Los caballeros del dragón
Título: Los caballeros del dragón.
Autor: Antonio José Rojas López.
© Antonio José Rojas López, 2018
© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2018
Corrector: Israel Sánchez Vicente
Imagen y diseño de cubierta por Ediciones Labnar
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ISBN: 9788416366309
Código BIC: FV-5AQ
Primera Edición: Noviembre 2018
Narré en su día, y no por ventura divina, sino por desdicha del hombre, de cómo el crucificado del cordobés Juan de Mesa encontró aposento eterno entre las calles, casas y fieles de Las Cabezas de San Juan. Conté con mi pluma de las visitas de personajes imposibles por estos lares y hoy, aquí, acabo con el principio. De cómo la madeja fue «urdida» para que la fe hecha escultura fuese emblema por siempre de un pueblo.
Las Cabezas, viernes 16 de marzo de 2018
El dulce olor a incienso se cuela ya por los rincones de las aceras, entrando y saliendo de las casas como un inquilino más. Faltan diez días para que llegue el Domingo de Ramos y todos están nerviosos, bien por la proximidad de unas merecidas vacaciones, bien por el incesante hormigueo que produce entre los capillitas la llegada de su semana grande.
Mi nombre no importa. Dónde vivo sí. Aún se me estremece el cuerpo al recordarlos hechos de los que fui testigo y que ocurrieron este templado viernes de primavera. Eran poco más de las cuatro de la tarde cuando el sonido del claxon del Audi Q5 de Antonio José sonó en la puerta de casa. Junior y yo ya estábamos preparados, esperando impacientes la llegada del imponente todoterreno. Conducía Antonio, pero había reservado para mí el asiento del copiloto, detalle que le agradecí inmediatamente. El tintado de los cristales impedía ver si alguien más ocupaba el espacioso asiento trasero. Junior se dirigió a la puerta de atrás y, en ese preciso instante, alguien la abrió desde el interior. La voz de Mara le dio la bienvenida.
—Buenas tardes, Junior. Espero que hayas almorzado bien. Esta tarde tenemos faena.
—Hola, Mara. Tengo las baterías supercargadas y espero que vosotros también —contestó.
A sus catorce años, Junior siempre se las arreglaba para estar en el sitio donde realmente se encontraba bien: con los mayores y husmeando alguna aventura. Era un chico tímido y sincero, con un apetito voraz para buscar el porqué de las cosas. Este viaje le venía como anillo al dedo, ya que a su incansable sed de conocimiento se unía su pasión por la imaginería y las cofradías.
—Perfecto —respondió Mara—. Pues sube, que Rayo nos está esperando ya en la esquina del instituto.
Mara, con el título de periodismo impoluto, era una chica alegre y extrovertida, pero cuando entraba en acción su perfeccionismo le hacía ser muy exigente con ella misma y con todo su equipo de trabajo. Su cometido en el día de hoy era muy concreto. Dirigiría la grabación del documental dedicado a la influencia del imaginero Juan de Mesa en el barroco sevillano.
Hoy teníamos programadas dos visitas: una a la casa de la Hermandad del Cristo de la Buena muerte, en la Facultad de Derecho de Sevilla, y posteriormente otra al taller del profesor Arquillo, que en 1983 realizó los trabajos de restauración de la imagen del Cristo de la Veracruz de Las Cabezas de San Juan; ambas imágenes ejecutadas con maestría por De Mesa.
Cuatro minutos después de que subiéramos al vehículo estábamos llegando al lugar donde nos esperaba nuestro cámara, en una mano la voluminosa funda que albergaba el trípode, en la otra la cámara lista para una tarde ajetreada. Rayo era un tipo especial, de esos que siempre te hacen sentir bien con su profunda sonrisa en la cara y en el corazón. Extravagante pero educado, siempre te obligaba a sacar lo mejor de ti para poder estar a su altura intelectual. Ese look desconcertante que mostraba hacía que su interlocutor siempre lo recibiera en guardia, acumulando una tensión que quedaba desarmada cuando, cinco minutos después, advertías su valía y saber estar. Cargó los bultos en el maletero y pusimos rumbo a la capital.
La primera parada nos hizo perder un tiempo maravilloso. No habíamos contado con que era el día en el que la Hermandad de los Estudiantes procedía a la entrega de papeletas de sitio. Un auténtico hervidero de futuros penitentes desfilaban perfectamente ordenados hacia la veintena de mesas colocadas para tal fin.
Yo no podía dejar de mirarlos, haciéndome conjeturas acerca de cuáles serían los pecados que tal cantidad de personas tenía la necesidad de redimir con tanta urgencia. Entre papeletas de sitio, escapularios, postales y revistas, el hermano mayor de la hermandad del Cristo de la Buena Muerte tardó más de hora y media en poder atendernos en su pequeño despacho.
La entrevista discurrió de manera cómoda y amable hasta que Antonio preguntó lo que ningún devoto de Los Estudiantes quiere oír:
—¿Estuvo usted presente aquel 27 de febrero de 1983, cuando sucedieron los desgraciados hechos que posteriormente ayudaron a autentificar la autoría de la talla del Cristo de la Buena Muerte?
