Los imaginarios planetarios
Mary Louise Pratt
Colección dirigida por Eduardo Becerra
© de la presente edición Editorial Aluvión, S.L., 2018
www.editorialaluvion.com
Primera edición: 2018
De la traducción:
Cap.3 por Juan Gabriel Lagos
Caps. 6, 7, 9 y 12 por Carlos Pott.
Cap. 8 por Rolando Bonato, Mary Louise Pratt y Carlos Pott
Cap. 11 por Dominique Kliagine y María Inés Lagos
Caps 8, 11, 12, 14 y 15 escritos originalmente en español.
Corrección: Carlos Pott, Catalina Arango y Manuel Guedán
Diseño de colección: Alicia Gómez
ISBN: 978-84-945620-6-8
Ensayos a contrapiel, por Lina Meruane
Nota de la autora
Introducción: la danza perpetua
Parte I: Fondo
1. La heterogeneidad y el pánico de la teoría
2. Los imaginarios planetarios: a la luz del Gran Televisor Solar
3. Los que se quedan: cuerpos, identidades, espacios
4. ¿Por qué la Virgen de Zapopan fue a Los Ángeles?
5. Repensar la modernidad: más allá del difusionismo
6. La futurología de la Independencia en Hispanoamérica y Filipinas
7. El tráfico de significado: traducción, contagio, infiltración
8. Las artes de la zona de contacto
Parte II: Figura
1. En escenarios reales: SUVs blancos, autoridad moral y políticas de reconstrucción en También la lluvia, de Icíar Bollaín
2. Tres incendios y dos mujeres extraviadas: el imaginario novelístico frente al nuevo contrato social
3. Des-escribir a Pinochet: desbaratando la cultura del miedo en Chile
4. El mapa nocturno: la literatura de mujeres en América Latina
5. «Yo soy la Malinche»: escritoras chicanas y la poética del etnonacionalismo
6. Mi cigarro, mi Singer, y la revolución mexicana: la danza ciudadana de Nellie Campobello
7. «No me interrumpas»: mujer, literatura, y nación 1800-1920
8. La per-versificación: Avellaneda devora a su maestro
Lina Meruane
Mary Louise Pratt, la deslumbrante crítica cultural de estos tiempos, envió hace unos años un propositivo mensaje a los nueve «colegas» que eran (éramos) sus estudiantes de doctorado. Pratt iniciaba siempre sus correos llamándonos «colegas», desafiando con este gesto las estructuras jerárquicas de la academia, y conducía nuestras reuniones hacia el diálogo y la colaboración para fomentar una comunidad intelectual, un «pensar juntos» que pudiera extenderse más allá del aula, hacia el futuro. El mensaje que entonces nos mandó contenía y compartía una clave de su método; en él nos instaba a adoptar la sospecha como modo de acercamiento a los diversos textos culturales que estábamos analizando. Nos recordaba nuestra responsabilidad de interrogar críticamente los materiales y la necesidad de leer entre líneas en vez de plegarnos a la premisa aparente del autor. Sondear, sugería, «lo que el texto no explicita» (su ideología) y «los puntos de tensión donde el texto no resuelve sus contradicciones ni los sentidos que pone en juego».
En su rol de maestra-colega Pratt estaba planteando lo que yo entonces hubiera llamado «leer a contrapelo» pero que ella —eludiendo las cristalizaciones del lenguaje y ahondando en la expresión— entendía como «leer a contrapiel». Su formulación no solo era más arriesgada (y tan bella) sino que sintetizaba el particular modo de abordaje textual que se evidencia en sus influyentes ensayos sobre las prácticas culturales latinoamericanas y su relación con el devenir político del continente. Persuadida de que cada creador y su creación recogen la ideología imperante para confirmarla (voluntaria o inadvertidamente) o para contradecirla con sutileza o elocuencia, Pratt considera que una obra es producto de (y respuesta a) su entorno y que para interpretarla sensiblemente —«a contrapiel»— hace falta examinar los contextos de producción locales, nacionales y globales en los que toda imagen, todo discurso, toda metáfora opera. Y si no debe leerse en abstracto, tampoco puede la lectura abstraerse de los cuerpos que la obra convoca, porque leer, pensar, escribir «a contrapiel» consiste en contextualizar y en corporeizar la lectura: atender, en otras palabras, a la representación de los cuerpos que atraviesan los textos y los habitan, examinar cómo el lenguaje crea sujetos y les impone o les niega determinada subjetividad, cómo les anticipa un devenir dentro y fuera de la obra.
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Estos agudos ensayos —recogidos por primera vez en castellano y en un solo volumen— se plantean no solo como textos críticos alrededor de un corpus sustancioso sino como intervenciones políticas en el mapa cultural del presente. Cierto es que la célebre autora de uno de los libros más citados de las últimas décadas, Ojos imperiales, jamás ha descuidado la historia, y que en estas páginas, como en todos sus escritos, vuelve su mirada hacia el pasado. Pero no se queda en lo pretérito, su reflexión, sino que apunta a descifrar las articulaciones coloniales y comprender qué futuros se fundaron en los textos de entonces, cómo esos pasados le dieron sentido y forma a nuestro presente.
