Portada: La sociología del cuerpo. David Le Breton
Portadilla: La sociología del cuerpo. David Le Breton

 

Edición en formato digital: octubre de 2018

 

Título original: La sociologie du corps

En cubierta: Desnudo femenino, Ismael González de la Serna

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Presses Universitaires de France / Humensis

© De la traducción, Hugo Castignani

© Ediciones Siruela, S. A., 2018

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17624-06-4

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

Introducción

 

Capítulo I

Cuerpo y sociología (etapas)

 

Capítulo II

Acerca de algunas ambigüedades

 

Capítulo III

Datos epistemológicos

 

Capítulo IV

Ámbitos de investigación 1.Lógicas sociales y culturales del cuerpo

 

Capítulo V

Ámbitos de investigación 2. Los imaginarios sociales del cuerpo

 

Capítulo VI

Ámbitos de investigación 3.El cuerpo frente al espejo de la sociedad

 

Capítulo VII

Papel de la sociología del cuerpo

 

Bibliografía

Introducción

I. La condición corporal

La sociología del cuerpo es una parte de la sociología que se interesa por la corporalidad humana como fenómeno social y cultural, como materia simbólica, como objeto de representación y de imaginación. Nos recuerda, así, que las acciones que tejen la trama de la vida cotidiana —incluyendo desde las más inútiles o inaprensibles hasta las que se desarrollan por entero en el escenario público— implican la participación de lo corporal, aunque solo sea por la mera actividad de percepción que el hombre despliega en cada momento y que le permite ver, oír, saborear, oler, tocar... y, por lo tanto, atribuir significados específicos al mundo que le rodea.

Configurado por el contexto social y cultural en el que el actor se halla sumergido, el cuerpo es ese vector semántico por medio del cual se construye la evidencia de la relación con el mundo, esto es, no solamente las actividades perceptivas, sino también la expresión de los sentimientos, las etiquetas de los hábitos de interacción, la gestualidad y la mímica, la puesta en escena de la apariencia, los sutiles juegos de la seducción, las técnicas del cuerpo, la puesta en forma física, la relación con el sufrimiento y con el dolor, etc. La existencia es, en primer lugar, corporal. Y, al tratar de elucidar qué parte le corresponde a la carne en la relación que el ser humano establece con el mundo, la sociología se enfrenta con un vasto campo de estudio. Aplicada al cuerpo, se centra en el inventario y la comprensión de las necesidades sociales y culturales que coexisten en toda la dimensión de los movimientos humanos.

Las actividades físicas del ser humano se enmarcan en un conjunto de sistemas simbólicos. Del cuerpo nacen y se propagan los significados que fundamentan la existencia individual y colectiva; constituye el eje de la relación con el mundo, el lugar y el tiempo en los que la existencia se hace carne a través del rostro singular de un actor. Por su intermediación, el hombre se apropia de la sustancia de su propia vida y la traduce para los otros gracias a los códigos que comparte con los demás miembros de su comunidad. El actor abraza físicamente el mundo y lo hace suyo, humanizándolo y, sobre todo, convirtiéndolo en un universo familiar y comprensible, cargado de significado y de valores, compartible, en tanto que experiencia, por cualquier persona que, como él, se inserte en el mismo sistema de referencias culturales. Existir significa, ante todo, moverse en un espacio y un tiempo concretos; transformar el entorno mediante un conjunto de gestos eficaces; clasificar y asignar significados y valores a los innumerables estímulos del medio gracias a las distintas experiencias perceptivas; formular hacia los demás actores algo que puede ser una palabra, un repertorio de gestos y de expresiones faciales, o un conjunto de ritos corporales que gocen de su adhesión. A través de su corporalidad, el hombre hace del mundo la medida de su experiencia, transformándola en un tejido familiar y coherente, disponible a su acción y permeable a su comprensión. Ya sea en tanto que emisor o como receptor, el cuerpo está constantemente produciendo significado, insertando de ese modo al ser humano en un espacio social y cultural determinado. En este sentido, cualquier sociología implica que son las personas de carne y hueso lo que constituye el centro de su investigación. Es difícil concebir al individuo fuera de su encarnación (Csordas, 1990), incluso aunque a menudo las ciencias sociales silencien el cuerpo, considerándolo erróneamente como una obviedad y ocultando así una información que sin duda merece mucha más atención. Puesto que la sociología se centra en las relaciones sociales, en la mutua interacción de los hombres y las mujeres, el cuerpo siempre se encuentra allí, en el corazón de toda experiencia.

