Según la leyenda, la primera semilla de Roma la constituyó el humilde poblado de Alba Longa, fundada en el Lacio por Ascanio, el hijo del piadoso Eneas. De acuerdo al mito, muchos años después gobernaban sobre Alba dos jóvenes hermanos: Numítor y Amulio. Numítor, el mayor, era sereno y confiado; Amulio, el menor, ambicioso e intrigante. Con tales características, no les fue fácil compartir el poder. Los roces fraternos fueron aumentando progresivamente, hasta que el menos escrupuloso de los príncipes, precisamente Amulio, fraguó una conspiración contra su hermano, logrando encerrarlo de por vida.
Experto en conjuras palaciegas, Amulio se encargó de acallar toda esperanza sucesoria que pudiera oponerse a su reinado. Ideó sendos planes para acabar con los dos hijos de su depuesto hermano. Asesinó al varón y consagró a la mujer, Rea Silvia, a la diosa Vesta. De este modo evitaba futuras descendencias que pusieran en cuestión su corona.
El plan de Amulio tenía todo para funcionar a la perfección; el castigo por violar la consagración a la diosa Vesta era la muerte. Por mucho que Rea Silvia viera con malos ojos el destino de solterona que su tío le había asignado, era difícil que corriera el riesgo de contradecirlo.
Lamentablemente para Amulio, una tarde en que Rea Silvia dormía plácidamente la siesta a orillas del Tíber, acertó a pasar por allí el dios Marte. Las pasiones favoritas de Marte eran la guerra y las mujeres, y en ambas se conducía arbitraria y brutalmente. En consecuencia, apenas divisó a la virginal muchacha el dios dejó de lado toda consideración y decencia, y allí mismo, sin siquiera despertarla, la dejó encinta.
Al saber las nuevas, Amulio ideó una trama para sacarse de encima a la descendencia de Numítor. Dejó que la gravidez siguiera su curso y, cuando Rea Silvia hubo dado a luz dos gemelos, ejerció sobre ella la costumbre indicada para la vestal que violara sus votos: la sepultó viva.
Con relación a los gemelos, dispuso que ambos fueran cuidadosamente colocados sobre una canasta y dejados a merced del curso del río. Amulio pensó que las corrientes del Tíber hundirían la embarcación. Pero el viento jugó en su contra; conducida por la brisa, la cesta se empantanó y los dos infantes alcanzaron sanos y salvos la orilla del río.
A este primer azar del destino se unió un segundo: una loba escuchó sus llantos y corrió a amamantarlos. Sobre la naturaleza de esta presencia materna nunca hubo mucha claridad en los relatos mitológicos. Otra versión más racionalista afirma que no era propiamente una loba, sino una mujer a quien llamaban loba por su vida libre y su comportamiento salvaje. Sea como fuere, bajo el alero de esta madre-loba los dos gemelos crecieron, maduraron y se fortalecieron.
Cuando el tiempo lo permitió, se presentaron en Alba Longa buscando precisamente lo que Amulio había querido evitar: venganza. Una vez en la ciudad, organizaron una revolución, acabaron con el tirano y repusieron a su abuelo Numítor en el trono. Pero en vez de esperar el reino cuya corona ya de derecho les pertenecía, se fueron impacientes a fundar uno nuevo.
Con ese fin eligieron el lugar en donde se había estancado su cesta muchos años antes. Era precisamente el sitio donde el Tíber enredaba su curso entre un grupo de siete colinas: Palatino, Aventino, Esquilino, Quirinal, Viminal, Capitolio y Celio. Empeñados en la tarea de fundar la nueva ciudad, afloraron diferencias fraternales. incapaces de ponerse de acuerdo en el nombre que debían dar al poblado, decidieron confiarse al querer de los dioses y escrutar el vuelo de los pájaros augurales.
El cielo concedió la prerrogativa de bautizar la ciudad a Rómulo. Con esta certeza, puso el yugo a dos bueyes blancos, marcó un surco y construyó un pequeño muro jurando matar a quien lo sobrepasase. Molesto por aquella derrota, Remo rompió un pedazo de la muralla y se burló de su hermano. Fiel al juramento, Rómulo lo mató de un solo golpe. Corría el día 21 de abril del año 753 a.C.
Después de haber acabado con su único súbdito, Rómulo se vio convertido en rey de una ciudad vacía. Con objeto de poblarla, proclamó solemnemente que cualquiera que se refugiase en el Capitolio se convertiría, por ese mismo acto, en ciudadano romano. Esclavos, fugitivos y deudores morosos no tardaron en hacer fila a las faldas de la colina.
El problema, sin embargo, no estaba resuelto. Los fundadores eran todos solteros; no tenían mujeres ni hijos. Consciente de esta dificultad, Rómulo organizó una gran fiesta de celebración, a la que invitó al vecino pueblo de los sabinos. La invitación, se preocupó de subrayar Rómulo, incluía a sus hijas en edad de casarse.
Los sabinos, seguramente desacostumbrados a tanta liberalidad, no se hicieron de rogar. Fueron, comieron y bebieron, sin hacer ningún desprecio al círculo de delincuentes que se había refugiado en Roma. Finalmente, cuando estaban en la parte más interesante de la fiesta, es decir, en las competencias atléticas, los dueños de casa aprovecharon el momento y raptaron a las hijas de sus invitados.
