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© 2012 Victoria Dahl
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Con solo tocarte, n.º 174 - enero 2019
Título original: Close Enough to Touch
Publicada originalmente por HQN™ Books
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-518-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Si te ha gustado este libro…
Esta es para Jodi.
Gracias por hacerme compañía y por hacerme reír.
Ya era oficial: la vida de Grace Barrett había acabado. O, como mínimo, estaba tan destrozada que, en aquel momento, una muerte rápida sería una bendición.
Tenía veintiocho años, una deuda con un exnovio enfadado y exactamente treinta y siete dólares con cuarenta centavos y, por si fuera poco, estaba allí.
En Wyoming.
Llevaba varias horas allí. Horas de interminables colinas beige y montañas áridas. Horas de vacas. Y ovejas. Y de una extraña criatura que le había parecido un ciervo hasta que había podido verla mejor. Los ciervos no tenían algo parecido a una exótica máscara negra pintada en la cara. ¿Qué demonios eran esas cosas?
Grace se estremeció un poco al bajar del autobús. Sus pies tocaron el suelo, y ya no tenía forma de echarse atrás. Estaba en Wyoming. Sobre el suelo de Wyoming.
–Mierda –murmuró.
El anciano que estaba delante de ella se dio la vuelta con una sonrisa de preocupación.
–¿Cómo dice, señorita?
Grace se cruzó de brazos, con una actitud defensiva.
–Perdóneme, señor. Es solo que…
Él sonrió de nuevo y se llevó la mano hacia la cabeza como si fuera a inclinar el ala de un sombrero.
–Disculpe.
Nadie le había pedido perdón nunca con tanta cortesía. Se cruzó de brazos con más fuerza, porque no sabía cómo comportarse en aquella situación. Por suerte, el hombre se alejó antes de que ella se viera obligada a responder.
Miró cautelosamente a su alrededor. Después de vivir durante varios años en Los Ángeles, sabía que había que mantenerse en guardia contra cualquiera que se le acercara por la calle, por muy amable que pareciera la gente de aquel lugar. No se le acercó nadie, así que se dirigió hacia el conductor, que estaba abriendo los compartimentos de equipaje del autobús. Ella estaba acostumbrada a estar sola, pero llevaba casi dos días rodeada de gente en aquel autobús. Su necesidad de liberarse era tan grande, que tenía una sensación parecida al pánico.
El conductor empezó a descargar las maletas y las dispuso en hileras ordenadas. Grace mantuvo la vista clavada en sus manos, a la espera de que apareciera su vieja bolsa de lona de camuflaje.
Nadie estaba mirando desde tan cerca. Los demás pasajeros estaban abrazando a amigos y familiares, o charlando despreocupadamente mientras observaban el horizonte. Ella solo les dedicó una mínima mirada a las montañas. Alguien podía acercarse, agarrar una bolsa y desaparecer sin que nadie se diera cuenta.
Obviamente, aquellas personas no eran de Los Ángeles. O, quizá, sus bolsas no contuvieran todas sus pertenencias mundanas. Quizá sus bolsas estuvieran llenas de ropa sucia y souvenirs de unas vacaciones en la playa. Sin embargo, cuando apareció su bolsa y el conductor la dejó en el suelo, ella saltó hacia delante, la agarró y la arrastró como un animal salvaje hubiera arrastrado una pieza de carne. Pesaba tanto que casi no podía levantarla, pero tendría que encontrar la forma de conseguirlo. No tenía coche ni dinero para un taxi, si acaso tenían esas cosas en aquel lugar, y ella no le había dicho a su tía abuela cuándo iba a llegar. Así que iba a tener que ir andando.
–A pata –susurró, y consiguió reírse mientras miraba a su alrededor para ver si había alguna vaca parada a su lado.
Al contrario que en el resto de Wyoming, parecía que en el pueblo de Jackson no había vacas, afortunadamente. También era un poco más grande de lo que se esperaba, y eso echó por tierra sus esperanzas de dar con la dirección que estaba buscando simplemente paseando por la calle principal. Tenía que pedir ayuda, y esa idea le arrancó un gemido. Respiró profundamente y miró a su alrededor. Tal vez pudiera encontrar un mapa gratis.
–Bingo –murmuró, al ver un letrero grande donde se leía Punto de información turística Jackson escrito con unas letras antiguas de madera. Ella había vivido mucho tiempo en Hollywood. Si había algo que sabía hacer bien, era distinguir las trampas para turistas.
Arrastró la bolsa por el asfalto y la subió a la acera de… ¿madera? Pestañeó y miró la calle hacia un lado y hacia otro. Sí, hasta donde le alcanzaba la vista, las aceras eran de madera, como en un pueblo del Salvaje Oeste.
–Vaya –murmuró. Aquella gente se esforzaba de verdad, aunque había que admitir que era una monada. Siguió tirando de la bolsa por la acera, agitando la cabeza, hasta que llegó al puesto de folletos.
–¿Tiene algún mapa gratuito de la zona? –le preguntó a la señora que había tras el mostrador y que se había dado la vuelta para ordenar algunos papeles.
–¡Ah, hola! –exclamó la mujer, mientras se giraba hacia ella–. ¡Buenas tardes!
–Hola. Um… solo necesitaba un mapa del pueblo. Algo sencillo.
La mujer se quedó mirando un segundo su pelo, y ella se preguntó qué debía de pensar de una chica con el pelo teñido de morado y unas botas militares, que le estaba pidiendo un mapa de Jackson, pero la sonrisa de la señora no se apagó.
–Sí, hay muchas opciones. Aquí tienes el mapa oficial del pueblo –le dijo, y sacó un folleto doblado–. Pero, y no le digas a nadie que he dicho esto, me parece que el de la asociación de restaurantes es un poco mejor.
–Gracias –dijo Grace. Tomó ambos folletos y abrió el que le había recomendado la mujer.
–¿Qué estás buscando, cariño?
