© Julio Muñoz Gijón, 2016
© de las ilustraciones: Cristina Domínguez Ruiz, 2016
© de esta edición: el paseo editorial, 2016
www.elpaseoeditorial.com
1ª edición: junio de 2016
El autor y la editorial quieren manifestar que todos los personajes, lugares y marcas comerciales que aparecen en esta novela, y sus secuelas, son ficticios y/o están mencionados en el marco de una ficción humorística sin ningún parecido con la realidad, con efectos de exageración y con la mejor intención posible y, en ningún caso, mediante contraprestación de ningún tipo.
Diseño: el paseo editorial
ePub: sputnix.es
Cubierta: Jesús Alés y Fernando Cadenas
Corrección: Deculturas, s.c.a.
Impresión y encuadernación: Kadmos
i.s.b.n. 978-84-945509-3-5
depósito legal: SE-763-2016
código bic: fA
No se permite la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro sin la autorización previa y por escrito del editor.Reservados todos los derechos.
A los sueños, tras cumplir el mío de que la gente reconociera que la mejor frase de la literatura en castellano es la que abre esta novela.
–En un lugar de la mancha se ve que se ha comido la tela ya, así que yo creo que lo mejor es retapizarlo.
Una mujer de unos 70 años, con pelo corto, un traje fresquito de flores y unas zapatillas azules de cuña, hace señales con la mano a una furgoneta para que pare. Le habla desde antes de que llegue.
–Es por mi nieto el chico, que hice patatas con chocos y se tiró el plato encima…
La furgoneta, sin embargo, pasa de largo a muy poca velocidad. La mujer se queda sorprendida.
–¿Pero, hombre, no vas a parar el coche, so sinvergüenza? Después del trabajo que me ha costado bajar el tresillo de tres plazas a pulso por las escaleras.
La señora sigue protestando con los brazos en jarra a una furgoneta que avanza lentamente pero sin detenerse. Tiene un altavoz en el techo que no para de proclamar: «El tapicero, señora, se tapizan sillas, sillones, tresillos, butacas, mecedoras, descalzadoras y toda clase de muebles y tapicerías que tengan en mal estado».
La señora sigue a lo suyo.
–¡Pero, hombre! Que te tengo aquí el tresillo, ¿es que no lo ves? Pues yo no lo muevo más.
El coche sigue avanzando, ceremonioso, por la calle mientras continúa con su inquietante mensaje publicitario. La mujer no para de gritar e insultar al tapicero. Ante el escándalo, salen varios vecinos a ver qué ocurre.
–¡Que te está llamando la mujer, tapicero!
–¡Un poco de humanidad! ¡Que ha bajado ella sola el tresillo ése, que lo levantas diez metros y cuando lo sueltas te rozan los dedos en el suelo de lo que pesa!
La furgoneta continúa. Nadie parece entender nada hasta que la calle se curva y el vehículo choca, despacio, contra un coche aparcado. La alarma del vehículo impactado comienza a sonar y se mezcla con el mensaje del altavoz de la furgoneta. Hay mucho ruido y los vecinos se acercan.
–A éste se le ha complicado el anís en el desayuno, ya verás.
–Es verdad, yo siempre le he visto que tenía pinta de gustarle el solomillo al whisky sin solomillo.
La mujer del tresillo es la primera que llega al golpe. Se asoma por la ventanilla para reñir al tapicero. Sin embargo, ve algo en el interior, intenta gritar pero no puede del pánico. Se echa las manos a la boca. En toda la calle sigue sonando, mezclada con la alarma del coche impactado, una agradable voz que recita: «El tapicero, señora, se tapizan sillas, sillones, tresillos, butacas, mecedoras, descalzadoras... ».
Jiménez y Villanueva llegan a una calle del barrio de Vallecas. Un montón de vecinos se arremolinan alrededor de la cinta policial. Los dos policías entran. Villanueva saluda a un oficial.
–¿Qué ha pasado?
–Hará una hora, el coche del tapicero enfiló esta calle a poca velocidad, como hace normalmente. Lo que no sabían los vecinos es que dentro, efectivamente, iba un tapicero… pero tapizado de hule.
Jiménez parece despertarse.
–¿Cómo dice?
–Lo que oyen, mírenlo ustedes mismos, concretamente del hule transparente éste como el que tengo yo o cualquiera en casa para no manchar el mantel.
Jiménez asiente.
–Correcto, ha salvado de muchas broncas ese plástico en mi casa también.
–¿Con la mujer, verdad?
–Sí, y eso que yo tengo autoridad, a mí, mi mujer me habla de rodillas.
El policía se sorprende.
