Virginia Cobos Yuste
El club de las
escarmentadas
Primera edición: febrero de 2018
© Grupo Editorial Insólitas
© Virginia Cobos Yuste
ISBN: 978-84-17029-78-4
ISBN Digital: 978-84-17029-79-1
Difundia Ediciones
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IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA
ÍNDICE
LAS EXTRAÑAS AUREOLAS
BARRO SIN COCER
SITIOS IMPERFECTOS
LAS LUCES TANGENTES
LAS EXTRAÑAS AUREOLAS
El día envuelto en gris, pero cargado de calor húmedo que se filtraba por los minúsculos agujeros de la persiana, despertó a Antonio, forzándolo a entreabrir sus ojos con lenta pesadez. Últimamente dormía por lo general a pierna suelta, y achacaba su rápida y ominosa caída en el sueño profundo al agotamiento acumulado en los pasados meses de ininterrumpido trabajo. Se sentía como nuevo, o al menos eso le dejaba entender su cerebro, domesticado hasta un alto punto de satisfacción a base de repetirse, miles de veces al cabo del día, que aquella era la solución deseada, que el rumbo que por fin había aceptado tomar era lo más acertado y, desde luego, lo mejor calculado, desde un punto de vista objetivo, que había decidido en su vida.
Sin embargo, la curiosa picazón que, en forma de manchas rojizas, minaban parte de su cuello, insistía en molestar la quietud de la mañana, tan perfecta en su ensoñación. No era la primera vez que le asaltaban esas curiosas aureolas, pero nunca habían merecido tanto su atención, pues si bien en más de una ocasión el espejo le había sorprendido con la repentina imagen de los imperfectos círculos rosáceos, éstos acababan desvaneciéndose en unos minutos, diez a lo sumo. También es verdad que las rojeces en algunas ocasiones habían llegado a durar un poco más, incluso un par de horas durante dos o tres días, bien impulsadas por los nervios de pasadas épocas de exámenes, o bien traídas desde adentro cuando el agobio de la incertidumbre laboral descargaba su dosis de miedo al futuro desconocido; o bien igualmente, a veces surgían en precipitada desazón, tal vez definidas por ciertas alarmas en las noticias que el ámbito familiar difundía sobre la salud de algún pariente cercano, que, sin embargo, afortunadamente nunca alcanzaron gran envergadura. Pero la aparente inexorabilidad de los últimos casi doce meses, estaba convirtiendo a las curiosas erupciones en un fastidio demasiado duradero, demasiado patente pero inexplicable, pues ya no había exámenes, ni grandes problemas en el estado general de la familia, y si bien la situación económica había cambiado drásticamente al desprenderse de su antiguo puesto de trabajo para llevar a cabo nuevas e ilusionantes perspectivas laborales, dichas circunstancias no eran tan acuciantes como para desarrollar reacciones psicosomáticas tan obvias. ¿Qué extraña alergia, pues, se dedicaba a acosarlo sin sentido, justo cuando se estaba acostumbrando a subrayar la palabra felicidad, tanto en sus pensamientos, como, sobre todo, en su propia voz, regodeada al escucharse a sí misma en alto volumen? Jamás habían persistido tanto como esta vez, dado que ya hacía unos meses que mantenían una constante urticaria en su piel, y aunque cambiaban de forma, continuaban extendiendo su huella enrojecida, apareciendo inusitadamente por diferentes zonas de su garganta.
Optó por levantarse y preparar el desayuno, café y algún alimento de esos llamados «sanos», pues, contagiado por la modernidad de su nuevo mundo deportivo, tal costumbre había empezado a convertirse en lo habitual en este último año, (que, en su calendario subjetivo, más que un año le parecía un decenio); sería un escogido desayuno para él y para la nueva compañera de los tiempos recientes, Blanca, la tranquila Blanca, que se desperezaba rítmicamente, aún aturdida por los vapores del sueño, y cuyo despertar nada tenía que ver con el revoloteo apasionado de Violeta, su antigua pareja, siempre dispuesta a convertir las horas tempranas en un revoltijo de besos, arrullos, y otras locuras carnales. Él luchaba por expulsar de su pensamiento la tímida reverberación que las palabras «la echo de menosía producía en sus sonidos interiores. No quería ni siquiera reconocerlo, pero extrañaba las enérgicas explosiones de cariño con las que había sido obsequiado por Violeta, el amor sin límites que le había prodigado durante casi 23 años de convivencia. Pero no se podía permitir mirar atrás, y ponía todo su empeño en aferrarse a su estilo de vida actual, como si éste fuese absolutamente distinto y mucho más acertado que el anterior, mientras que, en el fondo, y tal vez él era plenamente consciente de esa realidad, su universo presente no era más que una copia de los fundamentos emocionales adquiridos en su relación anterior, en una singular continuidad donde cultivaba prácticamente los mismos gustos, los mismos hábitos, y sobre todo, la misma forma de amar y entregarse en uña y carne.