¿Cariño? Grace se miró la camiseta. Sí. Todavía anunciaba un antiguo club de burlesque de Los Ángeles.
–Solo una calle –dijo, suavemente, con la esperanza de no invitar a la mujer a hacerle más preguntas.
–¿Qué calle?
Grace carraspeó y se movió con incomodidad, buscando con desesperación en el mapa para ver si podía encontrarla por sí misma.
–Um… Sagebrush.
–Sagebrush. Esa es muy larga. ¿Qué número? –preguntó la señora, señalándole la calle con una uña pintada de rosa. Sin embargo, apartó la mano antes de que ella pudiera ver qué calle le había indicado.
–El 605 de West Sagebrush –dijo Grace, por fin, con un suspiro.
–¡Ah, eso está por aquí! –exclamó la mujer, y volvió a señalar el mapa.
Aquella vez, Grace sí lo vio. Era una larga línea que serpenteaba por todo el pueblo y que, antes de terminar, seguía la curva de un arroyo. Parecía un camino bastante largo.
–Gracias –dijo. Dobló el mapa y se colgó la bolsa del hombro, conteniendo un gruñido por el esfuerzo–. ¿Es por allí? –preguntó, señalando con la cabeza hacia la dirección que pensaba que tenía que tomar.
–¡Sí!
Grace respiró profundamente y comenzó a andar. Sus botas hacían bastante ruido contra la madera del suelo.
–¡Eh, cariño!
Ella fingió que no oía nada.
–¡Cariño, espera! No puedes hacer todo ese trayecto andando.
–Sí, no se preocupe –respondió ella.
–¡Pero si hay un autobús gratuito!
Ella se detuvo en seco.
–¿Gratuito?
–Totalmente. De hecho, va a parar aquí mismo dentro de unos minutos. Pasa cada media hora.
Grace se giró y miró a la mujer desconfiadamente.
–Pero… ¿me va a llevar a hacer un tour por una nueva urbanización, o algo así?
–¿Qué? Oh, no, claro que no. Es un servicio municipal. Tiene una parada muy cerca de la dirección a la que vas, el 605 de West Sagebrush. Es la Granja de Sementales, ¿no?
–¿La qué? –preguntó ella, y dejó caer la bolsa al suelo. Había oído decir que su tía abuela era una vieja loca, pero…–. ¿Cómo?
–Oh, no me hagas caso –dijo la mujer, riéndose–. Es solo un nombre que usamos en el pueblo.
–¿Para qué?
–Para el edificio.
Justo cuando estaba abriendo la boca para pedir más información, se oyó el chirrido de unos frenos junto a la acera. Acababa de llegar el autobús, y no tuvo tiempo de hacer más preguntas. Volvió a colgarse la bolsa del hombro y corrió hacia el autobús. Tal y como le había prometido la señora, no parecía que hubiera que pagar billete. El conductor la miró con impaciencia, y ella sintió un poco de consuelo. Por muy gratuito que fuera el autobús, el conductor estaba tan hastiado como todos los conductores de autobús de Los Ángeles.
Grace perdió algo de su desconfianza y se sentó en la parte delantera para no tener que arrastrar más la bolsa. Después, abrió el mapa de nuevo para ver en qué parada tenía que bajarse.
Dejando atrás unas cuantas calles, el cemento sustituyó las pasarelas de madera y los edificios de dos pisos con porche delantero se hicieron menos comunes. Cuando llegaron al cruce que le correspondía, habían pasado por un centro comercial y un supermercado grande, y ella se sentía un poco menos desorientada. Tocó la campanilla para avisar al conductor y tiró de su bolsa escalones abajo.
No se atrevió a detenerse y mirar a su alrededor cuando el autobús se alejaba. La bolsa pesaba mucho y ya tenía los hombros doloridos, así que tomó la calle lateral con la cabeza agachada. Sagebrush estaba a solo cuatro manzanas. No había problema.
Cuando llegó a la siguiente calle, le faltaba el aire.
–Dios mío –murmuró, y se detuvo para respirar profundamente varias veces. No le sirvió de nada. «Es por la altitud», se recordó a sí misma, y, finalmente, tuvo que ceder y dejar caer la bolsa. Cerró los ojos y se concentró en inhalar oxígeno. Sin el peso de la bolsa, recuperó la respiración normal al cabo de unos segundos.
¿De verdad había pensado que iba a poder caminar desde la estación de autobuses hasta el apartamento? Se echó a reír al imaginarse a sí misma arrastrándose por la calle con la bolsa en equilibrio sobre la espalda. Después, abrió los ojos y respiró hondo.
–Umm… – tarareó.
El aire olía… bien. Muy agradable. Fresco y limpio. Tal vez sí pudiera vivir con menos oxígeno, aunque fuera muy poco tiempo. Tampoco iba a tener que quedarse para siempre en aquel pueblo absurdo.
Aunque, en realidad, era bonito. La parte del Viejo Oeste había dejado paso a una zona victoriana de casas pequeñas como de pan de jengibre, separadas por alguna casa de campo de los años sesenta. Ella nunca había vivido en un pueblo pequeño. Tal vez estuviera bien, temporalmente.
Entonces, como si estuviera especialmente preparado para demostrarle lo equivocada que estaba, el tintineo de un timbre interrumpió sus pensamientos. Una bicicleta pasó a su lado. Un tándem. Ambos ciclistas saludaron mientras se alejaban. Grace hizo una mueca al ver aquella escena tan feliz, que parecía sacada de un anuncio. Claramente, aquel pueblo iba a restregarle su propia desgracia por la cara.
Cuando pasó el tándem, levantó la bolsa y siguió caminando. Apareció otra bicicleta, esta vez individual, pero con una bocina anticuada que el ciclista tocó antes de saludar. Sí, Los Ángeles ya era lo suficientemente angustioso, con tanto sol, pero aquel pueblo era demasiado.
