CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
DESPEDIDA
Primera edición: Septiembre, 2018
© 2018, del texto Alfredo Alcahut Utiel.
© 2018, de la edición, maquetación y diseño Libros Indie.
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Diseño de portada: Libros Indie.
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Atis atavisque
“Valerio de Valeria, Valerio de Valeria…” Me desperté con la voz de mi madre resonando aún, como un impertinente y molesto eco en mis sienes que acabó por desvelarme. No era la primera vez que mi sosiego se llenaba de terrores, pero sí fue una de las peores noches que recordaba.
Yo soy Marco Valerio Crispo, de la gens Valeria, un joven quinceañero que había nacido y había vivido toda su vida en la bella, antigua y amada ciudad de Valeria, municipio del conventus cartaginense, en la provincia de Hispania Citerior. Mi tierra, Hispania, es la cuna de los últimos emperadores, a quienes los dioses protejan, Hispania, la tierra que cierra el mundo con las columnas de Hércules. Una tierra gloriosa que, sin embargo, vio despertarse esa mañana a un muchacho sudoroso y maloliente. Ensueños recurrentes, pesadillas repetidas, voces susurrantes de una voz anhelada y perdida para siempre, la voz de mi madre. Mensajes engañosos llenos de avisos y de miedo. Esta noche había sido una cara angustiada, unos ojos desencajados, una caída, un grito, una sensación de ahogo… pero ya había pasado todo.
Nada más despertarme tuve mucho cuidado de dar el primer paso en la habitación con el pie derecho, para conjurar cualquier mal presagio. Los romanos somos así de supersticiosos, recuerdo que pensé, pero después de una mala noche no quería tener un peor día.
Una vez en pie me quité con asco la sudada túnica, queriendo con ello arrojar de mí los malos pensamientos. A la débil luz que dejaba pasar un ventanuco acristalado, con ese cristal de yeso, este lapis specularis extraído de nuestras cercanas canteras (mucho mejor que el de Segóbriga, por cierto) busqué en el baúl, que servía de armario y a la vez de asiento, una nueva túnica que ponerme.
En el momento que salí al atrio, mis ojos se dirigieron hacia la luz que entraba por el impluvium. Rápidamente mi esclavo me trajo una zafa de agua y una toalla. En el agua del recipiente me vi reflejado: cabellos morenos, heredados de mi madre, como mis ojos rasgados, la tez clara que en verano se ennegrecía de forma prodigiosa, las facciones dulces, la sonrisa inocente, que me servía para ocultar mis muchas picardías… Dejé de pensar en mí y me lavé manos, cuello y cara. Después me dejé enjugar por mi esclavo de compañía, mi fiel sombra en cada momento.
Pasé por la cocina y creo recordar que gruñí, más que saludé, a Clodia, la oronda y cariñosa esclava que hacía últimamente las veces de ama de casa y de madre, tras el fallecimiento de esta hacía ya siete años, hecho luctuoso del que nunca se hablaba en casa. Hecho nefasto, como los días llamados funestos que jalonan el calendario de los romanos.
Clodia se plantó ante mí, su Valerio, el puer de sus entrañas, como solía decir, me puso en las manos un trozo de pan africano, blanco y esponjoso, y un trozo de queso untado de aceite.
Yo me devoraba el pan y el queso, mientras me dejaba peinar y acariciar por Clodia, bajo la mirada cómplice del esclavo, quien conforme a su inveterada costumbre desviaba la mirada hacia uno y otro lado, aunque tenía toda la atención puesta en mí, en su amo.
—Mmmm, Clodia, por Hércules y por todos los dioses, no me resobes tanto, que no soy un infans, un niño de pecho, soy un hombre —le espeté, medio en serio medio en broma.
Con un mohín de cariño Clodia recompuso con amorosas manos los alborotados rizos de su adolescente predilecto, o sea, yo, y me despidió con un beso.
—Un hombre, un hombre, y no eres capaz de salir de tu casa con los rizos compuestos, por Hércules. ¿Es que no has dormido bien, que tienes una cara de lémur mal encarado?
