El secreto
de Wadi-as
José María Espinar
El secreto
de Wadi-as
El secreto de Wadi-as
© 2018, José María Espinar Mesa-Moles.
Autor representado por IMC Agencia Literaria
© 2018, Arzalia Ediciones, S.L.
Calle Zurbano, 85, 3º-1. 28003 Madrid
Diseño de cubierta: Diego Lara
Ilustración de cubierta: Ricardo Sánchez
Diseño interior y maquetación: Luis Brea Martínez
ISBN: 978-84-17241-19-3
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotomecánico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso por escrito de la editorial.
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Para ti, Miguel.
Bienvenido, mi príncipe,
a esta república de villanos.
Dramatis personae
Podio de protagonistas
Alejandro de Vértebra: noble aragonés.
Yoshéf Ben Muhammad: primogénito de Muhammad Ibn Qasida.
Muhammad Ibn Qasida: walí de la medina de Wadi-as.
Yahaya Malek al-Fatóm: general musulmán, dirigente de la secta argárica.
Secundarios musulmanes
Salah al-Krispa: guerrero de gran prestigio, ya retirado, y amigo de Muhammad desde la infancia.
Rashím al-Chataif: experimentado rastreador y amigo desde la infancia de Muhammad y Salah.
Mariam Assilem: esposa de Muhammad.
Natib: hija de Muhammad y Mariam.
Isfalada: hijo de Muhamad y Mariam y mellizo de Natib.
Secundarios cristianos
Luis Gómez: arquero y trovador.
Abel Sanz: arquero y trovador.
Daniel de Lanzahíta: noble castellano.
Rodrígo Díaz: dulce pecado del cardenal Mendoza.
Manuel Guirado: noble castellano.
Miguel Ángel: escudero de don Alejandro de Vértebra.
César: escudero de don Rodrigo Díaz de Vivar.
«Pelos Blanco»: escudero de don Manuel Guirado.
Alfonso Vicente: escudero de don Daniel de Lanzahíta.
Fray Pablo Navas: monje fornicador de gran cultura.
José María Vilches: hijo de un cautivo y amigo de Yoshéf.
Secundarios judíos
Ana Clara de Susán: esposa de Yoshéf Ben Muhammad.
Terciarios musulmanes
Leila: esposa de Rashím.
Shasa al-Maráb: astrónomo.
Tareq Ben Áshara: militar traidor.
Hakím: anciano filósofo amigo de Muhammad.
Aghmed al-Wenbhay: médico personal de Muhammad.
Hikmat: hijo de Rashím.
Abdel Khalek Abdel Gafur: antiguo capataz de las minas de al-Kahf.
Latif Ben Uday: joven oficial de Wadi-as.
Yasir: misterioso minero de al-Kahf y padre de Leila.
Salem Yubran: rastreador.
Alí Yafar al-Maráb: rastreador e hijo del astrónomo Shasa al-Maráb.
Terciarios cristianos
Isabel: reina de Castilla.
Fernando: rey de Aragón.
Hernando de Talavera: confesor y consejero de Isabel la Católica.
Gutierre de Cárdenas: contador mayor de Castilla.
Hernando del Pulgar: cronista real de Isabel y Fernando.
Correlación de nombres árabes y castellanos
Abú al-Hasan, Mulay Hasan: Muley Hacén Aceifa: expedición bélica Alcudia al-Hamra: Alcudia de Guadix Al-Hama: Alhama de Granada Al-Kahf: Alquife Al-Magrib: noroeste de África Al-Mariyya: Almería Al-Zugabí: Boabdil Aryanteira: Lanteira Batza: Baza Ben al-Guad: Benalúa de Guadix Dullar: Dólar Fiyana: Fiñana Frany: nombre árabe para los cruzados Garnata: Granada Hins al-Lawz: Iznalloz Kalat Horra: La Calahorra |
Makkah: La Meca Malaka: Málaga Mecina Xeriz: Jérez del Marquesado Medina: ciudad Muhammad al-Zaghall: el rey Zagal Puerto de la Rawah: puerto de la Ragua Qurtuba: Córdoba Sened: Zenete Sufre: Gor Shulayr: Sierra Nevada Wadi-as: Guadix Walí: gobernador Wanaya: Huéneja Xustar: Exfiliana |
1
(Reino de Granada, agosto, 1489 A.D.)