Con suerte, Vancouver sería mejor. Allí había una industria cinematográfica importante, y había un trabajo esperándola, si conseguía llegar en seis semanas. Y, si hacía un buen trabajo, tal vez pudiera conseguir un puesto estable de maquilladora allí donde nadie sabía que era difícil trabajar con ella. Difícil, en el sentido de que no toleraba a actores sobones ni a jefes groseros. Para ella, era algo totalmente razonable, pero en Los Ángeles, la adulación era una forma de vida.
Grace entró en la calle Sagebrush y comenzó a mirar las indicaciones. Cuando, por fin, vio el número 605, se llevó una grata sorpresa. Se trataba de un edificio victoriano que no tenía nada que ver con una granja. Ni con sementales. No era la casa más bonita de la manzana, pero estaba recién pintada de azul cobalto y tenía los recercados de las ventanas y del porche de color blanco brillante. Parecía un lugar perfectamente respetable.
Después, sus ojos se deslizaron hacia el edificio de al lado. El bar de al lado. Supo que era un bar al estilo de un salón del salvaje oeste por el ancho tablón de madera que había encima de la puerta, en el cual estaba escrito SALOON en grandes letras negras. En el antiguo porche de la casa había taburetes de bar alineados y, al contrario del edificio ante el que ella se encontraba, parecía que aquel otro no había recibido una mano de pintura desde 1902. De hecho, parecía un granero que no había pintado nadie desde 1902. Estaba segura de que veía una especie de puerta de pajar cerca del techo.
Le dolían mucho los hombros, así que se ajustó la correa de la bolsa y caminó por la acera hacia la casa. Al entrar, vio dos puertas marcadas con las letras A y B y, por otro lado, una amplia escalera que conducía al segundo piso. Dejó caer la bolsa y sacó la carta de su tía abuela, rezando para que su apartamento estuviera en la planta baja. No sabía si podría subir las escaleras sin desmayarse.
–Puerta A –susurró–. Gracias a Dios.
Iba a abrir la puerta cuando se dio cuenta de su error, y se detuvo. No tenía llave. Y, mirando de nuevo la carta, se dio cuenta de que tampoco tenía un número de teléfono al que llamar.
Intentó girar el pomo, aunque se sentía un poco tonta. ¿Quién iba a dejar abierto un apartamento vacío?
–Mierda.
Se puso de puntillas y pasó los dedos por encima del marco de la puerta.
–Mierda, mierda.
Al mirar hacia abajo, vio que sus botas negras estaban plantadas sobre un felpudo con un letrero en el que podía leerse ¿Qué tal? Dentro de un lazo en forma de círculo. Su última esperanza era aquella muestra de kitsch del Oeste. Contuvo la respiración, salió del felpudo y lo levantó. Nada.
–Mierda –gruñó de nuevo, y fulminó con la mirada el sobre que tenía en la mano. El remite de su tía era un apartado de correos. Se había comunicado con ella escribiéndola a la dirección de una amiga, que Grace utilizaba como remite. Y la abuela Rose no le había contestado las llamadas de teléfono.
Por si aquella fuera la hora del día en la que su abuela encendía el teléfono para mirar los mensajes, Grace sacó su teléfono y marcó el número de su abuela. Después de unos segundos, oyó la voz del contestador automático. Se le encogió el corazón.
Miró de nuevo la carta, aunque sin esperanzas. ¿Qué iba a hacer? ¿Pasearse por todo el pueblo preguntándole a la gente si conocía a su abuela? Había hecho un viaje de autobús de dos días, y estaba agotada. Solo quería descansar unas cuantas horas.
–¡Mierda, mierda, mierda!
Le dio una patada a la bolsa, con rabia, pero no fue lo suficientemente fuerte, así que alzó la pierna para volver a patear. Aquella bolsa contenía toda su vida, y eso le parecía una buena razón para hacerlo de nuevo. Aquella era su vida. Estaba allí mismo. Su porquería de vida allí, en aquella bolsa desgastada y sucia con estampado de camuflaje.
–¡Mierda! –gritó de nuevo, y le dio tal patada, que la envió a un metro de distancia.
–Esa bolsa debe de haber hecho algo horrible para que estés tan enfadada.
Grace se giró para ver quién acababa de hablar con aquel acento que arrastraba las palabras, y el corazón empezó a latirle aceleradamente. Había un hombre en la puerta del piso de al lado. Estaba apoyado en el marco, cruzado de brazos, sonriendo.
–¿Disculpe? –le espetó ella.
–Me estaba preguntando por qué le estás dando esa paliza a la bolsa, cariño.
–En primer lugar, yo no soy su «cariño». Y, en segundo lugar, no es asunto suyo.
Él sonrió aún más, y se le formaron hoyuelos en las mejillas. Tenía la cara morena, con las mandíbulas cuadradas. Era muy guapo.
–¿De verdad no es asunto mío que haya una mujer enloquecida gritando delante de la puerta de mi casa una preciosa tarde de viernes? A mí, eso me llama la atención.
–Es la puerta de mi casa –lo corrigió ella, con la esperanza de estar en lo cierto. Con la esperanza de que su tía no hubiera decidido alquilarle el apartamento a otra persona durante la semana que había pasado desde que la había escrito.
Él enarcó las cejas y se irguió.
–¿Tu casa? ¿Estás segura?
Grace soltó un resoplido y se tiró un farol.
–Por supuesto que estoy segura.
Él encogió un hombro y, de repente, ella se fijó en que él no llevaba abotonada la camisa. Parecía que se la había puesto por encima para salir a investigar qué era el escándalo de la escalera. Cuando se movió, se le vio una larga sección de piel desde el cuello a la cintura. Y, a partir de ahí, se veían sus vaqueros, que se le ceñían muy favorecedoramente a las caderas.
Entonces, ella lo recordó: la Granja de Sementales. ¿Qué clase de lugar era aquel?
Se quitó aquella idea de la cabeza. Aquel hombre llevaba unas botas de vaquero, por Dios. Era campechano y hogareño. Sus muslos no tenían por qué importarle a ella. Sin embargo, la visión de sus botas le recordó que estaba en Wyoming, y que estaba en Wyoming por cómo había estropeado su propia existencia.
