Hilvanes y contrabando

 

Elena Bargues

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera edición en digital: Octubre 2018

Título Original: Hilvanes y contrabando

©Mariah Evans 2018

©Editorial Romantic Ediciones, 2018

www.romantic-ediciones.com

Imagen de portada ©Sergey Pristyazhnyuk, ©Juriskraulis

Diseño de portada: Isla Books

ISBN:

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.

 


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Prólogo

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Epílogo

Nota de la autora

Agradecimientos

Prólogo

 

 

Portsmouth, abril de 1876.

 

Era noche cerrada y, en los muelles de Portsmouth, la humedad marina se dejaba sentir. Pablo levantó las solapas del pardo chaquetón de marino y se caló la gorra hasta las orejas, tanto para paliar el frío como para ocultar los rasgos de la cara. Apoyado en unos fardos que aguardaban el embarque, observaba el movimiento de un paquebote de vapor que se haría a la mar con la aurora. El chacoloteo de los caballos de tiro de un carruaje lo pusieron sobre aviso de la llegada de alguien importante, seguramente el cabecilla que se enriquecía con el contrabando. Quiso la mala suerte que uno de los marinos del paquebote llegara al mismo tiempo, justo el que podía identificarlo porque unos días antes lo había emborrachado para sonsacarle la información sobre la carga y la ruta. Había sido un necio por no disfrazarse para la ocasión. Lo único que llegó a vislumbrar del personaje del coche fue una mano blanca y recia que se apoyaba en la portezuela y, en uno de sus dedos, un curioso anillo que representaba a una serpiente enroscada. Se dio la media vuelta y apresuró el paso para alejarse del lugar; sin embargo, no estuvo lo suficientemente hábil, pues el oficial de la nao lo reconoció y dio la voz de alarma.

Echó a correr esquivando bultos, cestos, barriles y demás bastimentos acumulados sobre el muelle, pero los marinos eran más rápidos que él. El pensamiento de tirarse al agua lo desechó ante la visión de estercolero que ofrecíael muelle a plena luz del día. La solución se la ofreció un bergantín que dormitaba amarrado a un noray de hierro. Miró hacia atrás y apretó la carrera para sacar un poco de ventaja que le permitiera la maniobra que había esbozado en la mente. Cogió un bulto a su paso y se tiró sobre el cabo de amarre de la nave al tiempo que dejaba caer el fardo, que sonó con el chasquido característico de un cuerpo al chocar con el agua y, aguantando su propio peso con las manos, se aproximó al muelle de madera y se introdujo entre los pilares mohosos y verdinegros. La viscosidad del tacto y el hedor que despedía el agua estancada bajo los pies casi lo obligaron a vomitar. Los puertos no eran el lugar idóneo para darse un chapuzón. Desde los barcos se arrojaba todo tipo de basura y de heces acumuladas en los fondos, se meaba y defecaba; y desde tierra se tiraba la comida en mal estado. Aquello flotaba y fermentaba con los rayos de sol, regalando un perfume nauseabundo a los trabajadores de los muelles.

A pesar del grosor de los troncos, oyó los pasos de los marineros a la carrera. Se detuvieron en el lugar donde tiró el fardo y lo iluminaron con el farol que llevaban.

Aguantó la respiración cuando comprobó que el haz de luz se desplazaba sobre la negra superficie del mar. Las risas y los comentarios soeces se aproximaron hacia el bergantín junto al que se hallaba escondido, despertaron al que se encontraba de guardia y mantuvieron una breve charla de la que no obtuvieron información sobre su paradero. Escuchó imprecaciones y llamadas hasta que los hombres se retiraron. No obstante, por fortuna, aguardó un rato más: la brasa de un cigarro delató a la persona que habían dejado inspeccionando el lugar.

A Pablo le castañeaban los dientes a causa de la humedad que se filtraba por la ropa y le llegaba al hueso. Sintió que algo correteaba por los pies y lanzó una patada con el buen tino de que una rata salió despedida al agua. La endiablada se sumergió casi sin ruido, acostumbrada al mar. Un silbido rasgó el silencio nocturno y el vigilante se movió de regreso al paquebote. En cuanto largaron amarras, se aventuró a salir del escondite. Se aferró al cabo del bergantín y por él trepó al muelle. Aterido de frío y con el fétido olor metido en la nariz, se encaminó a su alojamiento.

Abrió la puerta de la habitación de la fonda en la que se hospedaba, y el instinto, atrofiado por la humedad, le dijo que no estaba solo. El resoplar sonoro y rítmico de un hombre dormido sobre su cama le arrancó una sonrisa. La presencia de Roque significaba que regresaba a casa y nada le complacía tanto en ese instante.

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Santander, abril de 1876.

 

El patache de dos palos navegaba marinero. Con las velas henchidas y el viento de popa, el tajamar rasgaba las aguas que levantaban espuma blanca. Atrás quedaban la isla de Wight y el puerto de Portsmouth.

Prestó atención de nuevo a las jarcias y a las velas. El viento era del nordeste por lo que soplaba con cierta fuerza y despejaba el cielo de nubes. El patache, aunque viejo, mantenía orgulloso el rumbo y se deslizaba, agradecido, a buena velocidad. A Pablo Torres le apasionaba el mar y era un romántico de los veleros. Comprendía la utilidad de los nuevos vapores, más grandes y con mayor capacidad, por no mencionar la independencia al no someterse al capricho de los vientos. El vapor había supuesto un cambio en las costumbres marineras, la muerte de algunos puertos que carecían de calado para semejantes monstruos de hierro y la riqueza para otros.

