Josep Ramos Montes
ÉTICA Y SALUD MENTAL
Herder
Diseño de la cubierta: Caroline Moore
Edición digital: José Toribio Barba
© 2018, Josep Ramos Montes
© 2018, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL:978-84-254-3848-6
1.ª edición digital, 2018
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ÍNDICE |
PRESENTACIÓN
INTRODUCCIÓN
LA SALUD MENTAL EN NUESTRA SOCIEDAD
Los problemas de salud mental en la sociedad y la discapacidad asociada a los trastornos mentales graves
El impacto de los problemas de salud mental y las adicciones
La discapacidad asociada a los trastornos mentales graves, las adicciones y la discapacidad intelectual
FUNDAMENTOS ÉTICOS Y JURÍDICOS EN EL EJERCICIO DE LA AUTONOMÍA DE LAS PERSONAS CON PROBLEMAS DE SALUD MENTAL
Los valores, la moral y la ética
Cambio social, cambio en los valores
Salud mental y derechos humanos
La legislación europea sobre salud mental y derechos humanos
Las aportaciones de Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud
Discriminación y estigma
Los fundamentos éticos de la atención a la salud mental. Autonomía, vulnerabilidad y responsabilidad
Una breve historia de los orígenes de la Bioética
La ética basada en principios: el principialismo de Beauchamp y Childress
Fundamentación del principio de autonomía
El principio de vulnerabilidad y las éticas de la responsabilidad
¿Hacia una ética de consenso?
Una cuestión central para la salud mental: la competencia para tomar decisiones
El consentimiento informado, principio central de la acción sanitaria
¿Qué es la competencia para tomar decisiones de salud?
La valoración de la competencia: cómo, cuándo y quién
Las decisiones de substitución
La relación entre el paciente y los profesionales en el marco de valores del sistema sanitario. Intimidad, confidencialidad y secreto profesional, valores básicos de la relación de ayuda
La relación de ayuda, un encuentro en un marco moral
La práctica en salud mental, más allá de la mirada biomédica: un modelo de hechos y valores
Intimidad, confidencialidad y secreto profesional
La toma de decisiones cuando hay conflictos de valores. La deliberación
Conocimiento ético y deliberación
La vida humana como narrativa
La ética del discurso y el método deliberativo
MANEJO DE LAS SITUACIONES CLÍNICAS Y PRINCIPALES ENFOQUES ÉTICOS EN LA PRÁCTICA ASISTENCIAL DE LA ATENCIÓN A LA SALUD MENTAL
La confidencialidad amenazada: la historia clínica, los informes asistenciales y los límites del secreto profesional
La historia clínica
Los informes, certificados y el traslado de datos a terceros
Los límites del secreto profesional
Los diagnósticos y los tratamientos
El diagnóstico psiquiátrico
La influencia de la industria farmacéutica en la práctica psiquiátrica
La medicalización de la vida cotidiana
Los tratamientos biológicos
Las psicoterapias
La hospitalización psiquiátrica involuntaria y otras medidas coercitivas en el hospital y en el ámbito comunitario
La hospitalización psiquiátrica y los derechos humanos. Panorama general en Europa y España
La competencia para decidir aceptar o rechazar una hospitalización psiquiátrica
Trastorno mental, riesgos y competencia frente a la decisión de hospitalización
Buenas prácticas en la hospitalización involuntaria
Medidas coercitivas durante la hospitalización
El tratamiento ambulatorio involuntario
Medidas de protección jurídica: modificación de la capacidad. La función tutelar. La Convención de las Naciones Unidas sobre los derechos de las personas con discapacidad
La modificación legal de la capacidad
La práctica de la modificación de la capacidad en España
La Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad
Apoyos para decidir
NUEVOS RETOS PARA LA SALUD MENTAL
El modelo asistencial y el modelo de atención. Decisiones compartidas, decisiones planificadas
Hacia un modelo asistencial de salud mental comunitaria
El cambio de paradigma en la relación asistencial
En el nuevo modelo, ¿qué es un bien para el paciente. Hacia una ética profesional de la humildad
El enfoque de las decisiones compartidas en la atención a la salud mental
Las voluntades anticipadas y la planificación de la atención en salud mental
BIBLIOGRAFÍA
En agradecimiento a los que me han enseñado en la ética y en la vida, para el inolvidable Francesc Abel y para Diego Gracia. Para las personas con quienes comparto y disiento sobre tantas cosas en los comités de Sant Joan de Déu, en el de Bioética de Cataluña, en el de Servicios Sociales de Cataluña, en ALLEM, en el Instituto Borja, en la Fundación Grifols. Para mis alumnos de tantos cursos y talleres.
