Marité Valenzuela Pérez
La llave maestra
Primera edición: abril de 2018
© Grupo Editorial Insólitas
© Marité Valenzuela Pérez
Diseño de cubierta: Juan María Rodríguez Valenzuela
ISBN: 978-84-17467-00-5
ISBN Digital: 978-84-17467-01-2
Difundia Ediciones
Monte Esquinza, 37
28010 Madrid
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IMPRESO EN ESPAÑA –UNIÓN EUROPEA
A todas las mujeres que son objeto del maltrato a manos de sus parejas. FUERZA.
ÍNDICE
CAPÍTULO I LA LLAVE
CAPÍTULO II LA LLEGADA DEL AMOR
CAPÍTULO III VUELTA AL PASADO
CAPÍTULO IV LA DECISIÓN
CAPÍTULO V EL DIARIO DE GLORIA
CAPÍTULO VI AL FIN, ESPERANZA
CAPÍTULO VII LA VERDAD
CAPÍTULO VIII DIEGO Y LA REALIDAD
CAPÍTULO IX EL FINAL
CAPÍTULO X DESCUBIERTO
CAPÍTULO XI ANGUSTIA
CAPÍTULO XII EN LA MADRIGUERA
CAPÍTULO XIII EL CAZADOR CAZADO
CAPÍTULO XIV EL DESPERTAR
CAPÍTULO XV MIEDO
AGRADECIMIENTOS
CAPÍTULO I
LA LLAVE
Un rin ensordecedor la despertó de un largo y reparador sueño, que sin embargo se convertiría en el despertar más amargo y duro de su existencia.
Era su nieta Aurora. Tenía malas noticias y no sabía cómo dárselas.
–¡Abuela! ¿Cómo te encuentras esta mañana? Tengo que contarte algo. Su voz se entrecortó y un sollozo al otro lado del teléfono era lo único que Gloria escuchaba.
–¡Aurora! ¡Aurora! Hija dime ¿Qué te pasa?, ¿es otra vez el bestia de tu marido?
Aurora seguía sin poder articular palabra.
–Dime donde estas e iré rápidamente.
Por fin se oye la voz de su nieta, rota por la pena.
–No abuela, no soy yo, son mis padres, han tenido un accidente camino de Barcelona y...
Aurora no puede más y se desmorona, ahora está sola en el mundo, al lado de ese mal nacido y llora desconsoladamente.
Gloria, muda, al otro lado del teléfono, teme lo peor. Después de un corto pero interminable silencio, por fin se atreve a preguntar:
–¿Ha sido tu madre verdad? Dime que no está muerta, que solo está herida.
Pero Aurora solo puede pronunciar una frase, apenas un susurro.
– Mama ha muerto.
Gloria se siente morir, allí tumbada en su cama, no tiene alientos para seguir hablando. Su mundo se ha hecho pedazos, nunca pensó en esta posibilidad. Ella no podría ni tenía que sobrevivir a su hija, su única y amada hija.
Después de algunos ajetreados días, de idas y venidas, de lágrimas reprimidas por la angustia y el dolor, de sufrimiento, por fin está en casa, ahora sola, sola con sus recuerdos.
Se sienta, sin fuerzas, en el viejo tocador de su dormitorio. Allí podrá llorar, llorar por tantas cosas…
No sabe cuánto tiempo lleva allí sentada, llorando como nunca antes lo había hecho o al menos no lo recordaba. Su rostro era una falsa imagen de ella misma.
No reconocía la imagen que el espejo le devolvía. Una mujer de pelo blanco, con grandes surcos que recorrían su cara. Sintió un escalofrió. ¿Quién era aquella mujer?
Era la imagen de un retrato antiguo, con un marco de filigrana plateado, precioso, el marco era precioso. Pero ¿quién era esa desconocida? No la encontraba en sus recuerdos, no podía encontrarle parecido con su madre, ni con su padre, ni su abuela, aunque… si tiene un gran parecido con la madre de su padre, si con su abuela paterna, pero, ¡¡ si murió cuando ella era solo una niña!!
No, no podía ser madre Francisca. Así es como llamaban a su abuela.
Sintió frio y sus ojos se nublaron al reconocer, lo que era más que evidente, era ella misma. Había envejecido tanto.
Tomó el chal de lana rosa que había sobre la cama, sintió el tacto suave de aquella prenda, que la había acompañado a lo largo de los años y se cubrió los hombros, sintiendo su abrazo cálido, el abrazo que tanto necesitaba en estos momentos, no solo por el frio sino por el apoyo que necesitaba para hacer lo que estaba pensando hacer, ahora que su hija ya no estaba con ella.
Miró nuevamente al espejo, pero esta vez, tratando de encontrar alguna señal que pudiera recordarle a aquella muchacha menuda, de ojos claros y alegres y pelo oscuro siempre peinado con esmero. Busco y rebusco en aquella imagen de rasgos envejecidos y no podía creer que aquella mujer fuera ella.