–De todos modos, no es cosa suya.
Agarró las asas de la bolsa y la alzó con los brazos temblorosos. No podía dejar allí su bolsa, pero no sabía qué iba a hacer con ella. Ni siquiera sabía qué iba a hacer consigo misma.
Sintió ira, y eso le dio fuerzas para alzar aún más la bolsa. Sin embargo, no iba a poder llegar al bordillo de la acera y, mucho menos, ir andando hasta… ¿dónde, exactamente?
–Deja que te ayude.
Una mano grande se cerró alrededor de las asas y le quitó el peso de encima.
–Eh –dijo ella, pero él ya se había apoderado de la bolsa. La sujetaba con una mano, como si fuera un libro de bolsillo. Se le vio más piel al movérsele la camisa. Piel, músculo y vello dorado.
Mientras lo miraba obnubilada, él pasó por delante de ella y abrió la puerta.
La… abrió, sin más.
–¿Cómo…?
Él la miró con desconcierto.
–Has dicho que esta era tu casa, ¿no?
–Sí, pero… –balbuceó. Tuvo la sensación de que le iba a salir humo por las orejas; quiso agarrar su bolsa y decirle que se perdiera para siempre. Sin embargo, tenía los brazos muy cansados–. La puerta estaba cerrada con llave –dijo entre dientes.
–No. Se atasca un poco. Tienes que tirar un poco antes de girar el pomo.
–Entonces, ¿no estaba cerrada?
–Aquí no hay nada que robar –respondió él, señalando el interior con un gesto de la mano que tenía libre–. ¿Dónde te dejo esto?
¿Dónde? Se fijó en el entorno: paredes blancas, suelo de tarima de madera, una cocina insulsa… Tenía ciertos toques del pasado, como una chimenea y unas estanterías de obra. Sin embargo, no había ni un solo mueble.
Eso no se le había ocurrido.
–Aquí mismo –murmuró–. Gracias.
En realidad, no tenía importancia. Salón, dormitorio… Para ella, todo eran habitaciones vacías.
–¿Aquí? –preguntó él, con un titubeo.
–Sí, aquí. Gracias. Le agradezco su ayuda.
–¿De verdad? –preguntó él, de nuevo, con una sonrisa que sacó a relucir de nuevo sus hoyuelos–. Entonces, ¿por qué parece que te duele la garganta al decirlo?
Ella frunció el ceño, pero él no se dio por aludido y le tendió la mano.
–Por cierto, me llamo Cole. Cole Rawlins.
–Yo, Grace Barrett –dijo ella.
Él le estrechó la mano y, aunque no apretó, no había manera de que su fuerza pasara desapercibida. Ella notó su aspereza en los dedos.
–Grace –murmuró, mirándole el pelo durante un momento.
–Sí. Grace –dijo ella.
Le gustaba que los demás percibieran la contradicción que había entre su nombre tradicional y amable y su aspecto físico.
Aquel hombre se recuperó de la sorpresa mucho antes que cualquier otro.
–Es un placer –dijo con sencillez. Después, añadió–: Grace.
Ella tiró de la mano rápidamente, por lo íntimo que le pareció oírle decir su nombre como si de verdad fuera un placer.
–No eres de por aquí –dijo él.
–Mira, de verdad, te agradezco que me hayas ayudado, pero necesito encontrar a mi tía, así que…
«¿Podrías darme algo de espacio?».
–¿A tu tía?
–Le he alquilado el apartamento.
–Un momento, ¿Rayleen es tu tía?
–Mi tía abuela, para ser más exactos.
–Ah, ahora lo entiendo.
–¿El qué?
–El motivo por el que te ha alquilado el piso.
Grace se irguió de hombros y puso cara de pocos amigos.
–¿Y por qué, exactamente, no me iba a alquilar el piso, eh? Qué agradable eres, vaquero.
Pensó que él iba a aturullarse y a tratar de darle alguna excusa, cuando lo que en realidad había querido decir era que una chica como ella no encajaba en aquel lugar. Sin embargo, él no carraspeó ni cambio de tema, sino que volvió a sonreír.
–Digamos que eres un poco más pequeña que el resto de los inquilinos de este edificio.
Grace miró a su alrededor, como si los demás inquilinos acabaran de llegar.
–Creía que la gente de Wyoming le llamaba al pan, pan, y al vino, vino. ¿Por qué no intentas decirme lo que quieres decir de verdad?
–Vaya, tú sí que eres sincera. En tu tierra la gente no es tímida, ¿eh? Está bien, te lo diré con claridad. Tu tía tiene fama de alquilar sus apartamentos solamente a hombres. Dice que es más fácil tratar con ellos –respondió él. Sin embargo, por la ironía de su tono de voz, estaba claro que quería decir otra cosa.
–Eh… ¿Ocurre por aquí algo que yo debiera saber? –preguntó Grace.
Al ver que ella le miraba el cuerpo, él abrió mucho los ojos, con espanto.
–¡No! Claro que no. Pero, eh, si a ella le gusta mi cara lo suficiente como para hacerme una rebaja de cien dólares en la renta, no voy a discutir. Pero eso es todo, lo prometo.
Era obvio que estaba diciendo la verdad. Y, en cuanto a su cara, era cierto que bastaba para inspirar generosidad. Era preciosa y masculina. Tenía la mandíbula como de acero, una nariz fuerte y unos ojos azules que debía de entrecerrar con calidez a menudo, a juzgar por las arrugas de reírse que tenía en las comisuras. Tenía el pelo marrón claro, corto y un poco ondulado. Era guapísimo. Además, su cuerpo también llamaba la atención, aunque ella consiguió mantener la mirada fija en su rostro.
–¿No es ilegal alquilar solo a hombres?
–No lo sé. Pero supongo que ella se sale con la suya.
