Anne Fine Leicester, 1947.
Es una de las autoras de literatura infantil más reconocidas del mundo, con más de 40 libros publicados, ha recibido en dos ocasiones la Medalla Carnegie, el galardón más importante en Gran Bretaña para libros infantiles. Además ha sido nominada al Premio Hans Christian Andersen en 1998. Algunos de sus libros han sido adaptados al cine como es el caso de La señora Doubftire que fue protagonizada por Robin Williams. Es especialista en temas familiares que trata con un magnífico sentido del humor, sin dramatizar y haciendo uso de una voz narrativa muy cercana a los niños.
Título original: The Granny Project
Anne Fine, 1983
De la traducción: Xesús Fraga
Edición en ebook: octubre de 2018
© Nórdica Libros, S.L.
C/ Fuerte de Navidad, 11, 1.º B
28044 Madrid (España)
www.nordicalibros.com
ISBN: 978-84-17281-95-3
Directora de la colección: Susana Sánchez
Diseño de colección y maquetación: Diego Moreno
Corrección ortotipográfica: Victoria Parra y Ana Patrón
Composición digital: Leer en digital
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Proyecto abuelita
La abuela de Iván, Sofía, Tania y Nicolás resulta a veces un poco loca, confunde caras, nombres y no sabe ni en que día vive, pero cuando sus hijos deciden llevarla a una residencia de ancianos, sus cuatro nietos buscarán una solución divertida y llena de ternura para que esto no ocurra. Así comienzan el proyecto Abuelita, plan para hacer cambiar de opinión a sus progenitores y poder seguir disfrutando de la compañía de su excéntrica abuela.
Índice
Portada
Proyecto abuelita
«Estúpida y glotona»
El doctor pasa visita
«¿Nos importa?»
Proyecto Abuelita
Una corona para Harry Rowe
Estadísticas
La flor de la juventud
Un accidente
La pesadilla de Nicholas
Su derecho y deber democrático
Bonnington Road: un bastión de la democracia
Derrota
Máximo impacto
A causa de una avería temporal...
Las ocho en punto
Tortillas y huevos
Un sueño de lo más horrible...
Sorbete de melocotón y plumas
Casi las dos y media
«Han encontrado un sitio»
Una llamada telefónica
Bruja mandona
Ya sabes...
«Lo único que dije»
Sophie se lo piensa
Чем дальше в лес, тем больше
Parestesia
Discusiones odiosas
«¿Es una broma?»
Una pausa para el café
¡Iván!
Y bien...
Любовь не картошка, не выбросишь в окошко
Una hoguera
Suspenso
«Algunos lo habrían llamado chantaje»
Jaque mate
Llama a Iván
Llevar el gallo muerto a casa
Todo cambiado
Deberes
Cerdos
Pasteles de roca
Una tarea lenta y triste
No lo digas, Tanya
«Me parece que no quiero que me rescaten»
Otro Proyecto Abuelita
Bolso
Plumas asadas
Un buen resfriado
Rehén de la fortuna
Un chivo expiatorio
Unos cuantos días en cama
Últimas cosas
«Despierta, ya»
Recaída
Aún no está muerta
Correveidile
Amanecer
Cara de funeral
Marfil pálido
Disfrutando del descanso
Copa helada
Sherlock Holmes en la tele
Camarada
Promoción
Sobre este libro
Sobre Anne Fine
Créditos
Índice
Contraportada
Si te ha gustado
Proyecto abuelita
te queremos recomendar
Cascanueces y el rey ratón
de E. T. A. Hoffmann
Durante todo el día 24 de diciembre los hijos del consejero médico Stahlbaum no habían podido entrar en la sala principal y menos aún en el salón de gala contiguo. Fritz y Marie[1] estaban agazapados en un rincón de la salita de atrás; el oscuro crepúsculo había hecho ya su aparición y sentían mucho miedo, pues, como solía ser habitual ese día, no les habían llevado ninguna luz. Fritz, susurrando en secreto, le contó a su hermana pequeña (acababa de cumplir siete años) que, desde por la mañana temprano, había estado oyendo ruidos, murmullos y suaves golpes en las habitaciones cerradas. Que no hacía mucho un hombrecillo oscuro había pasado por el pasillo a hurtadillas con una gran caja bajo el brazo, pero que él sabía de sobra que no era otro que el padrino Drosselmeier. Entonces Marie, de pura alegría, empezó a dar palmadas con sus manitas y exclamó:
—¡Ay! ¿Qué cosa tan bonita nos habrá hecho el padrino Drosselmeier?