Su amigo, Roque Alvear, a quien encontró dormido en su habitación en Portsmouth, capitaneaba la belleza de madera y lona que pertenecía a la naviera de los Torres, para quienes trabajaba. Se habían iniciado juntos en los asuntos de la mar. Después del colegio, se matricularon en la Escuela de Náutica y Dibujo y, si su hermano Manuel, que era el primogénito y el heredero, no hubiera fallecido de tuberculosis, sería capitán de uno de los vapores de la compañía familiar. Por el contrario, había pasado un año de formación en Inglaterra porque su padre conocía al consignatario de la naviera Pacific, don Carlos Saint Martin, que había abierto las oficinas en el Muelle Nuevo, cerca de las de su familia, y había arreglado satisfactoriamente que concluyese los estudios en tan prestigiosa empresa en Portsmouth.

Descuidado del velamen por un buen rato, Pablo se agarró a un obenque con una mano y con el brazo libre se apoyó sobre el pasamanos de la aleta de estribor.

—¿Qué tal la vida en la Pérfida Albión? —preguntó Roque, acodándose a su lado.

—Aburrida. Si no llega a ser por mi doble vida, me habría vuelto loco. Cuando terminaba mi horario en la Pacific, me daba una vuelta por los muelles, vestido con la chaqueta de paño pardo y unos pantalones holgados de marino, para no llamar la atención. Me he relacionado con capitanes y oficiales de los barcos que fondeaban, que son los que conocen las rutas, los puertos y qué mercancías se cotizan más. Son pozos sin fondo de sabiduría marinera y comercial.

—El gobernador civil ha alquilado el barco y la tripulación para ir a buscarte, pero tu familia no sabe nada. ¿Qué sucede? ¿Es grave?

—El cabecilla es español.

Recorrió con la vista la cubierta en la que haraganeaban los marineros. El Chepa, pendiente del timón, mordisqueaba una manzana distraídamente a la vez que mantenía el rumbo. El Niño y el Bolo charlaban sentados sobre un cabo adujado en la amura de babor y las palabras se las llevaba el viento. A todos los conocía de los muelles santanderinos, hijos de pescadores, raqueros de muelle y playa, gente de la mar, de piel gruesa y curtida, ademanes rudos y leales, serios e inclinados a la chanza, de corazones entregados a la sal en la que se bañaban, dispuestos a emborracharse y a usar los puños por cualquier injuria. Completaban los escasos ingresos que obtenían de la venta de la pesca con servicios a la naviera de su familia: acercaban pasaje y correo de los vapores al muelle o llevaban avisos.

El Chepa era el mayor, aparentaba cuarenta, pero Pablo recordaba la edad que aparecía en los ficheros de la Compañía, treinta y cuatro. Cargado de hombros, de ahí el apodo, era ancho de espaldas y nervudo, de brazos desarrollados y manos grandes en comparación con las piernas, era un hombre hecho al remo, aunque a Pablo y a sus amigos les constaba que el hombretón era cabal y escondía un gran corazón. El Niño y el Bolo lo acompañaban en la barca cuando salían a pescar. Eran muy jóvenes y revoltosos y el Chepa se propuso encauzarlos sacándolos de la calle, los cobijó bajo su techo y los metió en el mar, a bregar como hombres y a aprender el oficio. El cómo había librado a los chicos de los sorteos para engrosar el ejército de Cuba o las líneas alfonsinas frente a los carlistas era un secreto celosamente guardado, así como su relación con la dueña de una tasca, la Trini. Él nunca aireaba las intimidades.

—Ellos no hablarán. Te respetan más a ti que a tu padre —susurró Roque con una mueca que semejaba una sonrisa.

—Creo que es el que causó la muerte del capitán Matías Pérez.

El capitán Pérez era un hombre cercano a la cincuentena, corpulento y tallado por el mar, al que había dedicado la vida, incluso a costa de renunciar a formar una familia. La suplió con los marineros bajo su mando y con ellos, dos chicos inquietos y metidos en líos. Pablo lo recordaba como un hombre serio, sobrio y responsable, a pesar de la apariencia corsaria: aro en la oreja, pelo largo recogido en una coleta y una par de cicatrices, recuerdos de trifulcas juveniles. Las arrugas y la piel curtida daban testimonio de los años vividos.

Una noche, en el muelle de Portsmouth, hacía más de un año, a Matías le sorprendió la muerte. La única fortuna de tan ignominioso suceso fue que a los asesinos no les dio tiempo a deshacerse del cuerpo y lo encontró la propia tripulación de regreso al barco. Pudieron darle tierra en su villa natal y las pertenencias terminaron en las oficinas de la naviera. Gracias a eso, Roque y él se enteraron de que no había sido un hecho aleatorio, sino un asesinato planeado.

La edad lo iba haciendo olvidadizo y Matías Pérez acostumbraba a apuntar lo importante en una libreta. Una serie de notas hacían referencia a un capitán amigo que le había propuesto un suculento negocio: el contrabando. Debía limitarse a mirar para otro lado y no verificar la carga. Roque y él iniciaron un discreto interrogatorio, entre vinos y risas, a la tripulación y lo único que lograron averiguar fue que, en los últimos meses, se había vuelto muy quisquilloso con el control de la carga, la cual repasaba constantemente, y había reforzado las guardias. Los oficiales a su cargo desvelaron que había cambiado y era más desconfiado y reservado y había perdido la alegría que lo caracterizaba.