Cómo hemos vivido (o sobrevivido) en medio de proyectos imperiales o nacionales que hicieron de la exclusión su norma y del abuso —racial, de género y de clase— su práctica cotidiana. Qué contratos sociales establecimos (o se nos han impuesto), y qué hemos perdido y pactado y obtenido y transgredido en ellos. Qué haremos ante la «crisis planetaria» global en la que (todavía) existimos son algunas de las tantas cuestiones a las que Pratt se aproxima utilizando su particular (su verdaderamente única) combinatoria de saberes disciplinarios. La lingüística de sus años de formación y de su primer libro (Toward a Speech Act Theory of Literary Discourse) que examina la relación entre oralidad y narrativa. La antropología y sus métodos, el etnográfico (su reflexiones siempre amparadas por observaciones de la vida social) y el «autoetnográfico» (concepto acuñado por ella y usado también como recurso). La teoría feminista y los estudios de género que impregnan el recorrido de su escritura. Y su notable rastreo histórico del imaginario imperial y nacionalista en épocas coloniales, neocoloniales y «nocoloniales», hasta la más reciente encarnación del capitalismo: la globalidad. Y si cualquiera podría sucumbir ante un abanico de disciplinas tan diversas, este no es un impedimento para la versátil Mary Pratt: su teorización de lo social desde múltiples perspectivas le otorga profundidad reflexiva a su escritura a la vez que le permite eludir los peligros de un pensamiento programático y previsible, las formulaciones vacías o encajonadas o demasiado rígidas, las excluyentes generalizaciones que acechan la teoría crítica.
Organizados en dos bloques, los siete ensayos reunidos bajo el título Los imaginarios planetarios destacan, precisamente, por la ejemplar conceptualización de lo social que constituye el reconocido aporte de esta pensadora. Pratt ha ido poniendo en circulación un sugerente repertorio de términos —anticonquista, autoetnografía, zona de contacto y tantos más— que por su fuerza descriptiva fueron inmediatamente adoptados y desarrollados en una multiplicidad de campos del saber. Contra la descripción homogeneizante del hecho cultural Pratt propone en estos ensayos formulaciones que le dan, sin agotarlo, un contorno teórico a la complejidad inherente del fenómeno cultural. Escribiendo sobre los próceres del pensamiento independentista, describe sus ejercicios de «futurología», ese «imaginar las cosas de otro modo» para poder inventar otra América. Y observa, en otro ensayo, el modelo “difusionista” de la modernidad, con su transmisión e imposición de saberes y subjetividades desde el centro, aceptada, vehiculada y resistida por los intelectuales de la mal llamada periferia. Comenta, asimismo, los debates académicos sobre la transculturación, la hibridación, y, de manera más urgente, los desafíos de la heterogeneidad y democratización de las formaciones sociales. Pratt dedica páginas a discutir y develar la operatoria de la globalidad como renovado proceso de «colonización verbal y de la imaginación» que naturaliza, normaliza e invisibiliza convenientemente sus premisas ideológicas. La audacia de la autora consiste en no conformarse solo con el análisis de objetos creados por otros sino que incita reflexiones críticas acerca de los usos de la teoría, de las limitaciones y paradojas de un ejercicio a menudo marcado por las exclusiones que intenta criticar. Si el crítico (la crítica que ella es) ocupa la posición «intracultural» como «traficante de significados» o como «traductor cultural» comprometido en los discursos idiosincráticos de la cultura que observa, el reto (su reto) es abrir el registro académico a lenguajes que narrativicen lo social e incluyan a sujetos periféricos o disidentes excluidos por su diferencia sin borrar su alteridad, su radicalidad heterodoxa.
En los diceséis ensayos reunidos en Los imaginarios planetarios Pratt pone a prueba sus propias premisas y productiviza su aparato conceptual afinando la mirada sobre una multitud de objetos que le permiten examinar la conformación del sujeto femenino latinoamericano y el modo en que las tensiones de género se han manifestado en el campo intelectual, social y político. Pratt retoma nociones de la teoría política para plantear, en diálogo con politólogas feministas, que el contrato social se basa en otro contrato, el sexual, el matrimonial, por el cual las mujeres históricamente han depuesto (han debido deponer) sus derechos ciudadanos y su participación en el espacio público que es, por supuesto, el lugar de la política y de las letras. La constitución del campo literario, revela en varios ensayos de esta sección, ha estado marcado por excluyentes procesos de asignación de valor literario que preceden a la conformación del canon. Pratt recupera figuras perdidas y relata las vicisitudes de recuperar, a partir de los años 70, las prosas olvidadas, los poemas infravalorados, los «ensayos de género», considerados menores por tematizar el estatuto de la mujer y no el de la identidad (el ensayo practicado por los escritores) y se dispone a pensarlos a contracanon. En ese rescate de lo excluido que se confirma leyendo esta sección, Pratt redime géneros desestimados por la cultura oficial, la canción popular, la danza y la performance femenina y el testimonio, y atiende a la construcción de figuras femeninas que requieren una relectura (la conspicua Malinche, la viajera Virgen de Zapopan). Con perspicacia predictiva, Pratt advierte que estas contralecturas, estos ejercicios de inscripción femenina en la práctica social, tiene un costo: la violencia física y simbólica contra las mujeres. La «crisis de masculinidad», que es una crisis de poder, se despliega en la novelística de nuestros tiempos haciendo desaparecer a las mujeres de los textos, es decir, imaginando una escena social en las que ellas ya no están.
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Regreso al aula donde Mary Louise Pratt nos planteaba un cuerpo a cuerpo con los textos y ponía en nuestras manos una caja de herramientas conceptuales que utilizaríamos para reflexionar sobre nuestro presente de transición cultural y sus ecos en el corpus contemporáneo. El tiempo se nos hizo escaso y al concluir su seminario, la maestra que pronto sería, en efecto, nuestra colega, nos envió otro mensaje que decía lo siguiente: «De tener otra sesión hubiera sido valioso empezar a reflexionar sobre nosotros como comunidad de lectores, pensar en nuestra situación como críticos embedded (inscritos) en la crisis de la literatura, como encargados de actuar, leer, pensar en relación a ella. ¿Cómo diagnosticar esta crisis? ¿Cuáles son las posibles relaciones que el crítico puede establecer con la literatura del mercado? ¿Cómo complicar ese mapa sospechosamente binario? ¿Qué líneas de defensa y qué diversidad de ópticas existen entre nosotros?». A falta de esa última sesión están estos ensayos escritos para el futuro. Su invitación a reflexionar quedaba extendida para nosotros, los lectores presentes de este libro magnífico.