El alto consejero judicial Drosselmeier no era un hombre apuesto, más bien bajo y enjuto, tenía el rostro lleno de arrugas y en el ojo derecho un gran parche negro, y tampoco tenía pelo, por lo que llevaba una peluca blanca, pero hecha de cristal, una pieza muy artística. En realidad el padrino era de por sí un hombre muy artístico, que incluso entendía de relojes y hasta sabía fabricarlos. Así que cuando alguno de los hermosos relojes de la casa de los Stahlbaum enfermaba, el padrino Drosselmeier venía, se quitaba la peluca de cristal y la chaquetita amarilla, se ponía un delantal azul y, con unos instrumentos puntiagudos, pinchaba el reloj de modo tal que a la pequeña Marie le producía auténtico dolor, pero al reloj no le causaba ningún daño, sino que, por el contrario, este volvía a la vida y, al instante, empezaba a susurrar, a repiquetear y a cantar bien contento, lo que era para todos motivo de gran alegría. Siempre que venía llevaba en el bolsillo algo bonito para los niños, bien fuera un hombrecillo que giraba los ojos y saludaba, algo muy divertido de ver, bien una caja de la que salía brincando un pajarillo, bien cualquier otra cosa. Pero por Navidad siempre preparaba algo muy artístico y hermoso, y que le costaba mucho trabajo, por lo que, tras haberlo visto, los padres lo guardaban con mucho cuidado.
—¡Ay! ¿Qué cosa tan bonita nos habrá hecho el padrino Drosselmeier? —exclamó entonces Marie.
Fritz dijo que esta vez no podía ser más que una fortaleza en la que un sinfín de soldados muy apuestos estuvieran marchando de un lado a otro y haciendo instrucción, y luego tenían que venir otros soldados que querían entrar en la fortaleza, pero entonces los soldados dispararían valientemente desde el interior con sus cañones, armando gran barullo y gran estruendo.
—No, no —dijo Marie interrumpiendo a Fritz—, el padrino Drosselmeier me ha hablado de un hermoso jardín con un gran lago en el que nadan unos cisnes magníficos con cadenas de oro al cuello y cantan unas canciones hermosísimas. Luego una niñita se acerca al lago por el jardín, llama a los cisnes y les da de comer dulce de mazapán.
—Los cisnes no comen mazapán —le interrumpió Fritz algo brusco—, y el padrino Drosselmeier no puede hacer un jardín completo. En realidad tenemos muy pocos juguetes suyos, siempre nos los quitan todos enseguida, así que prefiero los que nos regalan papá y mamá, podemos quedárnoslos y hacer con ellos lo que queramos.
Los niños siguieron intentando adivinar qué sería lo que les traerían en aquella ocasión. Marie dijo que mademoiselle Trudy (su muñeca grande) estaba cambiando mucho, pues, más torpe que nunca, se caía al suelo cada dos por tres, cosa que no sucedía sin dejarle en la cara unas señales muy feas, y que así era imposible pensar en que llevara la ropa limpia. Que unas buenas reprimendas no servían de nada. Y que, además, mamá se había reído al ver que ella se alegraba tanto por la sombrillita de la pequeña Greta. Fritz, en cambio, aseguraba que a sus caballerizas les faltaba un buen alazán, igual que a sus tropas les faltaba toda la caballería, que eso papá lo sabía muy bien.