Oti Arenas, Elisabeth Busquets, Begoña Román, Marc Antoni Broggi y Sergi Ramos: gracias por vuestras aportaciones.
PRESENTACIÓN |
Los que hemos tenido y tenemos la oportunidad de trabajar y reflexionar con Josep Ramos sabíamos que un libro como este, sobre ética y salud mental, tal y como está escrito, solo lo podía redactar él. En efecto, estamos ante un texto riguroso, amable, claro y con la humildad de quien hace fácil lo que en absoluto lo es. Sentimos así una doble gran alegría escribiendo estas líneas: en primer lugar, porque nos haya pedido que lo prologuemos y, en segundo lugar, por ver el resultado final.
En las cuatro partes en que Josep Ramos divide el texto se condensa una dilatada experiencia que es el fruto de su práctica asistencial y de su gestión en el ámbito de la salud mental, pero también de la reflexión ética proveniente de su intenso involucramiento en los diferentes comités de ética, en los que siempre aporta elementos que enriquecen la deliberación.
El texto parte de la salud mental en la actualidad, recordándonos de dónde venimos, para centrarse en los fundamentos éticos y jurídicos, porque en el ámbito de la salud mental las implicaciones jurídicas suelen estar más presentes que en otros propios de la asistencia sociosanitaria.
La segunda parte pone el foco en el ejercicio de la autonomía, porque ese es el rasgo primordial que debe caracterizar a la salud mental del siglo XXI; ahora bien, se trata de una autonomía matizada por la vulnerabilidad y la responsabilidad. Por eso la cuestión de la competencia ocupa un lugar central en el texto.
En la tercera parte se detallan aspectos cruciales como la confidencialidad, la hospitalización o medidas de modificación de la capacidad, y se alude a la Convención sobre los derechos de las personas con discapacidad de 2006 por la gran repercusión que supondrá en todo el sistema de atención a estas personas.
Por último, en la cuarta parte se nos ofrece una propuesta de futuro. No falta nada, no sobra nada; lo dicho está en su justa medida y ello lo convierte en un libro cuidado y excelente, es decir, con muchas virtudes.
En concreto, de los muchos méritos que el libro atesora, quisiéramos destacar cuatro (en armonía con las partes de que consta) para que el lector se haga una idea de su gran valor; no diremos solo que «vale la pena» porque, como hemos adelantado, se trata de una lectura amable y amena en su totalidad.
El primero de esos méritos es que es muy pedagógico, pues por un lado se dirige a un público amplio y, por otro, el autor no habla solo como el psiquiatra que es, sino como el ciudadano que afronta un problema que abarca una multiplicidad de dimensiones. Así, ha conseguido hacer un libro para todos: personas afectadas por el trastorno mental, sus familiares, profesionales clínicos y sociales, juristas, filósofos y cualquier persona interesada en el tema. Se hallan bien representadas en él las diversas disciplinas que abordan la cuestión mental, pero también las experiencias y vivencias de los pacientes y sus familiares. Leyéndolo, uno aprende y se adentra en estos ámbitos interdisciplinares siempre presentes en las aplicaciones de la ética. El lector se encuentra así con una reflexión profunda y rigurosa de por qué y cómo debería ser la atención a las personas que padecen sufrimiento mental. Ese rigor se muestra además en el equilibrio con que se intercalan en el texto comparaciones entre ordenamientos jurídicos, existencia de evidencias de los diversos tratamientos o la falta de estas, etc. Las referencias bibliográficas son ajustadas, actuales, plurales y atinadas, vengan estas del ámbito clínico, del social, del filosófico o del jurídico.
El segundo mérito remarcable es que el autor no se limita a describir hechos; sabe que los valores se imbrican de continuo en ellos y logra superar cualquier tentación tanto de positivismo como de biologicismo —sin desdeñar evidencias ni los aportes de los tratamientos farmacológicos—. Se trata de un texto que aúna lo bio-psico-social y lo espiritual, pues parte de que el centro nuclear reside en la persona que va buscando el sentido para que la suya sea una vida buena.
La tercera de las características que hacen meritorio este trabajo es que todo el tiempo se ocupa de gestionar complejidades y de atender a los riesgos: no escatima esfuerzos por explicar la variabilidad de los muchos factores que se conjugan en la salud mental. Precisamente de eso va la ética, esto es, de gestionar la multiplicidad de dimensiones y factores a tener en cuenta a la hora de tomar las decisiones, así como de los riesgos de hacerlo con la incertidumbre que rodea a la persona y su mente. Josep Ramos insiste en que la atención a personas —y más, tan vulnerables— siempre debe ser sosegada, deliberada, adecuada al contexto y a las circunstancias particulares, que son concretas y personales. Suele acabar su reflexión respecto de algunos temas con una adecuada sistematización (una especie de checklist) de los pasos a seguir a la hora de tomar decisiones en los procesos deliberativos, en aras de orientar la deliberación.
