CAJAL

CAJAL

UN GRITO POR LA CIENCIA

JOSÉ RAMÓN ALONSO
JUAN ANDRÉS DE CARLOS

© De los Autores:
José Ramón Alonso
Juan Andrés de Carlos

© Next Door Publishers
Primera edición: octubre 2018

ISBN: 978-84-949245-0-7

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Diseño: Ex. Estudi
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Editora: Laura Morrón
Corrección: NEMO Edición y comunicación

A las jóvenes generaciones de científicos españoles, que luchan por un futuro mejor para todos.

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Agradecimientos

Los dos autores, que compartimos pasión por Cajal y trabajo y vocación como neurocientíficos, hemos contribuido de forma similar a este volumen, intercambiando información e intentando mejorar conjuntamente todos los textos. Ambos queremos agradecer públicamente su apoyo y ayuda a las siguientes personas e instituciones:

Santiago Ramón y Cajal Agüeras, sobrino-biznieto de Cajal, Jefe de Servicio de Anatomía Patológica del Hospital Valle de Hebrón y catedrático de la Universidad de Barcelona, por aceptar prologar esta biografía y por ceder unas pocas fotos familiares conservadas en el Archivo Pedro Ramón y Cajal.

Ana María Ramón Torcal, por proporcionarnos información sobre su familia y una foto para su publicación.

Fernando de Castro Soubriet por la cesión de algunas fotos conservadas en el Archivo De Castro.

Jorge Larriva, por ceder una foto conservada en el Archivo Lorente de Nó.

Instituto Cajal (CSIC), por su permiso para reproducir algunas fotos y dibujos originales de Cajal, conservados en dicho Instituto (Legado Cajal).

Paraninfo de Zaragoza por la reproducción de dos dibujos anatómicos.

Centro Documental de la Memoria Histórica. Archivos Estatales. Ministerio de Educación, Cultura y Deporte, por su permiso para reproducir el documento original de inscripción en una logia masónica.

Y a todos aquellos amigos anónimos que nos han animado a escribir este libro.

Muchas gracias.

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ÍNDICE

PRÓLOGO

1

Nada sugería quién sería después

Orígenes de Santiago Ramón y Cajal

Una familia humilde y sin horizontes

El padre de hierro

La infancia de un gamberro

El ansia por dibujar

Un mal estudiante

El descubrimiento de la fotografía

2

La forja de un investigador

Más se perdió en Cuba

La pasión por explorar

Cajal y la masonería

Las primeras cátedras

La vida familiar

El ajedrez y el cerebro

La manía deportiva

El bacteriólogo frustrado

Cajal hipnotizador

Por la regeneración de España

El patriotismo de Cajal

Cajal y los inventos

La implicación política

La defensa del escepticismo

La tertulia del café

3

El hombre que entendió a las neuronas

Su gran año

Las teorías de Cajal

El reconocimiento internacional

La base neuronal de la actividad cerebral

Nuevos descubrimientos, avalanchas de distinciones

El otro Cajal y la neuroanatomía comparada

4

El mito Cajal 181

Un profesor permisivo

Las academias y Cajal

Cajal y la divulgación científica

La Escuela de Cajal

Lo que se llevó la guerra civil

BIBLIOGRAFÍA

Prólogo

Es para mí un orgullo y gran honor escribir el prólogo de este libro sobre la vida y obra de don Santiago Ramón y Cajal, escrito por dos científicos y grandes conocedores de su figura: los doctores Juan Andrés de Carlos y José Ramón Alonso. Estos autores han conseguido reflejar las grandes aportaciones científicas, las anécdotas de la vida y los valores de Cajal de una manera cercana y amena.

Probablemente el lector no sepa que Cajal no quiso ser médico, pero que, para fortuna de la ciencia, cumplió con la voluntad férrea de su padre para serlo. Encontró así en la anatomía macroscópica y en la histología la forma de desarrollar su vocación hacia el dibujo y la pintura, lo que produjo esa «mágica» mezcla entre los talentos científico y artístico. Cajal supo plasmar, con una extraordinaria calidad artística, la exactitud de las imágenes histológicas, los tipos celulares y las conexiones del sistema nervioso, apenas superada por las técnicas fotográficas más actuales.

Los grandes avances y descubrimientos de Cajal están descritos ampliamente en este libro. Pero en estas líneas quiero incidir fundamentalmente en sus valores como científico y como persona, y en cómo podemos integrar a los futuros cajales en el siglo XXI.

Ramón y Cajal fue un personaje irrepetible para muchos, pero creemos que no debe ser divulgado como un «extraterrestre», sino como ejemplo para la promoción del mayor número posible de cajales en el mundo científico. Es evidente que tenía un talento extraordinario, así como unas cualidades humanas que fueron básicas en su carrera profesional.

Quiero destacar su tesón y perseverancia, ya que, como él mismo decía: «Toda obra grande es el fruto de la paciencia y de la perseverancia, combinadas con una atención orientada tenazmente durante meses, y aun años, hacia un objeto particular» (Los tónicos de la voluntad).

Asimismo, debemos señalar que Cajal fue todo un ejemplo de autoconfianza, tanto personal como científica. Como él mismo escribió: «Solo a un genio le es dado oponerse a la corriente y modificar el medio moral; bajo este aspecto es lícito afirmar que su misión no es la adaptación de sus ideas a la sociedad, sino la adaptación de la sociedad a sus ideas» (Los tónicos de la voluntad). Durante toda su vida fue un ejemplo de libertad científica e intelectual, en línea con su pensamiento. Defendió hasta el final sus ideas y descubrimientos, como en la famosa monografía ¿Neuronismo o reticularismo?, publicada un año antes de fallecer.

Quiero también destacar que, aunque Cajal trabajó de forma autónoma y autodidacta gran parte de su carrera, estuvo muy al día de los grandes avances científicos de su época. Desde su etapa en Barcelona, entendió la importancia de participar en conferencias y congresos internacionales y, de hecho, fue pionero posteriormente en impulsar la salida de jóvenes investigadores al extranjero. Esta visión de internacionalización fue una constante toda su vida.

