¡Otra vez la lluvia! Las primeras gotas no las veo, se las tragan las tejas, calientes de sol. Dentro de un momento comienzan a caer más ligero y yo puedo contar hasta el número cien. Después se vuelven hilos de agua, parecidos al collar que ensarté la semana pasada con unas cuentas que la Nina me robó. ¡Es más mala esa hermanita mía! Aparece caminando despacio y con una cierta risita se acerca a mí, me dice cosas que no entiendo, después me roba algún juguete y sale corriendo. Sabe que no puedo ir tras ella, ni siquiera moverme con este yeso tan pesado que envuelve todo mi cuerpo.
Dice el doctor que son solo seis semanas. Yo creo que él nunca ha estado así, como yo, y no sabe qué largos se hacen los días. Han pasado tres y me parece que hace mucho, muchísimo tiempo que estoy aquí, entre estos almohadones y mirando las tablas del techo. Ya me las sé de memoria. Cuando caminaba no sabía que eran diferentes unas de otras. Ahora las conozco bien: esta tiene la mancha negra del centro más grande que la amarilla; aquella lo contrario; la otra tiene vetas color café, y así una y otra hasta que me aburro y vuelvo los ojos a la ventana: el árbol está quieto, a veces lo mueve el viento y puedo inventar dibujos con sus ramas. Hasta un elefante vi un día, pero se deshizo ligero porque un soplo se llevó hojas y pedazos de ramas.
El sonido del viento me recuerda el día que me operaron, soplaba por los corredores del hospital cuando me llevaban en la camilla a la sala de operaciones. Todavía veo las enfermeras vestidas de blanco, la figura lejana de mamá, el doctor con la mascarilla en la mano y su voz cada vez más bajita hasta quedar convertida en un tilín de campanilla. Cuando desperté, sentí que cien manos me ataban a la cama y me impedían moverme. Vi a papá y a mamá inclinados sobre mí, pero no eran sus manos las que me apretaban, sino este horrible yeso que me impide moverme. Grité y grité tratando de levantarme pero no pude mover ni un solo pie, y seguí gritando aun cuando mamá me acariciaba y papá me susurró que fuera valiente.
Me han regalado muchos juguetes, pero como no puedo sentarme es difícil verlos y Richard y Nina son los que juegan. Richard, el otro día, se subió al tejado y si mamá no lo baja a la fuerza, se tira de cabeza. Después me confesó que deseaba quebrarse una pierna, para que le dieran todos los juguetes que me han dado a mí. Si será tonto. Yo le dije que se cambiara por mí; me miró con los ojos asustados y en vez de contestarme soltó la carcajada y salió corriendo. Me restregué los ojos diciendo que me picaban, pues no quiero que sepan que a veces lloro, cuando veo a mis hermanos correr por todas partes.
¡Yo corría tanto! ¡Nadie me ganaba! Ni mamá, cuando apostábamos a quien llegaba primero a la poza del río. Corría y corría saltando matones de hierba o pasto seco y siempre me consumía en el río primero. Solo papá llegaba antes que yo. Pero eso era en otro tiempo, cuando vivía con nosotros y no se había ido a otra casa. No quiero pensar en eso, me da tristeza y como la gente grande es tan rara, no la entiendo. Ahora viene a verme, pero no todos los días. Mamá es la que me cuida y con el jardinero me pasa de la cama a los almohadones de la sala. Juega naipe conmigo y me acaricia la cabeza cuando me duele mucho la pierna. Amy, mi abuelita, viene a contarme cuentos. Me ofreció escribir un libro con los que más me gustan y dijo que me lo iba a dar el día que esté yo sano y corra por el jardín como antes, me suba a los árboles a comer frutas y llegué al río primero que todos los demás.
¡Una tela de araña! Fue lo primero que vi hoy cuando me trajeron a los almohadones de la sala. Está en la esquina de la pared y es tan grande que me parece imposible que una sola araña la haya fabricado durante la noche. Aún continúa tejiéndola y camina de un lado al otro con el movimiento de sus patillas: avanza tan rápidamente que casi no puedo seguirla con los ojos. Estoy seguro de que canta al trabajar. Es una lástima que no pueda oírla, debe ser un canto alegre, como el de Javier cuando saca las hierbas del jardín.
Ahora la araña pega saltos y amarra unos hilos sueltos. Me parece que baila de contenta. ¿Será que ya terminó? No me explico para qué quiere una tela tan grande. ¿Se irá a casar y piensa tener muchos hijitos? Nunca he visto una araña recién nacida, cómo me voy a entretener cuando su mamá les enseñe a caminar; se van a tropezar muchas veces, enredadas en tanta pata. Pero seguro las amarra con un hilo para que no se caigan al suelo. La tela está tan alta que se matarían sin remedio.
—David, ¿quieres dar una vuelta por el jardín en el carretillo?
—No, mamá, hoy no.
Todas las mañanas entre mamá y Javier me suben al carretillo, me acomodan entre almohadones y me pasean un ratito por el jardín. Un rato pequeño, pues con el movimiento el yeso me raspa la espalda y me duele mucho.
Hoy prefiero ver trabajar esta araña. ¡Qué quietecilla se ha quedado! Debe estar muy cansada de tanto trabajar y ha buscado un rincón para dormirse. Pero no creo que duerma pues le brillan los ojillos. ¡Y no tiene pestañas! ¿Cómo hará para dormir? Cuando venga Amy le voy a preguntar. Si no sabe trae un libro grandísimo que se llama diccionario y entre los dos buscamos allí.
¿Qué estará haciendo ese zancudo tan cerca de la tela? ¿No se da cuenta que se puede enredar y romperla? Sería el colmo, después del trabajo tan grande que ha hecho la araña. ¡Ah zancudo tonto! Ya chocó contra la tela y le rompió un pedacito. Lo raro es que la araña no se mueve; ahora si creo que debe dormir con los ojos abiertos. Pero no, estoy seguro que movió la cabecilla un poquito, cuando el zancudo voló hacia arriba.
Aquí viene otra vez el gran necio. ¡Ay...! Se tira de consumida contra la tela y se queda pegado. ¡Qué salto da la araña! La pobre debe haberse asustado. No hace gracia que lo despierten a uno de esa manera. ¿Se habrá vuelto loca? Corre por encima y por debajo del zancudo y le hecha hilos e hilos sobre las alas y las patas y la cabeza. El zancudo pega brincos desesperados para liberarse pero no puede.
Lo está amarrando, palabra que lo está amarrando, y ya el pobre casi no puede moverse. A veces hace un gran esfuerzo y agita toda la tela, pero la araña lo sigue envolviendo en nuevos hilos y cada vez está más atado. Lo considero, casi está como yo, con este yeso que no me deja moverme. Si pudiera levantarme lo ayudaría a desprenderse de esa red.
Ahora está quieto, quieto. Ni una ala, ni una pata, ni siquiera la punta del cuerpecillo.
La araña se acerca despacito y lo toca con mucho cuidado. Nada, ni un movimiento. Se acerca más y lo huele. Nada, sigue quieto. ¿Será que se asfixió de apretado que está? Se acerca y lo chupa. Dios mío, ahora me doy cuenta que lo casó para comérselo. Claro ¡para eso fabricó una tela tan grande!
—Mamá, mamá vení ligero, pero bien ligero. Quitáme esa tela de la ventana, es muy tupida y muy negra y no me gusta verla...