Aquella mañana, jornada dieciséis del verano del año 895 después de la hégira, Wadi-as, rescoldo de soñadores, refugio que fue de reyes; Wadi-as, primer paisaje que vieran los ojos de aquel filósofo autodidacta, la joya mejor pulida por el linaje de los valientes; Wadi-as, corcova de arenisca donde las hermanas Zaynab y Hamda escribieron sus versos, la cáscara de almendra, el río de la vida, amaneció en silencio.
La mismísima luz iba enhebrándose poco a poco sobre la cúpula de la mezquita principal. El sebo y los aceites de los pebeteros, recogidos en su interior, palpitaban; la oración de los creyentes todavía reverberaba en el alba, su hálito purificaba la cal de los hogares que, salidos de la arcilla, adornaban la tierra con salvia, moreras, jazmines y madreselvas.
A lo lejos, muy a lo lejos, los pescadores de al-Mariyya sacaban de la mar a un sol cuyos larguísimos rayos, ya sin recato, acariciaban hasta el sonrojo las cumbres cercanas, muy cercanas, de Shulayr, de esa espina dorsal de algún ángel dormido.
Las hojas de los olivares y las fíbulas de las alamedas tiritaban para desprenderse de los gorriones más holgazanes. Con su ramaje ceniciento, a ratos fosforescente, les susurraban a los mirlos, a las abubillas, a las palomas torcaces, a los petirrojos y abejarucos que tiempo era de modular su trino y rezar así, acordados, al Dios creador en un nuevo amanecer cargado de gloria, belleza y redobladas oportunidades para todas las criaturas.
Los huertos, labrados con geometría a golpe de azada; los almendrales, cuajados de guirnaldas de hormigas, circundaban la muralla exterior. Aparecían los arriates tomados por amapolas. La puerta principal de la medina, orientada hacia el Oriente, iba a ser abierta en poco tiempo. Sobre su friso se extendía la mano de Fátima, hija del profeta. Bajo este símbolo de buen auspicio podía leerse la leyenda «Allah proteja a quien traspase este arco de justicia y misericordia». Los agricultores, comerciantes y cabreros, apelmazados a ambos lados del muro, orlados por el balar de las ganaderías, por los rebuznos y zumbas, por los chirridos de los carromatos, charlaban unos con otros a la espera de que la guardia personal del general y walí Muhammad Ibn Qasida apartase los tocones de encina que reforzaban el cierre de aquel portalón.
Venían toneleros de Dullar, mercaderes de sedas de Mecina Xeriz, vendedores de nueces de Hins al-Lawz, plateros de Aryanteira, embaucadores y perfumeros de allende la Qurtuba. Salían los lugareños con sus palanquines a segar los pastizales de trigo y jachís en las praderas de Kalat Horra, a pasear los rebaños por los repechos de Ben al-Guad, a vigilar que sus vacadas engordaran entre las faldas del puerto de Rawah, a vender madejas tintadas en los mercadillos de Fiyana, a comprar pieles a los cazadores de Wanaya.
Eran necesarios cinco soldados para conseguir mover cada hoja de la descomunal puerta. El sonido de los batientes al separar la madera recordaba al aullido del lobo. El empedrado de las calles adyacentes temblaba cuando ambas piezas, tachonadas con hierro de las minas de al-Kahf, topaban violentamente contra las pilastras de la muralla. Un golpe grave anunciaba el inicio de un nuevo día para los habitantes de Wadi-as. Al traspasar aquel umbral los hombres se mandaban saludos, bendiciones, insultos cariñosos, invitaciones para almorzar, recordatorios de deudas, miradas recelosas. Hasta el crepúsculo esa boca arquitectónica no dejaría de acoger y arrojar gentes que, con más o menos honradez, procuraban vivir, sobrevivir, evitar enfrentamientos, llevar a sus cocinas comida suficiente y digna.