Hoy en día la investigación científica ha evolucionado, es multidisciplinar y cada vez más global e interconectada. Pero ya, desde comienzos del siglo XX, nuestro protagonista aunó grupos complementarios y sinérgicos en el Instituto Cajal. Sin embargo, en contra de esa visión científica, en la actualidad muchos —o casi la mayoría de los grupos de investigación— son pequeños corpúsculos autogestionados, similares a las pymes empresariales. Esto lleva a que la investigación sea lenta y los recursos económicos y las personas no se incrementen como se debiera. Hay que promover la formación de programas reales de investigación y coordinar una organización activa y continua, como las iniciativas de investigación en red del Instituto de Salud Carlos III, impulsadas estos últimos años en España. Además, pensamos que habría que profesionalizar la infraestructura y los servicios técnicos de apoyo a la investigación.

Así, la gran pregunta es: ¿cómo podemos identificar e integrar a nuevos cajales en el entorno actual? Es evidente que habría que replantearse la evaluación de la investigación en el siglo XXI, donde sigue siendo básico el talento individual, pero donde también es necesario trabajar en equipos multidisciplinares. Con las métricas actuales dejaríamos al margen a investigadores que pueden ser rompedores, pero que no cumplen con los parámetros aceptados de forma oficial. Un ejemplo de estos últimos años es Francis Mojica, al que le costó mucho tiempo poder publicar su descubrimiento de las secuencias CRISPR, elementos fundamentales hoy en día en la edición genética. Cajal también anticipó estos problemas y financió su propia revista, para no estar fiscalizado y sesgado en sus trabajos. Por tanto, es un tema que hay pensar seriamente y consensuar. Una idea sería la que se implementa en grandes empresas tecnológicas (como Google o Microsoft), en las que se destina un porcentaje significativo de la financiación a la creatividad individual de los miembros del equipo de trabajo e investigación, que es donde suelen surgir las ideas más rompedoras.

El desafío de aceptar e integrar estos talentos en nuestras redes de investigación es el gran reto que tenemos en el siglo XXI. El ejemplo de Cajal puede ayudar a replantearnos los parámetros de investigación y las métricas actuales, y buscar fórmulas que puedan permitir el desarrollo, la financiación y la carrera científica de grandes talentos.

Como decía Cajal: «No hay recetas lógicas para hacer descubrimientos, y menos todavía para convertir en afortunados experimentadores a personas desprovistas del arte discursivo natural… Y en cuanto a los genios, sabido es que difícilmente se doblegan a las reglas escritas: prefieren hacerlas».

Santiago Ramón y Cajal Agüeras

Marzo, 2018

               1               

NADA SUGERÍA QUIÉN SERÍA DESPUÉS

Orígenes de Santiago Ramón y Cajal

Cajal, nuestro aragonés más internacional. ¿Aragonés?…, pero si nació en Navarra… Bueno, esto es cierto, aunque no todo el mundo lo sabe. La verdad es que es un poco lioso, pero nos lo cuenta el propio Santiago cuando el periódico ABC le hace una entrevista, el 4 de mayo de 1922, con motivo de su jubilación, y le piden, entre otras cosas, que aclare cuál es su patria chica. Bien es sabido que nace en un pequeño pueblo llamado Petilla de Aragón, que, aunque está enclavado al norte de la provincia de Zaragoza, pertenece administrativamente a Navarra desde comienzos del siglo XIII. A este respecto, declaraba Santiago en dicho periódico:

Poco importa que cariñosamente se discuta cuál es mi patria chica. Aragoneses fueron mis padres; en el Instituto Provincial de Huesca y en la Universidad de Zaragoza efectué mis estudios; pero nacer, propiamente nacer, nací en Petilla, pueblo navarro que aún continúa llamándose Petilla de Aragón, porque de Aragón fue y un rey de Aragón lo cedió a un monarca de Navarra para cancelación de deudas. Soy, y ese es mi orgullo, español.

Habiendo quedado claro esto, podríamos preguntarnos cuáles son los orígenes de sus ascendientes. Pues bien, todos ellos nacieron y vivieron en diversos pueblos del Serralbo y, por lo tanto, aragoneses por los cuatro costados. El Serralbo es una comarca de la provincia de Huesca que atesora una gran riqueza natural y paisajística, y que posee además iglesias medievales de importante valor artístico y cultural. Si nos fijamos en los ocho bisabuelos de Santiago, vemos que tres eran de Larrés, dos de Isín, uno de Aso de Sobremonte, uno de Senegüé y otro de Acumuer. Todos estos pueblos están situados en un entorno cercano, en las proximidades de los ríos Aurín y Gállego, entre las cabeceras de las comarcas de Biescas, al norte, y de Sabiñánigo, al sur. Para ser más precisos, la ascendencia paterna procedía de los pueblos Isín (de donde procede el apellido Ramón), Larrés y Senegüé, y la ascendencia materna de los pueblos Aso de Sobremonte (de donde procede el apellido Cajal), Acumuer y Larrés.

Larrés (Huesca). Foto tomada por Cajal. Legado Cajal, Instituto Cajal (CSIC), Madrid

1. Larrés (Huesca). Foto tomada por Cajal. Legado Cajal, Instituto Cajal (CSIC), Madrid

Justo Ramón Casasús (1822-1903). Archivo Pedro Ramón y Cajal

2. Justo Ramón Casasús (1822-1903). Archivo Pedro Ramón y Cajal

Antonia Cajal Puente (1819-1898). Archivo Pedro Ramón y Cajal

3. Antonia Cajal Puente (1819-1898). Archivo Pedro Ramón y Cajal

Aunque Santiago nacerá, por motivos circunstanciales (destino temporal de trabajo de su padre), en Petilla de Aragón (Navarra), los Ramón y Cajal provienen del pueblo oscense de Larrés, dado que sus padres nacieron en esta localidad: Justo Ramón Casasús, el 6 de agosto de 1822, en el seno de una familia de labradores, y Antonia Cajal Puente, el 13 de julio de 1819, en una familia de tejedores. Ascendencia bastante humilde, como reseñamos en estas líneas y ampliaremos en el siguiente capítulo.