–¿Ah, sí? ¿Y qué le dice?
–¡Sal de debajo de la cama, cobarde!
Jiménez y el policía se ríen. Jiménez le da dos palmadas en la espalda.
–En fin, vamos al lío.
Villanueva y Jiménez se acercan con el oficial al coche. Pasan junto a un sofá en el que hay una mujer llorando. Jiménez la mira extrañado y pregunta al policía:
–¿Y esta señora quién es?
–La primera testigo. No sabe nada. Bajó la mujer a pulso el sofá por una escalera desde un cuarto para que lo viera el tapicero cuando escuchó la cantinela. Fue la primera que vio el cadáver.
–Joder, ésa, más que por el muerto, está llorando por tener que volver a subir el tresillo.
Los tres policías llegan a la furgoneta y se asoman con precaución por la ventana delantera. Jiménez salta como un resorte asustado.
–¡Hostia! ¡Parece un lomo embuchado!
El agente asiente.
–Habrá que esperar a que lleguen los forenses y hagan las pruebas, pero yo diría que está al vacío. Sólo que por los bordes tiene un doble vivo característico de los tapiceros.
Jiménez mira el cadáver con una mezcla de curiosidad y temor.
–¿No habéis abierto el paquete todavía, no?
–No, cuando lleguen tendrán que hacerle las pruebas. Hemos comprobado la matrícula de la furgoneta y es de un tapicero, pero de uno que está vivo y al que le robaron el vehículo anoche. Lo había denunciado.
Jiménez frunce el entrecejo.
–No era su coche… qué raro, lo único claro es la causa de la muerte, asfixia…
Villanueva niega con la cabeza.
–No se precipite, Jiménez, habrá que esperar a la autopsia, pero, de todas formas, lo más lógico sería que alguien lo hubiera matado en otra parte, lo hubiera envasado al vacío, le hubiera puesto el remate de tela ése y lo hubiera traído aquí. Recuerde que la furgoneta estaba encendida y se movía con él dentro.
El oficial asiente.
–Sí, encontramos un par de piedras en el acelerador para que se quedara presionado y avanzara, por lo que cuentan los testigos, a unos 5 kilómetros por hora.
Villanueva mira hacia atrás.
–Esta calle tendrá unos 600 metros, pregunten antes de aquella curva si alguien vio a alguna persona bajándose de la furgoneta, alguien tuvo que girar el volante.
–Vale, así lo haremos.
Jiménez va hacia la parte trasera de la furgoneta y abre la puerta. Se queda estupefacto con lo que ve. Villanueva se da cuenta.
–¿Está bien, Jiménez?
–Jefe, venga, debe ver esto.
Villanueva y el agente se acercan. En una de las paredes de la furgoneta hay una pintada hecha con plantilla y espray rojo que tiene un mensaje claro.
«La cacería ha comenzado.
KTR».
Ambos policías se miran.
Jiménez y Villanueva están sentados en la mesa camilla de un lujoso salón. Enfrente está una mujer de unos 50 años que se seca las lágrimas con un pañuelo de tela.
Jiménez no hace nada más que mirar las paredes del salón, que está rodeado de cuadros con discos de oro. Villanueva comienza a hablar:
–Muchas gracias por recibirnos, no nos queremos ni imaginar por lo que estará pasando, pero precisamente queremos detener a la persona o las personas que le hicieron eso a su marido.
–No se preocupen, lo entiendo perfectamente, pregunten lo que necesiten. Qué cosa tan terrible, morir tapizado como una mecedora…
Jiménez añade:
–Descalzadoras y toda clase de muebles y tapicerías que tengan en mal estado.
Villanueva y la mujer le miran con incredulidad.
–Perdone, perdone, yo es que la retahíla ésa es algo que tengo tatuado. Es como si escucho a alguien decir «¿Qué tiene?» y a mí rápidamente me sale «¿Qué tiene la Zarzamora, que a todas horas llora que llora por los rincones?».
La mujer mira estupefacta a Jiménez, que se percata.
–Bueno, ya, volvemos con la investigación, yo tengo una curiosidad, perdone que igual no tiene mucho que ver, pero ¿por qué hay tantos discos de oro en las paredes?
La mujer esboza una sonrisa nostálgica y se vuelve a secar las lágrimas.
–Es verdad que mi marido comenzó con lo de tapizar, se le daba bien y le gustaba, pero lo que de verdad tenía era una voz preciosa, y eso es lo que más dinero nos dio. Ya no salía con la furgoneta desde hacía años.
Jiménez parece no entender.
–¿Cantaba?