En coherencia con ello, nuestro autor «se moja» o, desde un punto de vista ético, se compromete. Es crítico, cuando toca, con la profesión, con la formación (universidades), con el sistema judicial, con la industria farmacéutica y con los conflictos de intereses que la relación con ella suscita. Tampoco esquiva cuestiones tan controvertidas en el ámbito de la salud mental como el tratamiento y el internamiento involuntarios, la propuesta de contención cero, las planificaciones de decisiones anticipadas, las decisiones compartidas, etc.
El cuarto mérito es que no se ha quedado con una ética principialista, que es un tópico cuando hablamos de éticas aplicadas. Aquí se alude a virtudes, al profesionalismo y a los cuidados. Se advierte del fundamental deber de no dañar, de ser —cuando procede— proteccionista antes que perfeccionista. El autor propone conciliar la autonomía de los pacientes con la justicia, aunque sin caer en preferentismos contractualistas que, en nombre de un mal entendido autonomismo, abandonan o desamparan al paciente dejándolo «a su cuidado», es decir, solo. Defiende la humildad de los profesionales como una actitud necesaria para que sea el paciente y su apropiación de su proyecto de vida el que se sitúe en el centro.
El amigo Josep Ramos nos ha legado un magnífico texto sencillo y humilde, en coherencia con lo que él es, y nos da claves para mejorar la intervención en todo el sistema, no solo en algunos de sus niveles. Con Laín Entralgo, al que cita, hay aquí una apuesta ética: se trata de transitar del estar con al estar por. Y es que en las preposiciones hay muchos matices. Atender significa ponerse a disposición para que nadie se quede al margen.
Es este un libro de ética aplicada que hacía mucho que esperábamos y que, por fin, aquí está: un verdadero ejercicio de pensamiento al servicio de la acción y la transformación.
Barcelona, invierno de 2018
BEGOÑA ROMÁN MAESTRE
Presidenta del Comité de Ética de Servicios Sociales de Cataluña
MARC ANTONI BROGGI I TRIAS
Presidente del Comité de Bioética de Cataluña
INTRODUCCIÓN |
La salud mental es un componente fundamental de la salud. Se ha definido como un estado de bienestar que se apoya en la conciencia de las propias capacidades, lo que incluye tolerar las tensiones normales de la vida, tener una ocupación productiva y fructífera, así como una relación solidaria con los demás y con la comunidad. Por eso el desarrollo y la mejora de la salud mental de la población son objetivos que importan no solo a las ciencias de la salud y a la sociología, sino también a la economía y la política, como lo demuestra el interés actual de muchos países por fomentar estrategias de promoción de la salud mental, de prevención y de mejora de la atención a las personas que sufren trastornos mentales o adicciones.
Las previsiones respecto de la frecuencia de dichos trastornos, según todos los estudios, son claramente pesimistas: los problemas de salud mental tienden a aumentar. En este libro tratamos de dar algunas claves acerca de las razones de tal prospectiva, partiendo de una visión que trata de resituar la raíz compleja de los síntomas mentales en una perspectiva bio-psico-social, más allá de la que propone el punto de vista exclusivamente biomédico. De ahí que, sin rehuir el enfoque más puramente psiquiátrico de los problemas a los que se enfrenta la atención a las personas con problemas psíquicos, estas páginas quieran inscribirse en una visión más amplia, más pluridisciplinar, tomando como referencia la salud mental en su conjunto. Aunque en algunos casos se alude de manera más específica a los trastornos mentales, tanto los capítulos de fundamentación como algunos más concretos de ética aplicada pueden ser igualmente apropiados para ámbitos como el de la discapacidad intelectual, los trastornos cognitivos y las adicciones. De hecho, bajo el término de «salud mental» queremos incluir todas estas problemáticas.
Pero este es un libro de ética aplicada, centrado allí donde se encuentran la clínica del funcionamiento mental y la ética. Se trata de una intersección que requiere el diálogo interdisciplinar entre filósofos y clínicos, una perspectiva que se ha mostrado como una de las más fértiles que se han producido en el conjunto de la medicina en las últimas décadas.
