Cristhian Romero de la Torre

 

El asesino de los dientes

 

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Primera edición: junio de 2018

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Cristhian Romero de la Torre

 

ISBN: 978-84-17467-18-0

ISBN Digital: 978-84-17467-19-7

 

Difundia Ediciones

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@difundiaediciones.com

www.difundiaediciones.com

 

IMPRESO EN ESPAÑA - UNIÓN EUROPEA

 

 

CAPÍTULO 1 - EXTRACCIÓN

27/11/2015

 

El inspector Manuel González bajaba de su antiguo coche, un Ford Orion, níveo, aparcándolo cerca de la escena del crimen. Los cuerpos de una pareja joven habían sido hallados en un descampado, a más de veinte kilómetros de la capital.

Tras avanzar un poco, antes de atravesar el cordón policial, fue abordado por Jordi Puig, un agente recién salido de la academia, el cuál había sido asignado para ayudar a Manuel en la investigación.

―Bon día, inspector. ¡T’esperàvem! ―le saludó el novato.

―Mira Jordi, sé que es poco habitual que digan algo así aquí, y que prácticamente no nos conocemos, pero a mí, si puede ser, háblame en castellano, al menos hasta que Cataluña se independice… si es que sucede. ―concluyó González tajante mientras proseguían.

―Entendido ―respondió después del reproche, menguando su tono de voz.

Manuel no tardó en aproximarse hasta el forense, el cual todavía se encontraba esclareciendo los hechos, tomando pruebas y muestras de diferentes tejidos. Permanecía erguido, con los sujetos bajo de sí.

―Buenas tardes Hugo ―saludó Manuel.

―Buenas tardes... ―replicó el forense con cara de circunstancias.

―Dime, ¿qué tenemos?

Seguimos sin tener mucha información ―comenzó a explicar Hugo―, dos personas de menos de treinta años, seguro. Todavía no sabemos sus nombres pero... ―Hizo una pausa―, parece ser lo que temíamos, ambas víctimas presentan extirpación de algunas de sus piezas dentales.

―¿¡Extirpación dental!? ―interrumpió Jordi.

― Sí. El día veintidós hallamos un cuerpo, se encontraba a simple vista, no sufría ningún hematoma, tan solo un pinchazo en su brazo izquierdo, y se localizaron grandes cantidades de droga en las analíticas. Jamás hubiésemos pensado que podía ser un asesinato si alguien no le hubiera extraído un premolar.

―Dejemos las explicaciones para otro momento ―le cortó González― ¿Qué puedes decirme de estas personas?

―Él tiene marcas en las muñecas que corresponden con riendas, tenía las manos atadas ―indicó el forense señalando las extremidades.

―¿Ella no?

―No, ella muestra un golpe contundente en la cabeza, aparte de la herida mortal en el cuello.

―Entiendo.

El inspector extrajo dos guantes de látex del bolsillo derecho de su chaqueta y recubrió con ellos sus manos. Los tres hombres se aproximaron hacia los fallecidos, que yacían recostados en el suelo.

―Como se puede apreciar, él murió de una puñalada en el corazón, fuerte y concisa, pues el asesino no necesitó más para acabar con él ―Hugo continuó con su explicación―. Salvo las ataduras en las muñecas, no hemos encontrado ningún signo de lucha.

Manuel se agachó y de uno de los bolsillos del pantalón del cadáver extrajo su cartera, la abrió comprobando el dinero y la documentación del hombre.

― No fue un robo ―aclaró mientras registraba el resto de bolsillos―, la cartera está intacta: Llaves de casa, las del coche, y su móvil.

― La mujer fue degollada, todo indica que por un arma blanca de filo largo, la misma utilizada con el hombre.

¿Sabemos a qué hora se cometieron los crímenes? ―preguntó González.

― Todo señala que al menos hace doce horas, podré ser más concreto cuando los lleven a mi laboratorio, en la oficina.

― Entendido.

―¿Cuál es el plan? ―preguntó Jordi fijando su mirada en el inspector.

―Hugo, te dejo al cargo de todo aquí. Que los agentes te ayuden a recoger todo lo necesario, el transporte para los cuerpos no tardará en llegar. Jordi, tú y yo vamos a comisaría, repasaremos el expediente del caso anterior.

Ambos asintieron. Parecía que la conversación había llegado a su fin, pero antes de girarse por completo, Manuel se detuvo:

―Hugo.

―Dime.

―¿Qué piezas dentales les extrajeron a las víctimas?

―Pues fueron un segundo premolar y el primer molar del cuadrante izquierdo superior ―añadió el forense con convicción.

―Comprendo ―asintió el inspector antes de continuar caminando.

El ritmo del inspector era alto, andaba como si huyese del demonio, a Jordi le costaba mantenerse a su lado. No tardaron en alejarse de la escena y dejar atrás el cordón policial. Retornando por donde Manuel había accedido.

―¿Cómo has venido hasta aquí? ―le preguntó a Jordi.

―En el coche de un compañero.

―Está bien, pues sube que nos vamos. ―indicó mientras le quitaba el pasador a las puertas de su Ford Orion.

Se subieron al coche, se pusieron los cinturones y partieron saliendo de aquella inhóspita zona de las afueras. Tardaron varios minutos en volver a conversar, no se conocían de nada y les costaba arrancar un coloquio.

―Bueno, dime, ¿cuánto tiempo llevas como agente?

―Un mes y once días ―confesó Jordi, un poco apurado.

―¿Y Sebastián decidió asignarte a un caso de doble homicidio conmigo?

―Fui el primero de mi promoción y he intervenido en múltiples operativos ya. Don Sebastián consideró que yo era el adecuado.

Y dime, ¿te han dicho algo sobre mí en comisaría? ―indagó Manuel con tono jocoso.

―He escuchado de todo señor…que es antisocial, que a nadie le cae bien, que no muestra aprecio por nadie nunca…

El inspector asintió.

―Pero también, que todos le respetan. Es el inspector con más casos resueltos, con una lista impecable de detenciones, incluyendo la de tres policías corruptos que recibían dinero. Pederastas, asesinos... sinceramente, yo le admiro.

―No tienes por qué, solo hago mi trabajo. Y créeme cuando te digo que hay ciertas cosas que los demás no ven.

―¿Cómo qué? ―interrumpió Jordi intrigado.

―¿Recuerdas el caso de Gustavo Ignacio Díaz?

