© Richard Moore 2012, del texto original.

Esta traducción ha sido posible gracias al acuerdo con Bloomsbury Publishing Plc.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2018.

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48004 Bilbao

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www.librosderuta.com

Primera edición: septiembre 2018

Traductor: David Batres Márquez

Edición: Eneko Garate Iturralde

Portada y maquetación: Amagoia Rekero García

Foto portada: Romeo Gacad (Getty Images)

Fotos interior portada: Tony Duffy y Bettmann (Getty Images)

ISBN: 978-84-949111-2-5

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La búsqueda

Este libro cuenta la historia de cuatro hombres fuera de lo común: Ben Johnson, Carl Lewis, Charlie Francis y Joe Douglas. Tanto Johnson como Douglas se mostraron siempre dispuestos a hablar, y no podría haber deseado más ayuda por su parte. Francis, el entrenador de Johnson, falleció en el año 2010. En cuanto a Lewis, lo cierto es que se mostró tan poco receptivo que el título podría haber sido perfectamente Persiguiendo a Carl Lewis.

Intenté ponerme en contacto con él a través de su agente, quien acabaría convirtiéndose en exagente durante el transcurso de mis trabajos. Lo intenté a través de su cuñada, quien ahora desempeña esas labores de agente. Nunca me devolvió ninguna llamada o correo electrónico. Recurrí a algunos amigos. Hasta que por fin di con él, en una tienda de la calle Oxford de Londres. Fue un encuentro inesperado y extraño, aunque de alguna forma, era la única manera en que podía haber sucedido

¿Que por qué se llama este libro La Carrera Más Sucia de la Historia? Mi intención es la de mostrar el marco general, y no ceñirme tan solo al dopaje: quiero también descubrir los diferentes tipos de embustes y corrupción que entraron en juego, y el legado que hasta hoy día nos ha dejado la final de los 100 metros lisos de los Juegos de Seúl. Algunos prefieren abordar el caso desde un punto de vista más ambiguo; ambivalente, incluso. Dicen que fue la mejor carrera de todos los tiempos. Y puede que así fuera.

 

 

 

 

 

 

«Las estrellas de la pista
y el foso son tan hermosas».

Belle and Sebastian

 

PRÓLOGO

¿La mejor carrera de la historia?

Seúl, sábado 24 de septiembre de 1988, 13:20 horas

Ben Johnson apoya las manos en sus caderas, mirando a la calle que se extiende ante él. Su pose le da un aire de estudiada tranquilidad, y contrasta con su cabeza inclinada, sus ojos entornados y lo dilatado de sus pupilas. Viendo su expresión, no parece que esté contemplando los cien metros de pista porosa que se extienden ante él; parece más bien que contemple a alguien que lo haya desafiado a luchar.

Johnson templa nervios mientras camina unos pasos hacia el fondo de la pista. Despacio, mueve en círculos sus enormes hombros, sacudiendo sus brazos. Después se gira y regresa a sus tacos de salida. Justo al llegar se le acerca una figura por la espalda.

Carl Lewis. Tanto en la zona de calentamiento como sobre la pista, Lewis se ha ido acercando al resto de finalistas de la carrera de 100 metros lisos, estrechándoles la mano y mirándolos a los ojos en un gesto que parece decir: no importa lo que ocurra ahí fuera, seguimos siendo amigos.

Pero en lo que concierne a Johnson, no lo son. Lewis le ofrece su mano, pero Johnson no parece inmutarse. Por fin se gira, apenas un ápice, devolviendo el saludo -que no la mirada- para arrepentirse acto seguido. Como explicará tiempo después, «No estrecho la mano a nadie. No somos amigos. Estoy aquí para ganar. Lo único que intenta Carl es que la gente se ablande».

Lewis regresa a su calle, la número tres. Se deshace de su chándal, totalmente blanco. Johnson, desde la calle seis, se quita una camiseta amarillo pálido. Bajo esas prendas, ambos visten camiseta y pantalón rojos: la equipación de Johnson es completamente roja, lo mismo que un buzón británico. La de Lewis tiene una franja blanca. Johnson luce un grueso collar de oro que más que colgar de su cuello, parece reposar sobre su busto musculado. Esta es una carrera entre Johnson, de Canadá, y Lewis, de los Estados Unidos. Las otras seis calles pertenecen a meros figurantes carentes de importancia.