Hemos tratado de enfocar el trabajo partiendo de la descripción de los problemas de salud mental para, a continuación, enmarcar lo que para nosotros son las bases que deben sustentar un ejercicio de reflexión sobre las buenas prácticas clínicas. Entre los fundamentos, correspondientes a la segunda parte, apuntamos una aproximación a conceptos como el de los valores, la moral y la ética, y a su relación con los cambios sociales a los que estamos asistiendo, así como a la cuestión de los derechos humanos en la actividad asistencial. Otros asuntos centrales para la salud mental, como son la autonomía, la competencia para tomar decisiones y los valores básicos que componen la relación de ayuda, son tratados a continuación, finalizando esta primera parte con el capítulo dedicado a la deliberación como enfoque ideal del modelo de atención y como metodología para la toma de decisiones.
La tercera parte se orienta de manera específica al análisis de diferentes situaciones clínicas conflictivas y a su manejo, haciendo un repaso de los problemas que surgen en relación con la confidencialidad de la información, el diagnóstico y los diferentes tratamientos, la hospitalización psiquiátrica involuntaria, las medidas coercitivas en el hospital y el tratamiento involuntario en el ámbito comunitario, acabando con el análisis de las medidas de protección jurídica y la modificación de la capacidad.
Finalmente, hemos reservado la última parte para abordar el futuro de los modelos de atención y plantear, a modo de conclusiones, lo que debería ser, a nuestro juicio, la relación entre la persona afectada y los profesionales, según un modelo de decisiones compartidas.
Con esta publicación pretendemos continuar, como muchos otros antes, el debate crítico acerca de cómo mejorar la práctica asistencial en el cuidado de las personas que padecen problemas de salud mental, partiendo del respeto a la diferencia, e incluso a la disidencia, pero, a la vez, asumiendo que los seres humanos, en tanto que igualados por nuestra vulnerabilidad como especie, estamos llamados a cuidarnos, a la solidaridad y a la justicia.
LA SALUD MENTAL EN NUESTRA SOCIEDAD |
Los problemas de salud mental en la sociedad y la discapacidad asociada a los trastornos mentales graves
Aunque la Organización Mundial de la Salud (OMS) habla de la salud desde un punto de vista integral (completo bienestar físico, mental y social, y no solo ausencia de enfermedad), el concepto teórico de «salud mental» procede de la clásica disociación cartesiana entre mente y cuerpo, que aún hoy sustenta gran parte de la organización del saber. Sin embargo, los conocimientos que en los últimos veinte años nos van proporcionando las neurociencias están modificando radicalmente este paradigma.
El cerebro humano tiene la propiedad de modificarse constantemente a lo largo de la vida, en función de la experiencia o de nuevos aprendizajes. Órgano (el cerebro) y función operativa (la mente) son inseparables en su interrelación continua. Gracias a los cien mil millones de neuronas y a los más de cien billones de interconexiones que existen entre ellas, el cerebro humano puede combinar todo el tiempo, de manera inconsciente para nosotros, la información genética con la de las propias estructuras neuronales y con la que procede del exterior, percibidas a través del sistema sensorial. Esto le confiere una enorme plasticidad, ya que nuevas informaciones crean nuevas conexiones o disminuyen o fortalecen sinapsis ya establecidas. Entre los 0 y los 6 años —período de máximo crecimiento de las estructuras neuronales— tiene lugar la etapa clave del desarrollo humano, con la constitución del lenguaje, las emociones y las bases de la personalidad. Los factores ambientales son, como demuestra la experiencia empírica, decisivos: las primeras relaciones afectivas, tal como se producen desde el entorno hacia el bebé y al revés, ya intuidas hace décadas por las teorías psicoanalíticas, son fundamentales. El aislamiento o la falta de comunicación física o de estímulos en general, los traumatismos o las enfermedades, la exposición a sustancias o infecciones, incluso en la etapa fetal, son factores de riesgo muy importantes. Cualquiera de ellos, en especial si actúa en un momento determinado del desarrollo cerebral, puede generar un retraso o una parada significativa en el logro de una función mental clave (como, por ejemplo, el lenguaje), que condicionará toda la dinámica madurativa posterior.
La extraordinaria interconectividad con la que está diseñado nuestro cerebro es una imagen fidedigna de lo que entendemos por salud mental. Resultan incontables los factores que inciden en su resultado, a favor y en contra. Hay factores de riesgo ligados al desarrollo individual, como el bajo peso al nacer, un ambiente familiar no estimulante o de rechazo, el fracaso escolar o los problemas de atención en la infancia, el maltrato o el abuso, la falta de habilidades sociales, las pérdidas traumáticas o ciertos acontecimientos vitales adversos. Otros factores de riesgo que se producen a lo largo de la vida pueden ser de tipo social, económicos o medioambientales, como la pobreza o la desventaja social, la condición de refugiado, la discriminación, el desempleo o el aislamiento social.