―¿El sepultador de Cornellá?

―El mismo.

―Si no tengo mal entendido, fue uno de los primeros que resolviste, llevarías poco más de un año en el cuerpo ―comentó entusiasmado.

― Sí... ―González hizo una breve Pausa―Y las condecoraciones están bien, las palmaditas en la espalda, los pluses y los ascensos. ¿Pero sabes lo que pensaba yo?

―¿Qué?

―Que si lo hubiera detenido antes, los padres y familias de tres niños no hubieran llorado su perdida. Conseguí salvar a uno y llevarlo a casa sano y salvo, pero tuve que decir a los otros que sentía su perdida, porque a pesar de los indicios, no habíamos podido demostrar antes que ese cabrón era el culpable.

Jordi quedó perplejo, silenciado por un eco que retumbaba en su cabeza. Jamás se había parado a pensar en esa parte de la historia. Su ambición era escalar y ascender puestos, un mejor sueldo y galardones, ser el héroe, pero enfrente tenía a un verdadero guerrero. Alguien que no buscaba el aplauso, si no la pura justicia. Como se suele decir, los guerreros de verdad buscan la paz, no el beneficio.

El ruido proveniente de la capital ya se empezaba a escuchar. Estaban cerca de su destino, el sonido de las calles de Barcelona lo confirmaba. Después de la breve charla, el silencio se había convertido en el rey dentro del coche, tampoco era incómodo, era tenue, sereno. La radio se oía de forma mínima de fondo, cuando Jordi decidió interrumpir el mutismo.

―¿Por qué preguntaste que dientes eran los que habían extraído? ¿Eso tenía relevancia?

―Es posible que bastante ―contestó Manuel con contundencia―. La primera víctima tenía extraído el primer premolar, y ahora a las nuevas víctimas les faltan los dos siguientes del mismo cuadrante. Hugo es el mejor forense que conozco y está seguro de que la persona que realizó esa atrocidad tiene conocimientos de odontología.

―Bueno, entonces veo que la investigación no va mal.

― No te hagas ilusiones, todavía no tenemos nada claro ―confirmó categórico.

Por fin habían llegado a su destino. Después de una mañana ajetreada, ya se encontraban en la calle donde estaba la comisaría: Passeig de Sant Joan ― 198.

Manuel no dudó, avanzó por el parking de la comisaría, dado que el tráfico en la calle era cuantioso. Tras aparcar, sin perder un segundo, salieron y continuaron hasta el ascensor principal. Manuel pulsó el botón que hacía referencia a la segunda planta, pero también apretó el que indicaba el número cuatro.

―Ve y pídele a Román los informes de mi último caso. Su despacho es el que está frente al mío.

―Entendido ―respondió Jordi.

―Acomódate en mi despacho, yo no tardaré ―comentó mientras las puertas del ascensor se abrían en la segunda planta.

El inspector se quedó solo y tomó aliento. Por mucho que pensaba en los métodos utilizados por el criminal, no alcanzaba ninguna conclusión. Las puertas destaparon la cuarta planta, en la que había poca cosa: dos baños, el almacén de pruebas en un extremo del pasillo, y el despacho del comisario en el otro. Giró a la derecha y recorrió el trayecto hasta en las dependencias de Sebastián, el comisario, para rematar tocando con dos golpes contundentes la puerta.

―¡Adelante! ― Se escuchó a través de la puerta.

―Buenos días comisario ―saludó González atravesando la puerta y cerrándola tras de sí.

―Buenos días inspector.

Manuel se aproximó y se sentó en una de las dos sillas que se encontraban frente al escritorio para las visitas.

―Como pidió, vengo a informarle de los hechos.

―Sé sincero y directo, pronto llegarán las navidades y tengo que sincronizar muchos operativos ―le informó Sebastián con inquietud.

―Entiendo. Empezaré diciéndole que hay una gran probabilidad de que nos encontremos frente a un asesino en serie ―comentó el inspector de manera tajante.

― ¡Dios santo! ―exclamó el comisario, nervioso e incrédulo―. ¿Cómo puede estar tan seguro?

―Como ya se ha demostrado en anteriores situaciones, el universo rara vez es perezoso. No puede ser casualidad que tres días después de un crimen tan extraño, se presente uno de la misma complejidad y con las mismas peculiaridades.

―Cuando esta mañana te envié a la escena del crimen, tenía una pequeña esperanza de que tan solo fuera una casualidad ―explicó Sebastián con preocupación.

―Me temo que nos es así, aunque el método de ejecución varié, las pistas apuntan al mismo sujeto.

― ¿Alguna huella, tejidos o muestras? ¿Algún indicio sobre el individuo?

― Por ahora no, parece que ha sido meticuloso con sus actos ―apostilló González.

―¿Y el arma? ¿La habéis encontrado?

―Antes de llegar ordené a doce agentes recoger a una unidad canina e inspeccionar la zona, pero nadie dio con el arma, ni tan siquiera con restos de sangre esparcidos por el lugar.

―¿Tienes alguna conclusión que deba conocer? ―indagó el comisario con cierta impaciencia.

―Por ahora no, siento comunicarle que no tengo ninguna información adicional. Por eso he regresado a comisaría, hay algunas cosas que debo comprobar.

―Está bien. Pero ten en cuenta que no sé cuánto tiempo podremos mantener a la prensa al margen ―explicó Sebastián con gesto serio―. Esos buitres están encantados con las malas noticias, las venden y utilizan para distraer de los temas importantes, y nada suena más jugoso para ellos que un supuesto «asesino en serie» suelto. Te ruego discreción y rapidez.

―Por supuesto ―afirmó Manuel con rotundidad.

El inspector se levantó y se giró con intención de abandonar la sala, pero antes de llegar a la puerta se detuvo y se volvió mirando directamente al comisario.

―Tengo una pregunta.

―Pues venga, dime ―replicó el comisario con celeridad.

― ¿Por qué me has asignado a Jordi Puig?

―Ninguno de los de tu entorno habitual querían ser tus compañeros después de que Raúl dimitiera. No te equivoques, eres el mejor de ellos, y quizás sea eso lo que no les gusta, siempre cumpliendo con tu deber a raja tabla, estricto y severo. Son buenas cualidades para un inspector, no para un compañero.

―Entiendo... Fue el único en presentarse, ¿no?

―Lo curioso es que no, más de una docena se presentaron ―explicó Sebastián.