Al día siguiente la guerra entre romanos y sabinos prometía opacar las glorias de Troya. Furiosos por lo acaecido, los sabinos se hallaban ansiosos de lanzarse al combate. Los romanos, encerrados en el Capitolio, se manifestaban dispuestos a morir antes que ceder una sola de las mujeres que habían hecho propias el día anterior.
La batalla tomó forma cuando una de las mujeres raptadas, Tarpeia, consiguió las llaves de la fortaleza donde se refugiaban los romanos. Tarpeia tenía esperanzas de encontrar un mejor partido en su propio pueblo y, con esta ilusión romántica en el pecho, abrió la puerta del Capitolio a los sabinos.
No era más que una ilusión. Los mismos sabinos, poco después de haber entrado a la fortaleza, le pagaron el favor asesinándola. En la mentalidad de aquellos tiempos mitológicos, la traición era siempre traición. Años más tarde los romanos bautizarían con su nombre la roca desde la cual se despeñaba a los traidores a la patria.
Una vez dentro del Capitolio, la gresca entre romanos y sabinos amenazó con tomar proporciones imprevistas. Pero un evento inesperado vino a apaciguar los ánimos. Las mujeres raptadas se interpusieron entre los dos ejércitos, anunciando que no estaban dispuestas a presenciar una batalla cuyo resultado, fuera cual fuera, iría siempre en su contra.
El raciocinio femenino era lógico y rotundo. Si vencían los romanos, quedarían convertidas en huérfanas; si lo hacían los sabinos, en viudas. Ninguna de las dos opciones las convencía. Sus nuevos esposos podían no ser yernos de ensueño, pero una vez que las cosas habían llegado a este punto, lo razonable era abandonar las armas y regularizar la situación. Por ellas hablaba la tradicional sabiduría práctica romana.
Ambos pueblos fueron sensibles a esta llamada y se fundieron en uno solo. Tito Tacio, el rey de los sabinos, aceptó compartir con Rómulo sus títulos regios. Roma se convirtió en la sede del nuevo pueblo y desde ese día sus ciudadanos pasaron a llamarse romani quirites.
La diarquía no alcanzó a sufrir crisis alguna. La temprana muerte de Tacio dejó a Rómulo en calidad de soberano único, y bajo su guía los romanos asimilaron la ilusión de convertir a Roma en la cabeza del mundo.
753 a.C. |
Fecha tradicional de la fundación de Roma. |
509 |
Caída de la Monarquía. Comienzo de la República. |
458 |
Cincinato es elegido dictador. |
449 |
Promulgación de la Ley de las Doce Tablas. |
396 |
Camilo destruye la ciudad etrusca de Veyes. |
386 |
Los galos derrotan a los romanos y saquean la ciudad. |
280 |
Comienza la guerra contra Tarento. |
272 |
Derrota final de Pirro en Beneventum. |
272 |
Llegada de Livio Andrónico a Roma como prisionero de guerra. |
264 |
1ª Guerra Púnica. |
256 |
Atilio Régulo es hecho prisionero por Cartago. |
241 |
Termina la 1ª Guerra Púnica. |
238 |
Córcega y Cerdeña se convierten en provincias romanas. |
218 |
2ª Guerra Púnica. Aníbal toma Sagunto, atraviesa los Alpes y vence a los romanos en Tesino. |
217 |
Nuevas derrotas romanas en Trebia y Trasimeno. |
216 |
Desastre romano en Canas. |
205 |
Plauto estrena su comedia El militar fanfarrón |
212 |
Los romanos recuperan Siracusa. Muerte de Arquímedes. |
207 |
El ejército de Asdrúbal es aniquilado en Metauro |
204 |
Escipión lleva al ejército romano a África. Aníbal abandona Italia. |
202 |
Batalla de Zama. |
197 |
Tito Quinto Flaminino acaba con las falanges de Filipo V en la batalla de Cinoscéfalos |
189 |
Escipión Africano termina con las tropas sirias de Aníbal en la batalla de Magnesia. |
184 |
Catón es nombrado Censor. |
171 |
Guerra contra Perseo de Macedonia. Victoria de Pidna. |
167 |
Llegada de Polibio a Roma. |
146 |
Destrucción de Cartago por Escipión Emiliano. |
75 |
Comienza la carrera política de Cicerón como cuestor en Sicilia. |
63 |
Consulado de Cicerón. Conjuración de Catilina. |
60 |
Se forma el primer triunvirato: Julio César, Craso y Pompeyo. |
59 |
Año del consulado de Cayo Julio César. |
52 |
Alexia cae en manos romanas. La Galia se convierte en provincia imperial. |
49 |
Julio César cruza el Rubicón. Comienza la Guerra Civil. |
48 |
Julio César vence en Farsalia. Pompeyo es asesinado en Egipto. |
46 |
Julio César vence al ejército republicano guiado por Catón en África. |
44 |
Asesinato de Julio César a manos de Bruto y Casio. |
43 |
Segundo triunvirato: Marco Antonio, Octavio y Lépido. Cicerón es asesinado. |
42 |
Batalla de Filipos. Bruto y Casio se suicidan. |
39 |
Las Bucólicas de Virgilio caen en manos de Mecenas. |
38 |
Horacio es presentado a Mecenas por Virgilio. |
31 |
Batalla de Accio. |
29 |
Virgilio recibe el encargo de componer La Eneida. |