Así pues, los niños sabían de sobra que los padres les habían comprado un sinfín de cosas bonitas que ahora estaban colocando en su sitio, pero también sabían con certeza que el Niño Jesús los miraba con sus ojos infantiles, amables y piadosos, y que cualquier regalo de Navidad, como tocado por una mano bendita, les alegraba más que ningún otro. Entonces los niños, que seguían cuchicheando acerca de los regalos que esperaban, haciendo partícipe de sus cuchicheos a Luise, su hermana mayor, recordaron que era también el Niño Jesús el que, de manos de sus amados padres, regalaba siempre a los niños aquello que podía proporcionarles verdadera alegría y placer, que él lo sabía mejor que los propios niños, que por eso no debían pedir muchas cosas, sino esperar con tranquilidad y devoción lo que pudiera regalarles. La pequeña Marie se quedó muy pensativa, pero Fritz siguió murmurando para sus adentros:
—Un alazán y unos húsares sí que me gustarían.
Se habían quedado ya prácticamente a oscuras. Fritz y Marie, muy pegados el uno al otro, no se atrevían a decir una sola palabra, les parecía como si a su alrededor rumorearan unas suaves alas y como si a lo lejos se oyera una música muy agradable. Un claro resplandor rozó la pared, entonces los niños comprendieron que el Niño Jesús se había marchado sobre unas brillantes nubes a casa de otros afortunados pequeños. En ese mismo instante se oyó un sonido muy claro, como de plata: Clin-clín, clin-clín. Las puertas se abrieron de par en par y de la sala grande salió tal resplandor que los niños se quedaron como petrificados en el umbral gritando:
—¡Ay! ¡Ay!
Pero papá y mamá se acercaron a la puerta, cogieron a los niños de la mano y dijeron:
—Venid, venid, queridos niños, y mirad lo que os ha traído el Niño Jesús.
[1] Hoffmann escribió este cuento para los hijos de su amigo Julius Eduard Hitzig (1780-1849), Marie y Fritz, a los que el autor se dirige en varias ocasiones a lo largo del cuento como lectores u oyentes. Además, los personajes protagonistas llevan también sus nombres. La hija mayor de Hitzig, Eugenie, aparece en el cuento con el nombre de Luise. [Esta nota, como todas las siguientes, es de la traductora].
Para Boris
La familia Harris se lo estaba poniendo difícil al doctor. Por supuesto, ya había visitado su casa antes en numerosas ocasiones. Llevaba años siendo su médico de cabecera. Los había conocido en la cuna, berreando a todo pulmón. Los había visto rascándose a causa de la varicela y aquejados de toses cavernosas en un cuarto de baño anegado de vapor. Pero nunca los había visto a todos juntos en una misma habitación y, además, sanos.
El ruido era espantoso. Los cuatro —dos niñas y dos niños— estaban sentados en torno a la mesa de la cocina, comiendo como lobos. Los cuchillos chirriaban y los tenedores rechinaban. Los platos tintineaban sobre el tablero. Todos eran de segunda mano, advirtió el doctor, perplejo tras unos instantes de reflexión, con defectos de fábrica y vendidos por casi nada en el mercado. Los niños no parecían darse cuenta del estruendo ni del bamboleo de la vajilla. Encorvados sobre la mesa, comían a toda prisa. El mayor de los chicos cortó con demasiada fuerza la última de sus salchichas, que salió despedida dibujando un remolino hasta caer al suelo, de donde la recogió de inmediato clavándole el tenedor.
—No hace falta que mates tu comida. Ya está muerta.
La hermosa Natasha Dolgorova estaba apoyada, distante y altiva, contra la alacena que ocultaba el calentador.