–No, él locutó y escribió, precisamente, ese mensajito que usted recordaba, el de «Señoras, se tapizan sillas, sillones, tresillos, butacas, mecedoras…».
Jiménez continúa.
–«Descalzadoras y toda clase de muebles o tapicerías que tengan en mal estado». Es que es redondo, me lo tatuaría, de verdad.
La mujer sonríe entre lágrimas.
–Exacto. Cómo habría disfrutado de escucharle y de saber que la gente lo pone a la altura de la Zarzamora.
Jiménez vuelve a meterse.
–Que a todas horas llora que llora…
Jiménez se calla y le da paso con la mano a la viuda que recoge el guante.
–… por los rincones.
–Ole.
La mujer sonríe entre lágrimas.
–Ahora soy yo un poco Zarzamora, con tanto llorar. En fin, les cuento. Como él lo escribió y lo locutó, lo registró en autores en la SGAE y nos hicimos de oro. Se consideró canción y cada vez que se reproducía alguna vez, nos llegaba el royalty a la cuenta. Imagínese, la grabación ésa tiene 30 años, todos los tapiceros ambulantes de España la usan desde entonces sin parar 8 ó 10 horas al día, siete días a la semana… No se ha contado porque no interesaba, pero la de mi marido ha sido la canción más reproducida de la historia de España, ni Mecano, ni Manolo Escobar ni la madre que los parió: el tapicero. Y yo diría que del mundo.
–Vamos, que han ganado más dinero que un torero.
–Pues sí, nos lo hemos llevado muerto, la verdad, y que dure. Nuestros hijos han visto el plan de que eso lo van a heredar y no cogen un libro ni para calzar una mesa.
Villanueva mueve la cabeza como para despejarse y vuelve al interrogatorio.
–Eh… entonces, ¿tenía algún enemigo? ¿Le consta a usted que alguien le quisiera extorsionar o le amenazara?
La viuda tuerce el gesto.
–Sí, verá, él había recibido siempre amenazas por las siestas.
–¿Disculpe?
–Sí, había muchas asociaciones de vecinos y colectivos que se quejaban de que no había quien durmiera cuando pasaba un tapicero por la calle a la hora de la siesta. Su voz se convertía a veces en un problema. A lo mejor estábamos comiendo en algún sitio y el camarero le identificaba el tono y le decía: «Tú eres el que no me deja dormir los domingos con la descalzadora y la mecedora, ¿no?». Lo mismo nos pasaba en taxis, en hospitales… la mayoría de las veces hablaba yo, porque a él le podía montar un pollo el más pintado.
Jiménez asiente.
–La verdad es que entre el tapicero y la que llama para que te cambies de tarifa en el teléfono, es más fácil aprobar una ingeniería que echarse una siesta. De todas formas, ¿cómo podía haber evitado eso su marido?
–Bueno, se sabe qué tapiceros no paran para comer, les podía haber retirado la licencia, pero era un dinero muy goloso. Se acostumbra uno a un ritmo de vida y ya se olvida de los demás. Intentábamos que no se supiera mucho de dónde venía nuestra fortuna. De hecho, había unos vecinos que pensaban que éramos narcotraficantes y mi marido me dijo, «déjalo, mejor que piensen eso, que vender droga es menos grave que fastidiar siestas».
Villanueva está apuntando en su libreta.
–Entiendo que había un clima latente de agresión hacia su marido, ¿pero hubo algo concreto últimamente?
–No que yo recuerde.
–Perfecto, nos ha sido de mucha utilidad, por favor, aquí tiene nuestras tarjetas, no deje de llamarnos si recuerda algo o tiene alguna necesidad.
Los tres se levantan de la mesa. Ya en la puerta, Jiménez se despide, pero parece pensativo.
–Perdone, una última cosa.
La viuda se seca de nuevo las lágrimas de los ojos.
–Dígame.
–¿No sabrá usted si la musiquita del afilador la tiene registrada alguien, no?
Mediodía. Un joven pelirrojo saluda a otro que está en la puerta de un espacio de coworking. Parece que se conocen. Lleva una bolsa cruzada en el pecho. Atraviesa un espacio grande en el que hay personas que alquilan las mesas para trabajar con ordenadores y conocer a otros profesionales.
El joven llega a un pasillo, a la derecha están las puertas del servicio, enfrente una con un cartel que reza «Staff only». Mira hacia atrás, ve que no hay nadie y entra. Un grupo de doce personas espera en una mesa al joven que acaba de llegar. Saluda con la mano, parece nervioso. Alguien le responde.
–Perfecto, ya pensábamos que no venías.
–Siento el retraso, no había sitio donde dejar la bici. ¿Qué tal todo?