–Bueno, sea como sea, tengo que encontrarla para decirle que estoy aquí y que necesito unas llaves.
–Pues es bastante fácil. Seguramente está en la puerta de al lado.
–¿En tu casa?
–¡No! Vamos. Me refiero a la puerta de al lado, la puerta del bar.
–¿Es que bebe mucho?
–Bueno, regenta el bar –repuso él, corrigiéndola–. Y, sí, bebe a base de bien.
–Ah. Gracias. Voy a ir a verla.
Le estaba dando a entender que tenía que marcharse. Incluso enarcó una ceja con impaciencia y miró a la puerta. Pero Cole no se dio cuenta, porque estaba mirando el apartamento.
–¿Vas a recibir algún mueble?
–Claro, por supuesto. Gracias por tu ayuda.
Entonces, él volvió a sonreír.
–Muy bien, Grace Barrett. Incluso los vaqueros captan las indirectas. Si necesitas ayuda, avísame. Estoy aquí al lado.
–Estupendo. Gracias.
El sonido de sus botas en el suelo de madera fue más suave de lo que Grace hubiese esperado, pero, de todos modos, sus pasos reverberaron contra las paredes desnudas. Si ella se hubiera planteado quedarse más de seis meses en el mismo sitio, en aquel momento estaría pensando que necesitaba encontrar algo para poner en aquellas paredes. O, por lo menos, se habría imaginado pintándolas de algún color cálido, y preguntándose dónde podría encontrar alguna alfombra. Pero no pensaba quedarse allí, así que se deleitó con la pintura blanca, que solo tenía unos pocos agujeros de clavos.
Por lo menos, había aprendido a apreciar las pequeñas cosas de la vida. Y las grandes, también, como, por ejemplo, el sonido de la puerta cerrándose cuando Cole Rawlins la dejó sola, por fin.
–Menos mal –dijo Grace, con un suspiro de alivio. Aquel sitio parecía mucho más grande sin que él ocupara tanto espacio.
Además, sin que él estuviera allí, empezó a apreciar los pequeños detalles que diferenciaban aquel apartamento de su viejo piso de Los Ángeles. El hermoso y oscuro marco de la ventana de madera no estaba pintado y, en lugar de los estores venecianos, había cortinas blancas. Y no olía a insecticida para cucarachas.
Se acercó a la ventana y abrió las cortinas. Allí había otra diferencia: en lugar de tener vistas a un aparcamiento, al tráfico a otros miles de apartamentos, tenía delante un gran pino. Después había una callecita y, en la otra acera, una casa verde con un porche amarillo. El garaje estaba abierto, y delante de la puerta había una moto de nieve.
A Grace le extrañó aquello, y arrugó la nariz. En Los Ángeles nunca había visto una moto de nieve. Motos acuáticas, sí, claro. Sin embargo, la moto de nieve parecía una máquina de verdad, peligrosa y poderosa, de un negro y rojo relucientes bajo la luz del sol. Parecía algo… divertido.
Lástima que no fuera a quedarse allí hasta el invierno. Tenía que llegar a Vancouver antes de seis semanas y ganar algo de dinero, o tendría problemas más graves, incluso, que los que tenía en aquel momento. Mucho, mucho más graves.
Cole tomó una lata de refresco y se apoyó en la encimera de la cocina, mirando hacia la puerta de su casa. Lo de abrir y encontrarse a una chica de ciudad furiosa, dándole patadas a una bolsa de viaje bien llena, había sido toda una sorpresa. No era lo que esperaba ver durante una rápida vuelta a casa para ducharse y tomar un sándwich después de su medio turno de trabajo en el rancho. La voz femenina que oyó en el descansillo le había llamado la atención. ¿Una mujer soltando maldiciones y pataleando? Uf.
Aquella chica iba a dar problemas. Si los reflejos morados de su pelo oscuro y cortado a capas no lo dejaban bien claro, el duro brillo de su mirada, sí. Él conocía esa mirada. La había visto antes. Y, a pesar de su imagen de vaquero bonachón y amigable, aquella mirada había removido algo en él. Era como un reto, y a él le encantaban los retos.
Ella lo había echado a empujones por la puerta con la excusa de que necesitaba encontrar a su tía inmediatamente, pero habían pasado cinco minutos y todavía no la había oído marcharse. Bruja maleducada… Era como si se hubiera tomado sus intentos de ayudar como una especie de insulto.
Tenía que haberla dejado en el pasillo toda la tarde, intentando descubrir cómo podía entrar en un apartamento que ya estaba abierto. Cole imaginó su creciente enfado y su frustración. Esa mirada de furia que había vislumbrado al abrir la puerta para averiguar de qué se trataba el ruido… Ella ni siquiera se había avergonzado, se había quedado mirándolo como si él se estuviera entrometiendo.
–Problemas –murmuró, cuando, por fin, dejó de vigilar la puerta y se irguió. Shane estaba esperándolo en el bar para tomar una cerveza, y Cole no tenía nada que hacer hasta su sesión de rehabilitación física del día siguiente. No se entretuvo mucho en la entrada, pero solo porque pensó que la vería pronto en el Crooked R.
Durante los últimos diez años se había olvidado de aquel tipo de chicas, pero las estaba recordando ahora. Se acordaba de cómo le aceleraban los latidos del corazón. De que lo empujaban a actuar por impulso. En el pasado había tenido debilidad por las chicas de ciudad peligrosas y, por ese motivo, había acabado mal.
Se quitó aquel pensamiento de la cabeza al entrar al bar. Shane estaba junto a la mesa de billar, preparándose para una partida.
–Hola –le dijo, mientras tomaba un taco.
–Hola. ¿Cuándo vas a mover el culo y a volver al trabajo?
A pesar de aquellas palabras groseras, Cole captó la mirada de preocupación de Shane. La ignoró.
–Ahora estoy a media jornada. No por mucho tiempo.
–¿Sí?
–Sí, por supuesto.
Shane lo observó otro largo instante.