Larrés está enclavado a la entrada del valle del Aurín, a novecientos doce metros de altitud, y tiene como telón de fondo las cumbres pirenaicas. Dista unos cinco kilómetros de Sabiñánigo, a cuyo ayuntamiento pertenece, y su historia está ligada a la de su castillo, cuya referencia histórica más antigua se remonta al año 1035, comienzo del reinado de Ramiro I.

La influencia que tuvieron siempre los señores de Larrés en la vida de los larresanos fue notoria. Sin embargo, a partir de las desamortizaciones del siglo XIX, el castillo de Larrés entró en decadencia y comenzó su abandono. Los Urriés, marqueses de Ayerbe y señores de Larrés, se trasladaron a Zaragoza y vendieron el castillo, ya ruinoso, a comienzos del siglo XX. En 1983, los bisnietos de su propietario, los hermanos Castejón Royo, donaron el castillo a la asociación Amigos de Serrablo, que, tras restaurarlo, lo convirtió en el único museo de España dedicado íntegramente al dibujo.

Contiene cerca de tres mil obras de unos setecientos autores, y constituye una de las colecciones más completas y representativas del arte español del siglo XX. Es espectacular, merece la pena hacerle una visita. Denominado en la actualidad como Museo de Dibujo Julio Gavín «Castillo de Larrés» en honor a Julio Gavín, director del mismo hasta su fallecimiento.

Por las ruinas de este castillo correteó de niño Santiago Ramón y Cajal y, años más tarde, en 1900, lo fotografiaría en una visita familiar a su pueblo paterno.

Una familia humilde y sin horizontes

En 1963, Adolfo Castillo dedicó su discurso de entrada en la Real Academia de Nobles y Bellas Artes de San Luis a la genealogía de Santiago Ramón y Cajal. En ese texto comenta lo siguiente:

Se da por seguro que los Cajal descienden por varonía del rey Bermudo de León, que tuvo amores con la ricahembra doña Clara de Benavides, hija de don Mendo, poderoso señor de Galicia. De este consorcio nacieron dos hijos: don Sancho y doña Sol de Benavides, el primero, sucesor en los ricos heredamientos de su abuelo materno, y la segunda, casada con Íñigo Arista, primer rey de Pamplona y quinto monarca de Sobrarbe, si hemos de dar fe a nuestras vernáculas tradiciones patrias.

A don Santiago le habrían hecho gracia esos supuestos orígenes nobles. Él, que se sentía sin duda parte del pueblo, y que tenía muy claras la modestia y escasez de medios de la familia en que se había criado, de repente era descendiente de reyes, señores y magnates. Nunca se lo hubiera imaginado, aunque una genealogía así no es de extrañar. Según vamos retrocediendo en el tiempo, por un lado, tenemos más antepasados: dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos… Y por otro lado, la población es más y más escasa. En la época medieval que comenta Adolfo Castillo, se calcula que, entre los años 750 y 1100, la población peninsular no superó los cuatro millones de habitantes. Por lo tanto, no es de extrañar que por nuestras venas corra la sangre de reyes y nobles, al igual que la de muchos agricultores, alfareros y soldados.

En cualquier caso, parece que en esa época, en torno al siglo IX, tuvo su origen su peculiar apellido materno. Doña Sol fue quien atrajo hacia las tierras aragonesas a su sobrino, Sancho García de Benavides, el cual se puso al servicio de su tío para luchar contra los moros. En uno de esos combates entre musulmanes y cristianos, don García de Benavides tuvo un enfrentamiento con el infante sarraceno Aben Alfaje, hijo de cierto régulo moro llamado Ibn Abdalá. El cristiano rompió su espada en la armadura del príncipe musulmán, pero evitó que este aprovechara su desventaja agarrando un madero que había por las inmediaciones y dándole con él un soberbio estacazo en toda la boca. El resultado es que rompió la mandíbula al príncipe moro y sus dientes quedaron esparcidos por el suelo. En dialecto aragonés, «muela» se dice «caxal», por lo que don García de Benavides pasó a ser conocido como don García Caxal, o Cajal, en recuerdo de su habilidad extrayendo dientes. Tres muelas adornaron desde entonces su escudo de armas.

Castillo Genzor indica que este relato es de tradición novelesca, y que está basado en la única y dudosa autoridad de un cronicón familiar muy posterior a tales sucesos. En los siguientes siglos, los Cajal van acrecentando sus méritos y servicios a la dinastía de Pamplona. Un Pedro Cajal muere en 1094 frente a las murallas de la musulmana Huesca; otro es enviado a Castilla como embajador de Aragón; una María Teresa Cajal es señora de Tarazona y Borja, y funda la catedral de la primera de estas dos villas; y un noble apellidado de Atarés y Cajal, señor de Borja, estuvo a punto de heredar la corona de Aragón al morir Alfonso el Batallador, antes de ser elegida la candidatura del monje Ramiro.

Siglos después, los Cajal figuran entre las primeras veinte familias pobladoras de la localidad de Biescas. Sin embargo, los pueblos altoaragoneses tienen pocos recursos y mantienen la tradición del mayorazgo: el hijo primogénito hereda las tierras y los demás deben perseguir un futuro sin poder disponer de la hacienda familiar. Así, sucesivas generaciones de cajales van saliendo de Biescas para buscarse la vida en otras localidades y otras comarcas. Uno de ellos es don Lorenzo Cajal, segundón en su familia, por lo que no puede heredar, y que se quedó inicialmente en Aso de Sobremonte.