Ellos dos son los que hacen esta carrera tan interesante; y tan seductora su rivalidad. También está ese desdén que ambos se profesan. Johnson es rudo. Lewis tranquilo. Johnson exuda agresividad: parece un boxeador, un toro. Lewis es como una mariposa: elegante, grácil, de maneras delicadas. Durante las semanas que precedieron a los Juegos apareció en las televisiones disfrazado como una estrella, vistiendo un traje rojo brillante y lamé dorado, aunque sin esa hermosa fluidez que destilaba al correr, cantando y bailando:

«Dios le ha dado un don especial.

¡Es una estrella! ¡Una estrella!».

Mientras tanto, Johnson había estado tumbado a la bartola en una playa de la caribeña isla de San Cristóbal, comiendo y bebiendo, engordando y discutiendo con su entrenador, mientras se recuperaba de una lesión que había puesto en jaque su participación en los Juegos. «La primera vez que pude disfrutar de la vida», como recordaría con melancolía más de dos décadas después. «Nunca, jamás, me había divertido tanto como en San Cristóbal, antes de Seúl».

Y de alguna forma, pese a las distracciones que suponían grabar videoclips de música pop y estar tumbado en la playa, ambos atletas aparecieron en el mejor estado de forma de sus carreras, con Lewis intentando ser el primer hombre que lograba defender el título de campeón olímpico de los 100 metros lisos, y Johnson pujando por confirmarse como el hombre más rápido sobre el planeta. El equipo de comentaristas de la NBC, compuesto por Charlie Jones y Frank Shorter, coincidía en que era muy probable que esta fuera la primera final olímpica de los 100 metros lisos a la que dos velocistas llegaban tan igualados, con ambos en la cima de sus carreras. Por eso es la carrera más esperada de la historia.

Y aún con todo esto, la final de los 100 metros lisos de los Juegos Olímpicos de Seúl acabaría sobrepasando todas las expectativas.

La batalla psicológica comenzó en la zona de calentamiento, antes incluso de pisar la pista. «La zona de calentamiento es el lugar en el que se aprende todo acerca del atletismo», afirma el entrenador británico Frank Dick. Dick se encontraba apoyando al velocista británico Linford Christie, pero su atención acabaría centrándose en los campeones norteamericano y canadiense. «Lo que ocurre, al final, en la pista, no es nada. Lo que de verdad importa es lo que ocurre en esta zona. Se podía ver cómo actuaba cada uno, y la manera tan diferente que tenían de encarar la carrera. La hosquedad de Johnson y la rimbombancia de Lewis. Eran como dos púgiles. Gladiadores. Los pesos pesados. Había tal tensión que... hacía que te corriesen escalofríos».

En el estadio, la tensa espera golpea en forma de ruido, un ruido que es a la par grave y agudo. Parece el zumbido producido por un enjambre de 90.000 abejas, con estallidos regulares de aplausos, gritos de «¡Ben!», o de «¡USA!». Pero nunca «¡Carl!». Las cámaras de televisión hacen una panorámica de las calles. «Por la calle seis, el número 159, el campeón del mundo y actual poseedor del récord mundial, Ben Johnson, de Canadá», anuncia, con acento norteamericano, el comentarista del estadio. Johnson es quien se lleva el mayor aplauso. «Volvemos a rogarles silencio durante la salida, por favor», apela el comentarista una vez que ha presentado a los dos velocistas que quedan. El ruido decrece una octava. La atmósfera está cargada. Como dice Dick, produce escalofríos.

Se llama a los velocistas. Estos se adelantan en tres oleadas: cuatro pasos por delante, el primer grupo está liderado por el canadiense Desai Williams, con las fosas nasales tan grandes como campanas y rezumando agresividad; lo siguen Calvin Smith, Dennis Mitchell y Christie. Robson da Silva, Raymond Stewart y Lewis aparecen un paso por detrás. Tras una pausa mayor, aparece sin atisbo de prisa una figura solitaria. Johnson. Parece que esté en una zona horaria diferente.

Atten-hut! Orden en coreano, una llamada de atención. A sus marcas.

Se colocan en los tacos. Lewis hunde sus pies como lo haría un escalador que quiere asegurarse de la solidez del sitio sobre el que pisa. Johnson, que continúa en su propia zona horaria, es el último en situarse sobre los tacos: parece que sus hombros traten de extender sus brazos al máximo; tanto, que sus manos llegan a los extremos de la calle. Más que hundir sus pies en los tacos, los retuerce sobre ellos. «¿Quién será el último en situarse?», pregunta David Coleman, comentarista de la BBC. «Johnson no va a caer en ningún juego. Todos saben que Lewis siempre trata de minarles un poco la moral».