Los capítulos 1, 2, 5, 10, 14 y 17 se escribieron originalmente en español. Los demás textos han dependido del talento y el trabajo de traductores de varios países. El capítulo 3 fue traducido del inglés por Juan Gabriel Lagos (Uruguay). Soledad Gálvez (Perú) ayudó con la versión en español del capítulo 4. Los capítulos 6, 7, 9 y 12 han sido traducidos por Carlos Pott (España) y los capítulos13, 15, 16 por Elvira Maldonado (Colombia). Rolando Bonato (Argentina) y la autora tradujeron el capítulo 8, con la ayuda de Carlos Pott. El capítulo 11 fue traducido por Dominique Kliagine (Argentina) y María Inés Lagos (Chile).
Muchas manos expertas y generosas contribuyeron a la preparación del texto. Marcelo Carosi preparó el manuscrito inicial. Carlos Pott editó y corrigió todos los textos, navegando con sabiduría y gracia sus diferencias de estilo y de origen. Con ojos expertos, Manuel Guedán corrigió, normalizó el formato y encabezó todo el proceso de preparación del libro. A mi querida y admirada amiga Lina Meruane debo no solo el título, sino la idea original de preparar esta colección.
Gracias a todas y todos.
Este libro está dedicado al estudio de América Latina a través de los imaginarios. Los objetos de estudio son las expresiones y representaciones culturales —sean literarias, vernaculares o incluso teóricas— por medio de las cuales distintos productores de significado han realizado y contemplado esta entidad imaginada —pero no por eso irreal— que es América Latina.
El trabajo imaginativo no es una dimensión secundaria de la existencia humana, sino un aspecto constitutivo sin el cual el comportamiento de los individuos y las colectividades permanecería completamente indescifrable. Las personas y los grupos actúan en el mundo en función de cómo lo imaginan y de las narrativas en que se ven insertos. Todos vivimos perpetuamente proyectados hacia el futuro, y toda proyección al futuro es necesariamente imaginada. Los seres humanos somos capaces de sobrevivir privados de bienes materiales, pero nos es intolerable vivir sin significados, sin que nuestro hábitat y la propia existencia tengan sentido. Constantemente realizamos y afirmamos esta necesidad en actos expresivos. Vivimos en una continua danza de significación. Como seres conscientes, es el agua en que nadamos. Claro, la imaginación puede ser tanto un instrumento de libertad como de coerción; las ideologías pueden amplificar y estrechar los horizontes. El manejo de los imaginarios y de los significados es una principal forma de poder y un espacio de lucha en cualquier sociedad institucionalizada. El presente libro estudia estos procesos y esas luchas.
La modernidad occidental desarrolló y privilegió la literatura escrita como espacio expresivo donde cultivar y estudiar los poderes de la imaginación. En las últimas cuatro décadas los estudios culturales han amplificado el campo de reflexión, reorientando su mirada hacia la expresión vernacular, la construcción de los saberes, la operación del poder, la formación de los sujetos y los discursos, la performance y la performatividad. La literatura no desaparece, pero los avances metodológicos han generado una proliferación de nuevos objetos de estudio, reto que todavía confunde y distrae a los intelectuales humanistas. Son verdaderos avances, sin embargo. No se trata solamente de una democratización del trabajo intelectual, sino también de una apertura importante a una comprensión más amplia y coherente de la actuación de la humanidad en el planeta.
Este libro responde a dicha ampliación del campo del conocimiento estético y cultural. La gran mayoría de los capítulos estudian los procesos históricos, sociopolíticos y económicos en América Latina, desde la colonia hasta la actualidad, a través de las formaciones y expresiones culturales. Siguen muy presentes la literatura y la cultura letrada —novela, poesía, ensayo, cine— como articulaciones de los deseos, los conflictos, las ansiedades, el autodiagnóstico de las sociedades y las coyunturas históricas, pero también hay otros objetos igualmente reveladores —mitos y figuras de la cultura popular, documentos legales, teorías académicas, manifestaciones políticas, discursos públicos, pasiones deportivas, prácticas migratorias—.
La primera parte del libro reflexiona sobre los grandes discursos y relatos que han dado y dan coherencia y peso a la historia latinoamericana —el imperio (cap. 7), la república (cap. 6), la modernidad (cap. 5), la multiculturalidad (caps. 1 y 8), el neoliberalismo (caps. 2, 3, 4)—. La segunda parte del libro rastrea la presencia de estos procesos en textos y obras de los 2000 (cap. 9), los años 90 (cap. 10), los 80 (cap. 11), los 70 (cap. 13), los 30 (cap. 6), y a través de los siglos XIX y XX (caps. 4, 7, 8, 9). Todo está atravesado por un parti pris apasionado con las grandes luchas emancipatorias del hemisferio y del planeta: la descolonización, es decir, la lucha por eliminar las persistentes jerarquías e idearios (neo)coloniales; el anticapitalismo, es decir, la lucha contra la explotación de las personas y de la tierra, y el feminismo, es decir, la lucha contra el patriarcado y la dominación heteromasculina, tema particularmente central en la segunda parte.
En su reciente libro, The Great Derangement el novelista y pensador indio Amitav Ghosh arguye que a pesar de su discurso universalista y expansionista, el proyecto civilizatorio europeo nunca estuvo destinado a ser un modelo para todo el planeta, porque la ejecución del proyecto en Europa dependía plenamente de la extracción de los recursos humanos y materiales de otras zonas, del despojo. El sueño o el telos igualitario, insiste Ghosh, no puede consistir en el que nos ofrece la modernidad: que todas las sociedades accedan al nivel de consumo de los países industrializados ricos. Como presagió Gandhi en los años 20, ese camino llevará directamente al colapso ecológico. El reto urgente, según Ghosh, es reorientar ese imaginario, ya globalizado y materializado en toda una galería de mercancías icónicas, hacia proyectos, conceptos y futuros compatibles con los límites demográficos y ecológicos del planeta. Las propuestas del buen vivir desarrolladas por los movimientos indígenas responden a este imperativo, igual que la propuesta de Giorgio Agamben para revalorizar la dolce vita. Para Ghosh, sin hablar de culpabilidades, el futuro de la humanidad, y de muchas otras formas de vida, no está ya en manos de Europa y Norteamérica, sino de China e India, estados que buscan incorporar sus gigantescas poblaciones al camino suicida del extraccionismo, el desarrollo industrial y un concepto de igualdad basado en el poder de consumo. Si no se inauguran a gran escala proyectos civilizatorios compatibles con los límites de la tierra, el planeta podrá continuar existiendo sin problemas, pero la humanidad no. El concepto del Antropoceno codifica esta futurología suicida en un telos a la vez verosímil e inimaginable: un planeta donde la presencia humana existe solo en forma de restos arqueológicos a ser descubiertos en el futuro por entidades ahora desconocidas o inexistentes.