La salud mental es un objetivo que debe ser promocionado en todos los ámbitos y desde todas las disciplinas humanísticas y sociales, desde la educación hasta la planificación urbanística, pasando por el trabajo o las relaciones en el seno de la familia.1 Por eso para la salud mental son tan importantes las políticas de salud pública.
A pesar de los grandes avances realizados en los últimos años, aún ignoramos las causas y el modo en que se producen los trastornos mentales. Sabemos que existe un fallo o una vulnerabilidad genética en el origen de algunos de tipo grave, y que con frecuencia la enfermedad solo aparece cuando dicha vulnerabilidad se asocia a otros factores físicos, psicosociales o socioculturales.
Las patologías más importantes que se recogen en los manuales nosológicos son los trastornos mentales orgánicos, como la demencia, los trastornos debidos al consumo de sustancias psicotrópicas, la esquizofrenia y otros cuadros psicóticos, los de tipo afectivo como la depresión y el trastorno bipolar, los de ansiedad y el obsesivo compulsivo, los desarrollos anormales de la personalidad (el trastorno límite de la personalidad, el trastorno antisocial) y, también cada vez más frecuentes, las afecciones relacionadas con la conducta alimentaria (anorexia y bulimia), la discapacidad intelectual, las patologías del desarrollo como las del espectro autista y otras de inicio en la infancia, como el trastorno por déficit de atención e hiperactividad.
El impacto de los problemas de salud mental y las adicciones
Los trastornos mentales, incluidos los que están ligados al consumo de sustancias, son la causa de cerca del 23% del total de los años perdidos por discapacidad de todas las enfermedades. El trastorno psiquiátrico más frecuente y que más carga de enfermedad genera es la depresión, representando por sí sola el 11% del total. El incremento de los problemas de salud mental constituye un verdadero fenómeno emergente de gran impacto social en todo el mundo, hoy ya reconocido por las máximas autoridades sanitarias de la mayoría de países.
Cerca de la mitad de los trastornos mentales se manifiestan antes de los 14 años, incluyendo aquellos más graves que pueden generar discapacidad. A lo largo de la vida, una de cada cuatro personas puede presentar síntomas susceptibles de ser diagnosticados como trastorno mental. De entre ellos, en torno al 7% tendrá un problema, como por ejemplo una depresión, que afectará gravemente su vida en algún momento. De hecho, hoy en día un recién nacido tiene una probabilidad de entre dos y tres veces superior a la de sus abuelos de sufrir una depresión en el futuro. En la actualidad, casi un 3% de la población presenta un trastorno psiquiátrico que es crónico e incapacitante.
Debido a la mayor frecuencia de suicidios —la segunda causa de muerte en la población entre 15 y 29 años de edad— y de enfermedades orgánicas crónicas —muchas veces no tratadas— que presentan las personas con trastornos mentales, estas viven menos que la media de la población general. El incremento de los trastornos de la alimentación (anorexia y bulimia nerviosas) está probablemente ligado a la cultura y los ideales estéticos predominantes en el mundo occidental. La incidencia de los trastornos mentales tiende a duplicarse después de emergencias sociales como la guerra o los desplazados por otras causas sociales o económicas.
El consumo de sustancias es un factor reconocido que aumenta la morbilidad y la mortalidad general. Se trata de una conducta que abarca desde el consumo experimental y lúdico hasta la dependencia. Además del alcoholismo, verdadera pandemia en muchos países del mundo, el cannabis es con mucho la droga ilegal de mayor incidencia, con una media de alrededor del 17% de consumidores durante el último año en España —el 1% de la población la consume a diario—. Le sigue la cocaína y los productos derivados de las anfetaminas. La dependencia a la sustancia, las complicaciones infecciosas, la sobredosis y los efectos a largo plazo sobre el funcionamiento cerebral constituyen las principales patologías, agravadas por factores como la vía de administración parenteral, la vulnerabilidad personal y el contexto social en el que se produce el consumo.2
Además del impacto personal, familiar, social y económico que los trastornos mentales y las adicciones producen en la sociedad, los problemas de salud mental están interrelacionados con otros de índole física y aumentan el riesgo de contraer otras enfermedades como la infección por VIH, las cardiovasculares, la diabetes y otras. Se ha demostrado que hasta el 30% de las personas que acude a su médico de cabecera presenta un problema de salud mental, no siempre bien diagnosticado.