Al poco, un escuadrón de quince militares cruzó el dintel en herradura. A su paso los viandantes se apartaban y saludaban con sumisión. La procesión de trabajadores orillaba las veredas para dejar libre el camino a los soldados. Hasta las acémilas cargadas de forraje parecían hincar la cabeza ante esos caballos con cinchas embadurnadas en grasa de delfín. Abandonaban Wadi-as en una misión de reconocimiento. Recorrerían los cerros, valles y alquerías próximas con el fin de garantizar la ausencia de bandidos o espías cristianos.
La convivencia con estos últimos se había complicado hasta la infección y ya era público el rumor de un próximo enfrentamiento para garantizar, de nuevo, la supervivencia de las debilitadas (e inciertas) fronteras nazaríes. El pueblo suspiraba impotente frente al avance indoblegable de los castellanos, quienes con la determinación de una yunta de bueyes iban tomando medina tras medina. El cadáver de Malaka aún pedía duelo. El reino de Garnata padecía las reyertas intestinas de sus propios sultanes, tío y sobrino, miembros los dos de una familia de ambición desmedida en la que ambos varones debieron de mamar de los pechos de sus madres leche ponzoñosa.
El pelotón iba dirigido por Salah al-Krispa, veterano luchador de antepasados hafsíes, la gran dinastía bereber, que ya consumido por la madurez y las cicatrices había decidido, un año atrás, regresar a su Wadi-as natal y tomarse un tiempo de descanso entre batalla y escaramuza contra los infieles. Manejaba la saif, la espada árabe, sin piedad y por sus manos había corrido la sangre de doscientos cincuenta rivales. Había peleado en los más cruentos combates que pudieran recordarse. Quiso morir en la malhadada al-Hama, de hecho, a punto estuvo de fallecer desangrado sin conceder un codo de posición al enemigo, pero sus subordinados se lo impidieron arrancándole de los entumecidos dedos los gavilanes de su arma y llevándoselo a una cueva escondida. Allí, con el alma quebrada, con la honra desolada y delirando durante días, se recuperó, aun a su pesar, de las heridas. Solo a él quiso recibir semanas más tarde el desconsolado Abú al-Hasan, Mulay Hasan, solo a él premió con una generosa cantidad de dinares por aquella derrota. Decían de Salah que era el más valiente musulmán de cuantos estaban sosteniendo la cultura andalusí en la península. Ahora disfrutaba de sus ahorros, transformados en una almunia a la orilla del río donde criaba patos; de sus mujeres y de las de otros, se placía en copular más de dos veces antes de cada alborada; del vino, que era un secreto a voces; de la caza del venado y de las ejecuciones públicas. Él se encargó nada más llegar a Wadi-as, a falta de voluntarios con la suficiente hombría, de atravesarle el corazón al general Yahaya Malek al-Fatóm, cuando este fue condenado a muerte por el propio monarca Muhammad al-Zaghall, a causa de los múltiples asesinatos de niños y violaciones de jovencitas cometidos en terroríficos sacrificios paganos.
De cuando en cuando, a requerimiento de su amigo el walí Muhammad Ibn Qasida y para enardecer a las tropas, accedía a comandar alguna expedición o a instruir a los nuevos oficiales en el arte de la guerra. Todos los hombres bajaban la mirada al cruzarse con él, ni siquiera podían observar su sombra sin sentir quebranto. Todas las mujeres anhelaban acoger en sus bocas su saliva y gozar en su vulva el roce de aquella perilla perfectamente recortada. Esa mañana conduciría a un grupo de adolescentes sin ninguna práctica militar y a un oficial de dudosos méritos personales en una ordinaria maniobra de vigilancia.
—Vayamos primero al bosque de Alcudia al-Hamra, querido Latif Ben Uday. Acaso tengamos fortuna y matemos algún corzo —propuso al dejar atrás la medina—. ¿Cómo está vuestra madre?
—Todavía apenada por la muerte de su sobrino. El mensajero nos aseguró que luchó sin vacilar contra el enemigo cristiano. Pereció a la vanguardia del combate. Esa maldita artillería causa estragos en nuestras filas. Ha muerto como buen musulmán, señor. ¡Allah lo tenga en su gloria! —contestó el joven oficial afianzando los muslos en la montura.