Cualesquiera que sean el lugar y el momento de su nacimiento o las condiciones sociales de sus padres, el niño está originalmente dispuesto a interiorizar y reproducir los rasgos físicos particulares de cualquier sociedad humana. La historia demuestra, de hecho, que parte del registro específico de ciertos animales no queda fuera de su alcance, a tenor de la extraordinaria aventura de algunos niños llamados «salvajes» (Le Breton, 2004; 1999). Al nacer, el niño es una suma infinita de disposiciones antropológicas que solo la inmersión en el campo simbólico, es decir, la relación con los demás, le permite desplegar. Necesitará muchos años antes de que su cuerpo, en sus distintas dimensiones, se inscriba plenamente en el marco de significado que lo rodea y que estructura su grupo de pertenencia.

Este proceso de socialización de la experiencia corporal es una constante en la condición social del hombre, si bien alcanza su máxima intensidad en ciertos periodos de la vida, sobre todo durante la infancia y la adolescencia. En efecto, el niño crece en una familia cuyas características sociales pueden ser variadas y que además ocupa una posición específica en el juego de variables que caracterizan su relación con el mundo propio de su comunidad social. Los hechos y los gestos del niño se envuelven en este ethos que origina las formas de la sensibilidad, su gestualidad, sus experiencias sensoriales, y que por lo tanto delinea el estilo de su relación con el mundo. La educación nunca es una actividad puramente intencional —los modos de relación, la dinámica afectiva de la estructura familiar, la forma en que el niño se sitúa en esa trama, y la sumisión o la resistencia que opone a los restantes miembros son distintas coordenadas cuya importancia capital es conocida en el proceso de socialización—.

El cuerpo existe en la totalidad de sus componentes gracias al efecto combinado de la educación recibida y los procesos de identificación que han conducido al individuo a asimilar los comportamientos de su entorno. No obstante, el aprendizaje de las modalidades corporales de la relación del individuo con el mundo no se detiene en la infancia, sino que continúa toda la vida de acuerdo con los reajustes sociales y culturales que se van imponiendo en el estilo de vida, y con los diferentes roles que conviene asumir a lo largo de la existencia. El orden social se infiltra en todos los poros de las acciones humanas y termina por convertirse en fuerza de ley, por lo que este proceso nunca puede darse por completado.

La expresión corporal es socialmente adaptable, incluso si el individuo vive de acuerdo con un estilo personal. Los demás individuos le ayudan a delimitar los contornos de un universo propio y a dar al cuerpo el relieve social que este necesita, ofreciéndole de ese modo la oportunidad de construirse a sí mismo como actor de pleno derecho en el colectivo al que pertenece. En el seno de una misma comunidad, cualquier manifestación es virtualmente significativa para los otros miembros y solo tiene sentido si se refiere al conjunto de datos simbólicos propio del grupo social. No existe algo así como una naturalidad del gesto o del sentimiento (Le Breton, 2014; 2002).