A pesar de todo ello, las dificultades para la percepción de la propia salud mental, el miedo al rechazo y la discriminación que aún perdura en la sociedad frente a las personas con un trastorno de este tipo, hacen que, en Europa occidental, menos del 50% de los afectados contacte de manera regular con los servicios sanitarios.3 La estigmatización relacionada con la enfermedad mental, y, por tanto, con las personas que la padecen, se asienta en el miedo atávico a la propia locura, en los prejuicios y en la ignorancia. Como reconoce la OMS, pese a disponer de tratamientos eficaces, aún existe la creencia de que los trastornos mentales no pueden ser tratados y de que las personas que los sufren son difíciles, poco inteligentes o incapaces de tomar decisiones.
La discapacidad asociada a los trastornos mentales graves, las adicciones y la discapacidad intelectual
La mayoría de los problemas de salud mental se deben a situaciones reactivas a determinadas transiciones biográficas o a respuestas no adaptativas a circunstancias vitales como una separación, la muerte de una persona próxima, una enfermedad, un cambio de estatus o una pérdida laboral. En estos casos, la vulnerabilidad individual junto con la presencia continuada o acumulativa de algunos de los factores de riesgo antes indicados forman el sustrato que condiciona el tipo de conducta. De igual manera, haber tenido una primera infancia plena de afecto y seguridad, haber desarrollado habilidades sociales, empatía, capacidades para afrontar dificultades, autoestima, valores personales o disponer de una buena red de apoyo social fortalecen al individuo y lo hacen menos vulnerable.
En el grupo de trastornos mentales graves y persistentes o «severos» (TMS) agrupamos a personas con dificultades funcionales parecidas producidas por algún tipo de dichos trastornos, como la depresión mayor y el trastorno bipolar, el grupo de la esquizofrenia y otras patologías psicóticas, la dependencia al alcohol o a otras sustancias psicoactivas, algunas afecciones de ansiedad como la agorafobia o el trastorno obsesivo compulsivo, los ligados al desarrollo —como los del espectro autista— y algunas estructuras de la personalidad.
Como resultado de un conjunto complejo de factores biológicos, psicológicos y sociales, algunas de las personas que sufren estos problemas pueden evolucionar de manera crónica y experimentar frecuentes episodios agudos y de gran descompensación psicopatológica y, en función de diversos factores, desarrollar algún grado de discapacidad. A este colectivo lo llamamos grupo TMS, y representa alrededor del 3% de la población general. Además de estos casos, el criterio de gravedad psiquiátrica se extiende a algunas situaciones de comorbilidad, como cuando se da al mismo tiempo un trastorno psicótico y una dependencia a la cocaína (patología dual) o cuando aparece un trastorno obsesivo compulsivo en una persona con discapacidad intelectual.
Para entender bien el funcionamiento mental en estas situaciones debemos destacar, de entrada, dos características fundamentales.
La primera es que muchas de estas personas, sobre todo al inicio de la enfermedad, pueden tener serias dificultades para reconocerse como afectadas por ella. Esta falta de insight, o de percepción del propio funcionamiento mental, obedece a factores biológicos —los síntomas aparecen con frecuencia como egosintónicos, es decir, no se viven como extraños al yo—, psicológicos —de la presencia de ciertos síntomas puede obtenerse una cierta autosatisfacción— y sociales —el estigma presiona «desde fuera» para no tener que asumirse como un «enfermo mental».
La segunda es que la mayoría de estos casos evolucionan de manera discontinua, por episodios o fases. A los períodos de compensación clínica, en los que la persona se siente recuperada en mayor o menor medida, rehaciendo de modo gradual su funcionamiento mental habitual, le siguen las rupturas críticas o agudas donde los síntomas de la enfermedad reaparecen, también en diversas gradaciones. Se trata de experiencias subjetivas que pueden ser de gran intensidad, incluyendo alteraciones de la sensopercepción como alucinaciones, ideas delirantes, trastornos conductuales, agitación o pérdida de control de los impulsos, alteraciones del estado de ánimo como angustia, tristeza, imposibilidad de sentir cualquier tipo de placer, euforia, hiperactividad, insomnio y alteraciones de la atención o de la memoria. En muchos casos, la frecuencia e intensidad de los episodios agudos, el correlato biológico del trastorno (propio de cada individuo), las consecuencias a largo plazo de tratamientos farmacológicos poco cuidadosos, o la falta de intervenciones rehabilitadoras centradas en la persona, pueden dar lugar a los llamados «síntomas negativos», que expresan un estado general de pasividad, falta de motivación y funciones mentales por lo general apagadas o deficitarias. Tanto en las situaciones de crisis agudas como en algunas fases de grave deterioro psicosocial, aunque de diferente manera, la capacidad para decidir acerca de la propia vida puede verse afectada.