Un silencio sepulcral se adueñó del estrecho recinto. Entrevistador y entrevistado cruzaban sus miradas fijamente. A continuación, el máximo responsable de la hermandad bajó la cabeza y, suspirando, comenzó su relato con voz quebrada.
—Yo me encontraba en el cortejo, por delante de la talla. De repente escuché un ruido escalofriante y todo quedó en silencio —tragó saliva y, tras una pausa de unos segundos, continuó—. Fueron unos instantes de desconcierto. Algún hermano empezó a llorar. Otros gritaban. La cabeza del Señor llegó rodando junto a mis pies, me quité el abrigo y la envolví. Solo se escuchaba el murmullo de los rezos de aquellos hermanos que se encontraban con ánimo para hacerlo.
»Sin perder un solo segundo, nos dirigimos lo más rápido posible al templo. Allí reunimos a la junta de gobierno con urgencia. Entre llantos y oraciones, un hermano que portaba una cámara fotográfica iluminó con su antorcha el interior de la cabeza y apareció…
Junior seguía atónito el relato del hermano mayor sin dejar escapar ni una sola palabra. Por supuesto, conocía a la perfección el suceso, pero una cosa era haberlo leído y otra escucharlo de la boca del máximo responsable de la hermandad, y además con la talla a tan escasos metros. El hermano mayor continuó:
—«Ego feci Joannes de Mesa, anno 1620», así constaba en el pergamino. Desde aquel fatídico día, nadie cuestionó jamás su autoría. Pero nos extrañó enormemente que Juan de Mesa no hubiera utilizado ningún elemento de sujeción entre la cabeza y el tronco. Tan solo se mantenían unidos por efecto de las colas hasta que estas cedieron. Él era enormemente perfeccionista y no hubiera cometido nunca ese error. Mi opinión es que programó al Cristo para que cuatrocientos años después nos desvelara aquello que guardaba en su interior.
Antonio se quedó sin palabras tras el relato del hermano mayor. Rayo se había olvidado por completo de la cámara, que seguía grabando. Mara, por su parte, miraba ensimismada la cabeza baja del entrevistado sin gesticular lo más mínimo. Junior, con su discurso de adulto pequeñito, rompió el silencio y dijo:
—Hemos terminado. Le agradecemos enormemente su amabilidad, pero debemos asistir a otra cita y vamos mal de tiempo. Una vez esté editado el documental le haremos llegar una copia. Muchísimas gracias, señor.
En su cabeza calculadora mil ideas se amontonaban en un desorden perfecto. Sabía de la costumbre del imaginero de esconder pergaminos dentro de sus tallas, pero ¿por qué? Quería respuestas y sabía que en la segunda entrevista programada podría obtenerlas.
El profesor Arquillo les esperaba y Junior no dejaría pasar la oportunidad de encontrar sentido a los pájaros que siempre habían revoloteado en lo más profundo de su esquemática imaginación.
A las siete y media aproximadamente ya nos encontrábamos frente a la verja de entrada al jardín del taller de restauración del profesor Arquillo. Un enorme mastín de color crema se plantó desafiante ante nosotros. De no haber sido por la reja, no hubiéramos puesto pie en tierra. El enorme perro permaneció en silencio, inmutable, hasta que el profesor apareció caminando despacio y confiado, le dio un pequeño tirón del collar y lo dirigió hacia la puerta principal del taller donde el can tenía su refugio. Allí lo amarró a una cadena de unos tres metros que permitía una cierta movilidad al animal.
El sol se estaba despidiendo del Aljarafe sevillano poco a poco. Mientras un grupo de nubes empezaba a cubrir el cielo rojizo, una ráfaga de viento frío hizo levantar las hojas caídas en el jardín.
Antonio se dirigió al catedrático.
—Buenas tardes, profesor.
—Hola, Antonio, creí que ya no veníais. ¿Algún contratiempo?
—Espero que nos disculpe. Nos hemos retrasado en la anterior entrevista que hemos realizado en la casa Hermandad del Cristo de la Buena Muerte. El tráfico tampoco nos ha ayudado.
Un gesto de incomodidad recorrió el rostro del profesor Arquillo. A Junior no le pasó desapercibido y sin piedad le espetó:
—Profesor ¿participó usted en las labores de restauración del Cristo de Los Estudiantes tras el accidente sufrido en el traslado del 83?
Arquillo se giró con gesto de pocos amigos y comenzó a caminar hacia la puerta de hierro que daba acceso al taller. Pasó junto al mastín que ya estaba tumbado junto a su habitáculo, abrió la puerta, giró la cabeza y dijo:
—Tienes prisa y eso me gusta, jovencito. Tus inquietudes te llevarán muy lejos, tanto como tú quieras. He tenido en mis manos obras muy importantes del maestro De Mesa. Cada obra es una parte de un puzle por descifrar. Nosotros, con nuestro esfuerzo y trabajo, estamos preparados para entender cada pieza por separado, pero solo una persona tendrá la sabiduría y el conocimiento para entender la totalidad de ese rompecabezas. Yo intenté poner mis recursos en manos de la hermandad, pero no fui bien recibido allí. Pasemos dentro, señores. La noche cae y sin luz, y con el relente las ideas se desvanecen. Pasen, por favor… Por cierto, ¿cuál es tu nombre, muchacho?