El argumento tiene una fuerte dimensión estética y literaria que coincide con la óptica desarrollada en este libro. Según Ghosh, la novela realista como forma estética canónica de la modernidad burguesa, ha «incapacitado» la imaginación de los sujetos modernos, volviéndolos incapaces de abarcar y de comprometerse con los procesos de destrucción ecológica en los que estamos inmersos. «A diferencia de la épica», dice, «que a menudo abarca eones y épocas, las novelas raras veces se proyectan más allá de algunas generaciones. La longue durée no es el terreno de la novela».1 Documenta en India las presiones modernizantes que empujaron a los escritores a abandonar la poesía épica y los melodramas cósmicos de seres divinos y fuerzas sobrehumanas, reemplazándolos por proyectos localistas que ponen en valor el detalle concreto y el mimetismo. ¿Cómo no reconocer correspondencias con otros procesos colonizadores: la quema de las bibliotecas mayas en el siglo XVI, o el secuestro masivo de niños indígenas en Norteamérica en el siglo XX para acabar con sus lenguas, sus saberes y sus mitos? Es imposible separar el predicamento ecológico de la colonización, tanto de los imaginarios como de la tierra. Imposible separarlo también de la represión ejercida sobre las mujeres en todas las sociedades, la contemporánea inlcuida. De manera poderosa, la creatividad indígena, femenina y queer está heterogeneizando el trabajo especulativo que lleva hacia los nuevos imaginarios planetarios que el presente exige. Su presencia se destaca entre los pensadores, artistas y activistas que encabezan la elaboración de las propuestas estéticas, ontológicas, ético-políticas y existenciales que nos guiarán hacia los cambios dramáticos que nos esperan y que nos ayudarán a vivirlos.
La filósofa Elizabeth Grosz propone que la única fuente de futuros alternativos son las posibilidades no realizadas del pasado. Estas se encuentran muy presentes en las reflexiones emprendidas en este libro. Los textos también reflejan el momento en que los escribí. El México del fin de siglo que aparece en el capítulo 4, por ejemplo, es un México donde el neoliberalismo produce hambre, miseria y migración forzada. Ahora, vive una epidemia de obesidad, diabetes y regresos por deportación. La movilidad geográfica, sea migración o deportación, sigue siendo síntoma clave de las mutaciones del capitalismo. Entre los ensayos sobre género, algunos no tuvieron acceso a la categoría analítica de lo queer. No obstante, La Malinche sigue sus andanzas; El Gran Televisor Solar está todavía prendido; la teoría continúa su pánico; los maridos siguen interrumpiendo; Pinochet ha muerto; y la Virgen de Zapopan sigue en Los Ángeles, sin papeles.
La heterogeneidad de las formaciones sociales representa un gran reto para la teoría social occidental. Como tradición, esta siempre ha buscado constituirse alrededor de un sujeto social uniforme y de un concepto homogéneo de las colectividades. A menudo esta homogeneización se logra colocando las relaciones de diferencia —hombre/mujer, padre/hijo, amo/esclavo, por ejemplo— fuera del campo social, en esferas que pertenecen a la naturaleza o que están regidas por ley natural. Es el caso de la Política de Aristóteles, por ejemplo, que establece el terreno de la teoría relegando a los esclavos, los niños y las mujeres a una esfera doméstica que no está regida por lo social, sino por jerarquías naturales que dictan su subordinación al amo, al padre y al esposo respectivamente. Estas tres últimas figuras, claro, se entrecruzan en un mismo sujeto: el ciudadano, sujeto constitutivo de la sociedad y de la teoría social. O, mejor dicho, el ciudadano es el punto (imaginado, claro) en que confluyen estas tres figuras para delimitar (imaginar) el concepto de un sujeto social uniforme (el ciudadano) y una colectividad social homogénea (los ciudadanos). La teoría social servirá como explicación/legitimación de las estructuras de poder que sostienen y que los sostiene.
Nada más conocido que la extraordinaria estabilidad de esta configuración a través de las permutaciones de la teoría ortodoxa en Occidente. Cada vez que las diferencias amenazan con socializarse —lo cual ocurre constantemente— la teoría responde, entre otras cosas, con una nueva propuesta para naturalizar aquellas figuras. La secularización y desnaturalización de las jerarquías que se consolidaron en la segunda mitad del siglo XVIII fueron neutralizadas en el XIX por una óptica científica que renaturalizó las subordinaciones por medio de argumentos genéticos y evolutivos. La autoridad científica que invoca Rousseau para plantear la igualdad como estado natural y la desigualdad como construcción social, después de las insurgencias revolucionarias y anticoloniales del fin de siglo, autorizó un nuevo racismo y sexismo genéticos. En la época contemporánea, la sociobiología se presta a naturalizar no solo las desigualdades sociales y socioeconómicas, sino cualquier forma de patología social, desde la violación hasta la obesidad. La máquina homogeneizante de la sociobiología es muy poderosa, pues tiene una capacidad casi infinita de aumentar la lista de grupos regidos por defectos (diferencias) «naturales»: los homosexuales, claro, los criminales, la gente de color, los drogadictos, los pobres, los enfermos, las mujeres (sobre todo en ciertos momentos del ciclo mensual). El efecto es el de estrechar y homogeneizar el terreno de lo normal, de lo social y, sugiero, de la ciudadanía. Espada de doble filo, la sociobiología se presta tanto a naturalizar estructuras y privilegios hegemónicos (los hombres están genéticamente programados para violar, por ejemplo; el divorcio y la promiscuidad sexual son genéticamente racionales) como a convertir cualquier diferencia en una patología que deslegitima y desterritorializa a quien la muestra.
