exclusivamente en lo que vio; o sea aquello que está completamente segura que vio o escuchó. Pero antes me gustaría que me volviera a describir con todo detalle lo que recuerde de la ropa del hombre que estuvo aquí anoche.
—¿O sea del muerto, no?
—Mujer, ¿qué le acabo de decir? Dígame cómo vestía el hombre que entró aquí y olvídese de si es el muerto o no. ¿De acuerdo?
—Como quiera.
Consuelo le contó lo que recordaba. Un impermeable de color gris. Un pantalón de color claro y zapatos náuticos gruesos. Dijo que se acordaba de los zapatos, porque vio que venía chorreando y tuvo que volver a pasar la fregona cuando salió. Souto escuchó pacientemente los detalles superfluos.
—¿Le vio la camisa? ¿Llevaba corbata? —preguntó el cabo.
—No me acuerdo de la camisa, pero corbata no llevaba. De eso estoy segura. Cuando se abrió un poco el impermeable, vi los pelos que le salían por el cuello. Era muy peludo.
Después el cabo le hizo repetir, palabra por palabra, lo que le había dicho. Cuando Consuelo le comentó que le había ofrecido café y el hombre no quiso “porque ya había tomado muchos”, Souto se extrañó.
—¿Le dijo que había tomado muchos cafés?
—Sí. Muchos o demasiados, no me acuerdo. ¡Pero qué va! Ese venía cargado de copas. Y encima va y me pide que si le puedo dar una copita de aguardiente. Yo me dije: si le sirvo una copa no va a haber quien lo eche de aquí.
—¿Estuvo usted bastante cerca de él? ¿Se le acercó?
—Hombre, yo estaba detrás de la barra y él estaba apoyado del otro lado. ¿Por qué me lo pregunta?
—Porque me interesa saber si olía a aguardiente.
—¡Ay!, pues ahora que recuerdo, tengo que decirle que no. No olía a alcohol. Y estuvo cerca de mí, claro, porque se apoyó en la barra. Lo habría notado.
—Ya. Pero, en cambio, parecía que estaba borracho.
—Sí, eso sí.
El cabo Souto tomó unas cuantas notas en su libreta, mientras Consuelo lo observaba con curiosidad estirando el cuello para ver qué ponía. Souto la miró y sonrió.
—Dígame otra cosa, Consuelo: ¿vino alguien más anoche por aquí además de los invitados a la cena?
—No, no vino nadie a partir de las diez. En la aldea sabían que teníamos una cena solo para la familia.
—¿Cuántos eran?
—¿Para cenar?
—Sí, claro.
—Estábamos catorce en la mesa. Bueno, yo iba y venía de la cocina.
—¿Se fueron todos al mismo tiempo?
—Sí, casi al mismo tiempo, porque a la una les pedí que se fueran. Había mucho que recoger.
—¿Eran todos de Lires?
—No. Aparte de nosotros, estaban mi hermano y mi cuñada, que viven aquí al lado, en Canosa. Mis primos de A Lagoa y mi sobrina con su marido, de Porcar. También vinieron dos hermanos de mi marido y una cuñada de Cee.
—Y cuando entró ese hombre, se habían ido ya todos, ¿no?
—Sí, solo quedábamos nosotras tres.
—¿Pudo ver bien el coche en el que venía el hombre? Quiero decir si vio qué marca era.
Consuelo se quedó dudando y llamó a la camarera.
—¡Irene! ¿Tú te fijaste qué coche traía el hombre de anoche? —Se volvió hacia el cabo —. No sé por qué me lo pregunta; es el que se llevó la grúa a mediodía.
Irene, que estaba sirviendo a una mesa en la terraza, se acercó y le dijo al cabo que era un Golf rojo.
—Casualmente igualito al que se llevó la grúa, pero aún estaba entero —añadió con cierta sorna.
El cabo Souto hizo algunas preguntas más a la dueña del bar y se fue dando un paseo a pie hasta las calas. Se sentó en una de las piedras grandes que hay al final de la pista y se quedó contemplando el mar. Entonces se puso a pensar y a sacar ciertas conclusiones.
Dando por bueno que el coche sea el mismo, fue lo primero que pensó, y eso no parece ofrecer dudas, resulta evidente que cuando se detuvo ante el bar, sobre la una de la madrugada, iban dentro, al menos, dos personas: una de ellas, muerta. Porque el hombre que entró en el bar vestía de modo completamente distinto al muerto hallado por la mañana y no es posible que, tanto si quería suicidarse como si se cayó accidentalmente, se cambiara de ropa y la hiciera desaparecer antes de precipitarse por el acantilado. Por otra parte, si el forense afirma que el hombre que se encontró bajo el coche llevaba más de veinticuatro horas muerto y el Golf no estaba allí por la tarde, tengo que dar por cierto que se trataba de personas distintas.