—Mi nombre es Miguel Ángel, pero todos me llaman Junior, profesor. Ese perro estará bien sujeto, ¿verdad?
—Adelante, Junior, es un perro viejo pero muy fiel. Jamás te haría daño sin motivo, y por tu bien espero que no se lo des.
Entramos todos en el coqueto taller del profesor. Rayo colocó la cámara en el trípode mientras Arquillo escuchaba atento las indicaciones que Mara le daba acerca de a dónde dirigir la mirada durante la entrevista y otras indicaciones técnicas.
Antonio por su parte le hacía un resumen de la dinámica de preguntas y respuestas.
Mientras tanto, Junior escudriñaba cada rincón del taller. Probetas llenas de virutas de madera, pestañas colocadas en pinzas diminutas, las manos de una Dolorosa en proceso de restauración, estanterías repletas de incunables. Pero lo que más le llamaba la atención era un enorme libro colocado sobre un atril en la esquina opuesta a donde nos encontrábamos, con un anagrama que se parecía al dragón de uno de sus videojuegos favoritos. Hubiera pasado allí días y días, metiendo sus curiosas narices en todos y cada uno de los recovecos de aquel taller.
La entrevista comenzó con la parte más histórica y artística del genial imaginero. Mientras tanto, la pesada puerta del taller se movía cada vez con más insistencia empujada por el viento. En más de una ocasión tuvimos que interrumpir alguna pregunta porque los ladridos del perro interferían en la grabación.
La noche se estaba poniendo realmente fea, y Antonio, con su habitual maestría, dinamizó las preguntas saltándose las más triviales y haciendo hincapié en las que concernían a la restauración del Cristo de la Veracruz de Las Cabezas.
El profesor comentó la dificultad de aquella restauración, ya que tuvo que hacerse en el interior de la parroquia de San Juan Bautista ante la negativa de la hermandad a que la talla abandonara durante tanto tiempo su sede. Nos habló también de la expectativa creada en torno a la restauración por la incertidumbre que pesaba sobre la propiedad y la autoría de la talla. Dudas que quedaron resueltas con la aparición del pergamino ubicado en el interior del Cristo, en el que se afirmaba que esta fue ejecutada por Juan de Mesa bajo encargo del capitán Francisco de Gámez para la Hermandad de la Veracruz.
Antonio estaba consiguiendo que el profesor se encontrara cada vez más cómodo. Eran un binomio perfecto. Ambos se estaban reconociendo en la pasión compartida por el incomparable maestro de la imaginería. Pregunta tras pregunta, la entrevista se estaba convirtiendo en una charla de bar en la que, lunes tras lunes, se comentan los goles de la jornada de liga del domingo. Ambos estaban disfrutando del momento y eso se podía ver en sus rostros.
El profesor encendió su ordenador para enseñarle fotografías de detalles puntuales del habitáculo donde se encontró el pergamino. Ampliaba las fotos para resaltar el magistral trazo de la gubia en el vaciado de la madera, describía los olores a madera fresca que le asaltaron al destapar el hueco oculto.
Al mismo tiempo, el perro ladraba cada vez más fuerte y con más insistencia en el exterior. Antonio y el profesor estaban embriagados por la conversación, sin hacer caso a las observaciones que les hacía Rayo, advirtiendo que el audio estaba quedando contaminado por los ladridos. Mara alzó la mano derecha y de manera enérgica paró la apasionada y fanática tertulia que ambos mantenían.
—Por favor, señor, sería importante que saliera y tranquilizara al perro. Me temo que los ladridos estropearán gran parte de la entrevista. ¿Podría llevarlo a otro lugar donde esté más tranquilo?
El profesor apartó la mirada del ordenador y como un autómata se dirigió a la puerta de acceso. La abrió y una fuerte racha de viento entró en el recinto del taller. Salió rápidamente y soltó el mosquetón que sujetaba al perro, perdiéndose tras unos setos que flanqueaban el camino al trastero del jardín.
Entre tanto, todo lo que durante la conversación había ocurrido, así como el manejo del teclado del ordenador, quedó grabado en la memoria de Junior como si de un disco duro se tratara. Había escuchado cada respuesta del profesor con un semblante serio e imperturbable y, al mismo tiempo, seguido cada uno de los movimientos que este realizó sobre la computadora hasta llegar a la carpeta donde se encontraban las fotos del habitáculo de la talla del cristo donde descansaba el pergamino escrito de puño y letra por el maestro Juan de Mesa. Y por supuesto había memorizado la clave que el profesor introdujo para ir desencriptando una a una todas las carpetas.