Sin embargo, el carácter eminentemente social de las diferencias surge de manera constante, primero en la forma de voces o acciones contrarias que emanan de las misteriosas esferas naturales que habitan los Otros; segundo, en los esfuerzos por reprimir o descartar estas; tercero, en la forma de contradicciones e inconsistencias dentro del mismo edificio teórico; y, cuarto, en los esfuerzos necesarios para reprimir esas contradicciones. Como Colón frente al Orinoco, Aristóteles reconoce la evidencia en contra de su concepto natural de la esclavitud —el hecho, por ejemplo, de que muchos esclavos fueran prisioneros de guerra que en su lugar de origen ocupaban el lugar de ciudadanos—. Advierte la inconsistencia, pero elige no resolverla. Simplemente descarta el argumento, poniéndolo en boca de un supuesto «otro»: «Hay gente que dice que…». Un gesto mil veces repetido por sus herederos.
Lo que sugiero aquí es una relación consistente y sistemática entre la teoría social y el concepto de ciudadanía. La relación que se plantea es esta: la sociedad, casi sin excepción, se ha teorizado desde el punto de vista del ciudadano o, en palabras de Catherine Mackinnon, «desde el punto de vista de aquellos a quienes privilegia» (Mackinnon, p.162). La teoría social tradicional tiende a presuponer los valores y privilegios del ciudadano e imaginar la sociedad como si fuera igual para todos. De ahí la tendencia a postular un sujeto social uniforme y a imaginar la colectividad solo en base a la homogeneidad, así como la casi imposibilidad de pensar en lazos sociales basados en la diferencia y no la semejanza. Desde una postura de objetividad, la teoría explica las relaciones sociales en términos que neutralizan o invisibilizan a las jerarquías que definen los contornos de la ciudadanía (entendida como estructura de privilegio). No se trata de una conspiración, sino de un gesto que se ha vuelto inconsciente. Casi por reflejo, al emprender la tarea de construir una visión panorámica de la sociedad, el teórico ocupa el lugar del ciudadano, del que está autorizado a saber y decir verdades. Conscientemente o no, es la ciudadanía la que autoriza al teórico a pensar la sociedad en términos totalizantes o universales («el hombre»), aun cuando se propone una visión crítica. Inevitablemente, pues, los «no ciudadanos» permanecen en la otredad y no están autorizados para formular la sociedad en su totalidad. No tienen autorización, pero sí capacidad y motivos. A nivel epistemológico, nada excluye la posibilidad de teorizar la sociedad desde los puntos de vista de los que están excluidos del poder o de la normalidad. Lo que lo impide es la complicidad entre las estructuras del poder y las formas de producción del saber.
La relectura feminista de la teoría social ha arrojado luz sobre esta complicidad, por lo menos en cuanto al género. Mackinnon expone brillantemente, por ejemplo, que «las reglas formales del Estado sintetizan el punto de vista masculino desde su concepción» (162). El concepto de igualdad ante la ley, por ejemplo, presupone relaciones de igualdad e identidad entre sujetos, pero falla al no tomar en cuenta las estructuras de desigualdad que determinan las acciones y el sentido de las acciones (Mackinnon 162-64). La concepción de la esfera privada como zona de libertad personal incorpora la perspectiva del poder masculino, pero no la de los sujetos que rige; desde el punto de vista del obrero, el mercado «libre» es el espacio en el que el dueño es libre de explotarlo y él de negociar los términos de su explotación. Cuando Althusser define la agencia como «una acción del sujeto plenamente consciente y acorde con sus creencias» presupone un sujeto no subordinado que detenta la libertad y la legitimidad que solo se conceden a los ciudadanos. Pensada desde la subordinación y la marginalidad, la agencia parece más complicada: se obedece y desobedece; la voluntad se impone por medio de la negociación, el disimulo, el silencio, la no acción. No se puede suponer, en fin, que los términos y categorías adecuados para teorizar el sujeto normativo sean adecuados para teorizar la formación social en su totalidad.
Entre los intelectuales-ciudadanos tradicionales, la necesidad de multiplicar las ópticas teóricas fácilmente provoca pánico. En la época contemporánea, según muchos intelectuales minoritarios, la famosa «disolución del sujeto» en la teoría ortodoxa metropolitana coincide, no por casualidad, con la heterogeneización del campo intelectual por medio de la democratización de la academia en los años 70. En EE.UU. se ha presenciado el desarrollo de ópticas heterodoxas —étnicas, feministas, gay— articuladas por nuevos sujetos intelectuales (étnicos, feministas, gays) cuya fuerza intelectual radica en la diferencia. A la fuerza, no solo se heterogeneizan las instituciones, también los objetos de estudio; no solo la fraternidad de los teóricos, sino también la idea de la sociedad y del sujeto social. Más allá de teorizarse a sí mismos, los nuevos sujetos proponen reteorizar la sociedad entera y el concepto mismo de lo social. En las propuestas de «disolución del sujeto» algunos ven un gesto desesperado para negarles a los nuevos sujetos el poder que antes monopolizaba el sujeto intelectual tradicional. Ya no habrá sujeto alguno. Sin embargo, el suicidio es solo aparente, porque lo que se ha perdido es solo el monopolio, no la hegemonía.