Esto dijo Clodia, que tenía, como todas las madres, aun sin serlo, un especial sexto sentido para descubrir la realidad más oculta. Los romanos creemos firmemente en la posibilidad de que seres provenientes de la otra vida, ojerosos y blanquecinos, llamados lémures, viniesen a perturbar nuestras noches.
—Calor, he tenido mucho calor —repuse por mi parte mirando hacia otro lado, con lo que a la esclava no le quedó duda de que algo había turbado mi mente, de su Marco Valerio, hasta el punto de no querer recordar nada y mucho menos compartirlo con nadie, ni siquiera con ella, la persona más cercana a mí.
Por mucho amor que sintiera por sus hijos Aulo Valerio Crispo, la muerte de su esposa había ensombrecido los trabajos y los días de este ejemplar ciudadano que era mi padre, y no era yo solo el que lo decía. Los dioses habían sido en exceso crueles o indiferentes ante un hombre piadoso que cumplía con sus obligaciones cívicas, que ostentaba el cargo municipal de decurión, que había sido duunviro tres veces y que nunca había incurrido en corrupción alguna, cosa harto insólita en la actual política romana, como es bien sabido.
En ciudades como Valeria cada año son elegidos dos magistrados con poderes especiales que presidían y tenían el poder ejecutivo de la curia local. Son los llamados duunviros, asesorados por un grupo de decuriones, entre los que figuraba él, Aulo Valerio Crispo.
Mi padre, en suma, es un buen político, un honrado dirigente, un ciudadano con alta exigencia moral pero con bastante resignación ante una vida que parecía maravillosa y que se le había ensombrecido de modo horrible desde hacía siete años.
—¿Y mi padre? —pregunté mientras deglutía el último bocado. Él, como cada día había hecho sus abluciones, había hecho el sacrificio cotidiano a sus dioses lares, había atendido a algunos asuntos perentorios y, tras desayunarse, había marchado al foro de la ciudad.
Por cierta laxitud, que no era bien vista hasta incluso por sus propios esclavos, nos había eximido a nosotros sus hijos de la obligación de asistir al ritual diario del culto a los dioses lares en el atrio. Por ello yo me había podido dar el gusto (aquel día el disgusto) de haberme quedado en el lecho hasta tarde, hasta la hora tercia.
En cuanto a mí, una vez hube terminado mi desayuno a la hora tercia ya empezada, dirigí mis pasos hacia la puerta. Al cruzar por el atrio y pasar junto a un rayo de sol, que ya empezada a calentar el piso de mosaico, reparé en la inevitable y previsible sombra, en la presencia querida y fiel de mi esclavo particular, Adonis.
Pese a su nombre Adonis no era especialmente bello, sin ser feo. Su rostro alargado, sus ojos rasgados, sus labios breves y tendentes a una sonrisa callada, sus cabellos lacios y rubios, su cara blanca salpicada de pecas y últimamente de granos denotaba dulzura de carácter, nerviosismo de movimientos y atención en el trato. El nombre Adonis le había sido puesto por el amo, Aulo Valerio Crispo, mi padre, cuando lo compró a un comerciante sirio algunos meses después de la muerte de su esposa. Para mí tiene más pinta de galo que de sirio, pero con la extensión que ha adquirido el imperio romano y con el trasiego de gentes tan grande, lo mismo te encuentras a un britano de piel negra que a un egipcio de cabellos rubios.
Es normal que los niños romanos pudientes, como es mi caso, dicho sin modestia, tengamos un esclavo particular con el que compartiésemos juegos, experiencias y, si era despierto y espabilado, enseñanzas y el peso de la cartera escolar. Este siervo es el célebre paedagogus. El hecho de ser un niño de lengua griega, pese a su corta edad, fue suficiente para que lo comprase mi padre. Desde ese día el niño, un año más joven que su aún joven amo, es decir, yo, había demostrado tanta seriedad en comportamiento y corrección de modales que se había ganado un puesto en la familia. Era mi sombra en todo, y ya en los siete años que llevábamos juntos me había librado de más de un golpe, de varios accidentes y atropellos, de alguna regañina y de más de una docena de castigos escolares. Su aspecto nervioso y despistado escondía una inteligencia avanzada, sobre todo en lo concerniente a mí, a su amo, a su amado Marco Valerio, a quien obedecía, amaba y respetaba a partes iguales.