–Bien –dijo por fin–. Porque quiero recuperar mi apartamento del primer piso.
–¿Tanto te cuesta subir las escaleras, viejo?
–Mira quién fue a hablar –replicó Shane, y señaló la mesa–. ¿Quieres empezar tú?
Cole iba a responder, pero se distrajo al oír abrirse la puerta del bar. El destello de luz de la calle oscureció al recién llegado, pero, en cuanto se cerró la puerta, él vio que era una chica rubia. Nada de pelo negro y morado.
–¿Te apetece jugar, o no? –volvió a preguntar Shane.
Sí, le apetecía jugar, pero no estaba pensando en el billar. Estaba pensando en su nueva vecina.
–Eh, ¿te has enterado de la noticia?
Cole supuso que Shane se refería a Grace, así que enarcó la ceja y se inclinó sobre la mesa de billar para dar el primer golpe a la bola.
–Van a venir a rodar una película importante al pueblo.
Cole hizo un esfuerzo y tiró del taco hacia atrás, como si aquellas palabras no le afectaran. De hecho, consiguió meter dos bolas con un golpe perfecto.
–¿Sabes algo al respecto? –preguntó Shane.
–¿Yo? ¿Por qué iba a saberlo?
–No sé. Pensé que a lo mejor volvías a interesarte en Hollywood.
Cole consiguió sonreír, aunque le daba vueltas la cabeza. Ese no podía ser el motivo por el que Grace estaba allí, ¿no?
–Eso fue hace mucho tiempo –dijo con calma.
–No tanto –replicó Shane–. ¿Diez años?
–Trece –dijo Cole. Trece largos años, pero no lo suficientemente largos. Trece años desde que Hollywood había ido al pueblo y se había tirado de cabeza. Si Grace era parte del equipo…
Pero, no. Ella solo había alquilado el apartamento, no estaba alojada en uno de los hoteles lujosos. Grace no era parte del equipo de rodaje. No era posible. Sin embargo, tal vez aquello fuera un aviso que debía atender, un recordatorio de que las chicas de ciudad ya lo habían llevado por el mal camino más veces. Y de que él las había seguido voluntariamente.
Aquella chica era una mala noticia. Y vivía en la puerta de al lado. Y él no tenía ni la más mínima intención de evitarla.
Aquella chica debería asustarlo mucho y, sin embargo, estaba sonriendo de expectación.
Y eso hizo que sonriera aún más.
Verdaderamente, malas noticias.
Grace percibió la frescura del aire en cuanto salió a la calle. Su limpieza le sorprendió, a pesar de que había estado fuera solo unos minutos antes. Casi con reticencia, respiró hondo, atrayendo su belleza. Aunque hubiera estado entre edificios de estuco y delante de una carretera de diez carriles llenos de tráfico, no habría podido poner en duda que ya no estaba en Los Ángeles. El aire era demasiado puro y, cuando se movía, casi no le rozaba la piel. Se sintió más ligera mientras se dirigía hacia los apagados sonidos de música que se filtraban por la puerta de bar de al lado.
–La taberna de al lado –murmuró. Eso era algo que nunca había dicho antes. Bar, sí. Licorería, también. Y, en una ocasión, incluso, club de striptease. Pero, taberna, nunca.
El club de striptease había resultado ser un buen vecino. Al contrario que en los bares y las licorerías, nadie quería pasar el rato fuera de un club de striptease. Lo interesante estaba dentro, detrás de las ventanas oscurecidas y las paredes lisas de cemento. Y, cuando el local cerraba, de noche, las chicas lo dejaban todo y se largaban como si el edificio les pusiera la carne de gallina.
Grace nunca se había imaginado a sí misma fingiendo que le gustaba un hombre por dinero, ni utilizando su cuerpo para ganar favores. Sin embargo, al final, había hecho lo mismo, ¿no?
Cuando abrió la pesada puerta del bar, se apartó aquel pensamiento de la cabeza. ¿Qué importaba ya? Había hecho lo que había hecho y, ahora, se merecía ser tan desgraciada.
En el bar sonaba una vieja música country, aunque no estaba muy alta y se oía el amistoso zumbido de las conversaciones. Solo eran las tres de la tarde, pero había varias mesas llenas, aunque no con los habituales tipos miserables que ella asociaba con el hecho de beber alcohol tan pronto. Dos de los grupos parecían universitarios desaliñados que podrían verse en cualquier ciudad. Sin embargo, en la mesa más cercana, había cinco hombres que llevaban sombreros de vaquero. A su paso, todos ellos se tocaron el ala del sombrero, y Grace se sonrojó ante aquella inesperada cortesía. Pasó rápidamente junto a ellos hasta la larga barra que recorría uno de los laterales del local.
Llevaba casi veinte años sin ver a su tía abuela, pero, claramente, la rubia que había detrás de la barra no era la tía Rayleen. La camarera estaba dentro de la treintena, probablemente, aunque tenía la piel tersa y tan bonita que podría pasar por una mujer más joven.
–Hola –dijo Grace para captar su atención–. Estoy buscando a Rayleen. ¿Rayleen Kisler?
La mujer siguió abrillantando un vaso, pero sonrió amablemente.
–Claro, cariño. Está allí. En la mesa de siempre.
Grace siguió el gesto con la mirada y vio una mesa en el rincón más alejado de la barra. Había una anciana haciendo un solitario, con un cigarro apagado entre los labios delgados. Sí. Aquella era la tía Rayleen. Tenía el mismo aspecto de mala de siempre.
–Gracias –murmuró Grace, aunque, mientras atravesaba el bar, iba pensando que esa no era la palabra correcta.
