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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2004 Laura A. Shoffner

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La danza de los deseos, n.º 254 - noviembre 2018

Título original: The Wrong Man

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-238-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

RÁPIDOS de espumeante agua, traicioneros terrenos escarpados, rodeos en calidad de amateur. Hasta hacía bien poco, Trent Baker había vivido corriendo riesgos y acostumbrado a salir airoso de todos los obstáculos. Sin embargo, nada lo había preparado para lo que significaba ser padre soltero.

—Kylie, tesoro, llegarás tarde al colegio.

—Tengo que encontrarlo, papá. Mamá decía que era bonito.

Haciendo un esfuerzo por controlar la impaciencia, Trent se apoyó en la pared de la habitación rosa y blanca mientras su hija de siete años vaciaba el joyero con música en busca de un escurridizo pasador que parecía ser el único que hacía juego con su ropa: leotardos rosas y jersey de cuello alto de flores en color morado y rosa. Ya habían buscado en todos los cajones de la cómoda, el suelo del armario y el armario del baño.

—¡Aquí está! —dijo la niña haciendo una pirueta, los ojos azules brillantes. A continuación, le entregó a su padre el cepillo y se sentó en la cama—. Ponme guapa.

Sus inocentes palabras fueron como un dardo. Arreglarle el pelo le parecía un reto demasiado importante.

Kylie esperaba pacientemente mientras él cepillaba el pelo largo y rubio, igual que el de su madre. Abriendo torpemente el pasador, Trent deseó con vehemencia que las niñas llegaran con un manual de instrucciones.

—¿Qué te parece? —preguntó al fin.

—Está torcido —dijo la niña, que corrió al espejo para mirarse.

Trent suspiró. Ashley lo habría hecho perfectamente.

—Ponte el abrigo, cariño.

La mirada de la niña le dejó claro que como peluquero era un desastre pero, para su alivio, se dirigió al armario y se dejó ayudar para ponerse la parka con sumo cuidado para no romper el precioso pasador.

A continuación se colocó la mochila a la espalda y lo siguió hasta el todoterreno pickup que Trent había dejado calentándose con el contacto encendido. Tras acomodar a Kylie en su asiento la parte trasera, Trent raspó los restos de hielo de la luna.

—¿Tienes frío?

Por toda respuesta, Kylie se encogió de hombros, cruzó los brazos y agachó la cabeza. Con ligeras variaciones, su actitud era la misma todos los días. Esa mañana, el retraso se había debido al pasador «perdido». Otros días, se quejaba de dolor de estómago, o se negaba a desayunar o se negaba a hablar, igual que estaba haciendo en ese momento. Trent tuvo que controlar la sensación de pánico ya familiar. No tenía ni idea de lo que hacer con ella.

Ashley siempre lo había sabido. Pero Ashley no estaba allí. Nunca lo haría y, mirándolo bien, Kylie era una niña modelo.

Su comportamiento era normal, el consejero del colegio se lo había dicho. No todos los niños manejaban la tristeza de la misma forma y la aversión al colegio era una de las reacciones. Pero también el rechazo. Un comportamiento controlado. La sobreactuación.

Trent miró por el retrovisor. Kylie tenía la mirada fija en sus manos sobre el regazo. Parecía muy frágil, indefensa y sola.

Trent clavó las manos en el volante. No era justo. Una voraz leucemia había acabado con la vida de su hermosa y vivaz Ashley sin que él pudiera hacer nada por evitarlo. Había pasado ya casi un año y en su casa aún hacía eco la presencia de mamá. La leucemia había dejado bien claro el mensaje. Trent Baker había dejado de ser dueño de su vida y ni siquiera sabía cómo ayudar a su hija. Menudo padre.

—No voy a ir —una voz llena de tristeza lo sacó de sus pensamientos.

—Ya lo hemos discutido, Kylie. Sí vas a ir. Es la ley —dijo él intentando que su voz sonara neutra.

—¡Te odio!

Trent no se atrevió a mirar por el retrovisor y ver la beligerancia que brillaba en los ojos de Kylie.

—Es una pena porque yo te quiero mucho —dijo él entrando en el colegio consciente de que la mayoría de los niños ya habían entrado. Le habló con ternura mientras le desabrochaba el cinturón—. Intenta pasarlo bien. El colegio merece que le des una oportunidad. Puede que te guste —sonrió pero sólo recibió una mueca de cinismo por parte de la niña.

Kylie salió del coche y, sin mirar atrás, se dirigió a la entrada. Por la tarde, su profesor le dijo que Kylie se pondría bien pero, con el fatalismo que nace de la experiencia, él sabía que la historia volvería a repetirse a la mañana siguiente.