En la actualidad, la mayoría de nuestros objetos de consumo son producidos en fábricas y transportados, a menudo, desde otros países. Hace cien años no era así. Los pueblos tenían una enorme diversidad de oficios y había muchos labradores, afiladores, cereros, aguadores, barberos, alfareros, colchoneros, guarnicioneros, arrieros, pastores, canteros, enterradores, cordeleros, lavanderas, carboneros, herreros, carpinteros, y fabricantes de carros, cucharas, toneles, albardas, cestos y muchas cosas más. La mayoría tenían algo de ganado, como una vaca o unas ovejas, o criaban unos conejos y unas gallinas; también eran cazadores y pescadores, y en general, combinaban oficios. Era muy común que, en los meses de invierno, cuando apenas se podía hacer nada en el campo, los labradores se convirtieran en tejedores, tintoreros o hacheros, y sacaran unos dineros, escasos siempre, trabajando en el telar, tiñendo telas o cueros, o sacando tablas con el hacha. Esos, y no los otros de reinos y señoríos, son los antecedentes familiares de Santiago Ramón y Cajal.

Lorenzo Cajal aparece en los registros de la parroquia de Aso como tejedor. Tras su matrimonio en Larrés con Isabel del Puente y Satué, se trasladó a esta localidad y fijó allí su residencia. En esta villa nació doña Antonia Cajal, madre de Santiago Ramón y Cajal, la pequeña tras cinco hijos varones. Santiago la describe como una «hermosa y robusta montañesa», y debió de criarse en un ambiente muy humilde donde los ingresos del padre, simple tejedor de pueblo, apenas cubrían las necesidades mínimas. Sus hijos la recordarán como un «dechado de economía ahorrativa, plegándose obedientemente a las previsiones, a veces excesivas, de su marido, siempre atormentado por el sagrado temor a la pobreza».

De la rama paterna sabemos mucho menos. El apellido Ramón es también originario de la provincia de Huesca, del pueblo de Isín, se extiende posteriormente a la provincia de Zaragoza, y se radica en la zona norte, en la comarca de las Cinco Villas. Don Justo Ramón, el padre de don Santiago, era el tercero de cuatro hermanos y nació en una familia de modestos agricultores. Este hombre es clave en la trayectoria de Santiago y hablaremos de él en el siguiente capítulo. En la época en la que Justo Ramón y Antonia Cajal nacieron en Larrés, el pueblo contaba con cuarenta casas y unos doscientos habitantes (doscientos veinticuatro en el censo de 1830). En casa de los Ramón vivían seis personas y en casa de los Cajal, ocho.

De todo esto, se pueden extraer varias conclusiones básicas: que las raíces familiares de don Santiago eran, sin duda, aragonesas, y que provenía, a pesar de esa historia de don García Caxal, de familias humildes, con una cultura mínima, sin nada que se pareciese ni de lejos a un lujo, y acostumbrados, por mor de la tradición del mayorazgo, a trabajar duro para salir adelante, con esfuerzo y constancia, sin deberle nada a nadie. Esos son los genes de Santiago Ramón y Cajal.

El padre de hierro

Para entender la vida y la obra del gran neurocientífico, es fundamental hablar de su padre. Justo Ramón Casasús, padre de don Santiago, era hijo tercero por lo que no heredaría tierras y tendría que buscar cómo ganarse la vida. Empezó trabajando el campo de niño y realizando tareas de pastor mientras vivía en casa de sus padres. No debió de ir apenas a la escuela y era analfabeto. Con tan solo dieciséis años abandonó la casa paterna para intentar mejorar, y se colocó de mancebo de un cirujano en Javierrelatre, un pequeño pueblo en la provincia de Huesca. En aquella época los cirujanos rurales eran considerados médicos menores y se les conocía popularmente como «sangradores» o «barberos». Estos lo mismo te afeitaban, te hacían una sangría, te sacaban una muela o te restañaban una herida. Fue su primer contacto con algo relacionado con la medicina y, con permiso de su amo y utilizando sus libros, aprendió, por su cuenta, a leer y a escribir.

Cuatro años más tarde, en 1843, con veintiún años, gracias a sus míseros ahorros y unos reales que le prestó uno de sus hermanos, dejó ese empleo y echó a andar hacia Zaragoza —ciento diecisiete kilómetros—, donde se colocó en una barbería del Arrabal. Al mismo tiempo que trabajaba allí, se puso a estudiar y consiguió sacar el bachillerato con muy buenas notas, así como los dos primeros cursos de los estudios de cirujano de segunda clase.

Justo Ramón tuvo siempre una sólida ambición y una voluntad de hierro. Al poco tiempo, sin decirle nada al barbero para el que trabajaba, preparó unas oposiciones para una plaza de practicante en el Hospital Provincial. Aunque solo se había convocado una plaza y se presentaron veinticinco aspirantes, ganó la oposición. La plaza incluía residencia, manutención en el edificio del hospital y tres duros de sueldo. Aunque esa plaza significaba ya cierta estabilidad y un modesto porvenir, a pesar de que años después recordaba el magnífico trato que recibió en aquel puesto, don Justo no quería pasarse la vida de practicante y decidió terminar sus estudios de cirujano de segunda. Sin embargo, la reforma educativa de 1845 truncó sus planes. Este cambio legislativo intentaba poner orden en el caótico sistema universitario español, ya que algunos de sus centros tenían una calidad ínfima. La enseñanza de la medicina fue suprimida en Zaragoza en un proceso que culminó en 1857 con la Ley Moyano, que dejó en España seis facultades de Medicina, entre las que no estaba la de la capital del Ebro. Justo Ramón no se arredró, dejó la tranquilidad del puesto obtenido y las comodidades que tenía en Zaragoza, y se marchó, de nuevo a pie, a Barcelona, el lugar más cercano donde podía continuar sus estudios.

Tras sufrir dificultades y privaciones, consiguió un trabajo en una barbería de Sarriá, tras haber pactado con el dueño que podría ir a clase y continuar sus estudios de cirujano. Su economía, con ese acuerdo que seguro redujo sus ingresos, no era boyante, y los domingos y festivos instalaba un puesto de barbero en el puerto para atender a marinos y transeúntes. Cuando su jefe se enteró de que trabajaba también por su cuenta, le despidió, así que abrió una modesta barbería cerca del puerto, un trabajo que siguió compaginando con sus estudios. Pero sus problemas no acabaron ahí. Como consecuencia de los tumultos y revueltas que afectaron a la ciudad condal en la revolución de 1847, las baterías de Montjuïc abrieron fuego sobre la ciudad y un proyectil cayó en la barraca donde trabajaba don Justo, la destruyó y lo dejó herido en un muslo. A pesar de los pesares, no se desalentó, Justo Ramón terminó sus estudios de cirujano de segunda clase y regresó a su Larrés natal, sin trabajo, pero con su título de cirujano.