Roque, por su parte, indagó entre la gente del oficio y siempre topaba con la misma palabra: contrabando. Fue entonces cuando Pablo tomó la decisión de liberar a los capitanes de la compañía familiar de la presión de los contrabandistas y se presentó con una denuncia en la boca ante el gobernador civil, quien le propuso trabajar para el gobierno para resolver el caso.

—Lo que no entiendo es por qué te has ofrecido para ejercer de espía. Es peligroso —amonestó Roque.

—Sólo yo, como conocedor del entramado de las navieras, tengo alguna posibilidad de desmontar una red tan compleja.

Entre la enfermedad de Manuel y las discusiones con su padre por las algaradas a pedradas, las escapadas nocturnas para irse de pesca con el Chepa y un sinfín de locuras más, la vida de Pablo no había sido un lecho de algodón. No obstante su mal comportamiento, mostró una lucidez para los estudios fuera de lo común y a los veinte años hablaba inglés y francés como un nativo y dominaba los entresijos de la navegación y el cálculo.

—Además, la formación paralela y clandestina que he recibido por parte del Estado ha sido divertida. Me facilitaron la dirección de una vieja actriz de teatro que me enseñó a maquillarme para ocultar los rasgos más peculiares y a pegarme con goma tanto un bigote y unas cejas como una barba falsa.

—¡No fastidies! —rio Roque.

—De ahí que, contraviniendo la moda, me mantenga perfectamente rasurado, de esta forma no me relacionan con el personaje.

Se había percatado de que, según el disfraz que escogiera, podía pasar desapercibido o llamar la atención. Para presentarse en Santander se decantó por el pelo y la barba pelirroja porque lo alejaba completamente de su personalidad como Pablo Torres. La gente repararía en el llamativo color y olvidaría fijarse en más.

—No has oído lo mejor —continuó—. Para moverme por los bajos fondos, un prestidigitador me ha desvelado las posibilidades que brinda una baraja. Me ha entrenado en los trucos con naipes y en las trampas más usuales de los fulleros de los puertos. Y en un gimnasio inglés me instruyeron en la lucha cuerpo a cuerpo; incluso el cónsul español puso a mi disposición un militar de su séquito que me ha adiestrado en el manejo de la navaja, de la pistola y del fusil. Han sido meses duros, ya que suponía trabajo extra fuera de las horas de despacho en la naviera, pero estas actividades me salvaron del tedio que me suscita la burocracia.

—¡Lo que faltaba! —exclamó Roque—. ¡En menuda pieza te han convertido! ¿Y cuál ha sido tu labor el resto de los meses?

—Durante la guerra carlista pasé información de los apoyos que obtenían los sublevados en el extranjero sin dejar de vigilar el contrabando. Apuntaba el nombre de barcos sospechosos y enviaba el aviso a España para que los registraran en cuanto entraran en aguas nacionales. Y por eso regreso, para seguir la pista del mayor contrabandista.

—No me gusta. Puedes terminar dando de comer a los peces —opinó Roque—. ¡Esa vela! —gritó alejándose.

Pablo era consciente de que la vida que llevaba terminaría tarde o temprano. No era que le gustase de forma particular jugarse el pellejo, pero le producía la suficiente tensión para sentirse vivo. El trabajo de oficina y contraer matrimonio para que perdurara la familia le producía malestar.

Eso no significaba que fuera un ermitaño. La actividad secreta la combinaba con los deberes sociales de Pablo Torres, joven español aprendiz en una naviera. Acudía a los bailes de salón que organizaban los lores del almirantazgo en Southampton para los oficiales que descansaban en el cercano puerto de Portsmouth y para la alta burguesía naviera; o asistía a pequeñas recepciones en casa de alguna de las personas más relevantes de la ciudad. En esos eventos había coincidido en varias ocasiones con una belleza criolla de piel blanca y pelo negro procedente de Matanzas, en la isla de Cuba.

Los ojos rasgados y oscuros contrastaban vivamente con la palidez de la piel y el rojo de los labios bien perfilados y carnosos. La mujer era una tentación, los moscardones alrededor formaban una colmena y Pablo, como buen observador, se percató de que la beldad cubana apuntaba alto: siempre iba acompañada de solterones o viudos de cierta edad y bien posicionados económicamente. Era joven, pero manejaba el juego de la seducción con la destreza propia de una mujer hecha y derecha, puro cálculo, y eso la marcaba como mujer peligrosa. Allá por donde pasaba despertaba la envidia de las inglesas, mujeres constreñidas por una educación inclemente. Por ellas, se enteró de su nombre, Mariela Escalante, y de que viajaba por Europa acompañada de su hermano, un rico fabricante de azúcar de caña. Era una mujer culta que se desenvolvía en francés y en inglés magníficamente. El conocimiento de idiomas, de arte y literatura, junto a unos modales pausados y la cadencia de la forma de hablar, le permitieron introducirse en la sociedad.

El hermano tampoco era trigo limpio. Lo encontró en varias partidas de naipes, en las que se apostaba fuerte, y en compañías poco recomendables. Había oído hablar de los excesos de los plantadores en Cuba, de los burdeles, del juego y de las apuestas de gallos. Era una isla en la que las pasiones se desataban y las noches se mostraban tan populosas como los días. Sin embargo, lo que allí carecía de importancia y lo consideraban como usual, en el continente no estaba bien visto. Al menos, había que guardar las formas y mantener una actitud de perfecta hipocresía.