Tampoco ayudaba que tuviera que quedarse en el colegio haciendo actividades extraescolares y que luego fuera a recogerla su abuela hasta que él saliera del trabajo; ni que el frío invierno de Montana la obligara a quedarse encerrada en casa el resto del día; ni que el contrato de alquiler le prohibiera tener animales en casa.

Pero, aunque hubiera podido solucionar todas esas eventualidades, seguiría sin poder darle aquello que más necesitaba: a su madre.

 

 

Libby Cameron se puso el abrigo y tomó el maletín con los trabajos corregidos. Después cerró la puerta con llave y bajó con cuidado los escalones cubiertos de hielo de su casa para entrar en el coche que la esperaba aparcado junto a la acera.

—¡Qué frío! —murmuró mientras subía al asiento del copiloto—. Una fría mañana en Whitefish.

Doug Travers sonrió.

—¿Qué tiene de malo un poco del reconfortante aire de Montana? —tomó la mano enguantada de Libby—. Sobre todo, estando acompañado de tan bella mujer.

El aroma a loción de afeitado de marca y cuero de coche nuevo se mezcló con el agradable calor de la calefacción.

—Gracias por llevarme a trabajar. Uno de los profesores me llevará al taller a recoger mi coche.

—¿Estás segura de que no puedo ayudarte? —el tono solícito de Doug no dejaba lugar a dudas.

Libby estudió el perfil del hombre: barbilla firme, labios jugosos, nariz griega, frente alta y prematuras entradas. Guapo como un ejecutivo de éxito. Un buen hombre. Un hombre familiar del que poder depender.

Libby se había llevado una gran sorpresa cuando Mary Travers, la directora del colegio de primaria en el que daba clase, le había sugerido una cita a ciegas con su hijo. Al principio, se mostró reticente. No tenía muchas ganas de volver a salir con nadie después de varias relaciones fracasadas. Y menos ganas aún de pensar en algo tan ridículo como volver a enamorarse. De hecho, vivir sola era un lujo comparado con la sensación de estar pendiente del hombre equivocado. No era ninguna estúpida y la experiencia le había enseñado. Aun así, lento pero seguro, Doug se había ido haciendo un hueco. Se había comportado como un caballero durante los seis meses que llevaban saliendo y, por mucho que ella odiara admitirlo, le resultaba agradable tener a alguien con quien ir al cine, a las funciones del barrio y fiestas del colegio.

—Lib, he conseguido entradas para la sinfónica en Missoula este fin de semana. Pensé que podríamos ir, cenar en un bonito restaurante, ir al concierto y pasar la noche en un pequeño hotel nuevo del que he oído hablar.

Libby notó que las manos empezaban a sudarle dentro de los guantes. ¿Era su imaginación o había dicho algo de pasar la noche en un hotel?

—Yo… el concierto… ¿Quién es el artista invitado? —tartamudeó.

—Un chelo de Praga —dijo él mirándola desconcertado.

—Oh. —«di algo, rápido»—. ¿Qué noche?

—El sábado —dijo él con tranquilidad entrando en el colegio.

Libby se removió inquieta abrazando con celo la cartera de sus libros.

—Deja que lo piense.

—Lib, ¿te preocupa lo de pasar la noche en un hotel? —preguntó él sujetándola por el antebrazo.

Libby notó la boca seca.

—No sabía qué pensar —dijo finalmente consciente de que sonaba ridículo. Cualquier mujer de treinta y tantos de Montana no lo dudaría ante la posibilidad de pasar el fin de semana con Doug Travers. Era un buen partido sin duda alguna. Un agente de seguros de éxito acostumbrado a las cosas buenas, generoso con su dinero, un hijo y un tío cariñoso. Libby desearía…

—Reservaré habitaciones separadas —dijo él aunque su tono delataba que había esperado algo distinto.

—Estará bien —dijo ella tragando con alivio y saliendo del coche a continuación—. Quedamos en eso. Estoy deseando ir.

De pie en el frío de la mañana lo vio alejarse con una sensación extraña en el estómago. Hasta el momento su relación había sido… cómoda y agradable.

El frío del aire de diciembre sacudía los extremos de su bufanda haciéndole burla. ¿Qué hombre normal se conformaría con una relación «cómoda y agradable»? ¿Y por qué no podía ella ofrecer nada más?

Sabía la respuesta pero se negaba a pensar en ello. Buscó el refugio que le daba su clase decorada con alegría donde los abrazos, las risas y el entusiasmo contagioso de sus niños de segundo le hacían revivir como nada lo había hecho desde que…

«¡Idiota! Déjalo estar ya».