Con paso firme se sentó en el banco libre por la ausencia del restaurador y, retrocediendo tres niveles en el mapa de subcarpetas, llegó hasta una cuyo encabezamiento era el siguiente: D.R. d S. y V. La picó dos veces con el puntero y el ordenador solicitó la clave. Junior tecleó sin titubear deusvult1624 y la carpeta se abrió. Contenía dos archivos .JPG. Hizo doble clic sobre el primero y en la pantalla del ordenador apareció el mismo habitáculo esculpido en la espalda del Cristo de la Veracruz que habían visto unos minutos antes, pero dentro de él no se encontraba un pergamino sino dos.
Ambos permanecían ligeramente enrollados, reposando sobre la madera. En uno se podía leer parte del texto que la hermandad hizo público, donde se detallaba fecha, autor, precio y la propiedad de la talla. El otro no se podía leer por la posición en la que se encontraba. Cerró la foto y picó dos veces sobre el otro archivo de imagen. El visor de Windows mostró una nueva fotografía. Se trataba del segundo pergamino abierto. En él se podía leer lo siguiente:
Valga estas letras de aviso
En la herida esta la salvación
Luz y fuente de sabiduría
Amor y templanza a la sazón
Zaino el camino, Vera la Cruz
Quarto misterio de grande valor
Umbral y simiente detrás de la luz
Esconde el secreto que encontrarás
Zafado el primero oculto detrás
Prólogo
Corría el 16 de marzo de 1609 cuando un duro invierno, de esos que hacían fuertes a los fuertes y a los débiles más débiles, tocaba a su fin. Los primeros rayos señoriales de sol sevillano apuntaban en un cielo azul que presagiaba con sutileza la llegada de la primavera. El bullicio mermado durante los fríos días de invierno, se tornaba chisposo y alegre. Las atarazanas, los mercados, la puerta norte de la catedral. Todo cobraba vida y se contagiaba de alegría. Fue aquella mañana cuando solo el más presto podía haber presenciado cómo se unían dos genios; cómo el destino entrelazó la gubia y el pincel.
Juan de Mesa, imaginero insigne en la posteridad, desconocido aún aquel día, cruzaba desde el arrabal de Triana por la Torre del Oro. En el bolsillo de su chaqueta se intuían papeles y trozos de madera que, en acto de equilibrismo, intentaban mantenerse enfundados entre las telas. A sus veintiséis años, la eclosión de su maestría no era aún evidente, pues una vida intensa y llena de arrebatos, ocasionados por la propia naturaleza irrepetible de su ser, había hecho que su virtud para plasmar la realidad en la madera no hubiese alumbrado en este mundo. Su maestro, que no amigo, Montañés, sabía que tarde o temprano la destreza del escultor cordobés pondría a prueba su consolidada y contrastada calidad. Para el de Alcalá la Real no había duda de que su alumno más aventajado tenía un don que aún se le antojaba único.
En aquella mañana de pájaros cantarines, el despertar de la vida en la ciudad del Santo Rey Fernando, De Mesa consultaba atormentado legajos y notas en un viejo papel. Sentado junto a la vieja pasarela del puente, levantaba una y otra vez la mirada buscando respuestas que no llegaban. Mientras, desde la otra orilla, corría un chico de diez años huyendo, pareciese que del mismo demonio.
Y no, no era el maligno, sino cuatro criaturas del arrabal, con más hambre en los ojos que barba en la cara, que vieron en aquel indefenso muchacho sustento para sus quehaceres de rufianes.
Llegados a la altura de Juan de Mesa, este, altivo, puso en valor sus botas y, sacando la gubia, increpó a los perseguidores:
—No será tanto lo que este joven posea, para que galloferos indecentes intenten darle matarile.
Aquellos trúhanes, impresionados, retrocedieron en su carrera y decidieron volver por donde habían venido.
Mientras, el perseguido gritó a su benefactor en voz viva:
—Diego, Diego es mi nombre y Velázquez mi apellido. Será recordado por vos para siempre.
Juan de Mesa no se decidía entre tildar a aquel joven de maleducado o perdonar su descaro. En tal tesitura se hallaba cuando vio caer algo del zurrón que aquel chico, en su huida agitada como corcel a galope tendido, perdió tras sus pasos.
Acercándose, pudo ver un pequeño lienzo y, en este, el rostro de una joven hermosa que pasó inadvertida para De Mesa, pues quedó absorto con la brillante ejecución de aquel crucificado al reverso del tejido, firmado, para su increíble asombro, por Diego Velázquez. Por un momento, el malhumorado escultor apartó su silencio y dejó de fruncir el ceño al mismo tiempo que su mente y su genialidad quedaron aislados de la ruidosa marabunta que acechaba la ribera del Guadalquivir en aquellas horas.
La noche se tornó oscura. La luna llena hacía despertar la otra vida de la ciudad milenaria, que resucitaba al amparo de la oscuridad en lo más profundo de su interior y volvía a morir con cada amanecer, en esa Sevilla donde damas de la noche, borrachos y señores sin «don» avivaban cada calle y cada esquina de un aire casi indescriptible. Aún absorto por lo ocurrido a media mañana con aquel muchacho, De Mesa no podía parar de mirar el dibujo que le prendía el alma. Aquella imagen se tornaba efigie en su mente de tal modo que, entre el postigo y la catedral, fue incapaz de levantar la mirada del pliego.