27 |
El Senado confiere a Octavio el título de Augusto. |
25 |
Tito Livio publica los primeros libros de su Historia de Roma. |
23 |
Horacio publica tres libros de sus Odas. |
13 |
Pacificación de las provincias occidentales por Augusto. |
8 |
Muerte de Horacio y Mecenas. |
6 d.C |
La provincia de Judea es agregada al Imperio por Augusto. |
8 |
Ovidio es desterrado a Tomis. |
14 |
Muerte de Augusto. Con el reinado de Tiberio comienza la dinastía Claudia. |
30 |
Nacimiento de la comunidad cristiana en el día de Pentecostés. |
36 |
Conversión de San Pablo. |
41 |
Comienza el reinado de Claudio. |
49 |
Concilio de Jerusalén. Se decide admitir a los conversos dentro de la comunidad cristiana sin condiciones judaizantes. |
54 |
Agripina asesina a Claudio. Nerón sube al trono. |
61 |
San Pablo llega a Roma bajo libertad vigilada. |
62 |
Séneca escribe Epístolas a Lucilio. |
64 |
Incendio de Roma. Primera persecución de cristianos. Muerte de San Pedro. |
65 |
Muerte de Séneca. |
69 |
Sube al trono Vespasiano. Comienza la dinastía Flavia. |
70 |
Jerusalén es destruida por Tito. |
98 |
Sube al trono Trajano, adoptado por el anciano Emperador Nerva. |
101 |
Trajano comienza la conquista de la Dacia. |
106 |
Tácito comienza a escribir sus Historias. |
113 |
Trajano inicia la campaña de oriente contra los partos. |
117 |
Comienza el reinado de Adriano. |
132 |
Conversión de San Justino. |
138 |
Comienza el reinado de Antonino Pío. |
150 |
San Justino funda una escuela cristiana en Roma. |
161 |
Comienza el reinado del filósofo Marco Aurelio. |
163 |
Martirio de San Justino. |
180 |
Fundación de la escuela catequética de Alejandría. |
180 |
Sube al trono Cómmodo, el último emperador de la dinastía Antonina. |
193 |
Anarquía militar. Septimio Severo da inicio a la dinastía de los Severos. |
203 |
Orígenes se hace cargo de la escuela catequética de Alejandría |
212 |
El emperador Caracalla concede la ciudadanía romana a todos los hombres libres del imperio. |
232 |
Llegada de Plotino a Alejandría. |
249 |
Sube al trono el emperador Decio. Comienza un nuevo estilo de persecuciones masivas contra los cristianos. |
253 |
Muerte de Orígenes. |
284 |
Comienza el reinado de Diocleciano. |
303 |
Comienza la más terrible de las persecuciones contra los cristianos bajo Diocleciano. |
312 |
Derrota de Majencio en Puente Milvio. Conversión de Constantino. |
313 |
Edicto de Milán. |
324 |
Victoria de Constantino sobre Licinio en Adrianópolis. |
325 |
Constantino convoca el primer concilio ecuménico en Nicea para examinar las tesis de Arrio. |
330 |
Fundación de Constantinopla. |
337 |
Muerte de Constantino. Comienza el reinado de Constanzo, emperador de fe arriana. |
373 |
Muerte de Atanasio. |
379 |
Sube al trono el emperador Teodosio. |
381 |
Concilio de Constantinopla. |
386 |
San Juan Crisóstomo es elevado al sacerdocio y nombrado predicador en jefe e nstructor del pueblo cristiano de Antioquía. |
387 |
Bautismo de San Agustín. |
392 |
El emperador Teodosio el Grande declara al cristianismo como religión oficial del imperio mediante el edicto De Fide Catholica. |
395 |
Teodosio divide el imperio romano entre sus dos hijos. San Agustín es nombrado obispo de Hipona. |
397 |
San Juan Crisóstomo es nombrado obispo de Constantinopla. |
397 |
San Juan Crisóstomo pronuncia el Pro Eutropio. |
400 |
San Agustín escribe sus Confesiones. |
407 |
Muerte de San Juan Crisóstomo. |
410 |
Roma es saqueada por los godos bajo el mando de Alarico. |
412 |
San Agustín comienza su lucha contra la herejía pelagiana. |
430 |
Las tropas de Genserico asedian Hipona. Muere San Agustín. |
451 |
Los hunos de Atila son derrotados en la batalla de Campos Catalaúnicos. |
476 |
El bárbaro Odoacro depone al último emperador de Roma, Rómulo Augústulo. |
Ara pacis
Augusto de Prima Porta
Annales, Enio
Annales, Tácito
Amores, Ovidio
Arte de Amar, Ovidio
Bellum Punicum, Nevio
Bellum Civile, Lucano
Bucólicas y Geórgicas,Virgilio
Carmen Saeculare, Horacio
Carta a los Jóvenes, san Basilio
Catilinarias, Cicerón
Columna Trajana
Confesiones, san Agustín
Corpus Iuris Civilis
Ciudad de Dios, san Agustín
Credo Niceno
De Bello Gallico, Julio César
Diálogo con Trifón, san Justino
Diálogo de los Oradores, Tácito
Discurso Verdadero contra los cristianos, Celso
El militar fanfarrón, Plauto
Eneida, Virgilio
Ennéadas, Plotino
Epístolas a Lucilio, Séneca
Evangelios
Germania, Tácito
Hechos de los Apóstoles
Historia de Roma desde su Fundación, Tito Livio
Historias, Tácito
Instituciones, Gayo
Ley de las Doce Tablas
Metamorfosis, Ovidio
Orígenes, Catón
Principios, Orígenes