 

 

Trent estaba en cuclillas comprobando las puertas cristaleras que había instalado en aquel enorme salón. A través del cristal se veía la ciudad de Billings y tras ella el río Yellowstone, más allá del cual se observaba una pradera cubierta por unas oscuras nubes. Tras él, en la cocina, su suegro hablaba con los exigentes dueños de la casa que querían un nuevo cambio en las especificaciones pactadas. Trent gimió. No comprendía por qué Gus lo soportaba pero su suegro a menudo le recordaba que construir una casa a medida significaba eso precisamente, tener que cumplir los deseos del cliente por muy frívolos o molestos que pudieran resultar.

Con la caja de herramientas en la mano, Trent se dirigió a la habitación de invitados donde nadie pudiera escucharla. Tomó la lijadora y se puso a trabajar con las estanterías de una librería. Ya antes de recibir la llamada de su amigo Chad, Trent se había estado preguntando cuánto tiempo aguantaría en ese trabajo. No era que no hubiera apreciado en su momento el trabajo que Gus Chisholm le había proporcionado. Cuando Trent conoció a Ashley no tenía un empleo fijo. Había sido instructor de esquí y de rafting, había trabajado en un rancho y también había sido carpintero. Y se había dado cuenta de que tendría que sentar la cabeza si quería casarse con ella. Hasta entonces, sólo se había preocupado de divertirse, sin mostrar deseo alguno de labrarse un futuro.

Poco después, la idea del matrimonio dejó de ser cuestión de deseo y pasó a ser obligación. Su embarazo los pilló desprevenidos a los dos.

La oferta de Gus de trabajar con él en la construcción de casas de lujo había llegado como caída del cielo y no quería pensar en lo que habrían hecho de no haber contado con el seguro médico cuando Ashley enfermó. Pero últimamente, Trent se iba dando cuenta de que no tenía la paciencia necesaria para el negocio de la construcción ni la diplomacia para tratar con clientes ricos y caprichosos.

Se preguntaba si habría llegado el momento de cambiar. Chad Laraby, su mejor amigo, necesitaba un socio con quien comprar Swan Mountain Adventures, una empresa de turismo activo en su pueblo natal, Whitefish, que ofrecía excursiones organizadas en las que practicar rafting, caza, pesca, excursionismo y bicicleta de montaña. Era el trabajo perfecto. Él y Chad siempre habían formado buen equipo, tanto para ligar en el instituto como para ganar el campeonato de baloncesto. Trent no confiaba tanto en nadie más.

Por entonces, tanto Chad como él consideraban que la vida estaba hecha para disfrutar y habían aprovechado todas las oportunidades, pero en el presente… Chad estaba casado y tenía un hijo y una hija y los dos se tomaban la paternidad muy en serio. Aunque vivían separados, habían intentado no perder el contacto pero, desde la muerte de Ashley, Trent echaba mucho de menos la alegría de Chad y también su sentido común. La suya era una oferta que no podía dejar escapar. Era un trabajo que satisfaría su necesidad de aventura y al mismo tiempo, la de asegurar un futuro para él y su hija.

¿Pero cómo afectaría a Kylie un cambio así? ¿Era justo para ella separarla de sus abuelos?

La oferta de Chad parecía perfecta para él. Excepto por una cosa. Si regresaba a la zona de Glacier Park sería inevitable encontrarse con Lib. ¿Por qué enfrentarse de nuevo con el pasado que había dejado atrás?

«¡Mentiroso! No has dejado nada atrás».

Desde la llamada de Chad, Trent no había podido dejar de pensar en Libby ni había logrado contener los sentimientos que esos recuerdos despertaban en él. Había un dicho sobre el primer amor, algo así como que nunca se olvida. Trent se apoyó en la pared deseando que la vida fuera más fácil. Su mente se llenó de imágenes de Libby… su pelo oscuro recogido en una cola de caballo, su cálido cuerpo unido al suyo encendiéndole la piel.

«Déjalo, Baker», se dijo pasándose los dedos por el pelo. ¿Por qué estaba pensando en Lib? Aquello pertenecía al pasado y allí debía quedarse.

Pero a pesar de su resolución, se vio asaltado por una nueva imagen de Libby, una mujer que alimentaba a todo ser vivo que encontraba, sosteniendo en sus brazos a Kylie.

En ese momento, oyó que Gus lo llamaba desde la entrada de la casa.

—Ya voy —dijo al tiempo que recogía las herramientas.

Chad necesitaba una respuesta y pronto. Trent racionalizó lo que quería hacer y la verdad resonó con fuerza en su mente. Su decisión era «sí».

 

 

Hacia el final del día, Kirby Bell había conseguido hacer una suma de dos números, Heather Amundsen se había pegado chicle en el pelo y Josh Jacobs había vomitado la comida. Libby tenía dolor de espalda después de ayudar a tantos niños a ponerse las botas pero cuando el último de sus alumnos hubo salido de la clase después de abrazarla con sus bracitos gordezuelos, sonrió satisfecha y aliviada.