Alguna vez, solo alguna vez me había visto en la obligación de reprenderle por algo, por travesuras por las que yo mismo hubiera pretendido no ser castigado, caso de haberlas hecho. A veces su carácter nervioso le hacía realizar una pequeña trastada, pero esto casi nunca salía de nosotros dos. De todas formas mi padre tampoco es, que digamos, un hombre muy severo con la servidumbre. Casi osaría asegurar que Clodia es más estricta que él.
Ahora, en esta mañana del mes llamado antaño sextilis y ahora consagrado al divino Augusto, en la víspera de los idus, Adonis, llamado así por su origen sirio y que no recordaba ya cuál había sido su verdadero nombre de nacimiento, acompañaba los pasos y la vida de su joven amo Valerio. Con frecuencia mis amigos Apio Fabio y Quinto Emilio le gastaban bromas sobre la leyenda del bello Adonis, el desgraciado amor de Venus. Él sorteaba las maliciosas indirectas, en el caso de Fabio, y la sincera curiosidad de Quinto Emilio, que es un entusiasta de todos los relatos y poemas sobre dioses y héroes, saliendo por la orilla con la historia de Adonis, el bello y desdichado amante de Venus, o como él decía en su dulce griego sirio, de Afrodita.
El joven Adonis, reputado como el más bello de los jóvenes, tuvo un nacimiento de lo más particular. De las varias versiones que existían la más conocida, o al menos la que a él le apetecía contar, era la de que Afrodita, por venganza, había movido a la joven Mirra a cometer incesto con su padre, un rey de Siria. La niñera de Mirra ayudó con el plan, pensando en que con una vez se satisfaría el imprudente e indebido deseo de la joven, a quien quería como si fuera su hija. Así Mirra se unió con su padre en la oscuridad, pero los encuentros menudearon, y finalmente el rey descubrió al fin este engaño gracias a una lámpara de aceite, montó en cólera y persiguió a su hija con un cuchillo. Mirra huyó de su padre y tras un doloroso vagar por los desiertos de Siria vio que estaba embarazada. Desesperada suplicó fervientemente la ayuda de la diosa, y Afrodita la transformó en un árbol que lleva su nombre, el árbol de la mirra, cuyas lágrimas son un bálsamo de gran valor. Cuando hendieron la corteza del árbol, un niño bellísimo, Adonis, nació de él.
En este punto del relato comenzaban las bromas comparando la belleza del mítico joven con el frágil adolescente que narraba la historia. Tras aguantar paciente las impertinentes observaciones de los oyentes el relato seguía: Cuando Adonis nació, era un bebé tan hermoso que Afrodita quedó hechizada por su belleza, así que lo encerró en un cofre y se lo dio a Perséfone para que lo guardara, pero cuando ésta descubrió el tesoro que guardaba quedó también encantada por su belleza sobrenatural y rehusó devolverlo. La disputa entre las dos diosas fue resuelta por Zeus, quien decidió que Adonis pasase cuatro meses con Afrodita, cuatro con Perséfone y los cuatro restantes del año con quien quisiera. Adonis sin embargo prefería vivir con Afrodita, pasando también con ella los cuatro meses sobre los que tenía control. Adonis murió destrozado por los colmillos de un jabalí, enviado por el celoso amante de Afrodita, Ares. Afrodita roció néctar sobre su cuerpo, de forma que cada gota de su sangre se convirtió en una flor roja que recuerda en su belleza la hermosura del joven, llamada anémona. Esta última parte encantaba sobre todo a las chiquillas, y era la historia preferida muchos días en el corro de muchachos y muchachas que se formaba al salir de la escuela. Era el momento de gloria de Adonis, pues contaba una historia que, indirectamente, tenía que ver con él y le daba pie a expresarse en su esmerado griego, mucho más correcto que el de cualquiera de esos brutos hispanos.