—Dale recuerdos cariñosos. Rezo por ella. ¡Di a los hombres que los quiero en fila, y con la espalda recta y las lanzas pinchando el cielo! ¡Cojones! Son soldados, no colonos ni peregrinos. ¡Por las barbas del profeta, ni uno de ellos merece mi mirada!
El grupo fue siguiendo el curso sureste de la rambla más grande de la región. Apenas era esta una babilla de líquido en los meses de sol, que, con solemnidad y paciencia, buscaba el agua salada, atravesando centenares de blancos hogares, hasta morir sin estruendo entre el añil del mar, junto a la preciosa al-Mariyya. Los alazanes del escuadrón enterraban sus pezuñas en una tierra fértil, agradecida a la dedicación que le concedían los campesinos. Las acequias trabajaban transportando el agua que se precipitaba desde Shulayr, pasando antes por Mecina Xeriz, lugar donde tenía lugar la canalización para toda la comarca de la savia blanca de aquellos montes tan venerados por las comunidades humanas allí aposentadas desde la noche de los tiempos. Las norias giraban a gran velocidad y parecían nubes embarradas intentando alzarse de nuevo a su hogar celeste. Los agricultores laboraban con denuedo sus propiedades. Aquí y allá podían verse cuadrillas azacaneando. Limpiaban la maleza, removían el barbecho, fustigaban a los mulos para que arasen más profundo.
Sin embargo, al reconocer a los militares detenían la faena y salían a su encuentro para honrarlos y ofrecerles granadas recién arrancadas, pan ácimo, huevos crudos y cántaros de límpidos zumos. Salah al-Krispa les sonreía, inclinaba en un espasmo la barbilla y continuaba el camino sin aceptar prebenda. Los soldados a sus órdenes le imitaban hasta en las gesticulaciones. Aunque tuvieran los estómagos perforados y las gargantas llenas de carboncillo jamás osarían contradecir a aquel héroe taciturno.
A media mañana llegaron al bosque de Alcudia al-Hamra. Era un enclave extraño, encajonado entre escarpadas laderas del color de la sangre. Un entorno que nacía a las faldas de las minas de hierro de al-Kahf y que se extendía, compitiendo con las alamedas, hasta los suburbios de Wadi-as en una tirilla de terreno orlado. Una selva de pinos donde la luz entraba en frágiles mariposas de polvo. El suelo no mostraba una piedra. Todo él, como irritado, de apariencia cobriza, se deshacía con mirarlo. Olía a agua turbia. Era sitio muy visitado por ciervos y jabalíes, ya que allí se sentían a salvo de sus depredadores. Las cigarras aullaban en una obsesiva sinfonía. Salah indicó con el brazo a la expedición que hiciera alto. Miró alrededor elevándose de la montura, forzando la puntera de las botas. No pudo ver a nadie, se mesó el cabello y escupió a una retama formando una tiara de saliva.
—Tengo hambre. Esta noche doy una fiesta. Parece que no hay bandidos. Descansemos. El que cobre una pieza estará invitado a venir a mi casa —sentenció Salah al-Krispa a sus hombres dando un trago furtivo a una bota que no compartió.
Fueron abismándose en el bosque con los caballos temblorosos. Los animales tenían las crines erizadas. Aquel lugar los recibía con una fila de troncos nudosos y un abanico de ramas dobladas por el peso de los años. El joven Latif Ben Uday gesticuló al resto de jinetes e inmediatamente todos se abrieron en formación de ataque. Dos pájaros, quizá azores, emprendieron un estruendoso vuelo. La arcilla reseca del suelo crepitaba ante el peso de los caballos. Las hojas resecas de las ortigas pinchaban los espolones de las bestias. El ramaje de los pinos rasgaba los rostros a los muchachos, quienes, con movimientos cautos, procuraban esquivar las agujas y las piñas. Un sapo croó oculto entre las raíces de algún árbol. Las moscas eran plaga y las telas de araña, de tronco a tronco, flotaban igual que fantasmas. Los soldados guardaban un pellizco en el vientre. Ese siniestro bosque, tupido y con tantos barranquillos cincelados por las riadas, provocaba sobrecogimiento. Después de avanzar un trecho Salah al-Krispa, situado en uno de los extremos de la formación, giró la cabeza hacia la diestra. Sacó su espada con una mano mientras con la otra estrangulaba el dogal del alazán.