Mientras ordenaba las mesas, disfrutó del olor a pegamento, rotuladores y plastilina que flotaba en el ambiente. Casi todos los días daba las gracias por haber tenido la suerte de encontrar el trabajo de sus sueños, un trabajo con el que podía vivir de forma sencilla pero cómoda en uno de los lugares más hermosos del mundo.

Preparándose para la cercana visita de la narradora Louise Running Wolf McCann, Libby despegó de la pizarra las fotos de plantas de la zona noroeste y las reemplazó por las de animales autóctonos.

«Weezer», como había sido conocida por generaciones de niños en Whitefish aquella mujer perteneciente a la tribu de los Pies Negros, compartiría con sus alumnos algunas leyendas de los Indios Nativos relacionadas con los animales.

Después recogió los trabajos del día que había dejado en su mesa. Frunció el ceño al darse cuenta de que el pequeño Rory Polk había dejado sin contestar la mitad de las preguntas del ejercicio de comprensión oral. El pobre trataba de ocultarse en su mesa, en un intento por pasar inadvertido. Libby no podía dejar de pensar que algo malo debía de estar ocurriéndole en casa.

Al ver la hora que era recordó que había quedado con Lois Jeter, su mejor amiga y colega, para que la llevase a recoger su coche al taller.

Se dirigió a la salida apresuradamente observando complacida el vestíbulo adornado con las exposiciones de arte de los alumnos del centro. Mary Travers estaba fuera de la secretaría, las manos apoyadas en los hombros de un escuálido alumno de cuarto.

—Jeffrey, ya hemos hablado de las bolas de nieve. ¿Quieres que tengamos otra conversación?

—No, señora —dijo el niño sacudiendo la cabeza.

—Bien. Sé que tirar bolas de nieve es divertido, pero también puede ser peligroso, especialmente en una zona como ésta llena de niños pequeños.

Libby vio cómo Mary daba la vuelta al niño y le palmeaba la espalda en señal de que había terminado la riña. La directora, una mujer baja y regordeta con una tez lustrosa y el cabello negro veteado de canas recogido con sencillez, dirigía con firmeza pero también con mucho amor aquella escuela y era respetada por todos.

—Bien hecho —dijo Libby acercándose a ella.

—Chicos —dijo ella dándose la vuelta y sonriendo al verla—. Les resulta difícil resistir la tentación. ¿Qué tal te ha ido el día? —y con esto invitó a Libby a entrar en el despacho.

—Casi perfecto. Como todos los demás.

—¿Y lo dices aun después del incidente de Josh Jacobs?

—Bueno, esas cosas pasan. Pobrecito. Estaba muy avergonzado.

—No hemos podido localizar a su madre hasta hace poco —dijo Mary bajando la voz.

—Déjame adivinar. ¿Molesta porque su hijo se había puesto enfermo?

—Por decirlo finamente. Algunas personas simplemente no deberían tener hijos.

Libby se estremeció al pensarlo. ¿Por qué a las personas como la señora Jacobs se les concedía el don de los hijos y a ella no? Rápidamente trató de controlar sus sentimientos.

—Para eso estamos aquí. Para recoger los pedazos.

—Lib —una voz la llamó desde el otro extremo del vestíbulo—. Ya estoy aquí —dijo la pelirroja Lois Jeter, la profesora de gimnasia, acercándose a ellas—. Siento llegar tarde, el gimnasio estaba hecho un desastre. Acabo de terminar de colgar las colchonetas.

—Todos te apreciamos —dijo Libby con una sonrisa—. En días de viento como hoy, los niños necesitan quemar en algún sitio todas sus energías.

Mary se giró entonces hacia ella.

—Tengo entendido que Doug y tú también vais a quemar energías este fin de semana en Missoula.

«Quemar» y «Doug» en la misma frase hizo que Libby notara un cosquilleo en el estómago. Y no facilitaba nada las cosas que Mary la mirara con evidente aprobación, que no tenía nada que ver con sus méritos como profesora.

—¿Missoula? —preguntó Lois arqueando una ceja.

—Vamos a un concierto.

—Y yo que creía que se trataba de algo más salvaje —dijo Lois levantando los brazos en un gesto de impaciencia.

—¿Cómo dices? ¿Y perderme a Mozart? Necesito culturizarme —dijo Libby tratando de mostrarse despreocupada.

—Lo mismo le pasa a Doug, querida —dijo Mary dándole unas palmaditas en el hombro—. Lo mismo.

En el trayecto hasta el taller, Libby agradeció la conversación de Lois porque de esa forma evitó pensar en la mirada de Mary Travers. Y lo que era peor, averiguar por qué su aprobación le resultaba tan incómoda.