Llevaba imaginando casi desde niño la obra perfecta, el rostro que hiciese enmudecer a quien lo presenciase y que provocara el llanto de los más sensibles devotos, pero era incapaz de darle forma, y un simple chulamillo le había mostrado, con un lápiz de carboncillo, aquella forma más que sagrada.
Todo se cumplió como estaba escrito no solo por designio divino, sino por voluntad de un hombre que, tal vez, con su maestría y buen hacer, rozara lo celestial. Juan de Mesa, el escultor, el corazón y la mente del Clan de los Imagineros, el senescal que logró urdir un soberbio plan. Todo quedó bajo el amparo de la portentosa escultura de Jesús Crucificado de la cofradía de la Vera Cruz en la villa de Cabeças.
Pero no todo resultó tan providencial como aquel choque de artes. Para llegar a cumplir lo que anhelaba desde siempre, acontecieron hechos no sabidos hasta hoy que fueron sumamente valiosos. Pedazos de la historia de una nación que vivía entre la vorágine del Nuevo Mundo y el misticismo secreto, aunque jamás tan público, de los pasos que marcaban el ritmo del devenir de sus gentes.
En la corteza de la sociedad sevillana era más importante la obra dejada atrás por el maestro Juan de Mesa que el ejercicio de poder realizado durante años, a niveles que pocos eran capaces de llegar siquiera a concebir. Había una herida abierta, una lucha entre aquellos que juraron defender hasta su última gota de sangre al Clan de los Imagineros y los que propiciaron la muerte del senescal e intentaron a toda costa cambiar lo ya enraizado en su seno.
La ciudad cambiaba día a día. Un momento de plenitud bañaba cada estamento, cada plaza, cada barrio. Un instante álgido que jamás volvería a sobrepasar. Tras París y Nápoles, Sevilla se había convertido en la tercera localidad más importante de Europa. Pero es trágico estar hablando del esplendor de una urbe y casi desencadenar o profetizar su decadencia. Y eso era Sevilla, cima y sima al mismo tiempo.
Mucho se habló durante largos periodos de cómo Juan de Mesa desapareció para más tarde fallecer tras una enérgica tuberculosis que sesgó su vida y se llevó su pericia. Pero cuídense de las mentiras, que las verdades ya lo hacen por sí solas. La lucha interna por el poder dentro del clan seguía más viva que nunca, pues un Martínez Montañés se hallaba enfurecido e interpelaba en todas las instancias que le era posible de la vida administrativa de la ciudad, de la cúpula católica y del mismísimo poder militar. Unidos todos, eran incapaces de dar con las raíces de lo que ya era considerado por muchos como una leyenda y por otros un delirio de un escultor sobrepasado por la habilidad de su discípulo.
Juan de Mesa murió en una cama, postrado a causa de unas calenturas mortales que ni mucho menos provenían de lo que fue la epidemia mortal en la Sevilla de 1627. Otros factores intervinieron para desencadenar el final ya anunciado por el de Alcalá la Real: «Vos no seréis más que un escultor que, ante la ira de Dios y para los ojos de todos, sus días terminará pronto».
Un epitafio cumplido.
Una sentencia ejecutada.
El Clan de los Imagineros no moriría con su senescal. De Mesa había estructurado a la perfección la pervivencia del misterioso gremio, custodiada por Felipe de la Cruz y Francisco de Gámez, pero sobre todo por el genio y talento de un prodigio que comenzaba a iluminar el panorama pictórico con luz propia: Diego Velázquez. Aquel niño que huyendo del infortunio se dio de bruces con el destino en forma de súbito encuentro a media distancia entre el arrabal de Triana y Sevilla, el lugar donde le esperaban sus futuras andaduras de la mano del maestro cordobés Juan de Mesa, aquella mañana de 1609 en la que se unieron por siempre sus caminos, por fortuna para ellos y, aún más, para todos nosotros.
Capítulo 1
El tiempo es el infinito juez que todo lo puede. Sobre todo, en lo humano, y a veces en lo divino que, por acción u omisión, pudiendo quedar aislado de la propia existencia, siempre encuentra un final.
El bullicio del Siglo de Oro español era palpable a todos los niveles. Había un florecimiento generalizado que recorría cada calle de cada ciudad del Sacro Imperio, dominante en cualquier confín que tocaba. Todo crecía. Cada segmento de una España que se alzaba poderosa y altiva ofrecía un abanico amplio de posibilidades que recorría la política, la religión y la cultura. El auge económico, producido a través del comercio con el Nuevo Mundo, hizo emerger en Sevilla un nuevo tipo de sociedad, compuesta por una paleta enorme de colores pintados, procedentes de diversas partes de Europa.