El cabo Souto se sentía bien cuando tenía la impresión de avanzar sobre seguro, y la conclusión de que el hombre que entró en el bar no podía ser el que apareció muerto era algo seguro. Entonces, la siguiente conclusión a la que podría llegar era que el hombre que entró en el bar llevaba un muerto en su coche con la intención de tirarlo (con el coche) por el acantilado y hacer creer a la gente que iba borracho, para que pensaran al día siguiente que se había despeñado en aquel lugar salvaje, perdido en medio de la noche lluviosa y sin ninguna visibilidad. Como ni el muerto ni él eran de por allí, o sea que nadie los conocía, y además tenían una edad similar, llevaban el pelo desordenado y una barba de varios días, lo natural es que al descubrirse un cadáver que se le parecía, las mujeres del bar afirmaran que se trataba de la misma persona. Que fue, de hecho, lo que ocurrió.
Souto sonrió. Lo que el tipo no previó, se dijo, es que un guardia civil de pueblo fuera a fijarse en ciertos detalles. Es probable que el hombre que entró en el bar se hiciera el borracho para dar más verosimilitud al accidente con el que pretendía encubrir un asesinato, posiblemente cometido aquella misma mañana, y deshacerse del cadáver de una forma ciertamente poco original. El hombre debió de pensar que si los del bar se convencían de que se trataba de un accidente, él o los autores del homicidio se quitaban el muerto de encima limpiamente. Pero, fuera quien fuese el que planeó el engaño, cometió varios errores graves, concluyó el cabo.
El cabo se levantó, porque la piedra en la que se había sentado no era confortable y se le estaba quedando el culo cuadrado. Se puso a pasear por aquel lugar espectacular, que a él, nacido y criado allí cerca, le parecía simplemente bonito. Pensó entonces que un borracho apesta a alcohol; sin embargo Consuelo, que habló con el hombre mientras estaba apoyado en la barra, o sea a un palmo de su nariz, no lo notó. También le chocó que rechazara un café alegando que ya había tomado demasiados y aparentara estar borracho. Pero aquello no era más que un par de detalles sin importancia.
Había observado detenidamente las huellas de los neumáticos y pensaba volver a hacerlo en cuanto Taboada pasara al ordenador las fotos y se las imprimiera. En el lugar ya no se veían, porque el paso de los coches de los bomberos, de la Guardia Civil, del juzgado, etcétera, y las pisadas de los vecinos las habían borrado. Pero recordó que no había ninguna marca de frenada ni de derrape. El coche había girado sin motivo aparente, se había salido de la pista y se había ido pendiente abajo. Y también recordó haber visto las marcas de las suelas de unos zapatos de agua de hendiduras muy marcadas allí mismo, junto a las de los neumáticos. ¿Serían de la persona que empujó el vehículo? Tengo que pedir a los de Tráfico que miren a ver si el coche estaba en punto muerto o si tenía engranada alguna velocidad, pensó. Dudó unos segundos y sacó el teléfono: mejor preguntárselo cuanto antes, concluyó, y llamó. Le contestaron que lo mirarían. Luego pensó que no tenía importancia.
Por lo tanto, ¿de qué disponía? Lo seguro: alguien había tirado un coche por el acantilado con un cadáver dentro. Ese alguien se dejó ver un poco antes en el Bar de la Playa aparentando que se había perdido, que estaba borracho y que no veía nada. Circunstancias todas ellas que justificarían que se cayera por el acantilado. Lo probable: que el hombre hubiera planeado el simulacro de accidente en aquel lugar solitario y que al ver que había alguien en el bar, entrara haciéndose el borracho y el despistado, lo que daría más credibilidad a la farsa. Esperó a que las luces del bar se apagaran y cuando vio alejarse el coche con las mujeres, terminó el trabajo. Después esperó a que alguien viniera a buscarlo o se fue andando a su encuentro.
Mientras volvía hacia el bar para recoger su coche y regresar al cuartel, el cabo pensó que otra cosa parecía probable: los que mataron a aquel individuo y decidieron tirarlo en Area Pequena no sabían que llevaba cincuenta mil euros escondidos en el vendaje de la pierna. Incluso, pensó, aquella cantidad bien podría haber sido la causa de la muerte del hombre. Claro que esto ya era una suposición.