 

 

Trent estaba haciendo cálculos en la mesa de la pequeña cocina de su apartamento. Delante tenía las estimaciones que había hecho Chad sobre lo que costaría comenzar el negocio, los balances de beneficios y pérdidas de los últimos tres años, y un informe desglosado de los ingresos generados por cada uno de los servicios que Swan Mountain Adventures ofrecía. A causa de los recientes incendios en la zona, los dueños actuales consideraban que el negocio no les salía rentable. Chad tenía las cualidades personales y la experiencia profesional para llevar las cuentas y la promoción, mientras que Trent conocía a la perfección el equipo y su mantenimiento. Y ambos poseían un conocimiento de los deportes al aire libre y tenían experiencia como instructores. Trabajando duro y con un poco de suerte, la aventura empresarial sería una apuesta segura.

Miró hacia el salón donde Kylie jugaba en el suelo rodeada de todas sus Barbies. Parecía dialogar con ellas.

—Mami no quiere que te vistas de naranja y rojo —la oyó decir con voz aflautada y a continuación la vio sacudir la cabeza con desaprobación—. No pegan nada.

Cerró los ojos ligeramente. Ashley siempre se las ingeniaba para estirar el dinero y satisfacer así su necesidad por estar siempre perfecta, claro que el resultado bien valía la pena. Todo el mundo se giraba cuando entraba en una habitación. Sin embargo, lo preocupaba que Kylie se mostrara tan repipi. Era como si se apoyara en la apariencia como una forma de… controlar su mundo y mantener vivo el recuerdo de Ashley.

—Papá.

—Sí, cariño —dijo él abriendo los ojos de repente.

—¿Estás haciendo deberes?

—Algo así, sí.

Kylie dejó la muñeca en el suelo y se acercó a él con la frente arrugada.

—Pero tú no vas al colegio.

—No, pero trabajo.

Se encaramó a él y le echó los brazos al cuello.

—Con herramientas. Eres «campintero».

Su mala pronunciación de la palabra siempre lo hacía sonreír.

—Car-pin-te-ro —corrigió él revolviéndole el pelo y suspirando antes de hacer la pregunta que tanto temía—. ¿Y qué pasaría si no quiero seguir siendo carpintero?

La niña lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿No quieres ser carpintero? ¿Y qué serás entonces? —preguntó pero antes de poder darle una explicación la niña continuó—: ¡Ya lo sé! Podrías ser el jefe, como el abuelo Gus.

Trent la abrazó contra el pecho.

—No, cariño, no podría. Aunque fuera el jefe, seguiría echando de menos todas las cosas que me gustan.

—¿No te gusta ser carpintero? —dijo ella con gesto sorprendido como si pensara que los padres no podían cambiar de opinión nunca.

—No, cariño, no me gusta. A mí me gusta andar por la montaña y esquiar y pescar y estar siempre al aire libre.

—Oh —contestó ella asintiendo con la cabeza en señal de comprensión—. Te gusta jugar pero no trabajar.

Trent se quedó pensativo. ¿Acaso aquello sólo se trataba de una necesidad inmadura de recuperar la adolescencia perdida?

—¿Y qué me dices si mi trabajo fuera como si estuviera jugando?

—Eso es una tontería, papá —dijo ella riéndose.

—¿No te gustaría que fuera… más feliz? —dijo tras vacilar un momento.

—Estamos tristes, ¿verdad? —dijo Kylie entonces acariciándole la mejilla—. Los dos echamos de menos a mamá.

—Pero mamá querría que fuéramos felices de nuevo, y que riéramos y jugáramos.

—Vale —dijo ella zanjando el asunto.

¿Vale? Si fuera tan sencillo… Había repasado una y otra vez la mejor manera de decírselo a Kylie y ahora que tenía que hacerlo, se quedaba mudo. Se humedeció los labios y la abrazó con más fuerza antes de comenzar.

—Tengo algo importante que decirte y quiero que me prestes atención.

—Es sobre mamá, ¿verdad?

—No exactamente.

—Lo sé. Es sobre la carpintería —dijo ella frotándose la nariz.

—Sí. Ayer le dije al abuelo que no seguiré trabajando con él. He aceptado un trabajo en un lugar llamado Whitefish donde seré mucho más feliz. Y creo que te encantará vivir allí.

—¿Vamos a mudarnos?

Trent tragó con dificultad y asintió. Con un respingo, Kylie se bajó al suelo y lo miró fijamente mientras jugueteaba con un lazo de su jersey.

—¡No!

—Pero, tesoro…

—No iré —dijo ella haciendo el puchero habitual.

—Acabas de decir que te gustaría volver a reír y a jugar.

—Pero aquí —dijo ella pataleando.

—Te gustará Whitefish. Allí fui yo al colegio —dijo Trent sintiendo un nudo en el estómago.

—¡No me gustará!