Una joven con un lado de la cabeza rapado le indica unos cables.
–Bien, lo tienes toda/todo lista/listo aquí.
El joven pelirrojo abre su bolsa, saca un pequeño ordenador y lo conecta con esos cables a un proyector. Se conecta a Internet, abre una herramienta que se llama Tor, pega un enlace y aparece una especie de chat titulado #KTR. Todos se miran. A los pocos segundos se ilumina un texto.
«Compadre, ¿qué tal tu niño?», y justo después se ilumina otra frase en la pantalla del proyector. «Muy bien, hace tres meses que empezó a andar.»
Todos se miran desconcertados. Uno de ellos, alto, de unos 40 años, nariz muy grande y pelo rizado, parece nervioso.
–Venga, busca en el libro y responde con la contraseña, coño.
El joven pelirrojo del ordenador asiente y busca. Parece que encuentra algo.
–Aquí…
Entonces escribe: «¿Hace tres meses que empezó a andar? Pues irá ya por Mérida.»
Silencio en la sala. La pantalla vuelve a iluminarse. «OK. Paso a voz.»
Una voz distorsionada se oye por los altavoces de la sala mientras una forma de onda negra va oscilando en la pantalla.
–Hola a todos, la transferencia está hecha, supongo que os ha llegado.
Las personas de la sala parecen algo asustadas. El hombre alto del pelo rizado habla.
–Sí, sí, efectivamente, de hecho es más dinero de lo que habíamos pactado.
–Sí, bueno, la generosidad en el esfuerzo hay que recompensarla con generosidad en el pago.
–Le dejamos la furgoneta donde nos dijo, con la pintada dentro como quedamos.
–Sí, el tapicero ya ha sido eliminado, no joderá más siestas.
–Ni más sillas, que vaya horteradas que hacía.
–Exacto. Lo que estáis haciendo es muy importante. En los últimos tiempos hemos visto cómo los asesinatos de modernos, sobre todo en Sevilla, pero no sólo allí, se han convertido en una cruel moda. Ha llegado el momento de responder.
El hombre alto de la nariz sigue hablando.
–Aquí estamos todos para lo que haga falta, ya está bien de toros, de Semana Santa, de fruta escarchada y de su puta madre, que seguimos viviendo en la Edad Media por culpa de algunos. Progreso, y el que no quiera, lobo, ¿no, Charles?
La voz distorsionada responde por los altavoces.
–Exacto, Willy. La tortilla se va a dar la vuelta, y esto no es suficientemente grande para todos.
–Hemos visto que el tapicero falleció ayer, pero no ha trascendido nada. En la tele solo salía una mujer mayor diciendo que era un hombre muy normal y que si la podía ayudar alguien a subir un tresillo.
–Lobo se encargó, es todo lo que necesitáis saber. Cualquier símbolo de resistencia al progreso será eliminado.
Todos asienten.
–¿Cuál será la siguiente acción? Te hemos preparado una lista de posibles objetivos rancios: el programa Cine del barrio, la sede de la tuna, la fábrica de naipes de Heraclio Roupier, un par de bodegas que todavía echan serrín en el suelo, los almacenes del mayorista que trae la mortadela con la cara de Mickey.
Uno interrumpe.
–¿Todavía se hace eso?
–Sí, compañero.
–Es increíble, igual que la colonia Brunel.
En ese momento corta la conversación la joven de la media cabeza rapada.
–A ver, compañeros/compañeras, lo que no puede ser es lo que no puede ser.
Todos la miran con desconcierto.
El hombre de la nariz le habla.
–¿Qué no puede ser, Ada? ¿Lo de estar todo el rato compañeros/compañeras, personas/personos?
–No, eso si queréis lo podemos cambiar por «e», que es miembro no marcado, por mí mejor, por ejemplo, «compañeres», y ahí entra todo el mundo, pero lo que no puede ser es que estemos con la lucha armada a lo rancio y nosotres mismes confirmemos las estructuras del heteropatriarcado.
Los asistentes se miran. Dos cuchichean entre ellos.
–¿Nosotres? Yo no sé si prefiero parecer machista o asturiano.
El hombre del pelo rizado parece no comprender.
–No te seguimos.
La chica contesta:
–Yo exijo que, si se bombardea la fábrica de Brunel, se ataque también la de Laca Melly. Compañeres, incluso en nosotres el machismo rancio está más presente de lo que parece.
El silencio se hace en la sala. Desde la voz de la pantalla suena una frase casi inaudible y resignada.
–Ay, Dios mío.