―Entonces, ¿por qué él?

― Fue el primero de su promoción, es bueno, además vi en él algo de lo que últimamente careces.

―¿Qué vio? ―preguntó intrigado.

―Entusiasmo.

―Ajá ―concluyó González, asintiendo y saliendo de la estancia sin hacer ruido.

Al llegar a su despacho, algunos informes y casi todas las fotos se encontraban esparcidos por su mesa. El joven Jordi las examinaba fijamente, con los ojos más abiertos de lo habitual, como si de esa forma fuera a ver algo que todavía no se hubiera detectado.

― Veo que el orden no es tu fuerte ―dijo con ironía.

―Lo siento inspector, tenía ganas de empezar cuanto antes.

―Está bien. Pues tú continúa con las fotos, yo tengo que leer un rato los informes.

―A sus órdenes ―menciono ordenando las fotos desperdigadas en un solo montón y pasándolas con delicadeza.

Manuel no perdió el tiempo, examinó al completo el informe recogido por el agente que encontró el cadáver de la primera víctima. Muchas preguntas azotaban su cabeza.

¿Por qué matarlo de una sobredosis? Su familia destacaba que no consumía drogas, no tenía enemigos y no desempeñaba un empleo relevante. ¿Cuál podía ser su motivo? La primera víctima tenía cuarenta y cinco años, separado y padre de un hijo de doce. Según Hugo, las dos víctimas de hoy tendrían menos de treinta, sin alianzas, y no llevaban fotos de niños en su cartera. No se apreciaba ningún vínculo que uniera las características de las víctimas.

Los minutos se sucedían sin que Manuel encontrara alguna conexión. Revisaba las hojas de los informes una vez tras otra, sin obtener éxito alguno. Su acompañante, el agente Puig, tampoco había conseguido percatarse de nada relevante, pero su nerviosismo era más palpable que el de Manuel y no tardó en darse por vencido.

―No creo que haya nada que se nos pasara en las fotos ―confirmó decaído.

―Tranquilo ―le calmó Manuel―, seguro que...

El teléfono móvil del inspector comenzó a sonar y vibrar. No se demoró y contestó al instante.

―Sí dígame. ―Hizo una breve pausa―. Entendido enseguida vamos para allá ―concluyó antes de colgar.

― ¿Sucede algo?

―Era Hugo, ya tiene el informe completo sobre las dos nuevas víctimas.

 

 

27/11/2015

 

Carlos Abinia se encontraba en su minúsculo apartamento, que apenas alcanzaba los sesenta metros cuadrados. Una vivienda en pleno centro de Barcelona, situada en el «Passeig de Gràcia». El despertador sonó, cuando marcaba las nueve y cuarto. Sin vacilar, Carlos se incorporó y puso sus pies en el suelo. Tras levantarse, fue al baño, orinó y se limpió la cara con agua en la pila. Después de secarse con una toalla, fue a la cocina. El piso contaba con una distribución simple: un comedor central unido con «cocina americana», una sola habitación con cama de matrimonio y un baño con una ducha simple, un inodoro y una pila. Era tan pequeño que la puerta de la calle te daba acceso directo al comedor que a su vez se conectaba con el resto de la casa, sin un solo pasillo. Contaba con ventanales contrarios a la posición de la cocina, pero eso tampoco disponía de una gran iluminación.

Tras asearse y hacer sus necesidades, acudió a la cocina, y comenzó a preparar el desayuno. Algo simple: un café con leche y unas tostadas con algo de aceite de oliva. Lo llevó hasta una mesa central de madera que se encontraba entre dos sofás de diferente tamaño, frente a la televisión, y cogiendo el mando la encendió.

Comenzó a comer mientras su mirada se perdía en un noticiario común, nada fuera de lo normal, más políticos imputados por corrupción, más desahucios provocados por la mala gestión de especuladores sin conciencia, una explosión de gas provocada por una estufa en malas condiciones, también algo sobre los refugiados sirios, incomprendidos por un sistema que los consideraba prescindibles, huyendo de una guerra que nadie quiso ayudar a detener. Esas noticias enfurecían en gran medida a Carlos, se consideraba un firme defensor de la justicia, y nunca soportó la indiferencia de un país acomodado. Por último el noticiario ofreció fútbol, el Fútbol Club Barcelona había ganado, la noticia fue repetida con sus posteriores críticas y comentarios sobre las acciones individuales, colectivas y arbítrales.

Tras desayunar, Carlos cogió de la mesa un bote de medicación: Prozac. La medicina había sido asignada por una psiquiatra del centro de salud; Carlos había sido diagnosticado con un trastorno depresivo. Sacó una de las pastillas y se la tomó con algo de agua.

Acto seguido, volvió a su cuarto y comenzó a vestirse. Todas las mañanas acostumbraba a correr siete kilómetros. Había pedido una excedencia en el trabajo, lo que le proporcionaba un gran aumento de su tiempo libre, el cual no quería desperdiciar en haraganear. Eso le llevó a comprarse ropa deportiva y habituarse a realizar ejercicios físicos por la mañana, aunque con lo que más disfrutaba era corriendo. El ruido de la ciudad era su agregado en esa tarea, desde el «Passeig de Gracia» hasta el «Parc Cervantes».

No aguardó más y tras ponerse un pantalón oscuro de chándal, una camiseta y una chaqueta deportiva; acompañado de unas Nike, para sus pies. Se dispuso a salir de su apartamento.

Al bajar a la calle miró la hora del reloj de su mano derecha: eran las diez de la mañana pasadas. Comenzó con su ritmo habitual, quizá no muy veloz, pero constante y ameno. Su corazón casi ni aumentaba los latidos al correr, su respiración no se aceleraba ni se convertía en fatiga. Llevaba desde que abandonó su puesto, hace algo más de nueve meses, saliendo a correr con regularidad, con los consiguientes efectos positivos en él: su cuerpo, antes pasivo, se iba volviendo más vigoroso.

No tardó en pasar por la «La Pedrera» y cruzar la avenida «Diagonal» hasta acabar profundizando por la zona del «Parque Cervantes».