—Pero hay lagos y montañas. Podrás aprender a esquiar y a andar con raquetas y…

—No —dijo ella sacudiendo vigorosamente la cabeza rubia—. No podemos irnos.

Trent trató desesperadamente de comprender la situación desde el punto de vista de su hija. Su vida había sufrido muchos cambios últimamente y no le parecía justo infligir uno más aunque significara para él un alivio.

—¿Por qué no?

Kylie permaneció quieta, mirándolo como si le acabara de hacer la pregunta más ridícula del mundo.

—Porque mamá está aquí.

—Tesoro, ya lo hemos hablado muchas veces —dijo él sintiendo que el dolor lo invadía todo—. Mamá está muerta. Pero aunque nunca vuelva a estar con nosotros, siempre estará su espíritu, pero ella ya no está en Billings.

Contempló desconcertado cómo la cara de Kylie se contraía con rabia tiñéndose de rojo antes de hablar.

—¡Sí que está aquí! Está en ese sitio con la piedra. ¡El cem-cementerio!

—Cariño —aunque Kylie luchaba por soltarse, Trent la tomó en brazos y finalmente se quedó rígida e inmóvil—. La decisión está tomada.

—No me iré —dijo ella mirando hacia la pared.

Aquello estaba siendo más difícil de lo que había esperado.

—¿Y con quién vivirás si no es conmigo?

—Con la abuela Georgia y el abuelo Gus.

Trent se mordió el labio, consciente de que a sus suegros les encantaría la idea.

—¿Y no me echarías de menos?

—Podrías visitarme —dijo ella encogiéndose de hombros pero sin mirarlo.

—No podría venir a verte muy a menudo porque tendría que trabajar.

Kylie permaneció inmóvil.

—Me gustaría que vinieras conmigo —continuó él—. En Whitefish hay un lago enorme y unas colinas para esquiar. Podrías ir al mismo colegio al que fui yo.

Vio cómo le temblaban los labios a la niña mientras jugaba nerviosa con el borde de la camisa.

—Parece que tenemos un problema. No soy feliz trabajando como carpintero y tú no quieres dejar Billings. ¿Qué crees que podemos hacer?

—¿Qué vas a hacer… en ese sitio? —masculló Kylie.

Armándose de paciencia, Trent le explicó lo del negocio multiaventura. Le habló también de su amor por la naturaleza, y le dijo que quería compartirlo con ella. Y le dijo lo solo que se sentiría sin ella.

—¿Y dónde viviremos?

—Para empezar, en la cabaña de invitados de Weezer McCann.

—¿Weezer? ¿Quién es? —preguntó la niña arrugando la nariz.

—Ya te he hablado de ella. Es la mujer que nos ayudó a la abuela Lila y a mí cuando yo era pequeño. Fue como mi segunda madre. Te gustará. Cuenta unas historias preciosas.

—¿Historias de qué? —preguntó Kylie entrelazando los dedos sobre la muñeca de él.

—Leyendas de los Indios Americanos sobre pájaros y peces y muchos otros animales; por qué se llaman como se llaman y por qué hacen lo que hacen.

—¿Como las marmotas y los osos?

—Eso es.

Y justo cuando empezaba a creer que la había convencido, frunció el ceño de nuevo.

—No —dijo sacudiendo la cabeza—. Tengo que quedarme aquí.

—¿Y puedes decirme por qué? —preguntó él acariciándole la cabeza.

—Mamá —dijo ella sorbiéndose la nariz contra su camisa.

Trent la abrazó con fuerza notando cómo su pequeña apretaba los puños contra su pecho.

—Mamá está en el cielo. ¿No crees que ella querría vernos felices?

—Supongo que sí —dijo la niña tras unos segundos.

—Nuestro amor hacia mamá y los recuerdos que tenemos de ella nos acompañarán allá donde vayamos, ¿no crees?

Kylie asintió con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué me dices entonces? ¿Nos llevamos a mamá a un lugar en el que los dos seamos felices? A ella le gustaría mucho. Es una tierra preciosa llena de flores, árboles enormes y riachuelos.

—¿Has dicho algo de montañas? —preguntó la niña observándolo pensativa.

—Montañas espectaculares.

—¿Y helado?

—Montones de helado —contestó él riéndose.

—Papá —dijo entonces la niña mirándolo fijamente—. Me gusta verte reír. ¿Crees que volverás a reír cuando vivamos en ese lugar?

¿Volver a reír? Trent se sorprendió del ingenuo reproche, inconsciente de que se hubiera estado mostrando tan inasequible. Entonces abrazó a su hija.

—Si, cariño, volveré a reír, mucho más. Y tú también.

—Vale.

—Me alegra que vengas conmigo —dijo él besándole la cabeza.

—Pero sólo una cosa.