Allí se reencontró con una mujer a la que conocía desde que eran niños: Antonia Cajal. La pareja entabló relaciones, pero Justo Ramón necesitaba encontrar un trabajo para poder vivir y formar una familia. Afortunadamente para la joven pareja, en enero de 1848 consiguió un contrato de cirujano en la cercana villa navarra de Petilla de Aragón, enclavada en la provincia de Zaragoza, como ya se ha comentado.

El contrato, que aún se conserva, especificaba detalladamente los deberes que Justo Ramón debía asumir:

Visitar a los enfermos tan pronto como se le avise y a los enfermos que ya le conste que lo son deberá visitar una vez por la tarde y otra por la mañana.

Rasurar a los vecinos de esta villa cuando se presenten en la barbería y por turno que vayan llegando a ella, así como dejar una tijera para que los vecinos se corten el pelo mutuamente.

Curar las enfermedades venéreas y la sarna.

El empleo también llevaba aparejado «casa franca que será la que el ayuntamiento tiene encima de la casa consistorial de esta villa», y allí se trasladarán Justo y Antonia después de celebrar su boda en la iglesia parroquial de Larrés, el 11 de septiembre de 1849.

Casa natal. Petilla de Aragón (Navarra). Foto tomada por Cajal. Legado Cajal, Instituto Cajal (CSIC), Madrid

4. Casa natal. Petilla de Aragón (Navarra). Foto tomada por Cajal. Legado Cajal, Instituto Cajal (CSIC), Madrid

Ermita Virgen de Casbas. Ayerbe (Huesca). Acuarela realizada por Cajal. Legado Cajal, Instituto Cajal (CSIC), Madrid

5. Ermita Virgen de Casbas. Ayerbe (Huesca). Acuarela realizada por Cajal. Legado Cajal, Instituto Cajal (CSIC), Madrid

Don Justo ejercerá de cirujano de segunda clase en Petilla desde 1848 hasta 1853. El partido médico era —según señala Santiago en su autobiografía— de los llamados «de espuela»; es decir, tenía anejos, pequeños caseríos y casas aisladas que había que recorrer a caballo. En esa casa nacerá su primer hijo, Santiago Felipe, el primero de mayo de 1852. Santiago vivirá allí solo diecisiete meses, pues su padre cambia de localidad de trabajo. Regresará a Petilla una sola vez en su vida, con cuarenta años, a conocer el pueblo que le vio nacer. La pobreza del pueblo le causó una honda impresión: «Deploro no haber visto la luz en una gran ciudad…, debí contentarme con un villorrio triste y humilde…, decoración austera con la que la naturaleza hirió mi retina virgen y desentumeció mi cerebro». Sin embargo, la acogida de sus paisanos, a los que califica de «rudos pero honrados montañeses», ganó su estima y su aprecio, y siempre se refirió a su pueblo con cariño.

En octubre de 1853, Justo Ramón consigue el nombramiento de cirujano titular en el pueblo de Larrés. Por aquella época, esta localidad no debía de tener más de doscientos habitantes. Allí nace su segundo hijo, Pedro, que llegaría a ser médico y científico de primer nivel, aunque sea poco conocido, pues siempre permaneció a la sombra de su hermano Santiago. Sin embargo, a pesar de tener allí amigos y familia, don Justo se enfrenta con las autoridades municipales y, a principios de 1856, solicita y obtiene la plaza de cirujano de Luna, un pueblo de la provincia de Zaragoza. En esta localidad residirán menos de un año, y se trasladarán al cercano pueblo de Valpalmas. Allí comienza la educación de Santiago; empieza a ir a la escuela y su padre lo lleva todas las tardes, después del trabajo, a una cueva donde se solían cobijar los pastores de la zona, y le imparte nociones de francés, aritmética, geografía, física y gramática. La verdad es que a don Justo le gustaba enseñar, dado que pensaba que «la ignorancia era la mayor de las desgracias y el enseñar, el más noble de los deberes».

En 1857, los Ramón y Cajal tienen su primera hija, a la que bautizan con el nombre de Pabla. Al año siguiente, Justo Ramón, con treinta y cinco años, concluye que no quiere seguir siendo cirujano de segunda toda su vida, y decide volver a estudiar, con el fin de alcanzar la titulación superior de médico-cirujano. Solicita un suplente que atienda su plaza de Valpalmas y le comunica a su esposa que se marcha a Madrid para obtener la licenciatura en Medicina. Planifica su intendencia dividiendo sus ahorros por la mitad; le deja a Antonia una parte y se lleva la otra para poder mantenerse en la capital. En 1859 nace su última hija, Jorja, y en el verano de 1860 don Justo ya está de vuelta. En Madrid cursa y aprueba cuatro asignaturas de la carrera de Medicina, pero concluye los dos cursos que le quedan en la Universidad de Valencia, donde consta que obtiene la licenciatura en Medicina el 20 de marzo de 1862. Con el título en su poder y el legítimo deseo de prosperar, solicita un partido médico mayor en la villa de Ayerbe, y este le es concedido, por lo que se establece allí y, poco a poco, va consiguiendo reputación y clientela.