Violeta. La intensa Violeta. La inoxidable Violeta que parecía por fin resucitada del mortal e inesperado golpe que le había supuesto su abandono. No, abandono, no; cambio, paso necesario, salvación. Antonio no podía soportar el rastro de sílabas aristadas que la palabra «abandono» le marcaba en la espalda, como un látigo invisible, o como un dedo acusador en una permanente señal, y sin embargo su mente alumbraba el término con indescriptible potencia, como a la luz de un foco inagotable. Violeta era su «cabo suelto», la pieza que no encajaba en el mapa de su futuro perfecto. Él se había afanado en proyectar una estructura vital inmaculada, una felicidad diseñada con la impecable planificación de un avezado geómetra, y sin embargo, la sombra de Violeta quebraba todas sus ecuaciones, y el sublime dibujo de su porvenir se le volaba de pronto, como las huellas de los niños en la arena en un día de Levante rabioso.
Sin embargo, en el otro extremo del sendero que la tortuosa separación había trazado, Violeta se sentía como en otro mundo, inmersa en un espacio a estrenar donde acababa de encontrarse con una libertad inédita, insospechada, una clase de independencia que no había experimentado jamás en todos sus años, a pesar de alcanzar casi los 60 inviernos, edad que, afortunadamente, ni su físico ni su espíritu dejaban entrever, pues su jovialidad desbordante la impregnaba de una juventud atemporal e indescifrable. Según recordaba, ni siquiera en su época de estudiante, con 19, 20 años, con toda la ilusión aún intacta, y hallándose impulsada por el firme deseo de descubrir el universo que se expandía por delante, ni siquiera entonces había pasado por esta nueva libertad, una libertad de múltiples registros, desde el emocional hasta el ideológico, en un terreno tan sólido que no precisaba de hombres, ni relaciones de pareja, ni de nada más que su propia voluntad para disfrutar de la existencia.
Lo suyo le había costado, pensaba, como quien por fin llega a la cumbre tras una ardua escalada por laderas de piedras afiladas, riscos espinosos, y pendientes imposibles para la dolorida extenuación de unos pies henchidos de ampollas, heridas sangrantes, y cansancio. La lucha había sido tan difícil como las batallas que se libran contra la adicción, porque aquel amor absorbente y poderoso, la manejaba como a una muñeca de trapo ante un vendaval desatado en la noche. Bien lo había pagado ya, asentía para sí, a través de todo ese sufrimiento agónico que la había hecho dudar de sí misma y su valor, que la había transportado a solitarias escenas de tormento en las que solamente podía hundirse en la descomposición de su vida, sin más horizonte que la desesperación más nítida y severa. Había purgado hasta el más mortal de sus pecados en esa penitencia que hacía que las mañanas reabriesen las incipientes cicatrices para crear desgarros otra vez, las heridas de un día más por vivir sin más solución que la perenne amargura; la misma penitencia que hacía después que las noches enseñaran sus dientes oscuros, plagados de fantasmas, con un peligroso anhelo por la muerte que ni los somníferos deshacían, pues las pesadillas la embarcaban en sus naves espectrales, donde la mente desataba sus demonios para turbarla sin descanso entre el terror, la angustia, los sudores asiduos, y la náusea incontrolada de un cuerpo sin gobierno. Y ahora, cuando por fin había superado esas fases de penalidad extrema, cuando estaba comenzando a gozar por sí misma y para sí misma, incluso había empezado a preguntarse si su vida no habría sido mejor de haberla emprendido sola, de haber aprendido antes este cántico diferente, adoptado por su profundo ser individual y único. Pero descartaba estas ideas, pues la especulación pura y dura de lo que pudo haber sido y no fue, no era más que eso, una situación imaginaria sin visos de realidad ni contrastación científica que la dotase de certeza. No podía medir su vida en base a dimensiones falsas, comparándola con un puñado de fantasías que no habían llegado a suceder; además, toda su persona era el resultado de las circunstancias que la habían ido moldeando a lo largo de los años, y no podría negar jamás la inmensa influencia que su irrepetible experiencia del amor le había proporcionado: un conocimiento absoluto de la felicidad, esa felicidad que se vive mediante la suma de dos corazones, a través de la cual, todas las emociones se multiplican y todas las vivencias alcanzan el grado sumo de la duplicidad.
No. El bagaje de amor que arrastraba, y que siempre la había empujado como una fuerza descomunal de la Naturaleza, como llevada en volandas, no era un peso que debiese soltar al vacío del desprecio o del lamento, sino que más bien, los recuerdos constituían un preciado cofre que atesorar en las raíces de su alma.