Pro Eutropio, san Juan Crisóstomo
Pro Murena, Cicerón
Sátiras y Odas, Horacio
Sobre la naturaleza de las cosas, Lucrecio
Sobre la República, Cicerón
Thalia, Arrio
Vida de Agrícola, Tácito
Abraham
Accio
Adriano
Adrianópolis
África
Agripa
Agripina
Alarico
Alejandría
Alejandro (obispo de Alejandría)
Alejandro Magno
Amílcar
Amonio Sacas
Aníbal
Anquises
Antíoco
Antonino Pío
Apolinar de Laodicea
Apolonio Molón
Apolonio de Rodas
Apolodoro de Damasco
Aquiles
Arcadio
Aristófanes
Aristóteles (aristotélico)
Arnobio de Sicca
Arquíloco
Arquímedes
Arrio (arrianismo)
Asdrúbal
Atalo III
Atenágoras
Augusto
Bruto
Burro
Calígula
Calímaco
Camilo
Cannas
Capua
Caracalla
Cartagena
Cartago
Casio
Catilina
Catón el Joven
Catulo
Celso
Cicerón
Cincinato
Cinna
Claudio
Clemente de Alejandría
Cleopatra
Clodio
Cómmodo
Constancio
Constantino
Constancio Cloro
Constantinopla
Craso
Crescente
Crisipo
Cristianismo
Cristo (Jesucristo)
Dacia
Dante Alighieri
Decio
Demóstenes
Dido
Diocleciano
Dion Casio
Domiciano
Druso
Edicto de Milán
Elio Arístides
Eneas (Eneida)
Ennio
Epicteto
Epicuro (epicureísmo)
Escepticismo
Escipión Africano
Escipión Emiliano
Estoicismo
Euclides
Eudoxia
Eusebio de Cesarea
Eusebio de Nicomedia
Fabricio
Farsalia
Filipos
Filón
Galba
Galerio
Galia
Galieno
Galio
Gayo
Genserico
Germania
Gordiano
Graco (hermanos)
Gravitas
Grecia
Heráclito
Hesíodo
Hispania
Homero
Honorio
Horacio
Hortensio
Islam
Juliano el apóstata
Julio César
Juvenal
Lépido
Licinio
Livio Andrónico
Livio Druso
Lucano
Luciano de Samosata
Lucilio
Lucio Junio Bruto
Lucio Scaevola
Lucrecia
Lucrecio
Mahoma
Majencio
Manes (maniqueísmo)
Marcial
Marco Antonio
Marco Aurelio
Marco Porcio Catón
Mario
Masinisa
Maximino
Mecenas
Melitón de Sardes
Metauro
Miguel Ángel
Minucio Félix
Modestino
Mucio Escévola
Munacio Planco
Murena
Neoplatonismo
Nerón
Nerva
Nevio
Nicea
Octavia
Odoacro
Orígenes
Orosio
Ovidio
Pacuvio
Panecio
Panteno
Papiniano
Paulo
Pelagio
Píndaro
Pirro
Pitágoras
Platón (platónico)
Plauto
Plinio
Plotino
Plutarco
Polibio
Policteto
Polión
Pompeyo
Popea
Porcio Licinio
Porfirio
Posidonio
Propercio
Prudencio
Publio Decio Mus
Puente Milvio
Quinto Fabio Máximo
Quinto Mucio
Régulo
Rómulo
Roscio Amerino
Safo
Salustio
San Agustín
San Ambrosio
San Antonio Abad
San Atanasio
San Basilio
San Cipriano
San Gregorio Magno
San Gregorio Nacianceno
San Gregorio Niceno
San Hilario
San Ignacio de Antioquia
San Jerónimo
San Juan
San Juan Bautista
San Juan Crisóstomo
San Justino
San León Magno
San Lorenzo
San Pablo
San Pedro
Santa Elena
Santiago
Séneca
Septimio Severo
Servio Sulpicio
Sestio
Sexto Tarquinio
Sila
Símaco
Sinesio de Cirene
Sixto II
Sócrates
Suetonio
Tácito
Tales de Mileto
Tapsos
Tarquinio el soberbio
Teócrito
Teodoreto
Teodosio
Terencia
Terencio
Tertuliano
Tiberio
Tíbulo
Tito Livio
Trajano
Turno
Ulfilas
Ulpiano
Valerio
Varrón
Vercingétorix
Verres
Vespasiano
Virgilio
Vitelio
Zama
Zenón
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A mi esposa, Soledad
Presentación
DE BRUTO A RÉGULO las costumbres de los antiguos
ANÍBAL Y ESCIPIÓN la lucha por el Mediterráneo
MARCO PORCIO CATÓN el custodio de las tradiciones
DE LIVIO ANDRÓNICO A PLAUTO el despertar de la literatura en Roma
CICERÓN la retórica al servicio de la República
JULIO CÉSAR los nuevos rumbos políticos de Roma
OCTAVIO AUGUSTO el fundador del imperio
VIRGILIO el poeta de la pietas
HORACIO Y OVIDIO la literatura del siglo de oro
SÉNECA la asimilación romana de la filosofía
TITO Y TÁCITO la historia romana, entre la épica y la tragedia
SAN PABLO las primicias de la nueva fe
TRAJANO Y LA DINASTÍA DE LOS ANTONINOS el apogeo del imperio
PAPINIANO Y LOS JURISCONSULTOS el derecho romano
ENTRE JUSTINO Y TERTULIANO el primer surgir del pensamiento cristiano
PLOTINO Y ORÍGENES las luces de Alejandría
CONSTANTINO la primera alianza entre la Iglesia y el Imperio
ENTRE ARRIO Y ATANASIO el filo sutil de la teología
SAN CRISÓSTOMO Y LOS PADRES DE ORIENTE la nueva cultura cristiana y el renacimiento de la retórica
SAN AGUSTÍN la última frontera del mundo antiguo
Epílogo
APÉNDICES
Los orígenes míticos de Roma
Cronología del mundo romano
Índice de obras de arte y de literatura
Índice de nombres y lugares
Muchas son las satisfacciones que me ha reportado la publicación del primer volumen de retratos (Retratos de la antigüedad griega, Rialp, Madrid, 2006). Con él he tenido la oportunidad de poner por escrito una serie de semblanzas que, a mi juicio, juegan el modesto pero imprescindible papel de introducir al complejo y fascinante mundo de los griegos. Y confiado en la buena voluntad de los lectores me he lanzado a continuar la aventura.