Irene, la camarera, lo vio subirse al coche y lo saludó con la mano. El cabo correspondió al saludo y, antes de cerrar la portezuela, le dijo:
—Si recordáis algo, tú o Consuelo, algo que os parezca raro, extraño, ya sabes, algo que se salga de lo normal, llamadme al cuartelillo, por favor. Cualquier cosa que vierais la otra noche: una persona, un coche o lo que sea; no dejéis de llamarme, ¿vale?
—Vale, cabo. ¡Adiós!
Al llegar a la casa cuartel, en vez de entrar, fue a la Agrupación de Tráfico, que está en la casa de al lado, y habló con los compañeros que habían preparado el atestado. Le dijeron que el coche estaba en punto muerto, aunque la velocidad podía haber saltado con el golpe de la caída. El hombre llevaba el cinturón puesto, pero el anclaje se había roto al retorcerse y partirse el marco de la puerta. Como esta se desprendió de la carrocería, la mitad del cuerpo quedó fuera. Aún no habían recibido el informe final del forense ni el del laboratorio. Por eso no se habían planteado más hipótesis que la del accidente. José Souto les comentó que el cadáver que habían encontrado no era el de la persona que conducía el coche. Se quedaron de una pieza.
—Luego hablamos —les dijo al marcharse—, ahora tengo prisa.
Volvió al cuartel y se encontró con el sargento Vilariño. Lo informó de lo esencial.
—¡Vaya, hombre! —soltó el sargento—. Ya empezamos. ¿Por qué ha de ser todo tan complicado? ¿Tiene alguna idea de por dónde va a empezar, Holmes?
—No, mi sargento. Habrá que seguir la rutina: identificación, localización de la familia y todas esas cosas. Es español, según el DNI, pero nacido en Moscú.
—¿No será un diplomático?
—Ni idea. En cuanto tenga algo lo aviso, pero no sé por qué me da la impresión de que se trata de un asunto enrevesado.
Cuando el cabo Souto pudo al fin repantigarse en el sofá de su sala de estar y estirarse con toda tranquilidad, se ponía el sol frente a la ría de Corcubión. Se quedó un rato mirando el techo sin pensar en nada concreto y se acordó de Elisa Seoane, su amiga de Santiago. A principios de primavera se había encontrado casualmente en Santiago con ella, abogada y antigua compañera de facultad, también soltera y un par de años más joven que él. La relación empezó pronto a ser algo más que amistosa, a pesar de vivir separados por sesenta kilómetros y tener que someter sus encuentros a la disponibilidad comprometida y los horarios inciertos de un guardia civil. La llamó.
—¿Elisa?
—Sí, soy yo. ¿Quién eres?
—¿Aún no reconoces mi voz? ¡Qué decepción!
—¡Pepe! Me parece que disimulas la voz a propósito. ¿Qué tal?
—Bien, pero muy liado.
—O sea, lo normal.
—No, esta vez hay algo más. Ha habido un accidente gordo aquí cerca, con un muerto. Un coche que se fue por un barranco.
—¡Vaya! ¿No se ocupan los de Tráfico de esas cosas?
—Es que se trata de un accidente algo raro —dudó un instante si hablar con su amiga del tema y solo dijo—, si es que ha sido un accidente.
—¿Qué dices?
—No, nada. Estaba pensando en alto.
—¿Vas a venir mañana? Estamos a viernes.
—¡Viernes ya! ¡Cómo se me ha pasado la semana! Sí, si puedo iré a Santiago por la tarde. Si esto no se complica, claro.
—Bueno, llámame de todas maneras.
—¿Y tú, qué tal? ¿Mucho trabajo?
—Sí.
Elisa Seoane trabajaba en el bufete de abogados de su padre y su tío, catedrático en la Facultad de Derecho, que, para desesperación del cabo José Souto, tenía una clientela básicamente compuesta por contrabandistas y traficantes de droga. Se habían reencontrado unos meses antes, precisamente durante el juicio contra un cliente del bufete, al que el cabo Souto había detenido tras una investigación larga, rigurosa y paciente, acorde con su estilo. Pero su trabajo resultó inútil, ya que el despacho de Seoane logró la absolución del traficante gracias a un fallo de procedimiento, basado en la obtención poco ortodoxa de algunas pruebas. Durante una conversación entre el cabo Souto, que llevaba la investigación, y la joven abogada, ambos recordaron los años divertidos de la universidad y a Souto le pareció que su amiga se le insinuaba descaradamente. Como llevaba unos meses solo, después de haber reñido con su novia de siempre, decidió aceptar el reto.