La travesía se efectuó sin contratiempos, a pesar de que en primavera el tiempo era inestable y tuvo suerte: la patria lo recibía soleada. Una vez rebasado el faro de cabo Mayor, a estribor dejaron los arenales del Sardinero para embocar la entrada a la bahía, entre la isla de Mouro y la península, sobre la que se asentaba el semáforo de señales visuales que transmitía por telégrafo los avisos de los barcos a la Comandancia de Marina. Detrás, quedaban las brumas inglesas y, delante, lo esperaban la familia y el futuro trabajo al frente de la empresa, junto a su padre. Pero eso sería más adelante, cuando concluyera la misión que llevaba entre manos para el gobierno español.

Se acarició la espesa barba pelirroja, que se había pegado cuidadosamente sobre la piel rasurada, y revisó el disfraz propio de un viejo lobo de mar que regresaba a puerto tras una larga ausencia. Era fundamental para la investigación que no lo reconociera ningún familiar o allegado. Los únicos que sabían a qué se dedicaba eran sus amigos más íntimos, como Roque, y los marineros que tripulaban el patache.

La isla de la Horadada, cuyo nombre le venía por el arco que la caprichosa naturaleza había abierto en la roca, le aceleró el corazón ante el reconocimiento de su mundo, de su niñez, de su bahía. Hasta ese instante no se había dado cuenta de cuánto lo había echado de menos. Desde la canal se avistaban las últimas casas del Muelle Nuevo, en el que se encontraban las oficinas y la casa de la familia.

Los marineros, a una orden de Roque, se afanaron con las jarcias para recoger velas. En cuanto faltó el viento impulsor, el patache se detuvo y comenzaron las labores de fondeo. Pablo escudriñó la ciudad, ansioso por recordar los detalles y por descubrir los cambios que se hubieran producido durante su ausencia. Santander crecía a buen ritmo, ya casi rozaban las cincuenta mil almas. El puerto había significado el despertar de una sociedad aletargada que se multiplicaba y reclamaba nuevos espacios que iba ganando a la bahía. A la espalda, se erguía una loma longitudinal al muelle que los resguardaba de los fríos y húmedos vientos del norte y que los había obligado a rellenar las escolleras para levantar los edificios sobre terreno llano.

Roque ordenó montar un cabestrante para descargar el voluminoso equipaje de Pablo en la barca que lo aproximaría a la rampa del Martillo, donde lo aguardaba el secretario del gobernador civil. Se despidió de su amigo y el Niño y el Bolo lo acercaron a tierra. Mientras descargaban, contrató los servicios de uno de los carros que circulaban por el muelle y que se alquilaban para el trasporte de mercancías.

El secretario del gobernador, un hombre de mediana edad con quien rara vez había hablado, se acercó y, discretamente, le pasó la dirección y una llave de la casa en la que se alojaría; después, siguió su paseo. Pablo se despidió de los marineros, se subió al carro y le indicó la dirección al carretero.

Le desagradaba volver a residir en la parte antigua de la ciudad. Su familia había adquirido una de las casas del nuevo ensanche. Estaban muy orgullosos de haber abandonado la puebla vieja, con las estrechas calles faltas de luz y las casas carentes de las comodidades más esenciales, incluso de la intimidad familiar. Su padre había desembolsado quinientos sesenta mil reales en la compra, que se correspondía con la mitad de la manzana. Pero eran tiempos de bonanza para la línea de vapores y se lo habían podido permitir, eso y más.

Como muchos comerciantes santanderinos, su abuelo paterno invirtió en varias compañías navieras, que se dedicaban a transportar harina de Castilla a las colonias españolas entre los años cuarenta y cincuenta, y le proporcionaron suculentos réditos que reinvirtió, a su vez, en crear una línea propia de mercantes: Compañía naviera Torres y Cía. Fueron años prósperos para los que poseían dinero para invertir, como Antonio López, dueño de la mayor compañía de vapores española, a la que se había concedido el monopolio de los correos y del transporte de tropas del gobierno entre España y Cuba; y Juan Pombo, quien amasó una considerable fortuna, lo que le supuso el título de Marqués de Casa Pombo en reconocimiento a su labor. A su abuelo le concedieron el de Conde de Villahermosa que, según su madre, no estaba del todo mal y que le correspondería cuando falleciera su padre. El veraneo de Amadeo de Saboya en Santander trajo aparejado el ennoblecimiento de la alta burguesía de la villa, ávida de engrandecerse socialmente.

Por el contrario, su abuelo materno había sido la oveja negra y había adquirido la fortuna ejerciendo de corso y negrero, para desesperación de los ingleses que no consiguieron darle caza. Lo que resultaba chocante era que un hombre así contrajera matrimonio con una mujer acomplejada y mojigata, que se pasó la vida en la iglesia para salvar el alma de su marido. Sin embargo, ni su abuela ni su madre le hicieron ascos a una fortuna adquirida bajo unas premisas éticas tan endebles.

Su madre, doña Emilia, mujer práctica, reveló una gran destreza en el empleo de eufemismos y las acciones de corso se convirtieron en oscuras empresas demandadas por el gobierno en tiempos de paz; y el peliagudo asunto de negrero se transformó en transporte de mano de obra para sacar adelante la economía caribeña que redundaba en los bolsillos de la alta burguesía peninsular. De forma sutil, doña Emilia se encargaba de recordar, a quien la escuchase, de dónde procedía la bonanza de sus familias: nadie tenía las manos limpias, pues la esclavitud no había sido derogada. Pablo estaba convencido de que su lado oscuro provenía de la sangre materna.