Se detuvo por un instante en los ojos y estos se llenaron de lágrimas al recordar su vida. Que tristeza encontraba en ellos, cuanto dolor. Desvió la mirada del espejo y recordó la razón por la que se había sentado en el tocador encontrándose, sin quererlo ni buscarlo, con aquella mujer desconocida y tan familiar al mismo tiempo.
Revolvió en el primer cajón del tocador, rebuscando entre pañuelos de seda, algunos descoloridos por el paso del tiempo, otros que no recordaba tener. Por fin, al fondo del cajón, toco algo duro, ¡sí! Eso era lo que buscaba. Sacó una cajita de madera, que abrió muy despacio, y tomó una llave. La llave del cofre que escondía al fondo del armario y que había guardado como el mayor de los tesoros o quizás para que nadie lo encontrara jamás.
No quería que su hija, su única y amada hija, encontrara el secreto que con tanto afán había guardado no solo en el fondo del armario, sino también en el fondo de su corazón, en algún lugar olvidado, donde, ni ella misma, pudiera recordar el horror, el odio y el miedo que su vida guardaba
Lo hizo por amor, por su hija, que era lo más preciado que tenía en el mundo.
Solo pensó sacar aquel cofre cuando sintiera que las vida se le escapaba entre los dedos y que le faltaban las fuerzas. Entonces sí, sacaría el cofre, lo abriría y quemaría toda una vida, su vida. Una vida marcada por la tristeza y el miedo.
Pero, ahora, todo había cambiado. María, su hija había muerto, joven todavía, llena de amor, al lado de un hombre maravilloso, que la amaba más que a su propia vida y que ahora se debatía entre la vida y la muerte, postrado en la cama de un hospital. El mismo hospital en el que había nacido su nieto. Ese niño que los había hecho abuelos a María y a él, el hijo de su nieta Aurora.
Aurora era la alegría de la familia, sus padres la adoraban y ella se dejaba querer. Había nacido del amor y el deseo de unos padres por tener un hijo, aunque este deseo tardó cuatro años en hacerse realidad, por fin su sueño se vio cumplido.
Aurora había decidido casarse demasiado joven. Ya se sabe, el amor que llega, llama y no te deja que cierres la puerta. A ella, le llegó así, sin avisar, mientras viajaba de vacaciones a Asturias a casa de su gran amiga y confidente Clara.
CAPÍTULO II
LA LLEGADA DEL AMOR
Fue una mañana preciosa de julio. Aurora había sacado el billete de tren dos semanas antes, era muy previsora y no quería que ninguna contrariedad pudiera echar al traste este viaje que con tanta ilusión habían preparado su amiga Clara y ella.
Llegó a la estación y se subió en el primer vagón que encontró abierto, aún faltaba media hora para que saliera el tren, así tendría tiempo de buscar su asiento y si no le gustaba cambiarlo con otro pasajero.
A Aurora le gustaba ir sentada al lado de la ventanilla, para poder admirar el paisaje, ver las aves en el cielo, los colores de los campos, las ciudades a lo lejos. Le encantaba soñar que algún día podría visitarlos e incluso instalarse allí por algún periodo de tiempo. Sueños, solo eran sueños de adolescente. Aún no sabía lo que aquel viaje iba a cambiar su vida.
Por fin encontró su asiento, ¡genial! Al lado de la ventanilla. Colocó la maleta en el portaequipajes y se sentó dispuesta a escuchar música, siempre clásica. Para viajar, pensaba que era la mejor, Vivaldi, Beethoven, Mozart…Tenía una gran variedad en su MP3.
Se acomodó en su asiento, se puso los auriculares y pulso el botón de play, así pensó pasar el tiempo que le quedaba para la salida del tren.
Cerró los ojos y se quedó traspuesta un momento o al menos fue lo que a ella le pareció, cuando miró el reloj y vio que solo faltaban dos minutos para la salida del tren.
Miró a su alrededor y se sorprendió al ver que el vagón antes desierto, ahora tenía casi todos los asientos ocupados. Que suerte, pensó, nadie se había sentado a su lado ni tampoco en los asientos de enfrente.
Sonó el din dong anunciando la salida del tren Talgo con destino a Oviedo, bien ya comenzaban sus vacaciones. Mientras, el tren comenzó a moverse lentamente y aumentaba poco a poco su velocidad.
Miró por la ventanilla, observando cómo se despedían los viajeros de sus seres queridos, agitando las manos e incluso algunos, los más osados, lanzando besos al aire. A ella no le gustaba que sus padres fueran a despedirla a la estación, le recordaba a las excursiones del colegio y ya se veía tan mayor…
Inmersa en estos pensamientos, no se percató de que alguien había ocupado el asiento frente a ella.