Lewis posa una rodilla. Yergue el tronco con la mirada perdida en la distancia, y el brazo izquierdo descansando sobre el muslo. Se rasca la nariz, y por fin inclina la cabeza y fija la mirada en el tartán. Johnson, más compactado y cerca del tartán, se prepara. De nuevo se sitúa en un marco diferente: mientras los otros siete contrincantes agachan la cabeza como si estuvieran rezando, Johnson está erguido, con la mirada, muerta, focalizando el final de la recta.

Atten-hut! Preparados... listos...

¡Bang!

Johnson arremete hacia adelante, lanzando los brazos hacia atrás como si estuviera atravesando las aguas a nado. En lo que tarda en disiparse la voluta de humo que ha escupido la pistola de salida, ya les lleva un pie de ventaja al resto. La imagen que habíamos visto en los tacos se repite, pero, al contrario: siete hombres formando una fila igualada mientras que Johnson sigue en solitario, solo que esta vez un paso por delante, alcanzando su máxima velocidad mientras Lewis todavía continúa enderezándose.

«¡Salida válida!», dice Charlie Jones de la NBC cuando se consumen los primeros diez metros y Ben Johnson aventaja a Carl Lewis en seis centésimas de segundo.

Toronto, febrero de 2011

«Llegué con cincuenta años de adelanto», dice Ben Johnson con un tono tan satisfecho como triste. «Yo era capaz de hacer lo mismo que hace hoy en día Usain Bolt. La velocidad a la que él es capaz de correr en estas pistas tan rápidas de hoy en día es la misma a la que podría haber corrido yo». Y lo repite, «Llegué con cincuenta años de adelanto. ¡Cincuenta años!». Lanza una carcajada, la misma que lanzaría ante una broma pesada.

Ha sufrido episodios depresivos durante los últimos veintitrés años, sobre todo durante la última década. Pero han ido remitiendo y se encuentra mucho mejor en la actualidad. Hundido en un sillón de una de las habitaciones de su casa de las afueras de Toronto, Johnson contempla a Bryan Farnum, un hombre gigantesco que cruza sus manos sobre un inmenso estómago. Farnum es el consejero espiritual de Johnson. Cierra los ojos y asiente despacio. «Ben lo está haciendo muy bien. Su depresión, ese peso que cargaba sobre sus hombros, ha desaparecido por completo».

«Me encuentro más tranquilo», concede Johnson. «Paz mental».

Pero en cuanto la discusión comienza a girar en torno a su relación con Carl Lewis, ya no parece tan claro que haya encontrado esa paz. Hay aspectos en los que sigue aferrado a esa vieja rivalidad. ¿Es cierto que odiaba a Lewis? «Bueno, era mi rival, así que no quiero ser amigo de alguien a quien tengo que vencer», explica Johnson. «Fue mi primer y último gran rival. El único».

«Pero no lo he visto en persona desde hace veinte años. Una vez lo vi en la televisión, cantando el himno nacional».

«Yo lo vi hace poco», le digo a Johnson.

«¿Y qué pinta tiene?».

«Parece estar muy bien. Le van saliendo algunas canas».

«Hay gente que dice que está muy avejentado».

«Sí que se mueve de manera un poco rígida», le respondo.

«¿Rígido?». Johnson reacciona. «¿A qué te refieres?».

«Pequeñas sacudidas».

«¿Como si estuviera dolorido?», pregunta Farnum. Johnson se mueve hacia adelante, escuchando con atención.

«Te dije que acabaría teniendo problemas, Ben», dice Farnum. «Podía percibirlo. Y ahora Richard lo confirma».

Johnson vuelve a hundirse en el sofá. Parece satisfecho.

«¡Increíble!... NUEVE!... ¡SIETE!... ¡NUEVE!».

Charlie Jones, de la NBC, se queda ronco después de que el cronómetro se detenga. Cuando Johnson cruza la línea, gira la cabeza a la izquierda, en dirección a Lewis, con ese gesto que siempre definirá la carrera: el brazo derecho alzado, y el dedo señalando al cielo. Lewis está más de dos metros por detrás. Acto seguido, Johnson se gira hacia la multitud, aceptando su adulación.

La salida ha sido extraordinaria. Pero no es lo más importante de los 100 metros que Johnson acaba de correr, sino el hecho de que durante el resto de la carrera fuese aumentando la distancia. Johnson pudo celebrar la victoria durante los últimos diez metros, y aun así terminar en 9,79, rebajando en cuatro centésimas de segundo el récord mundial. Su propio récord.