Yo había hecho preguntas sobre su vida anterior, pero él, que de por sí era poco hablador, se cerraba en banda. Trescientas veces o, como diría él en su lengua griega, diez mil veces había jurado por todos los dioses del Olimpo y del averno que no recordaba que le hubieran dado más nombres que pais, el nombre que en griego se da normalmente a cualquier niño o esclavo, pero no pude sacarle nada más. O no quería, o no sabía, o acaso no podía decirme nada más. En cualquier caso nunca me lo dijo, pero tengo la impresión de que aun siendo esclavo Adonis de Siria, ahora Adonis de Valeria era, dentro de lo razonable, un niño feliz.
Un ruido y un griterío alborozado llamaron entonces nuestra atención. La puerta del triclinum se abrió y salieron corriendo mis dos hermanas, Valeria, la Mayor, y la pequeña Valeria Minor, a quien yo me complacía llamar cariñosamente Mínima. Por la prisa que llevaban debían de haber hecho alguna trastada. La joven cocinera encargada de mantener limpios los pisos salió con cierta cara de enfado, más aparente que real, pues las travesuras de las niñas nunca llegaban a ser graves.
He de reconocer que yo amaba con locura a mis hermanas, máxime tras la falta de nuestra madre, y supuse que se iban a esconder en algún sitio para evitar ser reprendidas. Decidí entonces no perder tiempo buscándolas y dejé para más tarde los saludos, los besos, los juegos y las bromas con las que molestaba, encantaba y alborotada a las niñas. Tomada esa determinación, mis pies y los de Adonis recorrieron la breve distancia hacia la calle. El portero, el ianitor, abrió la puerta y las calles de Valeria recibieron aquella mañana a un candidato a ciudadano y a su siervo.
Mi casa, bueno, la domus de Aulo Valerio Crispo, era una de las mejores y principales de Valeria. No en vano éramos muy envidiados por ella. Sin ser enorme, era grande, y su situación le hacía ser llamada la “Casa Colgada”, pues un saliente de unas vigas permitía abrir una galería que se abría al río. Mucha luz, aire, siempre puro, vistas espectaculares y una posición central en una ciudad que no era grande pero que estaba llena de desniveles y cuestas.
Como solía contar a quien me quería escuchar, y aun a algunos que no tenían muchos deseos de hacerlo, mi ciudad no es muy grande, pero es la mayor de cuantas hay en muchas millas. Más pequeña que Toledo y que Cartago Nova, pero mayor que Saltigi, Egelaxta, Ercávica, Lisibosa y Laminium. Nada decía por cierto de Segóbriga, ciudad de menor rango pero de más población, cosa que molestaba sobremanera a los valerienses. Cuando hablaba con un forastero, siempre me cuidaba mucho de dejar claro que la ciudad había sido fundada por un antepasado mío, nada más y nada menos que el cónsul Cayo Valerio Flaco, en tiempos de la República. Nadie ponía en duda mi orgullosa afirmación, aunque más de un conocido había insinuado que el apellido Valerio de mi familia lo teníamos prestado, ya que en realidad descendíamos de indígenas hispanos que colaboraron muy pronto con los romanos. No obstante esa afirmación no se podía expresar delante de ningún miembro de la familia, so pena de recibir un puñetazo mío o, en su defecto, de Adonis, quien sabía defender a su amo y su honor con un celo digno de un lebrel.
Además, como el magister en la escuela no dejaba de enseñar, escritores afamados habían escrito sobre Valeria, como Plinio llamado el Viejo, que había vivido unos años antes de nacer yo, cuando los emperadores flavios. Él había mencionado a esta ciudad en uno de sus libros. La cita era constantemente leída, copiada y memorizada por todos los escolares valerienses con una devoción casi religiosa. Por ese motivo yo me la sé de memoria.
Carthaginem conveniunt populi LXV exceptis insularum incolis ex colonia Accitania Gemellense, ex Libisosana cognomine Foroaugustana, quibus duabus ius Italiae datum, ex colonia Salariense, oppidani Lati veteris Castulonenses qui Caesarii Iuvenales appellantur, Saetabitani qui Augustani, Valerienses. stipendiariorum autem celeberrimi Alabanenses, Bastitani, Consaburrenses, Dianenses, Egelestani, Ilorcitani, Laminitani, Mentesani qui et Oretani, Mentesani qui et Bastuli, Oretani qui et Germani cognominantur, caputque Celtiberiae Segobrigenses, Carpetaniae Toletani Tago flumini inpositi, dein Viatienses et Virgilienses.