Su mente, antes vergel de conocimiento y cuna de sabiduría, se encontraba estéril. Desde muy joven, Carlos sintió devoción por la literatura, por la sinfonía que formaban las letras al unirse en palabras y aportar significado. Le encantaba pasar horas leyendo, sumergido en historias que distraían su mente y hacían brotar su imaginación, todos los géneros le aportaban algo. Siempre fue considerado un hombre muy inteligente, de letras, capaz de grandes cosas, aunque en la práctica, sus estudios finalmente no culminaron en las letras; al igual que su padre, se convirtió en odontólogo. También poseía un máster en cirugía bucal, no era una eminencia en el campo, pero después de más de veinte años en el oficio, había logrado estar en su máximo esplendor. Los momentos difíciles acontecidos en 2015 le habían llevado a dejar su trabajo y vender la casa en la que vivía con su familia. Durante estos meses, distribuía sus ahorros con cautela, lo que tenía de antes, más lo que cobró tras la venta de su casa, un precioso chalet a las afueras a un par de kilómetros de la capital.

Llevaba meses sin leer, sin experimentar nada nuevo, sus emociones se habían corroborado como las básicas en cualquier ser vivo, cualquier otra cosa que excediera de ese límite, era innecesaria para él. Se relacionaba muy poco, era hijo único y sus padres ya habían fallecido, un accidente de automóvil segó sus vidas sin permitir que se fueran a causa de la edad y el poder devastador del tiempo. La única persona con la que compartía un vínculo, cierta empatía y cariño, era Josep Ripoll. Se conocían desde hace años, Josep era el hermano mediano de su mujer. Un hombre de treinta y cuatro años, con su misma complexión y un par de centímetros más de estatura, con tatuajes complejos que adornaban su cuerpo, y una media melena cubriendo su cabeza. Carlos había quedado a comer con él a la una, tenía tiempo de sobra.

Ya divisaba el «Parque Cervantes». Dejando atrás sus verjas, accedió hasta el interior. Como de costumbre, seguía con su rutina, sin poder evitar detenerse. El parque no tenía mucha gente esta vez. Carlos era una persona típica, que pasaba desapercibida, un hombre con rasgos comunes, sin nada especial que hiciera que se fijaran en él, y él era consciente de ello. Utilizaba esta ventaja con maestría, rara vez las personas del entorno se percataban de él, o lo recordaban.

Terminó su hábito después de rodear el perímetro varias veces sin demorarse, y se dispuso a volver a su casa. Hizo una breve parada en un quiosco del camino para comprar el periódico «El país» y una botella de agua de 33 centilitros. Tras bebérsela y desecharla en una papelera de la acera, comenzó a repasar las noticias del periódico, pero no encontraba nada de interés. Fue pasando hoja tras hoja, esperando algún indicio, pero pronto lo descartó. Su veloz nivel de lectura le permitió terminarlo un par de calles antes de llegar a su portal.

Sacó sus llaves del bolsillo derecho de la chaqueta, y las introdujo en la cerradura para traspasar la puerta del vestíbulo, subió las escaleras, los tres pisos, y abrió la puerta de su apartamento. Acercándose a la mesa central, que se encontraba tras el sofá, dejó el periódico apilado junto a otros seis periódicos de días anteriores. A continuación se fue hacia el baño, que se hallaba pegado al dormitorio, se quitó la ropa y abrió el grifo de la ducha, dejando que el agua fuera saliendo, hasta que quedo en la temperatura óptima.

 

Josep esperaba a Carlos, habían quedado a la una pero había decidido ir algo antes al restaurante, un discreto local en la «Avenida diagonal», cerca de la casa de Carlos. Josep conocía la extrema puntualidad de su acompañante y por ello su rigurosidad.

Estaba bebiendo de su mediana, con la cabeza en blanco debido al cansancio de la jornada laboral, que había finalizado a las doce. Miraba su reloj esbozando media sonrisa en su mejilla, faltaba un minuto para la una. En el instante exacto en el que el reloj marcó la hora en punto Carlos apareció por la puerta del restaurante. Prosiguiendo impávido hasta la mesa, donde Josep aguardaba.

―Ya tenía ganas de verte ―dijo Josep estirando sus manos.

―Y yo ―contestó Carlos afable, devolviendo el saludo.

Carlos se sentó enfrente, el camarero que pululaba por el sector se acercó hasta ellos.

―Què li poso per beure?

―Tráigame lo mismo que a él ―contesto Carlos.

―Per descomptat. Açi tenen el menú, quan sàpiguen que desitgen menjar, avisin-me amb un gest. ―concluyó el camarero antes de ir a por la bebida.

Ambos cogieron la lámina donde venía el menú del día y comenzaron a leerla mientras hablaban.

― ¿Qué tal el trabajo? ―preguntó Carlos, interesado por su acompañante.

―Agotador, como siempre, conducir la ambulancia es lo que me gusta, pero cuando son turnos de doce horas, me agobio.

―Normal.

―Pero bueno ya no trabajo hasta el día dieciséis por la noche, es un buen consuelo ―bromeó―. Y tú, ¿cómo va todo?

―Bueno, estoy más contento, por lo demás se podría decir que sigo como siempre.

―Aquí ho té. Vus prenc nota ja? ―interrumpió el camarero.

―Si, jo de primer vull arròs, i de segón els calamars amb guarnició ―pidió Josep.―Jo vull la pasta, i el rellom de vedella ―añadió Carlos.

―Perfecte, de seguida. ―dijo el camarero, volviéndose a marchar.

―Sabes, tengo dinero ahorrado y he pensado que podíamos hacer algún viaje juntos, que te vendría bien salir de esta ciudad aunque fuera solo una semana ―le explicó Josep.

―No suena mal, pero de momento no quiero moverme de aquí, tengo asuntos pendientes y tú tienes que controlar los gastos.

―¿A sí? ¿Qué asuntos?

― Son privados ―respondió Carlos tajante.

―Está bien.

Un silencio extraño reinó en el ambiente hasta que el camarero llego con los primeros y Carlos platicó en busca de normalidad.

―¿Cómo está Maria?

― Está estupenda, hoy comía en casa de sus padres.

Comenzaron a comer de sus platos, con tranquilidad, saboreando la comida.

― ¿Fuiste a ver a quien te dije? ―preguntó Carlos.

― Sí, el anillo es impresionante, lo he escondido en la taquilla del trabajo, no quiero que lo pueda ver en casa ―comentó su cuñado con ilusión en la voz.

―Te veo feliz amigo, seguro que todo sale bien.

―¿Sabes? Lo tuve claro por ti...

―¿Por mí? ― Carlos se sorprendió.