II. El cuidado social del cuerpo

A finales de los años sesenta del pasado siglo, la crisis de legitimidad de las modalidades físicas de la relación del ser humano con sus semejantes y con el mundo alcanzó una escala considerable con el desarrollo del feminismo, la «revolución sexual», la creciente legitimidad de los colectivos de gais y lesbianas, la expresión corporal, el body art, la crítica del deporte, la aparición de nuevas terapias que proclamaban con fuerza el deseo de cultivar únicamente el cuerpo, etc. Un nuevo imaginario del cuerpo, exuberante, iba a penetrar en la sociedad, y ningún ámbito de las prácticas sociales saldrá ileso de las reivindicaciones que cobraron fuerza a raíz de una crítica de la condición corporal de los actores

Una cierta crítica —a menudo muy charlatana— se apoderó de un concepto de uso corriente, «el cuerpo». Sin consultarlo con nadie, hizo de él un grito de guerra, un caballo de batalla contra un sistema de valores considerado represor, anticuado, y cuya transformación se consideraba necesaria para promover el desarrollo individual. Las prácticas y los discursos que surgieron de ahí proponían o exigían un barrido radical de las viejas estructuras sociales; y una literatura abundante e inconscientemente surrealista invitó a la «liberación del cuerpo», propuesta que como mínimo cabe calificar de tierna. Era fácil que la imaginación se perdiera en esta historia fantástica, en la cual el cuerpo se «libera» sin saberse muy bien lo que ocurre después con el individuo (¿su amo?), a quien confiere, empero, su consistencia y su rostro. En este tipo de discurso, el cuerpo se plantea no como algo indistinguible del hombre, sino como una posesión, un atributo, un alter ego. El hombre es su fantasma, el sujeto supuesto de ese discurso. La apología del cuerpo es, sin saberlo, profundamente dualista, en tanto opone al individuo a su propio cuerpo, suponiendo además de forma abstracta una existencia del cuerpo que sería analizable al margen de las personas concretas. Denunciando frecuentemente lo que denomina el «palabrismo» o supuesta tendencia a la palabrería del psicoanálisis, este discurso de la liberación, por su abundancia y por sus múltiples ámbitos de aplicación, ha alimentado el imaginario dualista de la modernidad y ha fomentado la facilidad con que se habla con convicción del cuerpo sin tener en cuenta que se trata en realidad de actores de carne y hueso.

La crisis de sentido y de valores que socava la modernidad, la búsqueda incesante y sinuosa de nuevas legitimidades que no cesan de escapársenos, la permanencia de lo provisional convertida en modo de vida son factores que han contribuido lógicamente a enfatizar la raigambre física de la condición de cada actor. El cuerpo, lugar privilegiado de contacto con el mundo, ha devenido el centro de atención. El cuestionamiento coherente —ine­vitable incluso en una sociedad de corte individualista que ha entrado en una zona de turbulencia, de confusión y de desaparición de referentes indiscutibles, y que por ello se repliega más aún en la individualidad— es que el cuerpo, de hecho, en tanto que encarna al hombre, es la marca del individuo, su frontera, el tope que de alguna manera lo distingue de los demás. Es la huella más tangible del actor cuando se distienden los vínculos sociales y el marco simbólico, proveedor de significados y de valores. En palabras de Durkheim, el cuerpo es un «factor de individuación»1. El lugar y el tiempo del límite, de la separación. Su relación con el mundo es problemática debido a la crisis de legitimidad, por lo que el individuo busca a tientas sus huellas, esforzándose por producir un sentimiento de identidad más propicio. Choca en cierta forma contra el confinamiento físico del que es objeto. Presta a su cuerpo, ahí donde se separa de los demás y del mundo, una atención redoblada. Y, dado que el cuerpo es el lugar del corte, de la diferenciación individual, se le supone el privilegio de la posible reconciliación. Buscamos el secreto perdido del cuerpo, hacer de él no ya el lugar de la exclusión, sino el de la inclusión, para que deje de ser el interruptor que distingue al individuo, que lo separa de los demás, y devenga más bien el aglutinante que lo une con los otros. Tal es, al menos, uno de los más fértiles imaginarios sociales de la modernidad2.