Se tragó su disgusto a favor de la empresa que estaba a punto de culminar. La calle de La Ribera era bastante populosa, aunque los edificios estuvieran en unas condiciones lamentables por ser muy antiguos. Un piso en el centro de la ciudad, en una casa con muchos inquilinos, en la que nadie prestara atención, le permitiría entrar y salir sin que algún vecino lo notara.

En cuanto el gobernador civil le proporcionó la documentación falsa para poner en marcha los planes, se creó el personaje bajo el nombre de Pedro Saro, capitán fuera de servicio temporalmente. Su descripción coincidía con su complexión y difería por una espesa barba y un rizado bigote cobrizo. Remataban el atuendo una gorra de paño, una camisa ordinaria azul y las alpargatas, de esparto y tela. Los días de frío se echaba encima el consabido chaquetón pardo propio de cualquier marino. El ficticio Pedro Saro sería un hombre trasnochador, rondaría la Rúa Menor, se dejaría la paga entre las furcias y el juego, incluso, si hubiera suerte, participaría en actividades ilícitas. Sería un personaje de cuidado, reservado con los vecinos y charlatán donde hiciera falta.

Aparte de la apariencia física, necesitaba inventarse una vida que justificara su existencia. La historia debía ser convincente y, evidentemente, entretejida en Inglaterra o en Francia, ya que hablaba los dos idiomas, y para que no hubiera posibilidad de descubrir la falsedad: contrabando en el Canal de la Mancha. Había trabajado en Saint Malo con la familia de su mujer, francesa. Una vez fallecida, la familia política le liquidó su parte y había regresado a Santander con un buen bolsillo, aunque le tiraba el vivir al margen de la ley. Sería la invención que repetiría en las barras de los bajos fondos, se la sacarían con cuentagotas, porque debía mantener la imagen de persona discreta a la que se le podrían encargar actividades delictivas de responsabilidad.

El carro llegó frente al portal y, con ayuda del carretero, subieron los baúles por las estrechas y torcidas escaleras. Lo habían amueblado sobriamente y sin pretensiones, tal y como había exigido. Lo más importante eran el tocador y el espejo triple, frente al cual llevaba a cabo las transformaciones. Una alcoba, que se abría a la sala principal, una cocina y un retrete, que consistía en una estructura de madera que cobijaba una taza de cerámica con un desagüe y un gran jarro de zinc con agua al lado, completaban el alojamiento.

En cuanto se quedó solo, dedicó el resto de la tarde a deshacer el equipaje y a acomodarse a su gusto. Llenó la habitación con pelucas y vestuario de lo más variopinto que había traído de Inglaterra y confeccionó una lista de lo indispensable que le faltaba para presentársela al gobernador por la mañana, con quien estaba citado.

2

 

 

Llevaba el Botero un rato apoyado en la barra observando a los concurrentes; mientras tanto, Mario atendía a los sedientos, daba palique a quien lo requería y soportaba los chistes malos de los borrachos. Había intentado darle un aire sofisticado al local con muy poco tino. Los cuadros que cubrían las ennegrecidas piedras eran de un gusto dudoso, los quinqués de queroseno sólo iluminaban a los jugadores que se sentaban alrededor de las mesas redondas con tapete, el aire resultaba irrespirable a causa de la mala ventilación y del humo de los habanos que enturbiaba la visión. En algunos asiduos a las mesas de juego se reconocían caras de políticos y personajes de la ciudad.

A él no se dirigían, lo temían y procuraban esquivarlo, es más, ponía a más de uno nervioso por estar allí presente. Generalmente, se atrincheraba detrás de las cortinas: su oficina, en la que una gran mesa de despacho llenaba el lugar y un banco acolchado con cojines junto a la pared denunciaba el uso como cama. Gorka e Iván, sus acólitos, eran quienes se encargaban de la vigilancia y de ejecutar las órdenes. Pero esa noche era diferente: necesitaba una persona que había de escoger con mucho cuidado.

—¿Cuándo zarpa su barco? —preguntó volviéndose a Mario.

—A primera hora de la mañana, con la marea.

Hizo una seña, casi imperceptible, a Regina, quien se aproximó bamboleando las caderas mientras sonreía aquí y allá a los parroquianos.

—Que una de las chicas se pegue como una lapa al marinero rubio, lo haga beber, pero que no lo emborrache, lo necesito lúcido. Facilítale que juegue unas manos. Lo dejarán limpio como una patena y necesitará dinero fácil.

Regina asintió, se recompuso el pecho que lucía con generosidad y se dio la media vuelta. Botero siguió los pasos de la mujer que cumplía fielmente sus indicaciones. Regina llevaba más de diez años trabajando para él como prostituta y ahora, entrada en la treintena, la mantenía porque era persona de confianza y enseñaba y dirigía a las neófitas en el oficio, lo que a él le dejaba tiempo libre para negocios más lucrativos. El rostro de la mujer, que mostraba los estragos de los excesos y la vida disipada, todavía conservaba algún encanto, aunque la buscaban más por la experiencia.

—¿Algo que comentar?

—Nada nuevo en el horizonte.