La discapacidad ha sido definida de muy diversos modos, si bien siempre se refiere a las dificultades para lo que consideraríamos «un funcionamiento social normal». Para William A. Anthony,4 la discapacidad es la falta de capacidad o habilidad para una actividad determinada, para expresar un rol social y para desarrollar expectativas en la vida, y se debe a la conjunción del trastorno psiquiátrico y de la adversidad social. Anthony distingue entre disfunción (el síntoma o la anomalía psíquica), la limitación (para realizar una actividad), la incapacidad (para mantener un rol social como el de padre, madre o profesional, por ejemplo) y la minusvalía (las barreras sociales que impiden la superación de los déficits). Factores individuales como la gravedad y la duración de los síntomas, las situaciones psicosociales y biográficas adversas o el patrón de reactividad de cada persona influyen de manera significativa en el grado de discapacidad.
La interacción entre las dificultades funcionales del individuo y el entorno social (en especial el factor de rechazo o estigma) es el elemento clave de la discapacidad. Las limitaciones en el funcionamiento social5 pueden expresarse en las actividades de la vida diaria (dificultades para relacionarse, con tendencia al aislamiento y poco cuidado de la salud), en la necesidad de apoyo familiar (a veces permanente), en el control de la conducta frente a situaciones adversas o de alto estrés, en la capacidad de trabajar en un entorno ordinario sin apoyo, en el acceso a los servicios sanitarios, sociales, etc., así como en la gestión del ocio y el tiempo libre.
Frente a estas dificultades, la existencia de oportunidades para desarrollarse como personas, las políticas de apoyo económico, las actitudes sociales de respeto e inclusión, la accesibilidad y la calidad de los servicios y las facilidades para una verdadera integración social, son elementos fundamentales para hacer posible una verdadera recuperación de las personas con estos problemas. Asimismo, factores personales como el sexo o la edad, la presencia de otras enfermedades concomitantes, la clase social de pertenencia, la educación recibida o la experiencia de la enfermedad y de los tratamientos realizados resultan también decisivos en la evolución y el pronóstico.
El peso o la carga de la discapacidad asociada a las enfermedades mentales es un dato conocido de manera muy reciente. Los trabajos de Murray y López (1996) fundamentaron la importancia relativa que los trastornos mentales tienen en la carga de enfermedad global producida por todas las condiciones y estados de pérdida de salud de cualquier clase y etiología, y situaron cinco trastornos mentales (incluida la dependencia al alcohol) entre las diez primeras causas médicas jerarquizadas por «años de vida ajustados por discapacidad».6 Se ha estimado que los costes sociales por causas atribuibles a problemas de salud mental oscilarían en Europa entre el 3% y 4% del PIB de un país.7
Un tipo de discapacidad muy específica es la intelectual, de tipo congénito o de inicio en la infancia, que se manifiesta a través de limitaciones significativas en el funcionamiento intelectual y, debido a la interacción entre las dificultades en las habilidades conceptuales, sociales y prácticas de la persona con el entorno, en la conducta adaptativa. El término «retraso mental», con el que se conocía esta condición hasta hace unos años, o el de «disminución psíquica», así como la tradicional clasificación entre leve, moderado, severo o profundo, han ido poco a poco abandonándose por discriminatorias o por parciales y reduccionistas. En la actualidad parece estar generalizándose el concepto de «personas con diversidad funcional». Para sus defensores, la terminología de «enfermedad», «deficiencia» y otras, se deriva de la tradicional visión médica que presenta a la persona «diferente» como alguien biológicamente imperfecto al que habría que «restaurar». Para otros, bajo un tinte de respeto con los derechos de estas personas, esta denominación niega las necesidades concretas generadas por la disfunción, que, en contacto con los déficits sociales y del entorno, provoca la discapacidad. Ni la OMS, ni la prestigiosa Asociación Americana de Discapacidad Intelectual y Discapacidades del Desarrollo (AAIDD), o, entre nosotros, entidades como el Comitè Català de Representants de Persones amb Discapacitat (Cocarmi)8 o la Fundación Síndrome de Down, han asumido esta propuesta.9
La OMS, consciente de que las clasificaciones internacionales al uso, basadas en el diagnóstico, no podían dar cuenta del impacto que en la vida de las personas tenían las enfermedades mentales graves, aprobó en 2001 la última Clasificación Internacional del Funcionamiento, de la Discapacidad y de la Salud (CIF), una herramienta para el diagnóstico, la valoración, la planificación y la investigación del funcionamiento y de la discapacidad asociados a las condiciones de salud. A diferencia del enfoque clásico de la discapacidad, que se circunscribía a estudiar la limitación individual para realizar actividades, el nuevo modelo pasa a referirse al estudio de la interacción de todos los componentes implicados, centra la cuestión en la totalidad de la persona, en sus necesidades para vivir con una calidad de vida aceptable en relación con el entorno, y atiende a su dignidad y sus derechos.