Es en este nuevo ambiente, donde su hijo primogénito, Santiago, disfruta de la naturaleza y adquiere una de las aficiones que más arraigará en su vida: la pintura y el dibujo. Sin embargo, no destaca en sus estudios escolares, cosa que preocupa a su padre. Este, médico respetado y con abundante clientela en el pueblo, con el paso del tiempo, vuelve a tener ciertos desencuentros con el ayuntamiento; debía tener un carácter de armas tomar. Así que decide abandonar temporalmente la villa y se traslada, con toda la familia, primero a Sierra de Luna y luego a Gurrea de Gállego. Poco tiempo después, se reconcilia con el consistorio de Ayerbe y regresan al pueblo. A Santiago lo manda a estudiar el bachillerato al colegio de los Padres Escolapios de Jaca. Allí permanecerá un año, pero los malos resultados académicos hacen que su padre lo cambie al instituto de Huesca para terminar sus estudios, donde coincidirá con su hermano Pedro. Posteriormente, cuando en 1870 Santiago inicia los estudios de Medicina en Zaragoza, su padre decide acompañar a su hijo primogénito y abandona su cómoda posición en Ayerbe para trasladarse, con toda la familia, a la ciudad aragonesa. Don Justo se presenta a unas oposiciones de médico de la beneficencia provincial y gana el puesto. Poco después, solicita un puesto en la universidad y el decano de la Facultad de Medicina, don Genaro Casas, amigo y condiscípulo suyo, le confiere el cargo de profesor interino de Disección, con lo que don Justo se convierte en profesor de su hijo, y lo instruye en el conocimiento de la anatomía. Sin embargo, no logra nunca ganar esta plaza en propiedad y renunciará a ella el 8 de marzo de 1883, con sesenta y un años. Desde entonces, su vida laboral pasará a ser exclusivamente clínica como médico de la beneficencia.

Justo Ramón —este es un dato conocido recientemente— obtuvo un doctorado en Medicina y Cirugía por la Universidad Central de Madrid en el año 1878. La memoria de dicha tesis, titulada «Consideraciones acerca de la doctrina organicista», se conserva en el fondo histórico de la biblioteca de la Facultad de Medicina de dicha universidad. Su hijo Santiago había defendido su tesis doctoral con el título «Patogenia de la inflamación» en la misma Universidad Central de Madrid, en 1877; es decir, un año antes que su padre. Lo más curioso es que ambas tesis son, como no podía ser de otra manera en la época, manuscritas, y un análisis grafológico ha mostrado que fueron escritas por la misma persona: Santiago Ramón y Cajal. Sin embargo, la comparación léxica y sintáctica de los textos no parece indicar que ambos fueran redactados por Santiago, aunque se aprecie alguna similitud de ideas, cosa por otra parte lógica entre personas que mantenían una cierta afinidad doctrinal y que habían colaborado durante varios años en la Facultad de Medicina de Zaragoza.

Hay también otro dato poco conocido, pero que es importante, pues aclara los graves conflictos que existieron entre padre e hijo, hecho nunca explicado y, por tanto, no entendido. Justo Ramón mantiene una actitud ambivalente con su hijo Santiago. Por ejemplo, no está contento cuando decide contraer matrimonio con Silveria Fañanás y, sin embargo, le apoya en momentos duros de su carrera profesional, como cuando Santiago se presenta a la cátedra de Madrid. Es la plaza más apetecible del país y, aunque Santiago tiene ya un merecido prestigio internacional, se ponen en marcha todas las maquinarias, influencias e incluso público afín, que vitorea a su amigo e insulta al contrincante. Santiago, que ha dejado sola a su mujer en Barcelona con una recua de niños pequeños y que ve que sus ahorros se están fundiendo en un proceso que se alarga sin fecha final, está cada vez más nervioso y finalmente desesperado. En uno de los viajes a Barcelona causados por las suspensiones intermitentes de la oposición, para en Zaragoza a ver a su padre y le comenta su intención de tirar la toalla. Justo Ramón —y hay que imaginarle con su carácter— saltó furioso: «¡Pero si eso es justamente lo que quieren!, que te aburras y te retires: yo no lo he de consentir. Ahora mismo me dejas aquí a tu mujer y a tus hijos, te vuelves a Madrid, te buscas una buena casa de huéspedes y esperas meses o años al final de las oposiciones», y le ofreció el dinero que necesitaba. No hizo falta tanto tiempo. Las oposiciones llegaron a término y el tribunal propuso a Santiago por unanimidad, el 10 de febrero de 1892. En abril de ese año se incorpora a su cátedra el mejor investigador que ha tenido la universidad española.

Y, a pesar de esa intensa relación, ¿por qué años más tarde padre e hijo dejan de hablarse y prácticamente interrumpen su comunicación? La cuestión es que don Justo, y este es el dato poco conocido, ya viviendo en Zaragoza y con sesenta años, entabla relaciones con una jovencita natural de Castellón —nacida en El Bojar el 5 de julio de 1860 y, por lo tanto, treinta y ocho años menor que él—, de nombre Josefa Albesa Arrufat. De esa relación, lógicamente mantenida a espaldas de su mujer, doña Antonia, nace un hijo el 16 de marzo de 1883, al que ponen de nombre Ramón. Don Justo asume completamente este desliz en su matrimonio y nunca abandonará a Josefa y su nuevo hijo, aunque tampoco se separará de su mujer legítima. Mantener dos casas y dos vidas en la Zaragoza de 1880 no debió de ser algo muy discreto, dada la reducida población y que don Justo era una persona bien conocida, debido a sus cargos de médico titular de la beneficencia provincial y profesor de la universidad. La situación debió de llevar a un profundo malestar en la familia Ramón y Cajal, con el consiguiente dolor por parte de doña Antonia y, hasta donde sabemos, el rechazo de su hijo Santiago.

Cuando el 23 de agosto de 1898 fallece Antonia Cajal, sus hijas Pabla y Jorja, ayudadas por un sacerdote de apellido Pellicer, convencen a don Justo para que regularice su estado y contraiga segundas nupcias con Josefa Albesa, cosa que hace. Don Justo fallece poco después, en 1903, con ochenta y un años. Para entonces, su quinto hijo, Ramón Albesa, ya ha cumplido veinte años y, meses antes del deceso, es visto empujando la silla de ruedas en la que sacaba a pasear a su padre, don Justo, por las calles de Zaragoza.