El anhelo de hacerse acreedores de riquezas soñadas hizo que muchos vieran a la ciudad del Guadalquivir como al centro del mundo. Religiosa, cultural y artísticamente así lo fue. Pero hay una historia rota entre el mito y la leyenda, entre la veracidad y la falacia, entre lo que la oficialidad quiso contar y lo que el pueblo pudo legar, que hace que todo esto sea explicable.
Recorrer la ciudad de Sevilla a principios del siglo xvii, desde Triana a la Puerta de Carmona, era hacer un viaje, a veces peligroso, en el que todos tenían cabida. Italianos, napolitanos, genoveses, vascos, flamencos y alemanes se unían a la fauna autóctona. El Clan de los Imagineros surgió al amparo de una noche trescientos años atrás, cuando un proscrito para la realeza francesa y la curia vaticana encontró paz en la que por entonces era la ciudad del rey Fernando.
Perpiñán y Delacroix, junto a sus hombres, huyeron en 1314 a bordo de trece naves que zarparon del puerto de La Rochelle buscando cobijo, con la posibilidad de legar un pasado bajo la cruz paté. Los caballeros pobres del templo de Salomón, o templarios, que antaño infundieran temor y respeto a partes iguales, habían decidido abandonar toda similitud con una vida pasada, desaparecer y reinventarse poniendo mar, tierra y honor de por medio. De todas aquellas naves solo una tocó tierra, en la desembocadura del río Guadalquivir, conocida mucho tiempo más tarde, pues la leyenda lo es por lo inaudito e imposible de algunas hazañas. El cabo de San Vicente, dicen, presenció el hundimiento del resto en una noche de tormenta de tal intensidad que el propio Poseidón temblaría al echarse a la mar. Aunque hubo información fehaciente, ahora perdida, de la llegada a tierras americanas de La Madeleine, el gran buque insignia templario. Pero eso es otra historia.
Sea como fuere, la primera misión con la que los templarios partieron de Francia muy pronto fue convertida en realidad: poner a salvo aquello que custodiaban desde hacía siglos. No solo fueron el rey francés o el papa de Roma quienes obligaron a acelerar la partida. Una lucha interna se había desatado en lo más profundo del Temple. Una lucha de poder que tomaba dos vertientes totalmente diferentes y en la que una decisión harto difícil debía designar el futuro de la orden.
Nadie era ya de fiar. Grandes maestres y senescales convivían sin la armonía de antaño. La unidad y el honor habían dejado de tener sentido en una parte importante de la estructura ideada por Jacques de Molay siglos atrás. Con aquella salida de La Rochelle, el gran maestre, dejándose llevar por la intuición y como último recurso, acudió a Perpiñán y Delacroix, los últimos garantes del honor y la fidelidad a unos principios.
Sevilla recogía el testigo de otras grandes ciudades de la historia. En aquel momento, se erigió como la ciudad estandarte de una Europa convulsa por la reforma protestante, que encontró en los grandes imagineros sevillanos la horma de su zapato. ¿Cómo podemos mirar atrás en el tiempo y querer entender cada acontecimiento sin conocer la madeja tejida al alcance de unos pocos elegidos? ¿Cómo una ciudad devastada tras la conquista del rey Fernando III pudo alzarse como adalid de una tierra que, durante años, combatió contra el aún presente enemigo? Se levantaron catedrales, se construyeron grandes edificios y se estableció el puerto que abría las rutas al Nuevo Mundo. Todo ocurrió sin que nadie reparara en cómo, cuándo y quiénes.
El Clan de los Imagineros nació de la propia naturaleza del hombre sobre la justicia, la verdad y la honradez en aquel tiempo perdidas. Nada ocurrió por azar del destino, sino por convicción. Sevilla se convirtió en la entrada del Nuevo Mundo, inundando cada calle con rarezas y riquezas incomparables, quizás debido al almirante genovés más universal, mientras un grupo de hombres extraordinarios influía en todo lo que ocurrió en la ciudad desde 1314.
A lo largo de trescientos años, los herederos del clan alcanzaron cada estamento de la ciudad, cada administración, cada barrio. Todo entorno donde se organizase algo de importancia giraba bajo el amparo de un poder oculto, presto a resurgir en el momento preciso y volver a dar un golpe de timón al mundo.
Pero la historia del hombre es conocida por reiterar en el error, y este no es un caso diferente. El poder, causa de las mayores tragedias conocidas, siempre hace acto de presencia para intentar cambiar el curso de los acontecimientos. El clan, como ya sucediera con el temple y antes que ellos con otros, se vería inmerso en una guerra clandestina capaz de fagocitar lo construido.
A principios del siglo xvii, Juan de Mesa comenzó a hacerse un nombre entre los grandes maestros de la época, y cada vez eran más los encargos recibidos para su taller, aunque era incapaz de concluir aquella escultura que le rondase cada noche en vela y cada día en sueños.
En la primavera de 1609, en el taller de Montañés, conoció al gran don Francisco Pacheco, quien tenía como aprendiz al pequeño rufián que libró de una buena refriega unas semanas atrás en el puente que unía el arrabal de Triana con la ciudad. Desde aquel momento, sin saberlo siquiera, y aunque Velázquez fuese el aprendiz oficial de Pacheco, De Mesa se convirtió en el protector del joven. Le inició en otras enseñanzas algo más alejadas de las artes y durante años mantuvo una estrecha relación con el aspirante a pintor.