«Y así, así, es como se responde a todas las críticas», dice David Coleman, «ya no hay duda acerca de quién es el hombre más rápido sobre la tierra. Es el monarca absoluto...».

«Seguramente sean los cien metros mejor corridos de la historia desde el aspecto técnico», dice Frank Shorter. «La carrera estaba sentenciada tras apenas cincuenta metros. Tenía una marcha más que no habíamos visto nunca, ni tan siquiera el año pasado».

Lewis tuerce el gesto al cruzar la meta, mientras su mandíbula se relaja. Mira al cielo y balbucea algo más parecido a una maldición que a una plegaria. Es la imagen de alguien que acaba de presenciar un suceso traumático. Parece que se le vayan a saltar las lágrimas. Durante la segunda mitad de la carrera, Lewis lanzó tres miradas furtivas a Johnson: a los 65 metros su cabeza apuntó a la bala humana, y como si no fuera capaz de creerlo, volvió a sentirse obligado a mirar en otras dos ocasiones, durante los últimos 20 metros. Los metros en los que normalmente estaría cerrando el hueco. Aunque estuviera corriendo los 100 metros lisos más rápidos de su vida, una expresión de angustia y horror se dibujó en su cara durante la mayor parte de la carrera. Acercándose a la meta, gravitó hacia la derecha, hacia su rival, como si Johnson ejerciera un impulso magnético. Después, el plano frontal revelará que Lewis pisa claramente fuera de su calle en los últimos diez metros.

Pasada la meta, Lewis trota tras Johnson. Pero el intercambio entre ambos -una vez más Johnson se gira apenas un ápice mientras se produce otro cruce de manos- es somero. Johnson no sonríe cuando lo mira. Más bien se le nubla el rostro. Lewis contempla la gran pantalla perplejo, viendo a Johnson dar la vuelta triunfal mientras ondea la bandera canadiense. Y entonces, el vencido concede una entrevista a la NBC. «No siento que haya corrido mi mejor carrera de estos Juegos», dice Lewis. «Lo único que puedo decir es que anoche hablé con mi madre, y me dijo que dos noches antes había soñado que mi padre decía “Estoy bien”, y es lo único que siento, que he dado todo lo que tenía». Su padre, Bill, había fallecido el año anterior. Carl lo había enterrado junto a la medalla de oro de los 100 metros que había ganado en los Juegos de Los Ángeles, y la promesa de que ganaría otra en Seúl a cambio.

¿Se había percatado de la explosividad de la salida de Johnson? «Lo cierto es que no lo he visto hasta llegar a los 60 o 70 metros», contesta Lewis, aún visiblemente sorprendido, todavía angustiado. «Debe de haberse subido en un cohete... he intentado hacerlo lo mejor que he podido y yo... yo estoy satisfecho de mi carrera».

«Bueno», continúa Charlie Jones mientras Lewis, cabizbajo, desaparece en las entrañas del estadio, «la espera ha terminado, y todas las dudas han quedado disipadas».

Una vez que hubo terminado la vuelta de honor, preguntaron a Johnson qué era lo que más valoraba, el récord del mundo o la medalla de oro. «La medalla de oro», respondió, «porque es algo que no te pueden arrebatar».

La noticia estalló cincuenta y cinco horas más tarde.

Eran los tiempos en los que los grandes canales de televisión no construían un plató desde el que presentar un gran evento en el mismo lugar en que se desarrollase dicho evento, sin importar que pueda resultar ser el sitio más exótico. En el Reino Unido, la cobertura olímpica se emitía desde Londres, lo que otorgaba una familiaridad peculiar a esos eventos que se desarrollaban en lugares poco conocidos, zonas horarias diferentes, y bajo un calor tan abrasador que gran parte de la señal se recibía con una capa brumosa, como sacada de un mundo diferente.

En contraste a lo que ocurría en Seúl, el elegante Des Lynam, presentador de la BBC famoso por su encantadora languidez y gracia, hizo su aparición en un estudio de televisión brillantemente iluminado, para presentar The Olympics Day. Había pocas imágenes tan familiares y tranquilizadoras como la de Lynam: su tono de voz calmado y meloso, su cabello grisáceo y su oscuro bigote. Ese día llevaba un blazer azul oscuro y una corbata a rayas. Un pañuelo de seda amarillo pálido sobresalía de su bolsillo.