El Botero sonrió. Le gustaba que la vida discurriera con la suavidad de la seda en el barrio que tenía bajo su amparo. Tamborileó los dedos sobre la barra, contento de que los planes ya estuvieran en marcha. La entrada del comisario, Robustiano Cobo, le torció el gesto y le provocó ardor de estómago. Demasiado bien marchaban los asuntos en una noche tan negra. Suspiró y lentamente se irguió, con paso resuelto se retiró a su escondrijo detrás de las cortinas. Una vez en la guarida, miró la hora: todavía faltaba más de una hora para hacerse a la mar. Se acercó al largo asiento acolchado, ahuecó unos cojines y se echó un rato. El ruido al otro lado de los cortinajes no lo molestaba, estaba acostumbrado a dormir en cualquier parte.

Antes de la medianoche, lo despertó Iván.

—Está todo preparado —informó.

—¿Y el comisario?

—Hace más de media hora que se esfumó.

Se levantó y se acercó al palanganero. El agua fría por el rostro lo espabiló rápidamente. Con un gesto de la cabeza lo conminó a que lo siguiera. Salieron por una puerta oculta detrás de un biombo a un callejón. Abandonaron la mal iluminada Rúa Menor y ascendieron al cabildo de San Pedro para descender a la solitaria dársena del Dueso, donde les aguardaba la lancha con el Marrajo, el Tiña, Gorka y el marinero rubio a los remos. En cuanto se les unieron, comenzaron la boga en medio de la noche sin luna. No encendieron el farol de posición y los remos se hundieron sin apenas ruido. La marea estaba bajando por lo que siguieron hasta adentrarse en la canal, entonces dejaron de remar e izaron la vela para aprovechar el suave terral que los impulsó hacia mar abierto, rumbo a la isla de Santa Marina.

El Botero oteaba la oscuridad agarrado a la caña. Andaban escasos de tiempo, pues las noches se acortaban gradualmente. La buena suerte había querido que el cambio de marea tuviera lugar en esas horas: la bajada les favorecía salir más rápido de la bahía y la subida les facilitaría la entrada, empujados por la corriente y ese nordestillo que había estado soplando todo el día y que esperaba que no faltara a la cita esa noche. El recorrido le pareció más largo de lo habitual. En cuanto avistó la playa, hizo una seña, arriaron la vela y volvieron a coger los remos, así avanzaron unos cuantos metros hasta que el Botero, a la voz de ¡ahora! tomó la ola que levantó la lancha de popa y, con un último impulso a los remos, clavó la quilla en la arena de la playa. Rápidamente, Iván saltó de la lancha con un cabo en la mano que hizo firme en una roca cercana. El Botero soltó la caña, se bajó y se lanzó hacia un sendero tallado en la escarpadura que conducía a la parte alta. Desapareció de la vista de sus compañeros durante unos minutos y luego asomó avisándolos con un silbido.

Los secuaces del Botero azuzaron al pardillo que todavía se preguntaba qué hacía allí. Le habían explicado que con aquel trabajo saldaba las deudas contraídas en una noche de bebida y juego, así que no preguntó y obedeció sin rechistar. Sin embargo, ahora, despejado de los vapores etílicos por el ejercicio y el fresco nocturno, dudaba de la decisión que había tomado. No había que ser muy inteligente para comprender la actividad ilícita en la que había sido envuelto.

Arriba, la vegetación les llegaba al hombro, olía a excremento de gaviota y a sal, siguieron una vereda que los condujo a un pequeño claro en el que encontraron unas cajas de madera cubiertas por una lona encerada que las preservaba de la humedad marina.

—¡Deprisa! —acució el Botero—. Dos hombres para cada caja.

En dos viajes bajaron las seis cajas a la lancha. Iván fue el último en subir después de empujar la proa para que los demás, a golpe de remo, sacaran la lancha de la playa. Izada la vela, el Botero puso rumbo a la canal de entrada a la bahía. Todo marchaba según lo previsto y la marea les favoreció la aproximación a la muralla sur de la ciudad, entre el fuerte de San Felipe y la dársena de Maliaño.

El Tiña laceó con la maroma un perno clavado entre las rocas de acceso a la nueva calle que había ganado la ciudad al mar para comunicar la reciente estación de ferrocarril con el núcleo urbano. Si no se conocía su existencia, era difícil divisarlo en la oscuridad. El Botero, nervioso ante la posibilidad de que algún pescador madrugador los sorprendiera, metió prisa por señas: no quería una voz que pudiera llegar a oídos de algún insomne vecino; se hallaban a los pies del caserío de la Rúa Mayor.

Cruzó la calle y trepó por las rocas hasta unos arbustos que crecían aferrados al roquedo de la muralla, alimentándose de la escasa tierra que sellaba las piedras. Se introdujo detrás de los arbustos y lo siguieron el Tiña y el Marrajo cargando una de las cajas. Las plantas escondían una pesada puerta de ajada madera. En el pequeño habitáculo dejaron apiladas las cajas, unas encima de las otras, después el Tiña y el Marrajo se adentraron en la bahía con el marinero rubio y sacaron los pertrechos de pesca. El Botero cerró la puerta. Era el último envío y ahora sólo quedaba esperar a que avisaran de la recogida, aunque quedaban un par de meses por lo menos.

Gorka había encendido un farol de barco que iluminó la angosta y húmeda escalera esculpida en piedra que ascendía dentro del muro hacia una de las casas de la Rúa Mayor. En un recoveco brilló un amarillento esqueleto que había sido reconstruido y puesto de pie. Al Botero le pareció divertida la idea de Iván, como recuerdo admonitorio de la peligrosidad de los trabajos. Ya no había prisa ni temor a que los descubrieran, por lo que se tomaron tiempo en subir las pesadas cajas hasta el salón de una casa deshabitada, a juzgar por las sábanas que cubrían los muebles. Allí encendieron varios quinqués para que alumbraran el camino hasta el piso superior.