III. Sociología del cuerpo

Como ya se sabe, las sociologías nacen en las zonas de ruptura, de turbulencia, de desorientación, de confusión de los referentes, de crisis institucionales; en una palabra, en aquellos espacios en los que se están fracturando las antiguas normas; allá donde el pensamiento, atisbando un soplo de aire fresco, intenta comprender o conceptualizar aquello que se escapa provisionalmente de las formas habituales de concebir el mundo. Se trata de dar sentido al aparente desorden, de identificar las necesidades sociales y culturales. El trabajo, el mundo rural, la vida cotidiana en familia, la juventud, la muerte, por ejemplo, son ejes de análisis para la sociología que solo han alcanzado un desarrollo pleno cuando los marcos sociales y culturales que hasta entonces los habían mantenido diluidos en la evidencia comienzan a modificarse, suscitando un difuso malestar en la comunidad. Justamente eso es lo que le sucedió al cuerpo. A finales de los años sesenta del siglo XX, comienzan a asentarse racionalmente y de un modo más sistemático ciertos enfoques que consideran, desde diversos ángulos, las modalidades físicas de la relación del actor con el entorno social y cultural que lo rodea. A partir de ese momento, el cuerpo pasa a ocupar el lugar central de las cuestiones de las ciencias sociales. Así, Jean Baudrillard, Michel Foucault, Norbert Elias, Pierre Bourdieu, Erving Goffman, Mary Douglas, Ray Birdwhistell, Bryan Turner y Edward T. Hall, por ejemplo, frecuentemente se cruzan en su camino con puestas en escena virtuales, físicas o en forma de signos de un cuerpo que acapara cada vez más la atención apasionada del campo social. En la investigación así planteada acerca de este problemático objeto, encontraron una vía inédita y fructífera para comprender cuestiones más amplias o para desvelar las características más sobresalientes de la modernidad. Otros, como Françoise Loux, Paul Bernard, Jean-Michel Berthelot, Jean-Marie Brohm, Georges Vigarello o yo mismo, por tomar únicamente el ejemplo de Francia, nos centramos durante esta época en identificar de manera más metódica las demandas sociales y culturales adheridas a la corporalidad.

Por supuesto, este descubrimiento no es el resultado de una repentina inteligencia propia de las décadas de 1960 y 1970. No hay que confundir el despertar de un nuevo interés y la proliferación de ciertas prácticas y discursos con la constitución de pleno derecho de una disciplina, y mucho menos con el descubrimiento asombroso de un nuevo objeto de atención. Estos años marcan más bien la irrupción en el escenario colectivo de un nuevo imaginario que las ciencias sociales —atentas a la información más actual— iban a cazar al vuelo. De la distancia crítica adoptada por un buen número de investigadores nacería una renovada atención hacia los condicionamientos sociales y culturales que modelan la corporalidad humana. Sin embargo, una «sociología implícita del cuerpo» (Jean-Michel Berthelot) está presente desde el comienzo del pensamiento sociológico, en particular bajo el prisma del estudio crítico de la «degeneración» de las poblaciones más pobres, la de la condición obrera (Marx, Louis René Villermé, Engels, etc.) o la de las antropometrías (Adolphe Quetelet, Alfredo Niceforo, etc.). Sociólogos como Simmel abren vías importantes (la sensorialidad, la cara, la mirada, etc.). Más tarde, Marcel Mauss, Maurice Halbwachs, Georges Friedmann, Marcel Granet, Maurice Leenhardt, en el ámbito francés, y, en otros países, Ernesto de Martino, Mircea Eliade, Weston La Barre, Clyde Kluckhohn, Stephen Klineberg, Edward Sapir, David Efron, etc., ofrecerán contribuciones decisivas en este sentido, y ello pese al límite que establece Durkheim al identificar la corporeidad con la organicidad, rechazando así cualquier pretensión que pudieran tener las ciencias sociales de interesarse por este campo.