El doctor suspiró. Jamás te habrías imaginado que era su madre. Su actitud era más bien la de alguien que no tuviese nada que ver con ellos, como si esta casa llena de niños no fuese más que algún terrible y pasajero error, como si el tejado de los vecinos hubiese salido volando por la noche y ella, una mujer tranquila y exótica sin hijos, se hubiese visto obligada a cuidarlos.
—Y tampoco está envenenada. Así que no tienes por qué escupirla en el plato.
—¡Es que era un nervio!
—¡Grrr!
Gruñó con tanta fuerza que el médico se sobresaltó. Ninguno de los chicos le prestó la más mínima atención. El doctor se afanó en rellenar el formulario que tenía delante.
—Osteoartritis —murmuró, garabateando en otro ancho espacio en blanco—. Afección de la articulación metacarpofalángica que ha derivado en subluxación volar y desviación cubital de las falanges...
—¿Cómo?
Henry Harris, el padre de los niños, absorto y deprimido junto al carrito de las verduras, sintió de repente una terrible sospecha.
—Dice que los dedos de la vieja de tu madre están torcidos.
—Ah.
—Cambio degenerativo en la cóclea...
—Y que se está volviendo sorda.
—Entiendo.
—Disfunción del tejido cerebral concomitante con deterioro cognitivo...
—Y también estúpida.
—¡Natasha!
—¡Grrr!
El doctor bajó la cabeza.
—Todavía es lo suficientemente lista como para hacerse con el periódico antes que nadie cada mañana —dijo Sophie.
—¿Y qué hay en el periódico que te pueda interesar a ti? —le preguntó Natasha a su hija mayor.
—Historias. Historias para proyectos. Cualquier cosa podría interesarme.
Su hermano Iván se rio con la boca llena de patatas fritas.
—A Sophie y a mí nos interesa de todo —dijo—. Ahora estamos estudiando Ciencias Sociales. Crimen y violencia, corrupción policial y derechos de los consumidores, relaciones raciales, estadísticas de suicidios y estadísticas de sexo...
—¡Grrr! —Natasha Dolgorova le gruñó a su hijo, quien, con una sonrisa, se sacudió sus oscuros rizos y con calma imperturbable siguió aprovechando el kétchup sobrante con su porción de pan.
—¡Proyectos! ¡Venga ya! ¿En esa escuela? ¡Os pienso sacar de ahí! ¡Proyectos!
—No tiene problemas ambulatorios concretos, por lo que puedo ver.
—Sí, la muy vaga todavía es capaz de andar. Si está muerta de hambre.
El doctor hizo una mueca.
—Más bien arrastra los pies —dijo Sophie.
—Bueno, eso se debe a que me robó las pantuflas —le explicó un apenado Henry Harris al doctor—. Son varios números más grandes de lo que tendría que usar ella.
—¿Su ingesta dietética?
—Es capaz de comerse cualquier cosa.
El tono de profundo desdén en la voz de Natasha resultaba inconfundible.
—Es cierto —tuvo que admitir Henry Harris.
—La semana pasada se comió las hojas del geranio de Sophie —añadió Iván, con ánimo de enredar—. Y esta mañana Nicholas y Tanya la pillaron masticando plumas.
—¿En serio? —le preguntó Natasha a los más pequeños.
—Unas pocas —dijo Nicholas, restándole importancia.
—Muchas —le contradijo Tanya, exagerando.
—¿Lo ve? ¡Una estúpida y una glotona, eso es lo que es!
—¡Natasha! ¡Por favor!
—Y debería saber lo que cuestan las almohadas.
—Cállate.
—¡Cállate tú, Henry Harris! ¡No es mi madre!
El médico pasó una hoja y de repente se encontró al final del formulario. Se animó lo suficiente como para decir:
—Una manifestación más, por decirlo de algún modo, de la probada versatilidad del tracto gastrointestinal humano.
—Eso mismo he dicho yo —se arrogó Natasha Dolgorova—. Esta mujer es capaz de comerse cualquier cosa.
El doctor se levantó. Dio un golpecito al formulario.