―Sí... Recuerdo el día de la boda con mi hermana, tus votos, lo que le dijiste… Fue algo que jamás había pensado hasta que te oí decirlo. Y créeme cuando te digo, que con María siento exactamente eso, lo que describiste.

―Te entiendo, ahora créeme tú a mí cuando te digo que lo exprimas al máximo, que no dejes nunca que se te escape si te hace sentir así.

―Lo haré, ¡así que todo indica que pronto tendremos una boda! ―dijo con orgullo y satisfacción en la mirada.

―Eso es una gran noticia.―respondió Carlos levantando su vaso y brindando con su acompañante.

―No es por ser inadecuado, pero, ¿has pensado en lo que hablamos de volver al trabajo? ―preguntó Josep con interés.―No es necesario, tengo suficiente dinero para permitirme estar sin trabajar bastante tiempo.

―No me preocupa el dinero, me preocupa que tengas demasiado tiempo libre, que pases ese tiempo solo y que los recuerdos te atormenten ―comentó su cuñado preocupado.

―Es inevitable.

―No, no lo es, lo pasado ya ha pasado. Sabes que jamás podremos recuperar lo perdido, pero eso no es excusa para dejar de vivir. El mundo sigue girando, tarde o temprano tenemos que mirar hacia delante, han pasado más de un año y sigo viendo en tu mirada el mismo dolor que el primer día.

―El tiempo no mengua el dolor, solo aumenta nuestra capacidad de soportarlo.

― Necesitas algo para distraerte ―insistió Josep.―Créeme, puedes estar tranquilo, ya tengo en mente cosas con las que me distraeré, seguro.

―Si no te conociera me darías mal rollo ―dijo mientras reía ante el comentario de su cuñado.

 

 

27/11/2015

 

El inspector Manuel González miraba la hora en su reloj, que indicaba las dos y cuarto. Terminó de enderezar su viejo Ford en la plaza de aparcamiento y salió de él por la puerta del copiloto, dejándolo cerrado con el seguro puesto. Previamente había salido el agente Puig, al que Manuel le había colocado una venda en los ojos, para que no pudiera tuviera constancia del camino que recorrían.Tras recibir la llamada de Hugo no dudaron un instante, y sin ni si quiera comer, decidieron ir hacia el anatómico forense.

Manuel destapo los ojos de su compañero. Subieron por las escaleras, siguiendo el pasillo que conectaba el laboratorio del sótano, con la primera planta. Pero antes de bajar a la planta baja, donde se encontraba el puesto de trabajo de Hugo, él les sorprendió en la primera planta.

― Buenas ―saludó el forense―, si no os importa, vamos a por un café a la máquina, ha sido una mañana larga.

Por supuesto ―respondió Manuel.En el edificio donde se encontraban no había más que despachos, de diferentes departamentos y especialidades, con múltiples fines y diversos trabajadores, salas con pruebas, salas de material policial y el anatómico forense en la planta subterránea, entre el parking y la burocracia del primer piso. Contaba con alta seguridad para acceder a él: cámaras, vigilantes armados y últimas tecnologías en claves de acceso. Su dirección tenía que ser un misterio de cara al público, dado que en él guardaban todo tipo de información y datos de relevancia para, prácticamente, todos los casos importantes del momento actual, pasados, y futuros. Por eso Jordi debía acudir con un vendaje sobre sus parpados.

Varios jueces, dignatarios y altos cargos de la policía eran los que ocupaban las inmensas dependencias. Hugo llevaba tres años destinado ahí como jefe del departamento clínico. Era considerado por muchos el mejor en su trabajo en toda Cataluña.

Cuando extrajeron los tres cafés de la máquina, se sentaron. La planta contaba con dos recibidores, con sofás, mesas y sillas de color negro, que aportaban sensación de sobriedad.

―Bueno no esperemos más. Este caso... Este caso es raro ―comentó Hugo con seriedad.―¿Por qué? ―se extrañó Manuel.

―Ni huellas, ni arma, ni pisadas de personas, ni vehículo, ni tóxicos, ni prácticamente nada anómalo, salvo las heridas. Y solo coincide una cosa.

―¿¡El qué?! ―exclamó Jordi, con sorpresa ante la falta de datos concluyentes.―Los dientes ―añadió Manuel sin que Hugo pudiera terminar.―Efectivamente.

― ¡Explicaos! ―exigió Jordi contrariado.

―El asesino ha quitado un número seguido de dientes, desde el primer premolar inferior izquierda, hasta el primer molar. Lo que sugiere que esto no ha acabado ―explicó el inspector.

―Entiendo...

―Hugo dime, ¿qué has podido averiguar de las extracciones? ―preguntó Manuel.

― Tuve que consultar a un viejo amigo cirujano buco-facial, pero no me ha podido aclarar muchas cosas. Ambos fueron realizados por la misma persona y todo indica que las extracciones fueron hechas por un dentista, o alguien con formación en ese campo. Fueron limpias, como lo haría un profesional en la materia.

―Créeme, esa información es muy buena, hemos estrechado el cerco, aunque tan solo sea un poco.

―Sabes que siempre que pueda ayudar, lo haré ―dijo con voz tenue, algo decepcionado por no haber aportado más información.

―Dime Hugo ―añadió Manuel―, ¿sabes si ella está arriba? ¿Podré subir, o alguien me llamara la atención?

―¿Ella? ―articuló con tono dubitativo―. Sí, creo que aún está, estará en su despacho. Sube, y si alguien te pregunta le dices que te lo he pedido yo.

―Vale gracias por todo. ―De nada, nos vemos pronto ―respondió sonriendo, denotando que entre ellos había cierto apego por el tiempo.

Jordi y Manuel se alejaron dejando atrás el recibidor y a Hugo. Fueron de nuevo al ascensor volviendo a subir y pulsando el botón que comunicaba la tercera planta.

―¿Qué hay en la tercera planta? ―preguntó Jordi.

― La coordinadora jefe de la central informática.

― Estoy algo confuso, no termino de entender qué es este edificio.

―Una explicación sencilla sería decir que es una base de operaciones. No como en las películas de «James Bond» ―bromeó―, pero desde aquí se toman la mayoría de decisiones relevantes de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, y al tener jueces y jefes de departamento desde aquí se pueden agilizar las operaciones prioritarias.