—Traed la escalera —ordenó el Botero sudoroso, a la vez que dejaba la última en el suelo.

Gorka emergió del oscuro pasadizo empinado por el que habían accedido a la vivienda con una pesada escalera al hombro y subió al piso de arriba.

—Apoyadla con cuidado —recomendó el Botero a Iván—. Hay que dejarlo todo perfecto. No quiero ningún desconchado en la pintura.

Subió Gorka y abrió la trampilla que daba al bajo techado de la casa. Con gran esfuerzo y precaución subieron el cargamento al altillo. Cuando bajaron todos, el Botero barrió el suelo a medida que se retiraba para borrar las huellas de las pisadas sobre el polvo. Cerraron la trampilla, retiraron la escalera y procedieron de la misma forma en el piso de abajo con la escoba.

—Cerrad abajo —exigió mientras barría.

Iván y Gorka descendieron por la empinada escalera. La brisa de la bahía ascendía por el estrecho pasadizo como si hubiese corriente. Aseguraron la puerta de abajo para que no se abriera si soplaba el sur, apagaron el farol y dejaron la escalera en su sitio en el pasadizo.

—Todavía no ha amanecido —observó Iván

—Pero pronto lo hará —aseguró Gorka—. ¿No oís la escandalera de las aves?

—Cierto. Se alborotan en cuanto se acerca la aurora. Son un buen reloj —aseveró el Botero.

Mientras apagaba los quinqués, el Botero se imaginaba la sorpresa del marinero cuando se viera arrojado al mar, sin darle tiempo a proferir un grito de pánico el cual se perdería en burbujas en la profundidad del mar. Durante dos largos minutos el cuerpo del marinero se convulsionaría, desesperado por liberarse del mortal abrazo, luego se relajaría, vencido por la muerte. El mar, el estercolero de cualquier población de la costa, el lugar en el que mejor se guardaban los secretos, siempre y cuando no coincidieran con un temporal y los vomitase en los arenales, como había sucedido hacía un mes. Había dejado instrucciones para que no se repitiera.

—Se lo llevarán de pesca, una piedra en alta mar y adiós. Con uno que hayan encontrado, suficiente. Dos, sería sospechoso.

El Botero convirtió en palabras su pensamiento.

—Cerrarán la investigación por falta de pruebas y testigos. Nadie exigirá justicia, por lo que la policía se cansará pronto. No es la primera vez que aparece un muerto, ya sabemos cómo funciona esto.

Iván abrió la puerta de la calle y echó un vistazo primero, después los conminó a que abandonaran la casa antes de que el sereno regresara por aquella zona en la ronda. Salieron con paso apresurado, pero sin correr. Aunque llegaban los ruidos propios de una ciudad que despertaba, en aquel tramo de la Rúa Mayor todavía dormían los vecinos. Se perdieron por el callejón del Viento hacia su guarida en la calle del Infierno.

El Botero se sentía imparable y empezaba a pergeñar la forma de deshacerse del molesto gerifalte que manejaba los hilos desde el anonimato, y que se llevaba la parte más sustanciosa de los réditos de las transacciones sin correr ningún riesgo. Pero tiempo al tiempo, ahora debía dormir.

 

 

Un visillo regresó a su posición original en cuanto la mano que lo había mantenido retirado lo liberó. Una sonrisa maligna cruzó el maduro rostro de una mujer que buscaba justicia. Un poco más de paciencia y la hora de su venganza sonaría con el estruendo de las campanas de la catedral cuando llamaban a la misa dominical.

3

 

 

Entró de madrugada por la puerta de servicio disfrazado de Pedro Saro. Una de las criadas, advertida de su llegada, lo aguardaba y lo condujo ante el gobernador, don Miguel Aguayo. Lo recibió en una sala privada, su refugio de la familia, en la que destacaban una librería, un sofá inglés y un amplio mirador con una mesa camilla y dos cómodos sillones de caña con sendos cojines. Don Miguel acostumbraba a desayunar y a leer la prensa en el mirador antes de comenzar la jornada en su despacho en el edificio de la Aduana.

—Buen trabajo, señor Torres. Me han felicitado del Ministerio de Gracia y Justicia. Es una lástima que haya tenido que regresar tan pronto. Sus servicios durante la guerra han sido muy importantes para la ciudad.

—A mí se me han hecho eternos los días lluviosos en aquella isla —sonrió Pablo—. Sin embargo, las pesquisas me han conducido hasta aquí.

—Curioso. Al principio pensamos que la trama partía de Inglaterra.

—Cierto, parte se desarrolla allí. Ha sido esa ambigüedad y movilidad por parte del cabecilla del contrabando lo que nos ha despistado todo este tiempo. Por mera suerte, me enteré de que era español y de que opera desde ambas orillas. Es escurridizo, inteligente y con medios.

—Al finalizar la guerra civil con los carlistas, el gobierno retiró los fueros a las Provincias Vascongadas, pero volverá a reconocerlos en breve. Es grave y difícil mantener una ley fiscal más leve para los aforados mientras que los demás están sujetos a las leyes comunes. Esta desigualdad fomenta el contrabando de tabaco, productos coloniales y telas de algodón. La Guardia Civil mantiene vigilados los montes pasiegos, por donde la población pasa los alijos en cuévanos. De la costa, se ocupan los Carabineros de Mar.