Todo era absolutamente ordinario, hasta que vimos cómo alguien, fuera de pantalla a su izquierda, le pasaba una nota. Lynam escaneo rápidamente la nota. Y volvió a mirar a la pantalla. No exteriorizó gran cosa, pero su tono cambió de manera casi imperceptible. De hecho, quedó patente que acababa de suceder algo imposible: Lynam estaba alterado. «Atención», dijo mirando directamente a la cámara. «Me acaban de pasar una nota que, en caso de confirmarse», tragó saliva y meneó la cabeza de manera solemne «será la noticia más dramática de estos Juegos Olímpicos, y puede que de muchos de los que los sigan».

 

PRIMERA PARTE
CARL Y BEN

«Quiero ser millonario,
y no tener que trabajar jamás».

Carl Lewis

 

El club de atletismo
Santa Mónica

«El dinero nunca fue una
motivación para Carl. Jamás».

Joe Douglas

Santa Mónica, mayo de 2011

La sede del club más glamuroso que haya conocido el atletismo en toda su historia es un modesto triplex en el bulevar de Ocean Park, alejándose del Pacífico camino de la parte menos famosa de Santa Mónica.

Dos adhesivos cuidadosamente pegados anuncian cual es la suite 201. En una de ellas se lee «Joe Douglas». En la otra pone «Club de Atletismo Santa Mónica». Pero no necesito saber más.

Subo dos tramos de oscuras y lóbregas escaleras, y tras un leve empujón para abrir la puerta, descubro a Douglas, erguido sobre un escritorio, de espaldas a mí. Habla y gesticula ante un joven atleta negro -a juzgar por su constitución enjuta, corredor de media distancia- que se sienta impávido ante él. «Así que les dices que para las tres tienes que haber terminado, ¿estamos? A las tres comienza el entrenamiento».

Y después Douglas se da la vuelta y brinca desde el escritorio, como si se hubiera quemado. «¡A usted lo he visto antes!», dice dando una palmada, para luego señalar en dirección a mí. «¡Lo conozco!».

«No creo que...».

«¿Dónde nos conocimos?» inquiere.

«¿Puede que Zúrich?» sugiero. Había estado pensando acerca de ese lugar. Quería saber cosas sobre Zúrich 1988.

«¡Eso es!», contesta Douglas, palmeando sus manos. «Eso me parecía a mí».

Después se gira y regresa al escritorio, encarándose a su atleta. «Permítame que termine con Prince; este es Prince. Siéntese por ahí. Si me permite terminar con Prince, en...» escruta su reloj, «en un minuto estaré con usted».

A sus setenta y cinco años, y desde sus escasos 1,62 metros de altura, Douglas sigue siendo un torbellino de energía y entusiasmo. Esta ha sido su guarida desde 1972: un apartamento diáfano en un bloque residencial, repleto de escritorios y ordenadores, con una moqueta de color pálido salpicada de lamparones y las paredes repletas de fotografías de los miembros del Club de Atletismo Santa Mónica, luciendo en el pecho el famoso logo con el medio sol amarillo cuyos rayos naranjas se expanden igual que tentáculos, todo ello sobre un fondo azul claro. Eran los Harlem Globetrotters del tartán, el Real Madrid del atletismo. Carl Lewis, de quien Joe Douglas fue entrenador y mánager a partes iguales, era una simbiosis de Michael Jordan y David Beckham, con unos toques de Michael Jackson y Grace Jones para completar el conjunto.

La imagen más repetida en las paredes es la de Lewis. Se puede seguir su carrera a través de esas fotografías, desde el prodigio con cara de niño a la súper estrella que calza unos tacones de aguja rojos en un anuncio de Pirelli.

«Joe Douglas... Joe Douglas me odiaba hasta la médula. No era un buen hombre», me dijo de él Russ Rodgers, el entrenador de velocistas del equipo norteamericano durante los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. Y no exageraba. Casi pude percibir un estremecimiento en su voz, como si la mera mención del nombre de Douglas bastase para que le corriera un escalofrío por la espalda.

«Joe estaba metido en un montón de intrigas y asuntos turbios», me contó un periodista norteamericano especializado en atletismo. Cruzando un dedo sobre otro, un segundo periodista gestualizó lo cercana que era la relación entre mentor y pupilo, «Joe Douglas y Carl Lewis eran así». Y con un meneo de cabeza sugirió que esa cercanía no siempre fue algo positivo. «Para comprender a Carl, primero tienes que entender a Joe».