― Entiendo. Es fascinante… ―dijo Jordi asombrado.Salieron del ascensor, y torcieron a la derecha, recorriendo un estrecho e inmenso pasillo.

―En circunstancias normales jamás te hubiera traído, la intención es que este lugar sea desconocido para la mayoría de agentes y efectivos.

―¿Circunstancias normales? ―pregunto con intriga.

―Todavía es pronto para aventurarme, pero tengo una mala sensación. El comisario Sebastián te avaló para venir, si el confía, yo también.

El inspector frenó frente a la última puerta del pasillo y tocó con el puño cerrado, dando dos golpes breves y concisos.

―¡Adelante! ―Se escuchó desde el interior.

No perdieron el tiempo y entraron. Jordi quedó perplejo, jamás hubiera imaginado así a una «hacker». Una chica de casi treinta años, con los lados de su cabeza rapados y una melena negra bruna que le llegaba desde el frontal hasta el occipital, recorriendo su parietal. Su vestimenta, algo informal para su puesto, y su despacho, le otorgaban un estilo propio. En sus manos y brazos se observaban bellos tatuajes definidos con maestría. El más visible era un «aloha» escrito en su mano izquierda. Sus ojos, dos bellas esferas azules cristalinas, se postraron en ambos tras entrar por su puerta.

― ¡Cuánto tiempo inspector! ―exclamó la chica.

―Sí Carolina, las cosas estaban tranquilas últimamente ―dijo Manuel de manera escueta― ¿Y por qué no lo están ahora? ―Es pronto para teorías absurdas, por ahora necesito un favor y de ser posible con la mayor prontitud.

―Dime entonces ―replicó la informática sin vacilar.

Jordi miraba en silencio, algo retrasado, no quería interrumpir ni ser maleducado. Manuel comenzó a buscar con sus manos en los bolsillos de su chaqueta hasta localizar un folio plegado en el lado derecho. Estiró su mano por encima de la mesa, entregando el folio a Carolina.

―Necesito que averigües todo lo que puedas sobre los tres nombres apuntados, tienes las fechas a las que fueron hallados los cuerpos, y las fechas en las que Hugo piensa que fallecieron. Pide las ordenes pertinentes y busca sus últimos movimientos, tanto económicos, como en cámaras de seguridad que pienses que pudieron captarlos. Cualquier cosa que puedas aportar podría ser relevante.

―Haré lo que pueda pero tardaré un poco en conseguir todo lo que pides, solo las órdenes del juez ya van a ser difíciles de obtener.

―Lo entiendo. Pero créeme es importante.

―Conmigo no tienes que edulcorar lo que piensas, te veo en la mirada que algo sucede, nos conocemos demasiado ―comentó con un deje de cortesía.― Creo que podría ser un asesino en serie ―añadió Manuel.―¿¡Asesino en serie!? ―exclamó Jordi nervioso.―Hombre, si tu acompañante sabe hablar. ―ironizó Carolina.

―Es solo una teoría, no hay nada seguro ni nada claro por ahora, pero después de tantos años dedicándome a esto sé que los hechos no han ocurrido al azar.

―Comprendo ―asintió la joven―. En cuanto tenga algo al respecto te avisaré.

―Gracias, como de costumbre. ―contestó el inspector esbozando una sonrisa.

 

 

CAPÍTULO 2 - FILTRACIÓN

28/11/2015

 

―¡Por favor! ¡¡¡Socorro!!! ―exclamó de nuevo mientras jadeaba con su voz agitada, además sus pulsaciones, altísimas, hacían salir la adrenalina a chorros por su sistema circulatorio.

Pau Martí, un joven de veinte años, se encontraba atado a una silla, con fuertes riendas que inmovilizaban prácticamente todo su cuerpo y una venda que tapaba sus ojos, sin dejar que se filtrara ni una sola imagen. De su boca caía saliva, pero notaba un sabor extraño, similar al del hierro, supuso que tenía sangre en la boca tras haber recibido algún impacto, y no paraba de escupir.

Escuchó un portazo en la distancia y contrajo sus músculos y extremidades intentando liberarse, pero sin ningún éxito. Comenzó a oír uno pasos que se acercaban, a cada instante más cerca y más sonoros.

―¿Quién hay ahí? ¡¿Qué te he hecho!? ¡Suéltame! ―gritó mientras ejercía fuerza con su cuerpo.

A pesar de no ver nada, percibía que tenía a alguien frente a él.

―Por favor... ¿Qué pasa? ―comenzó a sollozar presa de la impotencia.

Empezó a notar como le vertían algún líquido por encima, su ropa y piel se estaban empapando. El olor se volvió inconfundible, era gasolina.

―Por favor, te lo suplico, no sé quién eres, no tienes por qué hacer nada, vete, no podría reconocerte ―suplicó desvalido, mientras sus ojos parecían una tormenta que desembocaba en sus mejillas, como dos ríos paralelos que atraviesan dos praderas opuestas.

―Ya no hay marcha atrás.

 

 

29/11/2015

 

El inspector Manuel González despertó por el sonido del teléfono fijo de su casa. Eran las cinco de la mañana, por eso Hugo había decidido llamarle en persona. Tenía noticias urgentes que no podían esperar.

Manuel se levantó raudo de su cama, se puso unos vaqueros, sus botas, marrones y gruesas, pero confortables; una camiseta interior, una camisa de manga larga y una chaqueta con forro por dentro. Bajó andando desde la tercera planta, donde vivía, traspasó el vestíbulo que comunicaba con el exterior y fue andando un par de calles hasta donde tenía aparcado su viejo Ford Orion. No perdió el tiempo, extrajo una sirena que incorporó en el techo de su coche y arrancó el motor.

Surcó el recorrido a la máxima velocidad permitida, aun así tardo algo más de media hora en llegar. Según Hugo, otro cuerpo sin vida se había hallado a las afueras y había sufrido una extracción, y esta vez Manuel tenía la intención de ser de los primeros en llegar, para divisar todo con sus propios ojos antes de que cualquier elemento pudiera ser contaminado por accidente. Tuvo que dejar atrás la autovía y meterse por una carretera de cuatro carriles, que se dividía en dos mediante una verja de un metro de altura. Después, tras hacer una rotonda, se dirigió por la derecha, hacia un camino asfaltado, pero sin apenas señalizaciones. Al poco pudo ver como el camino dejaba de estar tan bien pavimentado, seguía siendo fácil la conducción pero no pasó desapercibido el hecho de la falta de viviendas, comercios, y personas.