—Mi labor será de infiltrado o un informador que les susurre cuándo llega un nuevo cargamento, además de reunir pruebas y localizar al cabecilla. ¿Contaré con ayuda? ¿A quién debo informar?

—El teniente López se encuentra al frente de los Carabineros, pero usted se entrevistará conmigo directamente si fuera necesario. Creo que este lugar es el idóneo para que nadie sospeche de su ocupación extraordinaria. Los vecinos o cualquiera que lo vigile pensarán que su interés se centra en mi doncella. Está bien pagada, conoce su papel y, a donde quiera que vaya de compras, dejará caer que tiene novio. Pero debo advertirle de la peligrosidad del asunto: hace unos meses apareció un cadáver en los arenales del puntal. El teniente López lo achaca al contrabando que investigamos, pero carecemos de pruebas, son elucubraciones.

—Un cadáver llama la atención de las autoridades.

—Creemos que no quieren dejar testigos de las actividades. Los Carabineros de Tierra han detectado compraventa de armas, restos de la reciente guerra. El teniente le contará con más detalle. ¿Cuál es su teoría?

—El opio llega de China a Inglaterra y, con el dinero obtenido de la venta, pagan las armas que consiguen en nuestras costas para venderlas a los insurgentes de Cuba.

—Su familia posee una naviera, ¿se hace una idea de cuántas operan en el Cantábrico?

—Sí, y también de que la cabeza de la organización no tiene por qué pertenecer a una naviera, basta con comprar o extorsionar al capitán de la nave, de quien realmente dependen el negocio y la carga y descarga, como le sucedió a Matías Pérez.

—Será buscar una aguja en un pajar —suspiró don Miguel.

—No podemos permitir que en Cuba maten a nuestros soldados con sus propias armas —aseveró Pablo, consciente de su responsabilidad.

—Efectivamente y, para mí, desmontar la red supondría un triunfo político en Madrid. Si lo consigue, le estaré eternamente agradecido.

La mañana se encontraba en su apogeo cuando abandonó la residencia del gobernador con el bolsillo lleno para cubrir las primeras necesidades. Se encaminó al mercado de La Ribera, que se extendía bajo una moderna estructura de hierro, para proveerse de lo esencial aunque la mayor parte de los días comería fuera de casa, como venía haciendo en Portsmouth. Lo más complicado sería encontrar a un sirviente de entera confianza: espabilado y silencioso. Ya echaba de menos a Henry, un ratero de puerto al que salvó de una leva y se convirtió en un fiel aliado.

Por la tarde recibió la visita del teniente de carabineros, Vicente López, quien lo puso al día de las pesquisas que habían realizado hasta el momento y le participó sus sospechas. Era un hombre despierto, sobre la treintena, de cuerpo estrecho y delgado, de mirada clara y franca. Pablo había olvidado lo oscura que podía llegar a ser la piel de un español después de un año entre los ingleses. Parco en palabras y de miradas elocuentes resumiría la descripción de López. El pantalón gris, más ancho de lo habitual, estilo marinero, lo diferenciaba de los Carabineros de Tierra; y la espada era su distintivo como oficial del cuerpo. Pablo había oído hablar de él y de su participación en la última guerra civil, cuando los santanderinos se aprestaron a ayudar a los bilbaínos durante el asedio carlista. El cuerpo de Carabineros de Mar había recibido la Enseña de la Patria por su participación.

El teniente López corroboró la información que le había facilitado el gobernador: el cadáver de un hombre de mediana edad había aparecido ahogado en la bahía. Como conservaba la documentación y el dinero en los bolsillos se difundió la noticia de un suicidio. No obstante, un examen más a fondo del cuerpo reveló contusiones y violencia.

—Mi hipótesis se basa en que era un conocido bebedor y le gustaba darle a la lengua, según las pesquisas del comisario Cobo. No les quedó más remedio que callarlo. No sabemos en qué punto lo echaron al mar, pero esos días anduvo revuelto y coincidieron las mareas vivas que lo arrojaron a las rompientes del término de Latas.

El teniente comentó ampliamente sobre la Rúa Menor y el callejón del Infierno; describió al Botero, el hampón del lugar, cuyo apodo le venía que ni pintado, pues era grande, con la cara picada por la viruela, ojos pequeños y negros como puñales bajo unas cejas muy pobladas, separados por una nariz veteada de venillas rojas, se llamaba en la realidad Pedro y vivía en la calle Infierno. Era el mandamás de los rufianes de la Rúa Menor, controlaba los tapetes de juego y se rumoreaba que andaba en el contrabando. Su guarida era una cueva que denominaba la Bodega.

Elaboró una lista con los informantes habituales y lo previno sobre los individuos más indeseables. Todo ello era imprescindible para moverse por los bajos fondos de la ciudad y sobrevivir. Le aconsejó que se tomara su tiempo en reconocer la ciudad, que deambulara por los muelles, charlara con los raqueros y se dejara ver antes de introducirse en la Rúa Menor. Los chismes corrían como la pólvora en la ciudad. De esa forma, lo acogerían mejor en ciertos círculos y no como a un desconocido recién desembarcado.

López se despidió deseándole buena suerte y le facilitó la dirección de una barbería en la calle San Francisco, donde se reunirían más discretamente cuando el caso lo requiriera. También podía dejarle una nota con total confianza: la barbería pertenecía a su hermano.