Se ha hecho evidente, pues, la necesidad de un trabajo teórico que plantee la diferencia y la heterogeneidad como constitutivas de la sociedad y no como epifenómenos secundarios o extrasociales.
Es importante señalar en qué medida tal proyecto va a contracorriente del concepto mismo de «teoría». En la práctica normativa, las teorías se valoran en función de su capacidad generalizadora, de su capacidad para explicar el mayor número de casos con el número mínimo de categorías y proposiciones. La teoría o, mejor dicho, la teorización como actividad intelectual e institucional, tiende a reducir las heterogeneidades. Allí radica en parte su importante poder iluminador y desorientador. Una vez establecidas, las teorías solo amplifican sus categorías y proposiciones básicas bajo presión. Es importante que alguien insista en la existencia y la importancia de casos que la teoría no explica o que la contradicen. La estabilidad o inestabilidad de las teorías depende en parte de quienes tienen (o no tienen) la posibilidad de ser ese «alguien» que cuestiona. La concepción homogeneizante del sujeto social está vinculada con la visible homogeneidad de las academias y/o las clases intelectuales tradicionales.
El enfrentamiento con la heterogeneidad de las formaciones sociales, pues, es motivo de pánico para la teoría social ortodoxa. Este pánico lo registran muy explícitamente Fernando Coronil, Alejandro Piscitelli y José Luis Reyna en un excelente ensayo sobre los nuevos movimientos sociales en América Latina (Escobar y Álvarez, 1992). «Al analizar el número enorme de movimientos sociales actuales en toda América Latina y el Caribe», comienzan, «la multiplicidad de agentes, temas, conflictos y orientaciones es abrumador; más allá de eso, nos abruma porque las cuestiones que plantean tienen muy poco que ver con las que vimos hace un cuarto de siglo» (19). Los autores ofrecen una lista de los nuevos «casos» que tienen que ser explicados: lista que sugiere, y también inspira, el pánico:
1. Los movimientos rastafaris
2. Las Madres de Plaza de Mayo
3. Los movimientos oposicionales de mujeres
4. Sendero Luminoso
5. Los movimientos indigenistas kataristas
6. El movimiento de trabajadores industriales en São Paulo
7. Los movimientos ecológicos
8. Organizaciones de barrios y poblaciones
Y agregan los movimientos de juventud, rock, salsa, estudiantiles y etnoculturales (20-22). «¿Cómo», se preguntan, «pueden interpretarse tales movimientos?» Pregunta amplia que de inmediato se domestica: «esto, ¿hay progreso o regresión?» (22).
Pensando en la lista que acabo de citar, parecería que casi el único factor que une los nuevos movimientos es el hecho de ser protagonizados por grupos sociales a los que los intelectuales tradicionales (incluyendo los autores del artículo) no pertenecen, o que han excluido activamente al definirse por parámetros raciales, sexuales, existenciales, étnicos, religiosos, geográficos, etc. Los nuevos movimientos son protagonizados, precisamente, por grupos que han quedado fuera tanto del proceso político normativo como de la autoconceptualización de la sociedad. Son los «no ciudadanos» que ahora exigen ciudadanía. Frente a esta difusión del campo sociopolítico, la teoría tradicional impone la única forma de heterogeneidad que no le inspira pánico: el binarismo. ¿Son regresivos o progresistas? Tantas veces, cuando los intelectuales tratamos de hablar de heterogeneidad, terminamos hablando de mujeres y hombres, indígenas y blancos, lo rural y lo urbano, lo bueno y lo malo. La solución al pánico es reducir las diferencias una por una a variantes de la dicotomía entre el «Yo» y el «Otro» que lo define. En este caso, la superposición del binarismo progresista/no progresista tiene el efecto de reducir los movimientos a las categorías normativas de la política tradicional; política, es decir, de los ciudadanos, cuya irrelevancia ya hemos expuesto. Como Francine Masiello ha señalado, el gesto mismo de resumir todas estas formaciones bajo la categoría de «Nuevos Movimientos Sociales» representa un nivelamiento que distorsiona e invisibiliza los fenómenos que se describen. Consigna todo a la otredad, que parece ser la única categoría «heterogénea» aceptable para la praxis teórica «normativa».
Desde el punto de vista del ciudadano, la heterogeneidad se percibe como fragmentación del campo social; los nuevos movimientos sociales vendrían a fragmentar un campo político antes unificado. Pero es importante reconocer que, desde el punto de vista de los no ciudadanos que buscan ciudadanía, el proceso representa todo lo contrario. Para los no ciudadanos, no se trata de fragmentación, sino de integración: de la disolución de estructuras excluyentes que les negaban plena ciudadanía y agencia social. Es decir, para los no ciudadanos, la fragmentación es el estado normativo anterior, en el que las mujeres, por ejemplo, no tienen derechos jurídicos, los homosexuales tienen que vivir una vida pública y otra privada, los indígenas no tienen acceso a las escuelas, el mundo rural y el urbano ocupan galaxias distintas, los medios masivos solo hablan español y tú aimara o quechua y solo se alcanza la ciudadanía al costo de suicidio étnico, lingüístico o sexual. Es muy difícil, desde estos puntos de vista, que las palabras «progresista» o «regresivo» tengan sentido fijo o coherente.
Cuando la heterogeneidad entra en debate con los discursos homogeneizantes oficiales, suele hacer dos intervenciones complementarias: localizar los discursos «universales» (derechos - mujer) y universalizar los discursos «locales» Por ejemplo, cuando los grupos de mujeres o de indígenas se apropian del discurso de los derechos humanos para articular sus demandas, lo sacan del código universalizante del «hombre» para insistir en la especificidad de su experiencia histórica y su modo de ser2. Existe también el gesto contrario, el de universalizar los discursos antes particularizados. Un ejemplo destacado serían los documentos diseminados por el movimiento zapatista de Chiapas en los años 90. Sin dejar de hablar de la dolorosísima circunstancia local, los zapatistas insistieron en plantear —en voces e idiomas muy diversos, además— una visión para todo México y para el mundo entero. Reclamaron la capacidad y el derecho de los «otros» de hablar en nombre de todos, de diagnosticar la sociedad en su conjunto. De hecho, se arguye, los marginados tienen una perspectiva privilegiada que les permite revelar la sociedad ante sí misma con una claridad inasequible a los privilegiados.