Y como no, también está el testimonio de uno de los más respetados periodistas especializados en atletismo de los Estados Unidos, Dick Patrick: «Joe Douglas y yo hemos tenido nuestros desencuentros, pero si hay algo que siempre me gustó de él es que, en el fondo, es un apasionado del atletismo. Y aún hoy sigue trabajando con atletas, tanto atletas de clase mundial como veteranos. Sigue supervisándolos cuando corren por los estrechos caminos de césped del Bulevar de Santa Mónica. En ese sentido, es muy auténtico. Es decir, cuando se topó con Carl y forjaron su relación, le tocó la lotería. Y ambos siguen siendo totalmente leales el uno al otro. Desde que Carl se retiró, Joe ya no es el peso pesado que fue; pero sigue estando metido en ello, sigue enamorado del atletismo.

«Tienes que entrevistarlo, te puede contar millones de historias», me animó Patrick. «Pero tampoco vayas a creerlas todas...».

Nada más terminar con Prince, Douglas aparece en la sala contigua, que cuenta con una gran mesa y parece hacer las veces de sala de reuniones del club. Me sorprende estudiando el póster de Pirelli. En él se ve a Lewis, todo músculo y venas, preparado para tomar la salida, vestido con un ajustado buzo de color negro y esos zapatos de tacón de aguja, bajo los que se lee La potenza è nulla senza controllo (La potencia sin control no sirve de nada). Douglas se queda observando el póster una vez más, admirando a su atleta fetiche, ese que los puso a él y al equipo de atletismo Santa Mónica en el mapa. «No iba a publicarse en los Estados Unidos», dice. «Aquí somos demasiado conservadores».

Cuesta casar a este personaje tan simpático y entusiasta con su reputación, o con la influencia que se le concede, y que en un tiempo pasado se extendió mucho más lejos de las paredes de este apartamento. Influencia que, si tomamos en cuenta las habladurías, no siempre fue positiva. Más parece un abuelo que un padrino. ¿Tiene hijos? «¡Miles!» responde. Por supuesto, se refiere a sus atletas, su club.

Tomando asiento tras la mesa, comienza a contarme que cuando estaba en el instituto quedó tercero en los nacionales de la media milla, antes de ir a UCLA y quedar fascinado por el mundo del entrenamiento. Apoya los codos sobre la mesa, como si quisiera tomar impulso. Pese a tener el pelo gris y luchar con una persistente tos y falta de aire, esa postura que toma al sentarse al filo del asiento potencia su asombrosa imagen juvenil. Casi puedo ver sus piernas moviéndose bajo la mesa, igual que si fuera un niño hiperactivo. Después, de camino a almorzar, Douglas me contará cosas sobre su niñez en la pequeña Archer City, Texas, donde vivían, «en una tienda de campaña al lado de las vías del ferrocarril. Mis padres se separaron por mi culpa», dice encogiendo los hombros. «Mi padre era alcohólico. Me pegaba una paliza tras otra. Mi madre comenzó a pegarle a él, así que se acabó largando. Más tarde nos reconciliamos. Pero lo mataron. No sé muy bien qué pasó».

Una historia extraordinaria contada como si fuera la cosa más común. Y sin embargo puede que nos proporcione una pista sobre el origen de su dureza, y explicar esa dedicación y ambición que canalizó a través del atletismo. Y a través de su hijo, el Club de Atletismo de Santa Mónica.

Me encantaría saber cómo formó el club, ¿me podría contar algo al respecto?

«Por supuesto que sí, señor».

Y pasa a hacer un esbozo de los orígenes del club que acabaría convirtiéndose en la marca más deslumbrante del atletismo, y cómo llegó a conseguir su impronta de entrenador: «En la facultad solía hablar con mi profesor de física sobre entrenamientos, diferentes mecánicas y cosas así. Por ejemplo, lo incorrecto que es la técnica de alzar las rodillas».

Douglas vuelve a levantarse y se sitúa en el centro de la habitación. Da una zancada adelante para demostrarlo. «El concepto es que sea la rodilla la que mande, que empuje el pie hacia atrás y despegue del suelo en el ángulo correcto. Es pura física. Y eso que, al principio, yo corría de puntillas. Uno de mis primeros entrenadores me dijo que debía correr así. Pero estaba equivocado. Eso es algo que a un velocista sí le va a funcionar. Pero yo era un mediofondista».