En ese momento, le habría regalado todo el estado de Montana si hubiera estado en su poder hacerlo.

—¿Qué?

—Sé que mamá está con nosotros en espíritu como dices pero ¿y el cementerio? ¿Podremos ir a despedirnos de ella antes de marcharnos?

—Mañana, tesoro —dijo Trent sintiendo que el corazón se le rompía en mil pedazos.

Con la sabiduría que sólo los niños poseen, Kylie acababa de mostrarle algo que, ahora se daba cuenta, él también necesitaba hacer.

 

 

Libby agachó la cabeza mientras Doug y ella subían las escaleras del hotel tras el concierto. Brahms y Mozart no habían conseguido tranquilizarla. Al contrario, había pasado la mitad del concierto pensando en si su insistencia en reservar habitaciones separadas habría dado al traste con su mejor oportunidad de encontrar el amor y una futura familia.

—¿Te apetece tomar una copa? —preguntó Doug en el vestíbulo mientras la ayudaba a quitarse el abrigo—. Hay una maravillosa chimenea en mi habitación y podemos compartir una botella de Amaretto.

Doug, siempre considerado, se merecía un poco de entusiasmo por su parte.

—Es difícil rechazar una invitación a un fuego reconfortante y un copa después de cenar —sonrió—. Por no mencionar la agradable compañía.

—Bien —dijo él mirándola con cálido afecto.

El hogar lanzaba luces y sombras sobre la habitación de Doug decorada en tonos burdeos y verdes. La invitó a sentarse en el sofá y llenó a continuación dos copas antes de sentarse junto a ella.

—Por ti, Libby —dijo levantando la copa.

Libby observó cómo bebía y se reclinaba sobre el respaldo del sofá a continuación con un gesto satisfecho y entonces ella también tragó un sorbo del licor de almendras.

Para llenar el silencio, Libby comenzó a hablar del concierto. Entonces un recuerdo borroso retornó a su mente. Su madre sentada en un rincón del salón de techos altos tocando el arpa, el sol bañaba su cabello oscuro mientras la melodía se filtraba por los poros de su cuerpo de niña. Tal vez no tendría más de cuatro o cinco años. Y allí, mirando las llamas danzantes, recordó aquel dulce momento pero también la tristeza que vendría después. Su madre murió cuando ella tenía seis años, y el arpa quedó en silencio, recogiendo polvo en su rincón hasta que su padrastro terminó por venderla.

—Te has quedado muy callada de pronto —dijo Doug quitándole la copa medio vacía y poniéndola en la mesa de café.

—Sólo recordaba —dijo ella mientras notaba que Doug le ponía el brazo por encima de los hombros—. La música tiene ese efecto en mí.

—Es evocadora —dijo él.

—Mucho.

—¿Quieres que hablemos de ello?

Libby se encogió de hombros.

—No hablas mucho de tu pasado —continuó Doug.

«¿De qué serviría? Hablar de ello no cambiará las cosas».

—No —dijo ella tratando de sonreír—. El presente y el futuro son mucho más atractivos.

Al decirlo, notó que Doug la miraba inquisitivamente pero no la presionó, algo que ella agradecía.

—Me gustaría hablar del presente y del futuro —susurró Doug tomándola en sus brazos—. Empezando por esta misma noche —y a continuación inclinó la cabeza y la besó.

La conciencia de Libby quedó flotando por encima, lejos de la presión de la boca de Doug, de la forma en que pasaba los dedos por su cabello. No era la primera vez que la besaba, pero lo estaba haciendo de una manera diferente. No era desagradable pero ya no era meramente platónica.

Trató de relajarse, de introducirse en la sensación, de pensar en la idea de volver a excitar a un hombre. Doug le tomó la nuca con una mano y profundizó en el beso, buscando con frenesí su lengua. Involuntariamente, una respuesta sensual despertó en ella y se sintió irritada. Ella no quería aquello, pero al mismo tiempo sí. Era lo mejor que podía ocurrirle. Doug la hacía sentirse deseable. Segura.

Cuando se separó de ella, le tomó el óvalo del rostro entre las manos y la miró con deseo.

—¿Estás segura de que quieres habitaciones separadas?

Se mordió el labio. ¿Lo estaba? Tarde o temprano… De pronto aquella escena de seducción le parecía demasiado artificial, preparada y el recuerdo de otro momento se coló sin avisar en su mente; en él había espontaneidad y un frenético deseo. Se quedó petrificada.

—¿Libby?

—Esta noche no —dijo finalmente. Le sonaba a la respuesta de la típica ama de casa aburrida que finge dolor de cabeza.

—¿Pronto? —preguntó él esperanzado.

Libby agachó la cabeza. Quería un marido. Un hogar. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Hijos. Especialmente hijos.