—En círculo. Tenemos visita, señores. ¡Desenvainad!
Los militares se cerraron en una maniobra muy practicada en el acantonamiento. Rodearon y dejaron a la espalda una docena de pinos. La circunferencia latía de manera perfecta. Levantando una bandera de polvo clavaron las lanzas en la tierra y sacaron sus espadones. Alrededor nada parecía extraño. Tal vez el experimentado Salah hubiese confundido un sonido, un aleteo de viento, un fogonazo de fulgor, pero su rostro escrutaba de forma hierática, mota a mota, el pensamiento del bosque. La mayoría de los adolescentes, soldados sin ninguna práctica en escaramuzas de este tipo, tragaron saliva y empezaron a sentir indisposición. Castigaban a sus animales haciéndoles corvetear, obligándolos al relincho. De pronto, un ciervo comenzó a correr a una docena de pasos de donde se encontraban, brincando ágilmente sobre la madera podrida que reposaba en el suelo.
—¡Gracias a Allah, un venado! ¿Me concedéis el honor, señor? —comentó uno de los milicianos.
—Guarda silencio, necio. No abandonéis la posición hasta que yo lo ordene. ¿Te has dado cuenta, Latif? —fue la contestación lacónica de Salah al-Krispa.
—Sí, señor. Extraño que un ciervo venga hacia aquí. Ha huido de algo que le asusta más que nosotros —dijo en un susurro el oficial.
—Sean quienes sean no van a tardar en saludarnos. Refrena el sudor de tu frente, joven. Eres un militar nazarí. Nuestra empresa es proteger hoy Wadi-as de cualquier enemigo. El valor no se guarda, el valor se enseña.
Comenzaron a escucharse pasos invisibles, cuchicheos, aceros saliendo de forros. La sofocante calima y el follaje de la arboleda impedían ver con nitidez a más de diez zancadas. Los soldados estaban aterrados, sus corazones bombeaban sangre a un ritmo impúdico. Sin más, un alarido gutural, violento, venido de no se sabe dónde, los paralizó. Era un gañido masculino, salvaje, demoníaco.
Una lluvia de saetas cayó sobre ellos. Salah al-Krispa ordenó a sus hombres que desmontaran y que cogieran las égidas para protegerse. Seis de los jóvenes no pudieron obedecerle porque ya colgaban como harapos de sus caballos. Sus cabezas, sus pechos y estómagos habían sido atravesados por unas flechas de las que se desprendía un humillo oloroso. El grito volvió a escucharse, en esta ocasión con más intensidad, y de detrás de un apretado pinar saltaron a la carrera diez misteriosos atacantes envueltos en amplias túnicas de color rojo cinabrio, con los rostros pintados de amarillo y portando refulgentes cimitarras. Llevaban el pelo rapado y los ojos los traían inyectados en sangre. Chillaban como jauría y sus bocas enseñaban unos dientes ennegrecidos.
Salah al-Krispa alzó su saif, escupió sobre su filo y respondiendo con otro berrido ordenó a los suyos atacar a pie. Los soldados temblaban como insectos y obedecían la consigna con desorden y sin ninguna convicción. Mirándose unos a otros avanzaban algo de medio costado y retrocedían bajo el yugo ignominioso del pánico. Comenzaron a sentirse mareados y alguno de ellos no pudo controlar la inmundicia de defecarse. El grupo enemigo, por el contrario, se les acercaba sin mostrar el más mínimo atisbo de piedad. Corrían hacia ellos con los brazos en cruz y las espadas apoyadas en la nuca, prestas para desmembrarles. Latif Ben Uday elevó al cielo una plegaria de clemencia y encomendándose a sus antepasados aceleró la carrera hasta alcanzar al veterano guerrero que se había quedado solo en la vanguardia. Por encima de cualquier circunstancia tenía que mostrar un comportamiento digno de su categoría de oficial. Hasta ese mismo momento había sido tratado como hombre de honor, y ahora debía demostrarse a sí mismo que era merecedor de tal privilegio. Los caballos comenzaron a cocear y al primer envite de aceros huyeron en estampida, arrastrando los cuerpos inermes de los jinetes sin desestribar que se destrozaban la carne y los huesos como carambolas contra los troncos del bosque.