Las continuas lesiones le obligaron a dejar de correr. Pero antes de aquello, entrenó en el Club de Atletismo de Los Ángeles, bajo la supervisión del húngaro Mihály Iglói, un especialista del medio fondo que había tomado parte en los Juegos Olímpicos de 1936. Iglói fue un buen atleta, pero su leyenda la forjaría como entrenador. Y no, no fue quien insistió en que Douglas corriera sobre la punta de los dedos. Sus atletas consiguieron la increíble cifra de 49 récords. El Santa Mónica de Douglas apenas se quedó en los treinta y ocho. Su método se basaba en la técnica, poco corriente por entonces, de las series en los entrenamientos. Imponía una gran disciplina, y era muy extremista: dos sesiones al día con gran cantidad de pequeños pero intensos esfuerzos, y apenas unos segundos de descanso entre ellos. Cuando Douglas comenzó a entrenar, copió a Iglói algunos de sus métodos, pero sin ser tan duro con sus atletas. También redactaba detallados informes de cada entrenamiento de todos sus atletas.

En 1972, cuando Douglas cumplió los treinta y seis años y trabajaba como profesor de matemáticas para el instituto de secundaria Wetchester de Los Ángeles, ejerciendo de entrenador en sus ratos libres, el ayuntamiento le dio permiso para usar la facultad de Santa Mónica como lugar de entrenamiento. Gracias a ello, Douglas crearía en un abrir y cerrar de ojos el club de atletismo Santa Mónica. Era un club municipal, abierto a cualquiera. «Lo normal era que los mejores atletas se fueran a cualquier sitio en que los pudieran pagar», dice Douglas. «Yo no podía hacerlo, si venían a mí era para lograr mejorar como corredores. Y así fue creciendo».

El club se expandió, y el nombre comenzó a obtener reconocimiento más allá de Santa Mónica. El distintivo logo del amanecer, la montaña y la ola, fue obra de uno de sus corredores, Ole Oleson, quien se inspiró en una de las salidas de entrenamiento del club. Salían a correr por las mañanas a lo largo de Ocean Boulevard, contemplando la salida del sol tras las montañas de Los Ángeles. Y por la tarde volvían a verlo esconderse en el Pacífico. Y dado que era un club municipal, entre los miembros había empresarios acaudalados, abogados y doctores. En 1978, el presidente del club, Ed Stotsenberg, convenció a los demás para que pusieran 500 dólares para llevar a Europa a los pupilos de Douglas.

«Sin embargo» puntualiza, «antes de nada llamé a Andy Norman».

Norman, policía londinense y promotor de pruebas de atletismo, se convertiría en una de las figuras más influyentes del deporte durante la década de los 80, así como una de las más reconocidas. Gozaba de una enorme influencia. «Norman era como un pulpo, sus tentáculos llegaban a todos lados», dice Doug Gillon, quien durante muchos años fue el redactor de atletismo del Glasgow Herald. «Era un matón y un dictador», asevera John Rodda, de The Guardian, «que, a lo largo de tres décadas, desde los 70 a los 90, influyó, manipuló y decidió muchos eventos».

En 1978 había que llamar a Norman si, como era el caso de Douglas, se pretendía inscribir a un nuevo y todavía desconocido club en las prestigiosas reuniones europeas. Y eso hizo Douglas, decirle que tenía algunos corredores de 1.500 que pensaba que podían bajar de los cuatro minutos. También tenía corredores de otras disciplinas de medio fondo, pero todavía no contaba con velocistas.

«¿Son rápidos?». Preguntó Norman.

«Todavía no han logrado rebajar los cuatro minutos», dijo Douglas. Jerald Jones puede llegar a 4:01...».

«¡Menudos matados!», corrió a responder Norman. «Pero venga, voy a echarte una mano. Te puedo meter en Oslo, Gateshead y Estocolmo».

Douglas guarda en su ordenador todas las marcas que cada uno de sus atletas logró en cada competición en que habían participado. Vuelve a dar un brinco y comienza a buscar, jugueteando con sus gafas, hasta dar con montones de páginas llenas de tablas. «Uno de mis atletas me borró todos los archivos», dice, pero seguía teniendo las anotaciones, así que pudimos recuperarlo todo».

Estos archivos muestran que Douglas viajó a Londres el 23 de junio de 1978 con 4 atletas. Acabarían participando en ocho encuentros a lo largo de diecinueve días, incluyendo Estocolmo «en donde Jerald logró rebajar los cuatro minutos, por lo que no mentí a Andy», reclama con evidente satisfacción. «Y desde entonces he vuelto a Europa cada año», añade Douglas quitándose las gafas, levantándose y regresando a toda prisa a la sala de reuniones.