Una sociología dispersa no cesará de prodigar sus descubrimientos acerca del cuerpo desde principios de siglo hasta la década de 1960. No obstante, es, sin duda, en los últimos treinta años cuanto la sociología aplicada al cuerpo se ha convertido en una tarea más sistemática, a la que algunos investigadores dedican una parte importante de sus esfuerzos.

IV. El enfoque adoptado en este libro

En primer lugar, veremos de forma esquemática las etapas más destacadas de la aproximación al cuerpo por parte de las ciencias sociales (capítulo I). A continuación, exploraremos la ambigüedad de este referente «cuerpo», que no es ni mucho menos unánime, y cuya relación con el individuo al cual encarna no sería en apariencia más que una simple suposición. Así, ciertos datos históricos y antropológicos muestran la variabilidad de las definiciones de un «cuerpo» que siempre parece evadirse de nuestras consideraciones (capítulo II). Para llevar a cabo un análisis sociológico, es necesario deconstruir la evidencia primera que acompaña a nuestras representaciones occidentales del cuerpo, con el fin de desarrollar mejor la naturaleza del objeto sobre el que el investigador pretende ejercer su sagacidad. También es importante recordar que la sociología aplicada al cuerpo no se distingue en nada —ni por sus métodos ni por sus procedimientos de razonamiento— de la sociología, de la cual es simplemente un apartado (capítulo III). A continuación, se discutirán los logros y promesas de varios trabajos llevados a cabo por las ciencias sociales en este ámbito, como, por ejemplo, en lo relativo a las demandas sociales y culturales específicas de la corporalidad: técnicas del cuerpo, experiencias sensoriales, gestos, normas de etiqueta, expresión de sentimientos, habilidades conversacionales, marcas en el cuerpo, hábitos corporales nocivos (nosografía, etc.) (capítulo IV). Otro ámbito es el de los imaginarios colectivos del cuerpo: «teorías» del cuerpo, enfoques biológicos que pretenden explicar el comportamiento de los actores, interpretación social y cultural de la diferencia entre sexos, valores diferenciales que marcan la corporalidad, el fantasma del racismo, el cuerpo «minusválido» (capítulo V). Una tercera área de investigación coloca al cuerpo delante del espejo de la sociedad, y se refiere a las puestas en juego del cuerpo en las sociedades contemporáneas y su registro: juegos de apariencias, control político de la corporalidad, relación con el cuerpo según la clase social, relación con la modernidad, pasión por la exploración física de uno mismo mediante el riesgo o el «deporte de aventura» y el turismo de aventura, constatación de un imaginario del «exceso de lo corporal» en la modernidad (capítulo VI). El libro concluye con una reflexión sobre el estado de la sociología del cuerpo (capítulo VII) y una sucinta bibliografía3.

 

 

 

 

 

 

 

1 Émile Durkheim, Les formes élémentaires de la vie religieuse, París, puf, 1968, pp. 386 y ss. [trad. española: Las formas elementales de la vida religiosa, ed., introd. y notas de Santiago González Noriega, trad. de Ana Martínez Arancón, Madrid, Alianza Editorial, 2014].

2 La acentuación de la crisis de las legitimidades y la tendencia individualista de los años ochenta del pasado siglo han permitido que el cuerpo sea cada vez más autónomo hasta hacer de él frecuentemente un compañero, un verdadero alter ego; el cuerpo se personaliza, se singulariza, cf. David Le Breton, Anthropologie du corps et modernité, París, puf, 2014 [Antropología del cuerpo y modernidad, trad. Paula Mahler, Buenos Aires, Nueva Visión, 2002].

3 Ver también Christine Detrez, La construction sociale du corps, París, Seuil, 2002 [La construcción social del cuerpo, trad. L. A. Palau Castaño, Medellín, Universidad Nacional de Colombia, 2017]; Pascal Duret y Peggy Roussel, Le corps et ses sociologies, París, Nathan, 2003; Michela Marzano (dir.), Dictionnaire du corps, París, puf, 2007.