Lo que debería haber dicho era «Bueno, no importa» o «Haga como que no me ha visto». Debería haberse dado la vuelta, haber recogido sus cosas y haberse marchado. Ni siquiera había querido pedirle ayuda a su abuela y, mucho menos, a aquella otra mujer de gesto agrio que nunca había tenido una palabra amable para nadie, ni siquiera cuando ella era pequeña. Y, con el paso de los años, su rostro se había vuelto aún más agrio. Aunque todavía tenía un pelo precioso. Tenía una melena de color blanco puro que le caía por los hombros formando una hermosa ondulación. La única vanidad de Rayleen, según la abuela Rose. Grace se detuvo delante de la mesa, pero la anciana no levantó la vista, tan solo frunció el ceño ante sus cartas y les dio la vuelta a tres a la vez, con un ritmo pausado. Llevaba una camisa de cambray, de un color claro, que debía de ser de tres tallas más de la que le correspondía.
–¿Tía Rayleen? –preguntó Grace.
La anciana gruñó.
–Soy Grace. Grace Barrett –dijo ella. No hubo respuesta–. ¿Tu sobrina?
Entonces, la anciana arqueó las cejas plateadas, alzó la vista y le clavó unos agudos ojos verdes.
–Vaya, creía que estarías mucho peor.
–¿Disculpa?
Rayleen volvió a mirar a la mesa y siguió sacando cartas.
–Una mujer adulta que no sabe conservar su trabajo ni mantenerse por sí misma, y que tiene que escribir a su tía abuela para pedirle dinero… pensé que estarías enferma. Pero me parece que estás perfectamente.
Grace sintió una punzada de ira.
–Si no quieres…
–Aparte del pelo.
Grace se puso rígida y carraspeó. No tenía ningún derecho a contestar a aquella señora. Dios, quería hacerlo, pero quizá el hecho de dejarle el apartamento gratis le daba a Rayleen el derecho a insultarla un poco. Motivo por el que ella detestaba pedir ayuda.
–Vivía con alguien, pero no salió bien. Con la economía…
–¿Y quién te ha dicho que podías depender de un hombre para algo?
–Bueno… No, nadie me ha dicho eso.
–Seguramente, lo aprendiste de la idiota de tu madre. Esa mujer no tiene ni la más mínima inteligencia.
Grace sintió una oleada de emoción extraña. Furia, mezclada con vergüenza y con la humillación de escuchar la verdad dicha claramente.
–Escucha –masculló–. Si no quieres que me quede, dilo, y me marcho ahora mismo.
–¿Sí? ¿Y adónde vas a ir?
–A cualquier parte. Ya encontraré un sitio. No necesito tu caridad.
–Claro que sí, o no la habrías aceptado, para empezar. Tu abuela está viviendo en casa de ese viejo en Florida, y no puedes quedarte allí, ¿no?
No, no podía quedarse allí. Aunque hubiera preferido quedarse allí que tener que pedirle dinero a su abuela Rose. Por desgracia, su abuela no tenía dinero para prestarle, pero le había pedido a Rayleen que le devolviera un favor que le debía. Si ella no hubiera estado tan desesperada, nunca habría aceptado aquella oferta.
–Bueno, veo que por lo menos tienes algo de valor. Debes de haberte saltado una generación. ¿Quieres el apartamento, o no?
La humillación le quemó un poco más la piel. Siempre había detestado que el hecho de ser tan pálida dejara traslucir sus emociones con tanta claridad. En realidad, no intentaba ocultar su ira a menudo, pero, al menos, quería controlar quién la veía y quién no. Y, en aquel momento, no quería mostrarle nada a aquella mujer. Quería estar calmada cuando se diera la vuelta y saliera del bar con la cabeza alta. No tenía adónde ir, pero era mejor dormir en un banco del parque que pedirle la llave a aquella bruja.
–Escucha, cariño –dijo, por fin, Rayleen–. La cuestión no es si quiero que estés aquí, o no. Yo no te conozco. Pero estoy dispuesta a permitir que te quedes porque tengo un apartamento vacío y Rose me ha pedido un favor. Tú pagas los muebles, y puedes quedarte. Pero solo hasta que empiece la temporada de esquí. Una cosa es agosto, pero ¿cuando llegue diciembre? No. Le tengo echado el ojo a un monitor de snowboard guapísimo al que tuve que rechazar la temporada pasada.
Aquello distrajo a Grace de su furia. ¿Un instructor de snowboard guapísimo? ¿Para qué? ¿Para el apartamento, o para una aventura? Dios Santo, aquella mujer estaba loca. Sin embargo, eso no significaba que ella quisiera aceptar el ofrecimiento que le había hecho de tan mala gana.
Estaba abriendo la boca para decirle a su tía abuela una grosería, cuando la anciana sonrió, mostrando una perfecta dentadura blanca más allá del cigarrillo que le colgaba de los labios.
–Estás cabreada, ¿eh? Me gusta eso. El orgullo es algo muy bello, pero tienes que preguntarte a ti misma adónde te ha llevado tu orgullo hasta este momento. Porque, que yo sepa, no tienes casa y estás amargada. ¿Te gusta eso?
Dios Santo, las cosas que quería hacerle a aquella mujer serían maltrato a la tercera edad, pero la tía Rayleen era una maleducada. Y muy mala. Y tenía mucha razón.
Eso era lo peor de todo. Que tuviera razón. Ella era muy orgullosa, pero el orgullo no llenaba el estómago ni quitaba el frío. Así que tragó saliva. Y asintió.
–Gracias por dejarme el apartamento –dijo, a duras penas–. Saldré dentro de un mes.
Rayleen se echó a reír.
–Oh, eso ya lo veremos. Por el momento, no golpees las paredes ni te dejes las ventanas abiertas cuando llueva. No está permitido fumar ni tener mascotas. La llave está en la caja registradora. Jenny te la dará.
–Gracias –dijo Grace de nuevo, con el mismo sabor amargo que la primera vez. Ojalá tuviera dinero para tomarse una cerveza, pensó, mientras se acercaba a la barra. Ojalá su vida fuera tan sencilla como sentarse y tomarse una cervecita fría. O, mejor aún, un whiskey doble. Dios, sí.
–Hola otra vez –le dijo la camarera.