Familia Ramón Albesa. A la izquierda, Josefina Albesa, segunda mujer de Justo Ramón. En el centro, con gafas, Ramón Ramón Albesa, hijo de ambos, con su mujer y sus hijos. Foto cedida por Ana María Ramón Torcal, bisnieta de Justo y Josefina

6. Familia Ramón Albesa. A la izquierda, Josefina Albesa, segunda mujer de Justo Ramón. En el centro, con gafas, Ramón Ramón Albesa, hijo de ambos, con su mujer y sus hijos. Foto cedida por Ana María Ramón Torcal, bisnieta de Justo y Josefina

Esa relación adúltera fue el motivo del gran enfado de Santiago con su padre, pues nunca le perdonó el daño que le había hecho a su madre. Cuando fallece don Justo, la única persona de la familia que se preocupa de Josefa y de su hijo Ramón es Pedro Ramón y Cajal, que vive en Zaragoza y los visita periódicamente. Sin embargo, Santiago, instalado ya en Madrid, ignora a ese hermanastro y no mantiene ninguna relación con él ni con su madre.

A pesar de estas desavenencias filiales, Santiago admiró a su padre y siempre habló de él con respeto. Quizá tenía muy presente lo mucho que se parecían:

De la belleza de mi madre, que yo aún recuerdo, y de su excelente carácter ni un solo rasgo se transmitió a los cuatro hermanos, que nos parecemos, en lo físico y en lo moral, a nuestro padre.

Cajal, en su autobiografía, nos habla de esas prendas morales que su padre le dejó en herencia:

[…] la religión de la voluntad soberana; la fe en el trabajo; la convicción de que el esfuerzo perseverante y ahincado es capaz de modelar y organizar desde el músculo hasta el cerebro, supliendo deficiencias de la Naturaleza y domeñando hasta la fatalidad del carácter, el fenómeno más tenaz y recalcitrante de la vida. De él adquirí también la hermosa ambición de ser algo y la decisión de no reparar en sacrificios para el logro de mis aspiraciones, ni torcer jamás mi trayectoria por motivos segundos y causas menudas. De sus excelencias mentales, faltome, empero, la más valiosa quizá: su extraordinaria memoria.

Con esas dotes, Santiago Ramón iniciará su trayectoria vital y profesional.

La infancia de un gamberro

Cuando a Santiago Ramón y Cajal le propusieron escribir un libro sobre su infancia, con el objetivo de usarlo para instruir a los niños, él contestó que esa etapa de su vida «no era nada educadora». No le faltaba razón, o quizá sí. Fue todo lo contrario a lo que se consideraba un niño modelo, a lo que se demandaba de un muchacho en su época o, incluso, en la nuestra: que fuera disciplinado, estudioso, dócil, aplicado, respetuoso… Muy al contrario, Santiago fue díscolo, mal estudiante, causó continuos enfados a su padre y profesores, se metió en mil peleas con puños y piedras, y estuvo varias veces a punto de matarse (como cuando trepó a un risco para ver los polluelos de un águila y no encontraba la forma de bajar, o cuando saltó sobre el hielo en la balsa congelada de un molino y se hundió en el agua gélida sin encontrar la abertura desde debajo de la gruesa costra de hielo). También hizo cosas que no se pueden considerar como travesuras, sino que entran directamente en la categoría de gamberradas, como puede ser comprarse una pistola o fabricar un cañón ahuecando un tronco, cuyo primer y último disparo abrió un enorme boquete en la puerta nueva de un vecino. Como castigo le llevaron tres días a la cárcel del pueblo con el beneplácito de su padre, que pidió que se le privase de alimento durante la duración del encierro. Orgulloso, lo que peor llevó de su cautiverio fue que «una caterva de chicos y mujeres se agolpó al pie de las rejas para contemplar y burlarse del preso. Esto no lo pude sufrir, y saliendo de mi apatía, agarré un pedrusco y amenacé con descalabrar a cuantos se encaramaran en la reja». Tenía once años.

Por otro lado, el futuro premio Nobel está ya en ese muchacho. El vigor físico que le salvaría la vida en Cuba lo adquiere, en primera instancia, corriendo por los campos y montañas de Aragón durante su niñez y adolescencia y, posteriormente, durante sus años de carrera en Zaragoza, en el gimnasio del Sr. Poblador, donde entrena su musculatura con pesas. Las capacidades de concentración en su trabajo y de avanzar en solitario en su investigación encajan con la familiaridad con la que acepta estar solo en la naturaleza y con la contemplación asidua de los fenómenos que realiza en los pueblos en los que vive de niño. El dominio del dibujo y el color con el que hace pequeñas composiciones y caricaturas de sus profesores evolucionará para ser uno de los pocos científicos que hace sus propias ilustraciones —magníficas, por cierto— de sus descubrimientos. La destreza manual y la rapidez mental que ejercita en el juego con sus compañeros las usará para dominar las principales técnicas de estudio del sistema nervioso y para diseñar otras nuevas. La construcción de armas y utensilios evolucionará hacia el Cajal inventor que mejora los aparatos disponibles, y aumenta su eficacia. El hábito de las largas lecturas, contraído en sus escapadas por el tejado, lo convertirá en el profesor que está al tanto de las publicaciones de sus colegas, que conoce las novedades científicas, y que intercambia artículos y revistas con los principales investigadores europeos de su disciplina. La recolección de huevos y pájaros y su clasificación encajan con el neurobiólogo que estudiará la variedad de las neuronas y las describirá y ordenará para siempre. El análisis de los huesos que hace en un granero es el paso inicial para ser catedrático de anatomía, primero, y uno de los grandes de la anatomía microscópica, después. Su rebeldía, su capacidad de esfuerzo, su sobriedad, su patriotismo, su inventiva, su calidad moral…, todo eso que nos maravilla en el Cajal calvo y canoso está ya en el Santiagué de pantalones cortos, que recorre los campos de Huesca y Zaragoza.

Él mismo dijo: «Durante mi niñez fui criatura díscola, excesivamente misteriosa, retraída y antipática». El primer aviso del futuro de Santiago ocurrió en la villa de Luna, en la provincia de Zaragoza, cuando tenía tres o cuatro años escasos. Estaba jugando en las eras del pueblo cuando tuvo la endiablada ocurrencia de apalear a un caballo. El animal, irritado, le sacudió una formidable coz en la frente, con lo que cayó sin sentido, bañado en sangre y tan malparado que le dieron por muerto. Vamos a pensar que fue el legendario duro cráneo de los aragoneses y navarros lo que, afortunadamente, protegió aquel joven cerebro que luego daría tanto fruto.