Los acuerdos económicos eran complicados en este deporte amateur, pero Andy Norman sabía manejarlos. «Los atletas siempre cobraban. Cuando yo competía me pagaban 50$ por cada encuentro», afirma Douglas. «Aquello en los sesenta. Cuando llegué a Europa, siendo lo que podríamos llamar amateur, me pagaban bajo cuerda. Recuerdo que en Oslo los organizadores dijeron «¿Tendrían los jueces la amabilidad de salir?». Y después nos repartieron el dinero por nuestra participación, o por los premios, en sobres marrones. Seamos claros: este nunca fue un deporte amateur. Pero Andy se encargaba de todo aquello. También fue el primero que les dijo a los directores de mítines que me aceptasen. Era un hombre maravilloso».

Dos años después de esa primera visita a Europa, Douglas vio por primera vez a Carl Lewis. Eran los Trials del equipo olímpico nacional en Eugene, Oregón. Douglas conocía a Tom Tellez, entrenador de Lewis en la Universidad de Houston. «Tom estaba muy interesado en la ciencia y la biomecánica, igual que yo. Siempre nos hemos llevado bien».

Tellez le preguntó a Douglas: «¿Te gustaría entrenar a mi velocista?».

«No», respondió Douglas.

«¿Y eso?».

«Porque los velocistas son unos caraduras. Quiero atletas comprometidos, dedicados, a los que les diga que estén en la cama a las 11:00, y no tenga que ir a acostarlos. No quiero que se vuelvan locos por las faldas. Y quiero que cuando les diga que hagan algo, lo hagan. No me gusta que un atleta se pierda ni un entrenamiento. Porque me saca de mis casillas que un atleta se salte un entrenamiento, y si se atreve a saltarse un segundo, lo hecho a patadas del equipo. No permito esas cosas».

«Joe, este es perfecto», le dijo Tellez. «Es la persona más sacrificada que jamás podrás encontrar».

«No».

Pero a la tercera, Douglas accedió a echar un vistazo a ese ejemplar. «Cuando Carl vino, lo primero que le dije fue: “Carl, aquí no vienes a correr para ganar dinero. Vas a correr para ser rápido, no en busca de dinero. ¿Tomas nota?”».

Cuando Douglas aterrizó en Europa por primera vez con Lewis, este ya se había hecho un nombre en los Campeonatos de Atletismo Universitarios, lo que tampoco impresionó demasiado a los europeos. «Me dijeron que me daban 400$ por él. Y yo respondí que perfecto. Y salió a la pista y lo hizo bien. Te puedo decir hasta la marca, la tengo en algún lado...», y Douglas vuelve a levantarse y entra de nuevo en la otra habitación, mira en su ordenador, se quita las gafas, comienza a investigar entre las hojas de resultados. «Veamos... Aquí está. Milán, 3 de julio. Carl acabó en segunda posición, con 10,31. Una marca respetable. Tampoco es que sea de las mejores del mundo...».

El teléfono sobre el escritorio de Douglas, junto al ordenador, comienza a sonar, y Douglas se queda mirándolo. Por fin contesta. «Athletics International... Hola, Prince, claro, ve a comer. Ya llegaremos. Hay un 80% de posibilidades de que lleguemos. Ochenta. Venga, hasta luego».

Según deja el auricular, musita: «Cincuenta por ciento». Entornando los ojos de nuevo ante sus hojas de resultados, continúa, «De Milán fuimos a Holanda, a la Haya, y Carl volvió a quedar segundo, y ganó otros 400$. Y nunca se quejó, nunca dijo una palabra. Luego siguió Estocolmo. Ahí quedó primero en longitud, y segundo en los 100. Helsinki...».

«Al final, Colonia, donde Carl no corrió todo lo bien que le hubiera gustado. Y en Zúrich, no corrió nada bien. Y siguió ganando 400$ por encuentro. Entonces llegó Copenhague, y allí le ofrecieron 1.800 por correr. Pero se acercó a mí y me dijo, “Entrenador, no estoy corriendo nada bien, creo que debería volver a casa y entrenar”».

«Ese fue el momento en el que mi instinto me dijo: este va a ser uno de los buenos. El dinero nunca fue una motivación para Carl. Jamás. Me dejó sorprendido. Porque cuando se celebran encuentros en pista, y luego te pasas por un bar, sobre todo vas a encontrarte a velocistas intentando ligarse a alguien. Es la reputación que tienen. Carl se iba a la habitación, y allí se quedaba. Tenía una gran disciplina. Estaba centrado. Eso me hizo estar seguro. Es lo que me hizo saber que iba a ser un corredor magnífico».