(A Cartago Nova acuden sesenta y cinco pueblos, aparte de los habitantes de las islas: los de la colonia Accitana Gemelense, los de la Libisosana apellidada Foroaugustana, que han recibido las dos el derecho itálico; los de la colonia Salariense; los de Cástulo de antiguo derecho latino, llamados también Caesarii Iuvenales; los setabinos o augustanos, y los valerienses . De los tributarios, los más conocidos son los alabanenses, los bastitanos, los consaburrenses, los dianenses, los egelestanos, los ilorcitanos, los laminitanos, loe mentesanos de sobrenombre oretanos, los mentesanos de sobrenombre bástulos y los oretanos a los que también se llama germanos; los segobrigenses, de la capital de Celtiberia; los toledanos, que viven sobre el río Tajo, en la Carpetania, los viacienses y los virgilienses).
Valeria está situada en un bello paraje entre las hoces de dos pequeños ríos. Desde mi casa se ve muy bien el valle del mayor de ellos. Pero dejad que hable del clima, de la ubicación del lugar, del encanto de mi ciudad y de sus campos.
El clima en invierno es frío con abundantes heladas, y por ello excluye por completo la existencia de mirtos y cualquier árbol que florezca en un clima habitualmente templado; sin embargo, el laurel lo soporta e incluso se cría muy hermoso, a veces muere a causa del frío, pero no más frecuentemente que en otros lugares. Hay que destacar la bondad del clima en verano, pues aunque hace bastante calor siempre corre algo de viento, simples brisas más a menudo que auténticos vientos. Por ello el número de ancianos en la región es muy grande, ya que el clima es sano. El paisaje es hermosísimo. Imaginad una montaña abierta, como en un anfiteatro inmenso, hacia un valle en el que ves brillar el agua del río. Las alturas, llenas de hermosas y antiguas encinas. Esta es la visión privilegiada que tenemos desde mi propia casa.
Mi ciudad está comunicada por medio de calzadas con la vía principal que va de Complutum a Cartago Nova y también con Ercávica y Segóbriga. Precisamente hace unos pocos años todas las vías han sido restauradas y los miliarios renovados. Eso es lo que tiene tener a dos emperadores hispanos en el mando, Trajano y Adriano, a quienes los dioses protejan.
Contamos aquí con un perfecto aprovisionamiento de aguas, envidia de Segóbriga y de otros municipios, mediante un articulado sistema de acueductos que vierten en numerosos aljibes y fuentes monumentales como el Ninfeo, un complejo monumental de carácter ornamental con fuentes y dependencias construidas a sus costados, talleres y pequeñas tiendas, todo ello junto a un hermoso y concurrido foro.
Cuenta también con una hermosa y elegante basílica, un gran edificio civil, donde se realizan transacciones mercantiles, negociaciones públicas y privadas y donde tiene lugar el mercado cuando hace mal tiempo, cosa no infrecuente. Debajo del foro, tan escondido que muchos habitantes no lo saben, hay un grupo de cuatro aljibes que alimentan las fuentes del Ninfeo y suministran agua a la ciudad.
Cerca del foro está el teatro, modesto en comparación con el de Segóbriga, ¡odiosas comparaciones! pero suficiente con sus aproximadamente mil asientos para la vida social y cultural de nuestro municipio (según palabras de mi padre).
Las casas de la ciudad son de dos tipos, unas rectangulares apoyadas en terrazas, unas mayores, como la de mi amigo Fabio, situada casi en las afueras, cerca del río, otras menores, las más, como la de mi amigo Emilio, y otras llamadas casas colgadas, con huecos abiertos al acantilado que limitaba la ciudad por uno de sus lados, con vigas encastradas en la roca que dejaban la mitad de la vivienda suspendida en el vacío. Estas son las más famosas, las más cotizadas. Una de ellas es la mía. La mejor, a decir verdad, de toda Valeria.