Esta convicción fundamenta los proyectos de intelectuales disidentes como Diamela Eltit en Chile, Gloria Anzaldúa en EE. UU. o Rigoberta Menchú en Guatemala. Uno de los aspectos más poderosos del discurso de Menchú, ya sea en su muy conocido testimonio, ya en sus monólogos y entrevistas, es su capacidad de apropiarse de los discursos generalizantes, universales o nacionales, para construir una visión totalizante desde la subordinación. En su testimonio, por ejemplo, crea un mapa extraordinariamente detallado del espacio nacional guatemalteco, mapa tanto geográfico como social en el que todo guatemalteco se puede ubicar, pero que está construido desde la experiencia marginada de la trabajadora indígena. La marginalidad y la subordinación no impiden, sino que facilitan su capacidad de conocer la sociedad nacional de forma amplia y profunda. Y, para Menchú, esta capacidad autoriza una demanda de ciudadanía.
Obviamente, el texto de Menchú es un testimonio y no una obra de teoría. En las últimas tres décadas, se ha visto el desarrollo de formas experimentales de narrativa personal, testimonio, historia oral, etnografía y autoetnografía como vehículos para representar y reflexionar sobre y desde la heterogeneidad social. Es interesante advertir que, en el campo de la recepción, estos tipos de narrativa «de experiencia» son ubicados precisamente como opuestos a la teoría. Para sus defensores, representan voces de autenticidad que corrigen la enajenación y abstracción de la teoría; para sus detractores, representan juegos de particularismo que sustituyen la racionalidad generalizadora por el culto a la experiencia. Los malentendidos que implica esta dicotomía se aclaran cuando uno distingue entre la capacidad generalizadora de la teoría y el papel homogeneizante que ha desempeñado.
El reto, como lo han señalado muchos, es flexionar la práctica teórica, ampliar las posibilidades de teorizar la sociedad desde múltiples puntos de vista. Esta posibilidad supone, entre otras cosas, aperturas en las vías de acceso a la academia. No cabe duda de que la carencia teórica fue uno de los motivos de la debilidad de las propuestas multiculturales que se desarrollaron en las últimas décadas del siglo XX. Sin embargo, como señaló el teórico afrobritánico Paul Gilroy (1993), fueron las únicas propuestas constituidas alrededor de la heterogeneidad que no la redujeron a binarismos. Más allá del pánico, pues, queda el trabajo por hacer.
Obra citada
CALDERÓN, Fernando; PISCITELLI, Alejandro; y REYNA, José Luis (1992). «Social Movements: Actors, Theories, Expectations». En Escobar, A. y Alvarez, S. (Eds.), The Making of Social Movements in Latin America. Boulder: Westview Press.
GILROY, Paul (1993). The Black Atlantic: Modernity and Double Consciousness. Cambridge: Harvard University Press.
MACKINNON, Catherine (1989). Toward a Feminist Theory of the State. Cambridge: Harvard University Press.
Hace un par de años, arrastrada por un hijo dogmáticamente anticarnívoro, entré en un pequeño comedor vegetariano en una calle apartada de la ciudad del Cuzco. Era un lugar sumamente sencillo donde se servía una cena rica, casera y barata a una clientela peruana, principalmente masculina. Notamos que las paredes del lugar estaban decoradas con dibujos de estrellas, soles y platillos voladores, detalle que nos pareció original y divertido. Al poco rato de sentarnos nos dimos cuenta de que la clientela estaba pegada a un televisor donde no pasaban la programación nacional, sino una serie de videos, la mayoría extranjeros, sobre las visitas de extraterrestres que habían sido probadas en la historia de la Tierra.
El comedor era el proyecto de una secta de la revelación divina llamada Alfa y Omega, cuyos símbolos centrales son el Cordero de Dios y el platillo volador (ver figura 1). La doctrina de la secta tiene su origen en mensajes telepáticos comunicados por «un divino padre solar (extraterrestre) procedente de los lejanos soles Alfa y Omega de la galaxia Trino del macrocosmo o reino de los cielos» (Divina Revelación 2001). Estas «doctrinas para el tercer milenio» están conservadas en cuatro mil rollos de textos que explican «el origen, causa y destino de todas las cosas conocidas y desconocidas», según el panfleto que compré en el restaurante. («¿Ya ingresaste?», me preguntó el encargado al vendérmelo. «Todavía no», le dije).
Figura 1
Como otros movimientos espirituales y neocristianos de la actualidad, Alfa y Omega pone énfasis no en la creencia y la fe, sino en el conocimiento y el entendimiento. Como muchos, es fuertemente antimaterialista. En los escritos de Alfa y Omega el capitalismo aparece como «la extraña ley del oro». Se anuncia un nuevo «reinado de la verdad, la justicia y la igualdad con cielo nuevo, tierra nueva y conocimiento nuevo». Las máquinas significadoras de la secta son ricamente variadas. Los panfletos a la venta en la sucursal cuzqueña describían un cálculo moral de la virtud del individuo por medio de puntajes de luz y de oscuridad, obtenidos del cálculo de moléculas que tienen los cuerpos de las personas que uno ayuda o a las que perjudica. La adopción de niños, por ejemplo, merece muchos puntos de luz. Por otra parte, la Gran Televisión Solar en algún momento futuro exhibirá cada uno de los pecados del mundo entero «en presencia de toda la humanidad». Se trata de una visión global y planetaria: el elemento extraterrestre tiene la función, según parece, de integrar la categoría de lo terrestre en términos planetarios.