Este segundo volumen de retratos pretende estar vitalmente conectado al anterior. De hecho, la única recomendación que me permitiría hacer, es tenerlo a mano cuando se lea éste. La historia cultural de Roma se encuentra indisolublemente ligada a la de Grecia. La mayor parte de los grandes personajes de la Urbe continúan una senda abierta en la Hélade. Para los romanos Cicerón es un nuevo Demóstenes, tal como Virgilio, un nuevo Homero. Séneca es estoico, del mismo modo que Horacio, epicúreo. Tito Livio sigue las huellas de Heródoto tanto como Tácito las de Tucídides…
Con ello no pretendo afirmar que Roma haya sido una simple imitadora. Por el contrario; los romanos tuvieron un carácter extraordinariamente definido que supieron imprimir en cada una de sus obras. Toda su cultura se formó equilibrando la recepción de un legado ajeno con la adhesión a la propia herencia. Y esto hace de la vida del espíritu en Roma algo único y fascinante.
Una tensión del todo análoga surgió cuando el naciente mundo cristiano debió confrontarse con el legado cultural de Grecia. En esa coyuntura histórica se repitió el mismo dificultoso esquema de asimilación. Nuevamente el problema fue cómo hacer propio el mundo griego sin traicionarse en el proceso. Y los resultados fueron espléndidos: con la incipiente cultura cristiana un eslabón más se añadió a la cadena y Occidente asentó otro de sus fundamentos.
Estos son los temas que trata este libro. Espero haberlo hecho de forma llana y no excesivamente gravosa. Sólo me permito una acotación con respecto a la forma. Un retrato tiene algo que ver con un cuadro impresionista. Hay que admirarlo desde una cierta distancia; si se acerca uno demasiado, las formas que antes constituían una figura creíble se transforman en un conjunto de manchas salpicadas por la tela.
He contraído muchas deudas en este trabajo. Pero hay algunas que no puedo pasar por alto. La primera de todas, con la Fundación Gabriel y Mary Mustakis, dedicada a promover el conocimiento y los valores de la antigüedad, de la cual he recibido un importante apoyo para realizar esta obra. La segunda, con los profesores José Marín, Roberto Soto, Rodrigo Moreno y Bruno Barbagellata que amablemente se tomaron el trabajo de leer el manuscrito y de orientarme con valiosas sugerencias. Mi más sentida gratitud para todos ellos.
Gerardo Vidal Guzmán
Santiago, enero de 2007
Cuando un romano comparaba la grandeza de su patria con la de Grecia, evitaba comprensiblemente internarse en el campo de las artes y las letras. En esa arena no era fácil contender con la Hélade.
Mientras los griegos daban a luz las primicias de la filosofía y la literatura, Roma no pasaba de ser una simple aldea perdida en un rincón de Italia. Cuando Atenas sorprendía al mundo con la belleza de la Acrópolis o la notable trabazón política de su régimen democrático, los romanos no constituían sino un poblado más, que pugnaba entre otros muchos por abrirse espacio en tierras del Lacio… Mil razones avalaban la primacía cultural de la Hélade; era comprensible que ante ellas Roma retrocediera cautelosa.
Aun así, los romanos siempre se preciaron de poseer en sus orígenes un elemento específico lo suficientemente definido como para afianzar una personalidad propia. Comparando ambos pueblos en un rincón de su De Oratore, Cicerón afirmaba con solemnidad:
En las ciencias y en las letras, los griegos nos son superiores; pero nuestras costumbres y nuestra conducta tienen más dignidad que las suyas. ¿Dónde se ha visto la severidad de costumbres, la firmeza, la grandeza de ánimo, la probidad, la buena fe y todas las virtudes de nuestros antepasados?
Ese fue siempre el sentir de los romanos con respecto a su pasado. Al mirar atrás, tal vez no encontraran poetas como Homero ni genios como Tales de Mileto, pero sí podían distinguir la imagen inconfundible del romano tradicional, viva encarnación de la virtud y solemne modelo de todas las costumbres. Y aunque desde un punto de vista puramente intelectual tal pasado no constituyera un desafío notable, desde una perspectiva moral se convertía en un horizonte luminoso que hacía comprensible también su preeminencia política. Porque, ¿qué otra cosa podía explicar que una oscura aldea, sometida a mil tensiones, hubiera logrado construir a su alrededor un imperio tan estable que por aquella época pasaba por eterno?