El combate se presentó durísimo. Salah no tardó en plantarle cara al primer enemigo que llegó a su posición. Entrechocaron salvajemente las espadas, hasta el punto de mellarlas. Se daban patadas, cabezazos. Se insultaban a cada golpe. Aquel monstruoso enemigo, de mandíbulas desencajadas, era firme en la resolución. Su propio aspecto de ultratumba le confería más decisión. Parecía poseído, hambriento de ira. Pero Salah al-Krispa estaba ya curtido en el fragor de cualquier aberración, y en un momento de debilidad apenas imperceptible de su adversario cambió la espada de mano y la precipitó contra el cuello del salvaje. El acero le penetró la piel hasta la altura de la tráquea. Salah no esperó y volvió a cambiarse la espada de mano para atacar el cuello por el lado contrario. La cabeza de ese hombre horripilante rodó hasta los pies de un Latif paralizado por el desconcierto, pues ninguno de los enemigos se detenía a luchar contra él. Su miseria personal le impedía abalanzarse sobre cualquiera de ellos e iniciar la pelea. Sus ojos quedaron empañados y no pudo evitar un sollozo cuando los dedos se le entumecieron sobre la empuñadura al guardar, de nuevo, el arma en el estuche.
Los soldados iban muriendo como lechones. Parecía, de hecho, que los tenebrosos atacantes se divertían con ellos. A uno le rebanaron los huesos de las rodillas en dos certeros golpes asestados de abajo arriba y cuando hincó sus muslos en el suelo le reventaron el cráneo de un fortísimo espadazo. A otro le perforaron las ingles y le introdujeron el arma por la boca. A tres de ellos les arrancaron de cuajo media cabeza, dejando que sus cerebros se desparramasen por la hojarasca. Al resto les concedieron muertes igualmente crueles. Los pájaros revoloteaban nerviosos sobre la emboscada, piaban sin cesar y topaban entre sí.
Salah al-Krispa andaba enzarzado con su cuarto adversario. El cansancio comenzó a fatigarle la vista, la respiración le fallaba y los brazos empezaron a hinchársele por el esfuerzo realizado. Este nuevo rival poseía más fuerza que sus compañeros, repartía mandobles sin cesar con la estrategia de hacerle desfallecer. Él lo sabía y procuraba desgastarse lo menos posible, al menos hasta haber descubierto algún punto débil en su impetuoso contendiente. Era como salir de un laberinto. Durante unos instantes sus miradas se cruzaron. Lo que Salah vio en la elipse de las pupilas de su contrincante hizo que diera el primer paso atrás. Aquellos ojos solo mostraban muerte. Aquel rostro tintado de amarillo era una visión visceral, ¡producía quemaduras! No pudo evitar que la espada enemiga le penetrase la tripa. No sintió dolor, pero se sabía ya perdido. Otro golpe a la altura de la cadera le derribó sin remedio partiéndole los huesos.
Salah al-Krispa, el mejor luchador de Garnata, de la tierra prometida, de las montañas del sol, una leyenda entre las huestes islámicas, había sido vencido. Sangraba a borbotones y se sostenía en cuclillas. Sin embargo, ¿a qué no le remataba ese hombre? ¿Por qué se limitaba a mirarle y a sonreír? Un viento tenue le erizó los sudados cabellos. Aspiró el aire infectado del bosque e intentó levantarse. La bota de su verdugo le arrojó al suelo.