Uno de los integrantes de la mesa interviene:
–A ver, visto así… ¿Qué objetivos propones, compañere?
–No, ahí puedes decirme compañera, la «e» es sólo para los plurales masculinizados.
–Perdona, es que me lío.
–Digo que si vamos a reventar una bodega de coñac, pues lo civilizado es que luego vaya una de Licor 53, que es como más de chica, sobre todo con piña o batido. O, por ejemplo, si secuestramos a Gordi Dan por la horterada de la canción del verano, también a la bióloga de los posados en bikini en la playa; o si quemamos balones de fútbol, también elásticos de los que se usan para feminizar a las niñas desde el principio…
Otro de los presentes en la mesa interviene:
–Eh, eh, eso es sexiste, ¿por qué el elástico es de niñas? A mí, por ejemplo, me gusta y no soy una niña.
La chica que tiene al lado le responde.
–¿Y a ti desde cuándo te gusta el elástico, José Luis?
–Da igual, es romper una lanza por la igualdad y por les niñes que no lo pueden usar y ven que se les impone una identidad de género y se les obliga a jugar a les caniques o con les trompes.
La chica rapada intenta aclarar.
–¡Que ahí no hace falta la «e»!
Pero la compañera del chico no le presta atención.
–Pues si lo que quieres es luchar por la igualdad de género podías empezar por recoger la mesa, que mucho discursito y mucho feminismo y cuando he salido de casa estaba todavía en la mesa el plato con la ensalada de tofu que te hincaste anoche, y yo no te lo pienso recoger porque no soy tu esclave.
Se monta revuelo en la sala. La voz de la pantalla interrumpe:
–Todo el mundo callado con los heteropatriarcados y las mierdas que me voy a tener que cagar en la put...
Uno de los integrantes murmura:
–Será en la pute…
–¡Pues en la pute!
La chica rapada salta:
–¡Que no! ¡Que eso es femenino!
La voz atruena:
–¡SILENCIO!
Se crea un silencio total en la habitación.
–Aquí los objetivos los marco yo, que nos volvemos locos con la participación. Ya tenéis un correo encriptado con el próximo paso. ¿Alguna duda?
Todos se miran asustados aún por la voz. Willy, el hombre de pelo rizado, es el que toma la palabra:
–Nada, Charles, todo correcto, no hay problema, seguiremos instrucciones, sólo una duda… ¿podremos ver alguna vez a Lobo?
Se hace un silencio total en la habitación hasta que la voz responde:
–Mira, te aseguro una cosa, nadie, ni siquiera tú, quiere ver a Lobo.
–Pues hay algo extraño en la muerte del tapicero, agentes.
Jiménez pone cara divertida:
–¿Se refiere aparte de que lo dejaran más apretado que a un paquete de tizas?
Jiménez y Villanueva están en el Instituto Anatómico Forense. El cuerpo del tapicero está sobre una camilla metálica y el médico habla.
–Sí, bueno, eso es criminalmente heterodoxo, sí, pero no fue la causa de la muerte.
Villanueva interviene:
–Jiménez, le presento a Agustín, es el forense asignado al caso.
Jiménez le saluda y le busca el oído a Villanueva.
–El del caso del perro y la mermelada era delgado como la radiografía de un silbido, pero éste de cráneo va fuerte, ¿no? Vaya con los forenses, los juntas todos y no haces uno bueno.
Villanueva y el médico parecen incomodarse. Jiménez hace como si nada.
–Encantado, Agustín, yo tuve un amigo muy borrachete que se llamaba como tú, decía que era la única persona que tenía un nombre distinto según la hora, porque se levantaba Agustín y se acostaba Agustito.
El forense saca una sonrisa forzada.
–Entiendo, si le parece volvemos a la víctima. Tiene un cuadro de agotamiento severo que le pudo provocar el paro orgánico.
–¿Qué quiere decir?
–Pues que a este hombre lo tuvieron sin dormir entre siete y ocho días.
Villanueva y Jiménez se miran. El médico se da cuenta.
–¿Ocurre algo?
–Hablamos con su viuda y nos dijo que estaba amenazado por gente a la que no les dejaba dormir la siesta tranquilamente. Era el responsable del mensaje del tapicero.
El forense se sorprende.
–¿Quieren decir que puede que se las devolvieran todas juntas? Este mundo está loco. El caso es que, además, tiene bastantes golpes. No sé si con el objeto de que no se durmiera.
Jiménez se mete.
–Pues a mí, cuando tengo sueño, ya puedes darme patadas en los riñones que caigo frito. Agustín, yo todo lo que me digas me lo voy a creer, porque esa cabeza tiene que dar para mucho.