Los romanos siempre percibieron en los protagonistas de su primera historia la más perfecta realización moral de la romanidad. No en vano fue precisamente en esa época cuando Roma fraguó el tipo de hombre austero, trabajador y leal en el que siempre pretendió reconocerse.
Este tipo humano tal vez no brillara por sus capacidades intelectuales, su ingenio o su atractivo personal, pero manifestaba una inclaudicable devoción por la patria y no dudaba en poner su vida a disposición de la ciudad. Seguramente no tenía el gusto típico del griego por las representaciones artísticas y tampoco se sentía cómodo en la especulación filosófica, pero era un modelo de sobriedad, lealtad y buen sentido. Y si las virtudes de Grecia habían sido capaces de educar al mundo, las de Roma serían suficientes para gobernarlo. No sin razón varios siglos más tarde Virgilio escribiría en su Eneida unos versos emblemáticos:
Que otros esculpan el blando bronce y saquen del mármol rostros vivos, que vuelen a más altura en su elocuencia, que con punteros midan el firmamento y conozcan los astros. Tú, Romano, acuérdate de gobernar bajo tu poder a los pueblos. Tú impondrás la paz, perdonarás a los que se sometan y derribarás a los soberbios.
Así miraba el romano a su historia y a su imperio.
Es verdad que los escritores posteriores embellecieron la antigua historia de Roma con retratos de hombres notables, adornados de virtudes extraordinarias, y que lo hicieron con el intento polémico de denunciar la corrupción en la que, a su parecer, había venido a encontrarse Roma en el giro de los siglos. Aun así sería imposible comprender Roma sin tener en cuenta lo que los mismos romanos consideraron la raíz de su primigenia grandeza.
Roma fue fundada hacia el año 753 a.C. bajo la forma de una monarquía. Como tal se mantuvo durante sus primeros dos siglos y medio de existencia, en los que consolidó razonablemente su poder y alcanzó niveles bastante aceptables de progreso y concordia social.
Por el año 509, sin embargo, la institucionalidad monárquica se desplomó con la destitución de Tarquinio el Soberbio, el último de sus reyes. La ciudad se encaminó hacia una forma republicana de gobierno; buena parte del poder pasó a manos del senado, y el antiguo rey fue substituido por una pareja de cónsules llamados a gobernar coordinadamente la ciudad por espacio de un año.
La leyenda en torno a la sedición que acabó con la monarquía no deja de ser fascinante. Según la tradición, un hijo del rey provocó la indignación de los romanos al verse envuelto en un escándalo. Sexto Tarquinio, que así se llamaba el príncipe, era un joven arrogante y desalmado, acostumbrado a no ponerse límites ni a negarse caprichos. Un buen día se le cruzó por delante Lucrecia, la austera esposa de un familiar suyo, y haya sido por su belleza, su virtud o su inocencia, lo cierto es que se obsesionó con ella.
Una noche, mientras el marido de Lucrecia se encontraba en campaña, Sexto Tarquinio se presentó en su casa sin previo aviso. En su calidad de príncipe podía permitirse tales licencias; pidió una habitación a la dueña de casa y discretamente se retiró a dormir. Como es de suponer, sus planes no se limitaban a pasar la noche en casa ajena: dejó pasar algunas horas, se levantó sigilosamente y logró introducirse en la habitación de Lucrecia.
Intentó primero conseguir sus favores con halagos y promesas, pero no tardó en comprender que la honestidad de aquella noble matrona le vedaba por completo ese camino. Impaciente, Sexto comenzó a elevar el tono de la voz y a proferir amenazas. Hasta que encontró una suficientemente aterradora: si Lucrecia no accedía a convertirse en su amante por aquella noche, la mataría sin piedad y junto con ella al primer esclavo que apareciera en el umbral de su habitación. Inmediatamente después expondría ambos cadáveres desnudos, para que todo el mundo creyera que había sido sorprendida en flagrante adulterio y justamente castigada.
Aterrada ante la perspectiva de perder la vida y la honra al mismo tiempo, Lucrecia fue incapaz de soportar las presiones de Sexto. Desesperada entregó su cuerpo al príncipe, que, una vez satisfecho, abandonó presurosamente la casa con una anécdota más que agregar a su repertorio burlesco.
Una vez sola, Lucrecia envió mensajeros a su padre y a su marido. Entre llantos y lágrimas les contó la historia de su deshonra y, mientras todos intentaban consolarla, sacó un cuchillo del pecho y se atravesó el corazón.
La noticia de su mancilla y de su posterior suicidio se esparció como un reguero de pólvora entre los romanos. El hecho suscitó la indignación del pueblo, que no tardó en levantarse contra el Rey y contra el sistema que él representaba. La rebelión tuvo éxito y desde esos lejanos días comenzó en Roma la historia de la República.