Los continuos saltos de localidad, siguiendo los distintos puestos de trabajo de su padre, tampoco fueron fáciles. Al trasladarse la familia a Ayerbe, Santiago tuvo un verdadero «recibimiento»:

Mi aparición en la plaza pública de Ayerbe fue saludada por una rechifla general de los chicos. De las burlas pasaron a las veras. En cuanto se reunían algunos y creían asegurada su impunidad, me insultaban, me golpeaban a puñetazos o me acribillaban a pedradas.

Pero también es sintomático que allí se sintió integrado, uno más, y termina el párrafo de arriba con la frase: «¡Qué bárbaros éramos los chicos de Ayerbe!».

El forano, como le llamaban, el forastero, se fue integrando, aprendió la jerigonza de la zona, se incorporó a la vida social, y fue tomando parte en los juegos colectivos, en las carreras y luchas de cuadrilla a cuadrilla, y «en toda clase de maleantes entretenimientos con que los chicos de pueblo suelen solemnizar las horas de asueto». Una vez amainada la hostilidad con que fue recibido, Santiago participa en las diversiones de los chicos de su edad: «Tomé parte en los juegos del peón, del tejo, de la espandiella, del marro, sin olvidar las carreras, luchas y saltos en competencia».

Pero también aclara que esos juegos inocentes se alternaban

[…] con diversiones harto más arriesgadas y pecaminosas. Las pedreas, el merodeo y la rapiña, sin consideración a nada ni a nadie, constituían el estado de natural de mis traviesos camaradas. Descalabrarse mutuamente a pedrada viva, romper faroles y cristales, asaltar huertos, y en la época de la vendimia, hurtar uvas, higos y melocotones: tales eran las ocupaciones favoritas de los zagalones del pueblo, entre los cuales tuve pronto la honra poco envidiable de contarme.

Aun participando en todo ello, Santiago pone sus límites morales: «Algo hubo, con todo eso, en que mi caballerosidad nativa no se transigió jamás: fue el abuso de fuerza con el débil, así como la agresión injusta y cruel».

Debido a la actividad física constante, Cajal se fortalece:

Merced a gimnasia incesante, mis músculos adquirieron vigor, mis articulaciones agilidad y mi vista perspicacia. Brincaba como un saltamontes; trepaba como un mono; corría como un gamo; escalaba una tapia con la viveza de una lagartija, sin sentir jamás el vértigo de las alturas, aun en los aleros de los tejados y en la copa de los nogales, y, en fin, manejaba el palo, la flecha y sobre todo la honda, con singular tino y maestría.

Santiago va encabezando y organizando muchas de esas actividades, lo que le da muy mala fama en el pueblo:

¿Había que armar una cencerrada contra viejo o viuda casados en segundas o terceras nupcias? Pues allí estaba yo disponiendo de tambores y cencerros… ¿Disponías una pedrea en las eras cercanas o camino de las fuentes? Pues yo cargaba con el delicado cometido de fabricar las hondas…

Algo llamativo es su pasión por las armas, ya que construye varios cañones, arregla una escopeta vieja de su padre para ir a disparar por ahí, fabrica pólvora y balines, y construye también arcos, lanzas, hondas, flechas… Cuenta así cómo usaba las flechas fabricadas para hacer «guerras antiguas» con los otros chavales del pueblo:

Comprenderá el lector que tamañas flechas, que en mis luchas con camaradas solía embolar, a fin de no herir gravemente, no se empleaban exclusivamente en vanos simulacros de guerra antigua; servían también para menesteres más utilitarios. Cazábamos con ellas pájaros y gallinas, sin desdeñar los perros, gatos y conejos, si a tiro se presentaban.

El padre intentaba poner freno a esos desmanes utilizando los criterios pedagógicos de la época: «Tan arriesgadas empresas cinegéticas costáronme soberbias palizas, disgustos y persecuciones sin cuento». Las tundas no fueron con el tiempo a menos y Santiago lo cuenta así en su autobiografía Mi infancia y juventud: «El anuncio de estas zurras paternas, las cuales, por lógica progresión y por adaptación adecuada al acorchamiento de nuestra piel, se iniciaron con vergajos y terminaron con trancas y tenazas, infundíanos verdadero terror».

Aquel miedo hacía que las travesuras se complicaran y multiplicaran su alcance. Una vez que hizo novillos y lo pillaron, temiendo el castigo de su padre, se escapó de casa con su hermano y estuvieron varios días viviendo en el monte solos, comiendo frutas y raíces. Su padre, que no había parado de buscarlos, los encontró durmiendo tranquilamente en un horno de cal, los ató codo con codo y se los llevó de vuelta al pueblo de esa guisa; todos se rieron de ellos al verlos aparecer así atados y seguidos por el padre enfurruñado. Con los años la cosa no fue mejorando: «Merecida o exagerada, mi fama de pícaro y de travieso crecía de día en día, con harto dolor de mis padres, que estallaban en santa indignación». Y ese carácter, con unos compañeros que no le iban mucho a la zaga, se nota también en el aula, como cuando cuenta de las clases que daba don Antonio Aquilué, maestro de latín:

Allí se alborotaba, se hacían monos, se leían novelas y aleluyas, se fumaba, se disparaban papelitos, se jugaba a las cartas […]. Llegado el buen tiempo, surcaban el aire, arrojados por manos invisibles, pájaros y hasta murciélagos. Otras veces la emprendíamos con las antiparras o la chistera del dómine, las cuales, prendidas del hilo que sostenía un pillete, abandonaban suavemente la plataforma, pareciendo asentir, según el capricho del desvergonzado discípulo, a las razones del profesor. Impelidas por arcos de goma, volaban hacia la plataforma bolitas de papel, que rebotaban a menudo, ya en el birrete, ya en la calva del venerable anciano, quien más de una vez, indignado y furioso por tanta desconsideración y cinismo, echábanos con cajas destempladas a la calle.