El 14 de marzo del año 1617, Pacheco invitó al insigne cordobés a formar parte de un jurado muy especial. En el palacio arzobispal se daban cita todas las artes plásticas con sus representantes más dignos y sobresalientes, encargados de examinar y dar licencia a jóvenes aprendices para que estos pudiesen ejercer como maestros en sus respectivos oficios: pintura, escultura, orfebrería o policromía entre otras.
Con Martínez Montañés enfermo, Juan de Mesa se postuló como elegido del jurado, dado que estaba más que listo para desempeñar y ocupar su puesto. Casi al alba, y por tradición, todos los miembros estaban citados en los patios del palacio para llevar a buen concierto el examen de aquellos aprendices.
Fueron pasando uno a uno, consumiendo horas y horas, y, sobre todo, el buen juicio para la declaración de aquellos que fueran aptos. Era costumbre que la familia de cada aspirante pudiese permanecer en aquel patio mientras su vástago se hacía digno del gran premio, del gran honor que suponía ser maestro en aquel tiempo. Entre las decenas de aspirantes que se presentaban muy pocos eran los elegidos, quedando, en ocasiones, incluso exento de vencedor aquel «juicio». De ahí que, además de los maestros presentes, los examinados y su familia, fuera imprescindible la presencia de la autoridad encargada del orden, es decir, la guardia del propio obispo, quien era mecenas del tribunal, velando por el buen transcurrir del mismo.
A eso de las tres de la tarde, el susurro de la gente se hizo más evidente.
—Ese es…
—El niño prodigio…
—Velázquez…
De pie, frente a Pacheco y Juan de Mesa entre otros, el joven Velázquez permanecía inmóvil, observando cada rostro, cada reacción, ávido de poder mostrar su valía.
Era imposible que entre el jurado todos se pusiesen de acuerdo. Unos pedían que pintase una virgen y otros al propio obispo. Cada opinión parecía la última y la más acertada. Y así, entre dimes y diretes, el tiempo pasaba y todos los presentes solo vociferaban. Excepto dos: De Mesa y el joven aspirante, que cruzaban las miradas. Sus rostros parecían cómplices, recordando la desventura de aquella pasarela a orillas del Guadalquivir.
De repente, Juan de Mesa, con ese aire de confrontación que a veces mostraba, se dirigió a él en voz alta:
—Pintaréis a Dios.
El silenció invadió la sala y solo el aire era capaz de romper aquella situación con tintes de tragedia. Se inició un murmullo que dejó de serlo para convertirse en voces. El emisario, y hombre de confianza del obispo, salió despavorido. Los maestros del tribunal se hablaban al oído y, en esas, De Mesa aseveró:
—Sí, joven Velázquez. Deleitadnos y mostradnos a Dios.
La prueba consistía en hacer con carboncillo un dibujo donde se analizaría técnica, plasticidad, verosimilitud y perspectiva. Ante aquella petición Velázquez permaneció inmóvil. Algunos creían que renunciaría, pero pasados unos segundos, y con sonrisa sincera, dijo:
—Como vuestra merced mande.
Comenzó a mover la mano con una velocidad inusitada, como guiado por una fuerza divina, y nunca mejor dicho.
Tras casi una hora, en la que se palpó la tensión, tanto de los que creían que no superaría la prueba como de los pocos que con admiración y entusiasmo aguardaban el fin de tan inaudita circunstancia, el joven Velázquez soltó el carboncillo, metió sus negras manos en la tinaja con agua que estaba a su lado y pidió a su primo que le acercase algo con lo que secarse. Alzó el rostro y, desafiante, miró al tribunal:
—Aquí está. Es vuestro.
Y abrochándose su chaqueta abandonó el patio por la puerta oeste.
No hubo tiempo para que los integrantes del tribunal llegasen antes que los curiosos allí citados. Todos intentaban meter la cabeza por donde pudieran y ver aquella divina blasfemia, según la mayoría. Todos, salvo Juan de Mesa, quien hieráticamente permanecía en su asiento, reflexionando sobre lo ocurrido.
Comenzaron a oírse voces de alabanza. «Genio», decían algunos. «Que lo conozca el obispo». «A Madrid», decían otros.
Tras abandonar la mayoría de la muchedumbre aquel vetusto patio, Juan de Mesa recogía sus pertenencias y una voz joven lo asaltó:
—¿Le he sorprendido, maestro?
—Muchacho, no he visto tu dibujo. No necesito verlo. Aquella tarde, en cierto puente que bien recuerdas, cambiaste mi vida, cambiaste el sentido a la forma que hasta entonces tenía de entender mi escultura. Un día, ese crucificado que salió de tu zurrón, y que hoy has vuelto a pintar, saldrá de mis manos. Tu pincel y acuarela le darán condición de eterno —replicó el cordobés sin mirar atrás.