La discapacidad, a su vez, puede generar dependencia. De hecho, entendemos la dependencia como un «estado de carácter persistente en el que se encuentran las personas que por razones ligadas a la falta o a la pérdida de autonomía física, psíquica, intelectual o sensorial (la discapacidad), precisan la ayuda de otra u otras personas o apoyos importantes para el desarrollo de las actividades de la vida diaria relacionadas con la supervivencia».10
Hay diversos modos de medir la dependencia. En el ámbito de la discapacidad intelectual se ha optado por evaluar los apoyos que la persona necesita para poder desenvolverse con normalidad en su entorno, lo que está en relación con distintas circunstancias vitales y las etapas biográficas. Los apoyos pueden variar en duración e intensidad. Según este modelo, la necesidad de apoyos será de tipo «intermitente» (se proporcionan solo cuando se necesitan), «limitado» (apoyos concretos por un tiempo limitado), «extenso» (apoyos continuados prestados de forma regular, en vivienda supervisada o en la comunidad) y «generalizado» (apoyos constantes y de alta intensidad, normalmente en entornos residenciales y, potencialmente, para toda la vida).
La Ley 39/2006, de 14 de diciembre, de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en situación de dependencia, lanzada con grandes expectativas como «el cuarto pilar del Estado de bienestar» y luego en gran parte frustrada, proponía un enfoque basado en este modelo de los apoyos. Para la población con problemas de salud mental se ha recomendado la Escala de Ontario,11 que propone cinco niveles de dependencia en función de la capacidad de autocuidado y de los apoyos necesarios para la vida.
1 J. Ramos, «Prevención y asistencia psiquiátrica», en J. Vallejo Ruiloba (ed.), Introducción a la psicopatología y la psiquiatría, Barcelona, Masson, 2015.
2 Observatorio europeo de las drogas y las toxicomanías, Informe europeo sobre drogas 2016, European Monitoring Centre for Drugs and Drugs Addiction [http://www.emcdda.europa.eu/system/files/publications].
3 J.M. Haro, C. Palacin, G. Vilagut et al., «Prevalencia y factores asociados de los trastornos mentales en España: resultados del estudio ESEMeD España», Med Clin 126 (2006), pp. 445-451.
4 W.A. Anthony, «Recovery from mental illness: The guiding vision of the mental health service system in the 1990s», Psychosocial Rehabilitation Journal 16 (1993), pp. 11-23.
5 Fundación INTRAS, Población con enfermedad mental grave y prolongada, Colección Estudios e Informes, Serie Estudios, IMSERSO, Ministerio de Asuntos Sociales, 2003.
6 C.J.L. Murray y A.D. López, The Global Burden of Disease, WHO, 1996. Los «años de vida ajustados por discapacidad» o AVAD son una unidad de medida de la discapacidad. La suma de estos AVAD en toda la población para cada condición de salud se considera la carga de la enfermedad de esa condición para una población determinada.
7 OMS, Libro verde de la salud mental en Europa, Ginebra, OMS, 2005.
8 Cocarmi, la federación que agrupa a las diez asociaciones de personas con discapacidad física e intelectual de Cataluña, como la ONCE y Dincat, y representa a unas 540 000 personas, ha criticado este término con el lema: «No me cambies el nombre, ayúdame a cambiar la realidad».
9 Una brillante reflexión respecto del concepto de «diversidad funcional» puede verse en J. Canimas, «¿Discapacidad o diversidad funcional?», Siglo Cero 46, vol. 2 (2015), pp. 79-97.
10 M. Querejeta González, Discapacidad/Dependencia: unificación de criterios de valoración y clasificación, IMSERSO, 2003 [http://www.index-f.com/lascasas/documentos/lc0181.pdf ].
11 J. Durbin, J. Cochrane, P. Goering y D. MacFarlane, «Needs-Based Planning: Evaluation of a Level-of-Care Planning Model», The Journal of Behavioral Health Services & Research 28 (2001), pp. 67-80.