Escuchó entonces una carcajada y unos pasos que se le acercaban. Separó la cara del barro. Intentó levantarse. En esta ocasión dos de los tenebrosos guerreros le ayudaron con cortesía y fue incorporado por completo. Salah vio venir hacia él a un hombre de estatura prodigiosa y complexión atlética. Se aproximaba con lentitud, como un delirio. Llevaba puesta una profunda capucha que le ocultaba el rostro. Portaba un alquicel blanco, ceñido a la cintura por un cinturón de piel. Iba desarmado. Las mangas del hábito eran amplias y dejaban entrever unos antebrazos cargados de músculos y ampollas cicatrizadas. Le seguían dos lobos, que le lamían las manos con dedicación. Se detuvo a pocas zancadas. Miró alrededor antes de quitarse la capucha, cosa que hizo recreándose en el febril misterio de su identidad. A Salah al-Krispa le pesaban los párpados. Notaba cómo la carne de su vientre se desgarraba del mismo roce con las astillas de sus huesos. Los guerreros que le sostenían le cogieron por el mentón.
—Mírame, Salah al-Krispa Ben Brahim Ben Salah Azizi. Soy yo —exclamó el desconocido.
Salah reconoció ante sí un rostro alargado, maduro, muy castigado por las arrugas, pintado con un tinte azufrado que recubría las ampollas resecas de pretéritas quemaduras. De nariz aguileña, grandes bolsas bajo grandes ojos, boca tumultuosa de labios finos, orejas perforadas y una desagradable cicatriz rompiéndole la mejilla izquierda. Lucía una melena canosa que le barría los hombros. Ante la perplejidad del vencido militar esbozó una sonrisa para mostrar una sajadura de dientes maltratados. Salah al-Krispa no pudo evitar sobrecogerse. Le había recordado a alguien…
—No te importará, hermano, que mis lobos se alimenten con los despojos de tus subordinados —dijo la figura chasqueando los dedos. Los animales se abalanzaron sobre las víctimas. Algunas de ellas, todavía conscientes, gemían y suplicaban clemencia.
—Es imposible. Soy presa del delirio —balbuceó Salah arrojando por la boca una flema sanguinolenta.
—¿Imposible? No hay nada imposible para mí. Simplemente no quise morir. Recuerdo tantas ocasiones en las que combatimos juntos… Eras el mejor, el más rápido, el más violento. Los años, Salah, los años. Me has defraudado. Creí que iba a ser más difícil sacrificarte. Pero ha merecido la pena —hizo una pausa para acercarse al rostro de Salah—. Lamento no extenderme más ni darte más explicaciones, hermano. Tengo algo de prisa. Vas a probar el sabor de la muerte. Amargo momento, ¿no?
—No afirmo que una cosa sabe amarga hasta probarla y aún estoy vivo, ¡asesino! Acaba conmigo —contestó encorajinado—, porque, si no, mi último aliento lo utilizaré para matarte.
—¿De nuevo? Ja, ja, ja. Guarda silencio y observa antes de desvanecerte cómo mastico tu corazón.
Dichas estas palabras, ordenó a sus hombres que sujetaran bien a Salah de las axilas porque era ya prácticamente un peso inerme. Sacó de su bota un pequeño puñal de bellas incrustaciones. Se lo llevó a la boca y lo lamió hasta provocarse una herida en la lengua. El sonido de los lobos devorando las pavesas de los soldados acunó una oración murmurada por aquella caterva que fue agrupándose, poco a poco, alrededor de su dirigente. Golpeaban el suelo con las espadas. Danzaban en un contorneo hipnótico. Ingerían unos polvos grumosos del color de la naranja.
Latif Ben Uday, recostado junto al tronco partido de un pino, temblaba de pavor. Todos parecían ignorarle. Por su cabeza no pasó, siquiera, la posibilidad de una rápida huida. Estaba paralizado de terror. La cobardía le revolvía el estómago, tuvo una arcada. Se cubrió la cara cuando el monstruoso jefe hundió el cuchillo en el pecho de Salah al-Krispa. Lo hizo con pausa, recreándose en el corte. Su fornida mano fue trazando una abertura profunda a través del pectoral izquierdo. Las facciones de ese hombre estaban hirviendo, bullían de placer, consumaban una venganza. Salah no pronunció una queja, apretó los labios con fiereza procurando que las muecas de dolor fueran imperceptibles para sus enemigos. Sus ojos biliosos en ningún momento dejaron de amenazar a su carnicero.