Grace se obligó a sí misma a sonreír. Aquella chica le daba buenas vibraciones. Seguramente, ganaba mucho dinero de camarera, porque había que saber hacer bien aquel trabajo. Ella lo sabía porque lo había intentado y no lo había conseguido, porque no le caía bien a la gente. Sin embargo, aquella mujer… tenía algo reconfortante.
–¿Eres Jenny?
–Sí.
–Rayleen me ha dicho que te pidiera la llave del apartamento A.
–¿Tú? –le preguntó Jenny, y se echó a reír–. Vaya, esto sí que es todo un cambio.
–¿Tengo que registrar el piso para encontrar cámaras escondidas? –preguntó ella, medio en bromas.
–No, creo que no. Le gusta coleccionarlos, pero no espiarlos, creo. Nada demasiado inquietante –dijo Jenny. Apretó un botón de la caja registradora y abrió el cajón.
–A mí me parece bastante inquietante –murmuró Grace.
–Es inofensiva. A ellos les gusta venir a tomarle el pelo, pero ella les llama «niñatos» y les dice que la dejen en paz –respondió Jenny, y le entregó la llave–. Bienvenida a Jackson.
–Gracias –dijo ella. Y eso fue todo. Sin papeleo. Sin contrato ni trámites legales–. ¿Sabes de algún puesto de trabajo?
–No, ya estamos casi a finales de verano. ¿A qué te dedicas?
Grace se encogió de hombros.
–Puedo trabajar de camarera. Limpiar mesas. Y también, de limpiadora.
–¿Y nada más? Pareces una mujer que sabe hacer otras cosas.
Grace se quedó helada. ¿A qué se refería? ¿A desnudarse? ¿A la prostitución? Sabía que tenía un aspecto un poco más duro que la gente de Wyoming, pero no esperaba tener que enfrentarse a la misma porquería que en Los Ángeles.
–¿Nunca has trabajado en una tienda de ropa? –le preguntó Jenny, con tanta amabilidad como antes.
Grace pestañeó. ¿Se refería a eso? ¿A algo tan inofensivo?
–Eh… Sí, claro. Trabajé en una tienda de ropa de segunda mano cuando era joven. Y sé maquillar.
–¿Maquillar?
–Trabajo de maquilladora en Los Ángeles.
–Ah –dijo Jenny, y abrió unos ojos como platos–. Eso es muy cool.
–Pero no es muy útil en Wyoming.
–Puede que no, pero se gana más dinero que trabajando de camarera en un pueblo turístico.
–Depende…
–¿De qué?
–De si puedes evitar cabrear a las cincuenta personas de un rodaje que tienen el poder de despedirte, si quieren.
Jenny se echó a reír.
–Bueno, tal vez deberías ir a ver a Eve Hill. Es fotógrafa, y es muy maja. Puede que tenga trabajo para ti.
Grace se esforzó en no poner cara de duda, pero prefería ser camarera antes que maquillar novias para las fotos de la boda.
–¿Qué tipo de fotografía? –preguntó con cautela.
–No estoy segura. Hace fotografías de paisajes, pero también hace sesiones de fotos para revistas.
–¿Aquí?
En aquella ocasión, las dudas debieron de reflejarse con claridad en su semblante, porque Jenny cabeceó.
–Aunque estemos en mitad de ninguna parte, aquí hay dinero. Mucha de la gente que conoces de Los Ángeles viene aquí a esquiar y para los carnavales, y les gusta tener un motivo para estar aquí. Los rodajes y las campañas de moda se lo proporcionan.
–Ah. Claro. De acuerdo, voy a buscarla.
–Sí, hazlo. Y, si eso no resulta, ya te diré algunos sitios buenos para ser camarera en el pueblo, y los sitios que debes evitar.
–Muchísimas gracias.
Jenny le guiñó un ojo amigablemente y, después, se alejó para atender a dos hombres que acababan de acercarse a la barra.
–Eve Hill –murmuró Grace.
Seguramente, no iba a salir bien. Aquella mujer no necesitaría ninguna maquilladora. Sin embargo, si había alguna posibilidad de evitar volver a servir mesas, tenía que intentarlo y tragarse su orgullo. Incluso se ofrecería voluntaria para hacer maquillajes de novias. Después de todo, había un denominador común para toda la gente que a ella no se le daba bien: los clientes, los jefes, los amantes, las novias. Y ese denominador común era Grace.
Ella era el problema.
Apretó la llave en el puño y salió del bar sin mirar a los ojos a ninguno de los clientes.
No le caía bien a la gente.
Bueno, eso no era del todo cierto. Tenía amigos. Por ejemplo, Merry Kade, que había sido su mejor amiga durante diez años. Así que le caía bien a algunas personas, pero no a las personas que controlaban su nómina. Aunque, hasta hacía algunos meses, tampoco eso había sido un problema. Era tan buena maquillando que no tenía que ser una aduladora para conservar su puesto de trabajo. Le había ido muy bien. No había tenido que pedir ayuda a nadie.
Pero eso era antes.
No importaba. Había pedido ayuda en aquella ocasión, ¿no? Y lo detestaba. Lo odiaba como nunca hubiera odiado ninguna otra cosa. Era peor que aquella vez que había tenido que vivir en la calle, de niña, comiendo en comedores sociales. Era peor que tener que dormir en el sofá de unos amigos durante unos días, porque sabía que, en algún momento, ella haría lo mismo por ellos. Aquello era una petición de ayuda en toda regla, y le asqueaba.
Sin embargo, era mejor que ir a la cárcel.
Se quedó frente a la bonita casa azul y abrió el puño. La forma de la llave se le había quedado marcada en la piel de la palma.
–Solo serán unas semanas –susurró–. Solo un mes.
Y, si no le gustaba estar en aquella situación, lo que tenía que hacer era aprender a cerrar la boca delante de la gente que controlaba su nómina. Porque tenía que elegir entre las dos cosas, y no estaba dispuesta a pedir caridad nunca más.