Es difícil decir cuánto de verdad haya en un relato como éste. Lo que sí es cierto es que debajo de sus personajes late una percepción profundamente arraigada en el alma de la Roma republicana. Un crimen brutal y despiadado como el de Sexto Tarquinio constituía el resultado inevitable de la monarquía. Un régimen de gobierno que confiaba todo el poder a un solo hombre necesariamente hacía nacer en él, y en todos los que se beneficiaban de sus privilegios, un desprecio absoluto por sus gobernados. Para personajes de este calibre nada era sagrado; ni la amistad, ni la familia, ni la patria, ni los dioses. Siglos más tarde Catón el Viejo expresaría la misma convicción al acusar a los reyes de ser «carnívoros por naturaleza».
Una vez caído Tarquinio, dos nuevos cónsules fueron elegidos para reemplazarlo. Una de sus primeras acciones legales fue dar consistencia jurídica a esta convicción: desde ese día en adelante todo romano tuvo el derecho de quitar la vida a quien intentara coronarse rey.
Nadie tuvo el tiempo de pensar que la disposición no iba en serio. Apenas nacida, la república debió ahogar en sangre una insurrección monárquica, que para mayor dramatismo fue protagonizada por los hijos del primer cónsul en ejercicio, Lucio Junio Bruto.
Como buen romano, Bruto pasó por encima de sus sentimientos familiares y puso por delante los intereses de la patria. Se ciñó sin titubeos a la ley que él mismo había firmado y los condenó a muerte. Fue una buena prueba de la hondura con que estaban llamadas a reinar en Roma las convicciones republicanas. Más de cuatro siglos más tarde, a esta misma ley apelaría un lejano descendiente del primer cónsul romano, precisamente Bruto, para acabar con la vida y con las ambiciones de Julio César.
Sea como fuere, el cambio de gobierno no dejó de traer graves problemas a la naciente república. Como se comprenderá, la revolución no había constituido únicamente una reacción popular ante la inmoralidad del príncipe. Mirada más de cerca, había sido una pugna de muchas aristas iniciada cuando los reyes habían dejado de representar al patriciado tradicional.
Los patricios eran los descendientes de los padres fundadores de la ciudad y constituían la cúspide de la pirámide social; llevaban a mucho orgullo el nombre familiar, su gens, y como toda élite, mantenían las distancias y cuidaban sus espacios. Su expresión política era el senado, y desde ese reducto se daban maña para conservar sus privilegios y aumentar sus influencias.
Sin embargo, en los últimos tiempos de la monarquía había comenzado a llegar a Roma una invasión de inmigrantes que amenazaba con diluirlos. venían del norte, específicamente de Etruria, y se ocupaban del comercio y de todas las actividades productivas que suelen ser tradicionalmente despreciadas por la nobleza. El rey se había apoyado en ellos para sus proyectos de gobierno, provocando la indignación de los círculos nobiliarios, precisamente los que habían encabezado la rebelión del año 507.
Por eso mismo, el cambio de régimen planteó intensos problemas internos. El patriciado que había tomado el poder se identificaba naturalmente con la agricultura, la tradición y el ejército. Gobernada por tan distintas manos, Roma vio bruscamente reducida su vida económica. A ello hubo que agregar la infinita serie de roces y luchas sociales que la nueva ordenación política trajo necesariamente consigo... El horizonte que se cernía sobre la naciente república era oscuro, y serían necesarios varios siglos para que terminara de aclararse.
Pese a tales desventajas, Roma supo levantar cabeza. Progresiva y pausadamente, la ciudad logró superar las ásperas tensiones sociales con que había nacido a la vida republicana. Durante las últimas décadas del s. iv, era ya patente la armónica fusión que los diversos estamentos sociales habían alcanzado. Por todas partes se advertía la plena correlación entre deberes y derechos.
Este robusto orden político fue en gran parte mérito de la nobleza, que tuvo el buen sentido de incorporar a todas las clases sociales a la vida de la república. Con mucho tino político, abrió las puertas del poder al orden de los caballeros. Les permitió aspirar a altos cargos administrativos, incluso al senado y al consulado (si bien estas responsabilidades debían comprarlas a precio de oro). Mediando la dote, les hizo posible subir de categoría a través de un matrimonio afortunado. Con estas cesiones logró establecer una alianza que se revelaría crucial para el futuro de Roma.
También la plebe consiguió con el tiempo reconocimiento jurídico, político y social. Con el mismo buen sentido de que había hecho gala en su relación con los caballeros, la nobleza comprendió que no podía prescindir de su participación en el ejército ni de su contribución en los impuestos, y fue paulatinamente accediendo a sus peticiones: condonó deudas, concedió representantes y ofreció participación política. Fueron logros conseguidos a costa de grandes tensiones, pero terminaron logrando que también la plebe se sintiera parte de la ciudad y responsable de sus destinos.
A pesar de tales concesiones, o tal vez justamente por ellas, el patriciado se mantuvo en la cima de la pirámide social. Y ocupó dignamente ese lugar; durante aquellos primeros siglos la nobleza estuvo lejos de ser una clase ociosa y parasitaria consagrada a gozar de sus privilegios. Por el contrario, manifestó una honda conciencia de su propia identidad y selló sus convicciones con un decidido espíritu patriótico.
Con estas premisas la nueva Roma logró construir una sociedad compacta y bastante igualitaria para aquellos tiempos. Esto era precisamente lo que necesitaba para enfrentar los múltiples desafíos que la historia estaba por proponerle.