Alfa y Omega, fundada por un peruano autodidacta originario de la provincia andina de Ancash, es una de las numerosas y flamantes organizaciones filosófico-cosmológico-religiosas que surgen hoy en día en un contexto de neoliberalismo expansionista y predatorio voraz. Muchos de estos grupos diseminan paradigmas de significación que, por un lado, rechazan el materialismo y la narrativa fracasada del desarrollo y, por otro lado, articulan un imaginario planetarizado.
Tales formaciones, según la hipótesis que se propone aquí, responden a unos aspectos sistemáticamente descontrolados y contradictorios del proyecto neoliberal, en particular al siguiente: en la medida en que el neoliberalismo polariza el mundo económicamente, al concentrar el poder adquisitivo en un número cada vez más reducido de individuos, produce inmensas zonas de exclusión donde las personas son, y saben que son, superfluas al orden global de producción y consumo. Subrayo el hecho del saber. A lo largo y ancho del planeta existen vastos sectores de la humanidad que viven con la consciencia de saberse redundantes e innecesarios para un orden económico y planetario que conocen bien. La gente se sabe expulsada de las narrativas que ofrece el nuevo orden mundial para un futuro colectivo o individual. Más todavía: no tienen la menor esperanza de poder entrar nunca en ellas. Esta experiencia ha sido acompañada por una pauperización material, una devastación ecológica y una destrucción de sistemas de vida sin antecedentes. Para un número cada día mayor de jóvenes, la mera posibilidad de fundar un hogar ya está fuera del alcance.
La novelista chilena Diamela Eltit contempla esta realidad en su novela Mano de obra (2002), protagonizada por un grupo de jóvenes empleados de un supermercado. Eltit evoca sin piedad la desesperación, la explotación sin escrúpulos, las obscenidades de exceso y escasez, la deshumanización de la sociedad regida por un capitalismo desenfrenado. La racionalidad como principio opuesto al caos se convierte en broma; los esfuerzos por parte de los personajes para crear arreglos de convivencia ajustados a su situación de explotados se disuelven en crueldad, aislamiento y quiebre psicológico. La vulnerabilidad económica impone niveles de sumisión que incapacitan a los personajes, volviéndolos impotentes para generar alternativas. Al final, expulsados hasta de la explotación, los protagonistas terminan reafirmando el poder mágico del autoritarismo blanco y masculino.
Las zonas de exclusión se extienden a grandes partes de América, y en ellas las identidades dejan a menudo de organizarse alrededor del trabajo asalariado, del consumo o de proyecciones personales, como serían el ascenso material o social. La vida tiene que llevarse y valorarse de otra manera. Se generan prácticas vitales, valores, modos de integración social y de formación de sujetos, saberes y sabidurías, placeres, significados, esperanzas y formas de trascendencia relativamente independientes de las ideologías de mercado. Es decir, entonces, que el sistema neoliberal crea vastos dramas humanos que el mismo sistema no tiene la capacidad de entender, ni siquiera de percibir. Los expulsados y casi expulsados del mercado caen de su mapa, aunque en números incontables no dejan de existir y de armar sus vidas. Estos dramas de expulsión y exclusión implican una escala de sufrimiento humano sin antecedentes. También dan origen a saberes, sujetos y epistemologías no adaptados al mercado y no necesariamente funcionales para el capitalismo.
En este contexto, no es extraño que el fundador de Alfa y Omega se autodesigne como «futurólogo». Las zonas de exclusión afrontan una constante crisis de «futuridad». Las narrativas de la modernización y el progreso ya no corresponden a nada, y por dictados de las agencias mundiales los sistemas educativos se disuelven y se instrumentalizan4. En los aparatos educativos, el pensamiento especulativo, filosófico y cívico queda marginado, tanto como los saberes crítico-analítico-históricos que le permiten al sujeto ubicarse ética e históricamente. Los documentos de Alfa y Omega, por contraste, ponen mucho énfasis en los «pensamientos filosóficos»:
«La sabiduría es un don divino: cultivarla y perfeccionarla es nuestro deber».
«Un hombre ignorante es un muerto caminante».
«Un público ilustrado en el conocimiento de Dios jamás será engañado».
«Un intelectual de mala conciencia hace más daño que cien ignorantes».
Los nuevos cultos religiosos, así como la literatura de autoayuda, cada vez más abundante y cuya despolitización tanto desespera a los intelectuales, atestiguan la formación de sujetos y saberes en espacios donde el humanismo ilustrado y la interpelación cívica ya no llegan o nunca llegaron. En algunos aspectos, estos nuevos saberes y formas de subjetividad son funcionales para el capitalismo —se cita con frecuencia su capacidad de racionalizar la autoexplotación, por ejemplo—. Pero, en otros aspectos, los nuevos saberes constituyen maneras de ser y de vivir independientes de los dictados del mercado. Subrayo: no es mi intención ni idealizar, ni trivializar, ni homogeneizar estas formaciones, sino reconocer que están allí, y que surgen de una contradicción, un vacío semántico que la reestructuración neoliberal genera y no resuelve5.
La gestión de nuevos saberes en las zonas de exclusión, creadas por la reestructuración neoliberal, resuena en un curioso tropo textual que empezó a aparecer en la narrativa literaria latinoamericana durante los años noventa. Se trata de las imágenes alegóricas de sistemas epistemológicos que el protagonista reconoce pero es incapaz de descifrar. En Los vigilantes (1994), de Diamela Eltit, por ejemplo, el hijo obsesivo e inadaptado de la narradora pasa el día armando estructuras con un juego de vasijas. La narradora reconoce que sus diseños son bellos y cargados de significado, pero le resultan indescifrables:
Los juegos que realiza tu hijo me resultan cada vez más impenetrables y no comprendo ya qué lugar ocupan los objetos y qué relación guardan con su cuerpo. Las vasijas están rigurosamente dispuestas en el centro de su cuarto formando una figura de la cual no entiendo su principio ni menos su final (76).
El narrador de Salon de bellezaLa villaautopoiesis