—Dios dispone, maestro De Mesa, Dios dispone —dijo el joven pintor.
Muchos se preguntan qué fue de aquel dibujo con el que el joven Velázquez se convirtió en maestro y deslumbró a toda una ciudad. Dicen que la familia de Pedro Roldán se lo quedó en posesión, siendo el nieto de este quien lo heredase. Desde entonces, comenzó a oírse que aquel rostro pintado descansaría algún día en las manos de una Dolorosa.
Pero el arte y la escultura solo eran aristas de la realidad, una parte de ese foco que desde hacía trescientos años el Clan de los Imagineros intentaba dirigir a su antojo para velar por los designios de la ciudad y, más tarde, del mundo. La estirpe del clan estaba a punto de ver la luz.
—Hoy es el día, Diego. Hoy es el día que marcaste aquella mañana en mi corazón cuando cayó al suelo aquel boceto. Hoy te has convertido para todos, pues para mí ya lo eras, en la esperanza de nuestra ciudad. Llenarás el mundo con tu visión diferente de lo que te rodea y, aunque aún no lo sepas, serás portador de responsabilidades de las que estoy convencido podrás ser legítimo estandarte.
—Maestro, desde el día en que os conocí he admirado vuestra peculiar forma de hablarme. Cada palabra, cada frase, cada lección que me habéis dado parece un acertijo. Hoy es un día para disfrutarlo.
—¿De verdad crees que se necesitaba una prueba para medir tus capacidades? Diego, tienes que empezar a saber lo que contamos, por qué queremos hacerlo y qué evitamos cuando lo hacemos. Bien es cierto que es día para otros menesteres y no debemos convertirlo en otra cosa.
—Maestro, algún día me explicaréis qué beneficio para mi pintura hacen esas enseñanzas de las que tanto me habéis hablado, y de las que aún me habláis, y cuán verdaderamente difícil es ver su resultado. Mas antes me gustaría saber por qué habéis sido vos el tribunal de mi examen.
—Pacheco me lo pidió al no poder asistir Montañés. Pero eso no ha influido en la decisión. Ya has visto cómo has causado la euforia entre los asistentes. El paso del tiempo no debe recordar al tribunal, solo al que los hizo enloquecer.
—Maestro, estaré siempre agradecido por aquella mañana y por…
—Diego, aquella mañana aconteció lo debido. Y ahora despídete de esos palmeros que quieren felicitarte. Te veré después en el taller.
Toda la sociedad sevillana y la curia catedralicia conocía el desapego del maestro De Mesa por la vida social, así como su carácter, a veces agrio, lleno de malas contestaciones a preguntas impertinentes.
Tras salir del examen de Diego Velázquez para el acceso al gremio de pintores, iba, como casi siempre, divagando en un mundo difícil de entender cuando, a pocas varas de la catedral, se topó con su maestro y otrora amigo Juan Martínez Montañés. Este se hacía acompañar siempre de dos hombres en la distancia mínima velando por su integridad, máxime con la poca pericia que el de Alcalá la Real poseía con la espada, totalmente opuesta a quien desde hacía algún tiempo era poco menos que su enemigo.
—El agradecimiento es lo único que creía que no fueseis a perder después de traicionarme. Desde aquel día que entrasteis en mi taller supe, como por arte de alguna magia extraña o intuición fatídica, que no erais de fiar.
Juan de Mesa mantuvo la mirada profunda que Montañés le dedicaba. Tampoco perdía de vista a su guardia personal, la que no dudaría ni un solo segundo en poner a buen recaudo a su enemigo, si pudiesen, claro. Desde que De Mesa se convirtiese en senescal de la orden el 16 de julio de 1609, solo en otra ocasión se habían visto las caras frente a frente. Que ocurriese algún desenlace en plena calle era complicado. Dos personajes ilustres batiéndose, o a la sazón con sus esbirros, no procedía como algo cabal.
—Algún día, señor Montañés, las cuentas las daréis donde es debido. Mis agradecimientos a vuestra persona hacen débil una respuesta que ni tan solo vos sabríais dar. Si me disculpáis, he de proseguir.
—Diego. Diego Velázquez. Así se llama el joven al que habéis tutelado y hoy habéis presentado y, evidentemente, acreditado como nuevo prodigio y pintor, ¿cierto?
—No os resultaría agradable entrometeros entre él y yo, y menos aún usar algún tipo de argucia contra su integridad. Aquel día, en el anfiteatro, mi espada quedó ávida de encontrarse con vuestra sangre. No me pongáis a prueba, sobre todo con Diego como excusa. Primera y última advertencia.
—¿Me amenazáis?
—No, os insto a valorar vuestra vida. No tengo más que hacer aquí. Si me disculpáis…
—Recordad siempre, señor De Mesa, que el acero es ruidoso y la serpiente sigilosa.
La escena sería difícil de olvidar para los que presenciaron a un Juan de Mesa, enfundado en capa de terciopelo negro cortar entre Montañés y su guardia. Aquella tarde, su antiguo maestro Juan Martínez Montañés lo sentenció a muerte.