Al llegar quedó perplejo, esta vez el asesino había elegido una villa en ruinas como escenario. El primer cadáver fue descubierto en un callejón de la capital, los dos siguientes en zona de agricultores, en un descampado, y en esta ocasión, una villa. No sabía muy bien que pensar. La finca era inmensa, contaba con múltiples extensiones que formaban un círculo entre sí, con un gran corral interior. Después de tantísimo tiempo deshabitada y descuidada los escombros eran más que patentes por todo el entorno, las plantas se había adentrado y convertido en las dueñas del lugar, se habían filtrado en todas las inmediaciones a través de todos los muros y grietas.

Se sacó los guantes de látex y se los puso conforme avanzaba a la entrada. De su bolsillo extrajo una linterna y la encendió.

Alertado por la luz Hugo lo divisó y salió fuera a buscarlo.

―Buenas noches ―saludó el forense.―Hola, ¿Quiénes estáis? ―preguntó Manuel sin titubeos.

―Tranquilo, solo yo y uno de mis ayudantes. Pero no podemos demorarnos mucho más, habrá que llamar para recibir refuerzos y acordonar la zona.

―Lo sé, por supuesto. Vayamos dentro, enséñame que ha pasado.

―Claro.

Tuvieron que esquivar muchas piedras de gran tamaño y tener cuidado para no golpearse con nada: desde maderas sueltas, hasta telarañas llenas de insectos. Todo tipo de objetos emponzoñaban el entorno que antaño había sido el hogar de una familia acaudalada. Tras recorrer un par de habitaciones salieron al corralillo. El gesto de Manuel cambió de forma completa al ver el cadáver.

―Como puedes ver le prendió fuego y estoy casi seguro de que esa es la causa de la muerte, seguía vivo antes de que lo quemara.

―Dios. ―susurró Manuel sin apenas palabras.― Supongo que aplicó algún carburante, solo el necesario para prenderlo en la silla en la que estaba atado. Nadie se fijaría si saliera un poco de humo, esta villa está muy lejos, por eso creo que no quemó la casa. Si lo hubiera hecho si habría llamado la atención.

―Dime, ¿qué diente falta? ―preguntó el inspector visiblemente angustiado.

―He realizado un análisis preliminar, parece una persona joven, le estaban empezando a salir las muelas del juicio… Como mencionaste, ha continuado, ha sacado el siguiente, mismo cuadrante, segundo molar ―indicó con un gesto lúgubre.―Lo imaginaba.

Con linterna en mano comenzó a observar los detalles de alrededor del cadáver, la ropa se había desintegrado o pegado a la piel, poco podía sacar a simple vista del cuerpo, que todavía tenía ese olor característico a piel chamuscada, que invadía lentamente las fosas nasales de quien permaneciera a su alrededor.

―No puedo creerlo ―murmuró González para sí mismo.

― ¿Qué pasa? ―pregunto Hugo contrariado.

― Mira el suelo.

― ¿¡El qué!? ― Alguien ha limpiado todo el suelo. Todo prácticamente está lleno de polvo menos esta zona y todo me indica que por donde el asesino transitó estará igual.

― Entiendo... Seguimos sin pisadas.

― Y tampoco sobre el vehículo, he comprobado la carretera y los alrededores, no se distingue ninguna huella particular ―explicó Manuel con seguridad.

―¿Por qué fuego? ―preguntó Hugo, intentando sonsacar una teoría de su compañero.― Creo que quiere demostrarnos algo.

― ¿Y qué es? ―

Que no sigue un patrón, que le da igual como matar. Eso lo hace muy peligroso porque no tenemos una conducta que seguir o esperar, solo el detalle del diente. Sabemos que arranca uno a cada víctima como sello personal.

― ¿Qué crees que saca con ello? ¿Busca dominar cada asesinato? ¿Marcarlos como víctimas suyas? ―Hugo insistía con su interrogatorio.

―Por ahora no podemos apresurarnos, no tendría por qué haber un motivo, ni siquiera una conexión ―esclareció Manuel serio y pensativo.

―¿En qué piensas?

―Pienso en un asesino en serie, un psicópata que solo busca el caos y la muerte. Pero no tendría por qué ser así, todavía no sé muy bien a qué atenerme ni que pensar.

Ambos quedaron inmóviles, a unos cuantos metros, mirando el cadáver con la incertidumbre de cuáles serían los motivos para tan horrible crimen. El compañero de Hugo, el sargento Peláez, entró en el corral y accedió por el pasillo sudeste, avanzando hasta ellos.

―Tenía razón inspector ―indicó Peláez―, todo el pasillo sudeste y ciertas habitaciones tienen el suelo limpio, de hecho en algunos puntos se nota el olor a lejía.

―Entiendo. Gracias.

― ¿Has llamado ya a la central? ―preguntó Hugo con tono seco al sargento.

―Si, los refuerzos están de camino.

―Muy bien.

―¿Quién dio el aviso? ―indagó el inspector González.

―Fueron dos jóvenes, vinieron a fumar marihuana aquí y lo encontraron, el olor suscitó su atención y llamaron al ver el panorama.

―Les tomé declaración y les dejé irse ―informó Peláez.―Algo precipitado, ¿no? ―dijo Manuel con tono de reproche.

― Hugo certificó la muerte hace más de quince horas y estaban muy asustados ―se justificó Peláez―. No vieron nada que tú no estés viendo ahora, no era necesario retenerlos. ―Está bien. Voy a necesitar unas cuantas cosas. ―González cambió de tema, fijando su mirada en Hugo.

―Claro, dime.

― Necesitaremos a tu amigo otra vez, al odontólogo forense, a ver si con su ficha dental averigua quién es y nos hace ir más rápido.

―Por supuesto.

― Y pruebas toxicológicas, no creo que salga nada pero por si las moscas. Y si veis que no podéis identificarlo pruebas de ADN.

―Entendido.

―Yo me voy a ir ya. Cualquier cosa nueva o evidencia avisadme, nunca se sabe qué podría ser importante.

Los dos asintieron con sus cabezas antes de que el inspector se marchara rápido, cómo alma que lleva el diablo.