Como si de una incisión sacramental se tratara, el misterioso hombre metió la mano en el hueco abierto por la puñalada y de un tirón seco extrajo el corazón, manchando su túnica blanca. Salah al-Krispa expiró bajo un estridente espasmo. Los dos guerreros que le sujetaban lo arrojaron al suelo. El jefe miraba con gozo el corazón de su víctima, no disimuló una sonrisa pletórica. Sin reparos lo introdujo en su boca y lo mordió haciendo que una constelación de sangre le impregnase la cara. Lo engulló con voracidad. Latif comenzó a chillar, presa de un ataque de histeria. El hombre se volvió hacia él. Sonrió mostrándole unas encías embadurnadas de sangre. Cuando terminó de saborear la víscera, chasqueó los pulgares y el resto del grupo se abismó sobre el hollejo de Salah. Enloquecidos, murmurando letanías y con navajas de pizarra desmembraron el cuerpo. Uno saboreaba un pulmón, otro lamía un pedazo de hígado, dos peleaban por los intestinos. Latif Ben Uday se encogió igual que una babosa antes de ser aplastada. No pudo ver que el fantasmagórico verdugo, restañándose con el antebrazo las babas rojas que le caían por la barbilla, se le acercaba.
—¿Qué haces aquí? Vuelve a Wadi-as y cuéntales a todos que Yahaya Malek al-Fatóm, el Indalo, el mensajero de los dioses, ha regresado. Cuéntales lo que hago con los valientes servidores nazaríes. Yo condeno a tu medina, os condeno a todos, hijos de mil rameras —sentenció con tono autoritario, levantando a Latif del suelo y limpiándole de hojas secas el uniforme—. Los todopoderosos seguidores de Argar salimos después de siglos de las sombras. La profecía se acerca. Volveré cada semana a por una doncella. El precio de vuestra salvación será ese, ¡una doncella a la semana! La acercaréis maniatada a estos parajes y con una venda en los ojos. Estaré tan cerca de vosotros que oleréis mi aliento cuando durmáis. Voy a multiplicarme como las ratas. Si no hacéis lo que os mando, las consecuencias serán terribles. Os sacaré las entrañas, devoraré el alma de vuestros hijos. La destrucción caerá sobre Wadi-as sin remedio. Dentro de poco los argáricos nos contaremos por miles. En siete días a partir de este momento quiero a la primera doncella.
—De acuerdo, transmitiré vuestras órdenes. Pero, ¿no vais, señor, a hacerme nada? —balbució Latif Ben Uday mientras miraba los cadáveres y los lobos, y la carne despedazada de Salah al-Krispa.
—No, jovencito. No eres digno de que te coman ni las cucarachas de leprosería. Eres un cobarde, lo peor que le puede pasar a un hombre. El valor no se guarda, se enseña. Tus compañeros al menos pelearon, lucharon contra su miedo. A mis muchachos solo los alimento con la carne de los impetuosos. Vete ya, antes de que los lobos vean lo inmundo que eres y te destrocen. Tendría que matarlos, entonces, porque les infectaría tu bajeza. Y los quiero. ¡Noble animal el lobo! ¡Leal servidor de los habitantes de las cavernas! Mírame bien, escombro —empezó a abofetearle—, y guarda en tu memoria cada uno de mis rasgos. ¡Mírame, no te distraigas! Ahora debes darme algo que me pertenece. ¡Mírame y cuenta lo que has visto!
—No llevo dinero, señor. Tome usted si quiere mi espada, perteneció a mi padre, y antes al padre de mi padre. No llevo nada más de importancia, se lo juro —tartamudeó Latif a la par que registraba sus bolsillos buscando objetos de valor que entregarle.
—Sí tienes algo que me interesa. ¡Tus ojos son míos! —gritó el misterioso hombre antes de precipitarse sobre ellos y arrancárselos con los dedos.
—¡No, no, no!