—Ya veremos.

Doug sería un padre maravilloso. Apenada, pensó que no podía decirse lo mismo de otros hombres. Especialmente de uno.

E inconscientemente, se llevó las manos al vientre notando el vacío de su interior. De algún sitio llegó a sus oídos la voz de Doug.

—Me importas mucho, Libby. Seré paciente.

Libby lo abrazó y sintió el latido de su corazón, el calor que desprendía su cuerpo haciéndola entrar en calor.

Bien entrada la medianoche, se levantó del sofá y se dirigió a su habitación. Sola.

 

 

Georgia Chisholm apareció en la entrada de su inmaculado salón. Una mota de polvo se posó en la reluciente mesa de café junto al sofá y allí estaba ella con un paño para hacerla desaparecer. Cruzó entonces el salón con paso rápido y colocó los cojines del sofá adamascado. Los últimos números de Architectural Digest y Casa y Jardín estaban abiertos en la mesa de centro. Comprobó que el jarrón con los gladiolos tenía agua suficiente. Satisfecha al verlo todo en orden, se permitió una pausa junto a la chimenea y observó el retrato que colgaba sobre ella. Ashley.

Todas las tardes, pasaba un rato con su hija, estudiando la serena mirada azul que la seguía hasta sentarse en el salón, recordando el tacto sedoso de su cabello rubio, escuchando en su mente la risa de su hija, limpia y vivaz. Deseaba acariciar, una vez más, sus mejillas sonrosadas.

La vida era muy cruel.

Georgia retrocedió un paso y se dejó caer en un sillón, sin dejar de mirar el retrato de su hija cuando tenía veintitrés años. Justo antes de conocer a Trent Baker.

Era demasiado tarde para pensar en cómo habrían sido las cosas en caso contrario. Georgia tenía grandes planes para su hija. Cerró los ojos y en su mente apareció el endeble barracón en el pueblo minero en el que ella había crecido. Aún recordaba cómo su madre tenía que robarle a su marido unos cuantos dólares antes de que éste se dirigiera a la taberna. Georgia se puso rígida al recordar todas las noches que se había ido a la cama muerta de hambre y frío. Cuando se casó con Gus, su floreciente empresa constructora auguraba una vida mejor y una posición respetable. Y por eso, Ashley podría haberse casado con cualquier hombre de éxito, joven, atractivo.

Georgia pasó los dedos nerviosos por los brazos del sillón. ¿Por qué Trent? No había tenido sentido. Un hombre joven de bastos modales, tan fuera de lugar en un museo o en un teatro como un leñador. Era guapo, sí, pero ella había educado a Ashley para ser más exigente y no quedarse sólo en el aspecto externo de los hombres. El atractivo físico no era garantía de protección y seguridad.

Ashley había sido siempre una niña afable y obediente; una adolescente afectuosa y sensata. Georgia no estaba preparada para la reacción que habría de tener su hija cuando conoció a Trent Baker. Ashley había hecho oídos sordos a las súplicas de su madre y se había mostrado decidida a casarse con él.

Y fue precisamente su falta de sensatez y a su descuido lo que precipitó los acontecimientos. Se quedó embarazada.

Georgia no quería que su hija se alejara de ella, y no le quedó más remedio que hacer lo posible para coexistir con Trent. Éste sabía que no le gustaba y que ella habría preferido a alguien mejor para su hija. Sólo el nacimiento de Kylie había suavizado las cosas entre ellos. Era un padre afectuoso y poco a poco se había ido apoderando de su corazón.

Entonces llegó el diagnóstico. Implacable y devastador. Terminal. Georgia levantó los ojos hacia el retrato de su hija sonriente.

«¿Qué me dirías si pudieras, hija mía?».

A lo largo de los meses de la enfermedad de Ashley, Trent se había portado como un marido abnegado, cuidando hasta el agotamiento a su mujer y a su hija, como si quisiera dar todo lo que tenía dentro en un intento por retrasar lo inevitable.

Y ahora, Trent se llevaba a su nieta lejos de ella. Habría sido menos doloroso para ella que le hubieran atravesado el corazón con un cuchillo. La pérdida de su nieta sumada a la de su hija se le hacía insoportable.

Las sombras se alargaban sobre la alfombra persa pero Georgia no parecía darse cuenta de la hora. No podía apartar los ojos del retrato en el que Ashley parecía asentir imperceptiblemente como siempre hacía cada vez que su madre sobrepasaba sus límites con Trent. Tanto si lo comprendía como si no, Ashley había amado a aquel hombre hasta el final. Y él también la había amado a ella.

¿Cómo se atrevía a llevarse a Kylie lejos? Cuando sus pensamientos se centraron en la niña, Georgia no pudo contener las lágrimas que surcaron sus mejillas maquilladas.