 

El agente Jordi Puig se encontraba en comisaría, agitaba la cucharita de plástico de un insípido café de máquina que había sacado. Eran las siete de la mañana y no había dormido mucho. Hacían un maratón de una serie que le gustaba en la tele y la estuvo viendo hasta tarde, pero no quería que eso se le notara y este era el segundo café que tomaba en menos de una hora. Agitado y algo nervioso, no paraba de dar vueltas esperando que el inspector llegara. Estaba algo molesto, formaba parte activa de la investigación y nadie le había llamado para asistir a la escena del crimen. Sentía que no le tenían en cuenta.

Por fin su espera terminó, Manuel entró por la puerta principal y comenzó a subir las escaleras. Él le observó desde el segundo piso y se cuadró mientras andaba hacia las escaleras.

―Buenos días inspector ―saludó taciturno.

― Buenos días, anda ve al grano, ¿qué te pasa? ―respondió manuel con media sonrisa, dejando ver que se había percatado de su malestar.

―Teníais que haberme llamado, ¿no crees? Tengo tantas ganas de ayudar como el que más. Pensaba que estaba en tu equipo ―le recriminó con desánimo.―No te pongas así, el cadáver estaba calcinado y eran las cinco de la mañana, poco se podía hacer y poco había que ver.

―Bueno... Por esta vez, no pasa nada, pero que no sea costumbre.

― Vamos, ven conmigo que quiero hablar con el comisario.

Prosiguieron por las escaleras subiendo a la cuarta planta. Giraron a la derecha tras alcanzarla y recorrieron el luminoso pasillo hasta el despacho del comisario Sebastián Aguilar. Manuel golpeó la puerta con dos movimientos secos y firmes.

― ¡Adelante!

Los dos pasaron dentro y tomaron asiento frente al comisario, en absoluto silencio.

― Decidme, ¿cómo va la investigación.

―Bueno ―Manuel hizo una leve pausa―, por ahora tenemos muy poco.

―¿La víctima hallada es producto de la misma persona?

―Todos los análisis preliminares así lo indican.

―¿Y cómo puede ser que no sepamos nada? Cuatro víctimas mortales ¿y no sabemos nada?

― Quizá hoy tengamos nuevas pistas, contacté con Carolina para que revisara todo lo que pudiera sobre las víctimas. Estoy esperando lo que me pueda decir.

―No está siendo una investigación fácil, no encontramos indicios ni conexiones, ni una huella tan solo ―Se inmiscuyó Jordi, intentando ayudar a Manuel―. No hay hilo del que tirar. ― Os entiendo, pero entendedme vosotros, se acercan las navidades y un supuesto asesino en serie que elige víctimas al azar no nos favorece en nada. Esto es una carrera contrarreloj y vamos perdiendo.

― Todavía no contamos con sufi... ―El móvil de Manuel comenzó a sonar antes de que pudiera terminar―. Un segundo.

La voz que provenía del móvil era de Carolina.

― ¿Sí dígame?

«Nada era para que cuando pudieras te pasaras por aquí, te lo quiero enseñar todo para que lo veas con tus propios ojos».―¿Has encontrado algo? ―preguntó con inquietud.«Pues siento decirte que no mucho. Pero quizás tú veas algo que yo no veo».

―Entendido, enseguida voy.

―¿Era Carolina? ¿Tiene algo? ―preguntó el comisario, mostrándose ansioso.

―De momento tiene todo lo que pedí.

―Entiendo. Eres mi mejor inspector y confío en ti pero no podemos dejar que sigan muriendo inocentes. Con perdón, pero me la repampinfla la opinión pública. Solo quiero que esto termine y ese tipo pague por los damnificados.

― Por supuesto.

―¡Cazaremos a ese cabrón! ―exclamó Jordi.―Me parece bien pero modere su lenguaje, que no está en su casa, majete ―le recriminó Sebastián.

―Perdón señor, me he dejado llevar. ―Jordi se excusó avergonzado.

―Marchémonos ya. ― Manuel cortó la tensión―. Tenemos prisa y trabajo.

Es cierto, pero no olvidéis mantenerme informado, que ya no tenéis edad para que os tenga que hacer venir a mi despacho ―aclaró Sebastián de manera contundente.29/11/2015

 

Carlos Abinia se encontraba bajando las escaleras desde su apartamento hasta el portal. Había atrasado su rutina de entrenamiento debido a que tenía una reunión. Eran algo más de las nueve de la mañana y el «Passeig de Gracia» rebosaba vida, locales y establecimientos abriendo sus servicios, barrenderos ejecutando la recogida en las calles, el tráfico habitual de la capital, personas que llevaban a sus hijos a clase y otros que se desplazaban a sus puestos de trabajo. Carlos no tenía ninguna información de la persona que vendría a recogerlo, tan solo sabía el modelo del coche. Un Mercedes gris de alta gama con todos los cristales tintados y matricula F0156CC. No hubo demora, unos segundos después de haber bajado el vehículo emergió desde el final de la calle deteniéndose frente a Carlos. El conductor, un hombre uniformado, con gorra y gafas de sol, hizo un gesto con la mano para que subiera a la parte de atrás del Mercedes. Carlos no perdió tiempo y abrió la puerta accediendo al coche. En la parte de atrás un hombre lo esperaba. Tendría algo más de treinta, con una media melena oscura de pelo fino que sintonizaba con la perilla que, naciendo en su labio inferior, llegaba hasta el final de su barbilla. Vestía un elegante traje de marca compuesto por dos piezas y en sus piernas llevaba un maletín con combinación. Tras subir, el conductor arrancó y comenzó a moverse con tranquilidad por las calles colindantes.

―Carlos, tenía ganas de verle, no le imaginaba así ―comentó el tipo de la perilla.Un destacado cristal los separaba del conductor, insonorizando la parte trasera.

―Nunca se debe juzgar un libro por su tapa, debería saberlo. Dígame, ¿cómo quiere que le llame?

―Izan, es mi nombre. Seré el intermediario entre mi jefe y usted.

―Entendido ―comentó Carlos mientras se fijaba en los penetrantes ojos de su acompañante, que poseía una mirada fría, como un glaciar.

―Como comprenderá esta no es una transacción cualquiera y mi jefe no quiere ser vinculado con usted, ni que haya ninguna conexión que los una.

― Es comprensible.

―Como ya supondrá al verme aquí, mi jefe ha aceptado su proposición, ha estado estudiándola con detenimiento y cree que ambos saldrán satisfechos si todos los términos se cumplen, y no solo por una de las partes.