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Si en el plano interno el balance de los primeros siglos de la república fue claramente positivo, el externo no le fue a la zaga. Hacia las últimas décadas del s. iv a.C., Roma se había convertido en la principal potencia de la Italia central: era poderosa y renombrada por su territorio, sus ciudadanos y sus recursos.
Las luchas externas que Roma debió enfrentar para lograr esa meta no fueron menores que las tensiones internas que había debido soportar en busca de la concordia. Desde los primeros momentos de su existencia, la república sostuvo una infinita serie de guerras con sus vecinos: etruscos, latinos, sabinos, ecuos, volscos, galos, samnitas, umbrios y lucanios. En busca de territorios o áreas de influencia, por separado o en coaliciones, de frente o por sorpresa..., todos ellos se enzarzaron en guerras interminables contra Roma.
Los avatares de estos primeros conflictos son demasiado sinuosos para seguirlos con detalle. Baste decir que, a pesar de los muchos reveses, Roma salió triunfante y que, hacia el año 300 a.C., la Urbe había establecido para siempre su primacía en el vecindario. Fue una hazaña extraordinaria cuyas consecuencias pronto comenzaron a hacerse patentes. En el proceso los romanos habían templado su carácter, calibrado su sentido patriótico y afinado su maquinaria bélica.
De esta primera época Roma conservó una sugestiva galería de héroes nacionales a los que veneró a lo largo de toda su historia. Todos ellos fueron dignos ejemplares de esa mentalidad austera y patriótica que constituyó siempre el patrimonio de la Urbe.
El primero de ellos fue Cincinato, un anciano general que había alcanzado su renombre en la guerra contra los volscos. Su gran hazaña la realizó una vez retirado, cuando un ejército romano sufrió una severa derrota ante los ecuos el año 458 a.C. La grave situación aconsejaba entregar poderes dictatoriales a un militar destacado, y en virtud de sus méritos el honor recayó precisamente en Cincinato.
El magistrado que marchó a comunicarle la noticia lo encontró doblado sobre el arado, labrando su tierra. Sólo a duras penas pudo convencerlo de que la ciudad todavía lo necesitaba. Finalmente Cincinato aceptó el encargo y, según cuenta la leyenda, volvió a Roma en menos de un día, trayendo la victoria, la paz y un botín considerable para las arcas del estado.
Pero el gesto que le valió la gloria lo realizó al día siguiente. Sin dar importancia a las aclamaciones, Cincinato renunció de inmediato al cargo de dictador que se le había conferido y volvió humilde y serenamente a labrar su tierra. Por este solo acto la ciudad lo consideró el más alto ejemplo cívico de su historia. En él los romanos vieron siempre reflejada la figura del patriota tradicional, carente de todo horizonte que no fuera el de entregarse a Roma sin cálculos políticos ni ambiciones individualistas.
Otro de los grandes nombres de aquellos tiempos fue Marco Furio Camilo, cinco veces dictador de los ejércitos romanos, y conquistador de la etrusca ciudad de Veyes el año 396 a.C. Camilo sirvió con fidelidad a su patria a lo largo de toda su carrera. Con él, Roma aumentó sus territorios, engrosó sus arcas y engrandeció su fama.
Pero no fueron sus éxitos los que le valieron la gloria, sino su digna actitud ante las difamaciones de sus contemporáneos. Cuando Camilo comenzó a advertir que, a pesar de sus múltiples méritos, algunos de sus compatriotas se dedicaban a difundir infundios, afirmando que había servido los intereses de Roma con tanto ahínco como los de su propio bolsillo, se sintió tan decepcionado que marchó voluntariamente al exilio. Y tal vez así hubiera muerto si las angustias de su patria no hubieran hecho cambiar de parecer a sus compatriotas.
Inesperadamente conquistada por los galos, la ciudad requirió nuevamente sus servicios; Camilo olvidó todas las mezquinas rencillas que lo habían llevado al destierro y acudió sin dudar a su llamada.
Según cuenta la leyenda, justo cuando los romanos hacían sus últimos esfuerzos para juntar el rescate exigido por los galos, llegó a la ciudad el gran Camilo. Recién nombrado dictador de Roma, el héroe se enfrentó a los enemigos diciendo en tono desafiante: «los romanos no acostumbran salvar la patria con oro, sino con hierro». Su figura infundió nuevos bríos en la resistencia y a él se debió la reconstrucción de la ciudad y del ejército después del desastre. Precisamente por esta hazaña, sus contemporáneos lo exaltaron con el título de «segundo fundador de Roma».
Junto a estas grandes figuras de los primeros tiempos, hubo otras muchas de menor relieve, cuyo recuerdo heroico los romanos atesoraron por siglos. En la guerra contra los latinos, Tito Manlio Torcuato siguió las huellas del primer cónsul, Lucio Junio Bruto, dando ejemplo de disciplina romana al condenar a muerte a su propio hijo, culpable de haber contradicho órdenes oficiales. Similar testimonio de inmolación patriótica dio Publio Decio Mus, quien, al saber por los augures que sólo con el sacrificio de su vida podría salvar a la ciudad, no titubeó en lanzarse él solo en lo más espeso de las filas enemigas. Algunos años más tarde su hijo repitió la misma hazaña, grabando el nombre de la familia en letras de oro.
Ellos y otros muchos romanos tejieron una larga lista de conductas heroicas. Decios, Fabios, Gracos, Metellos, Cursores, Emilios… constituyeron por siglos los ejemplos más notables de la virtud patriótica romana.
El resultado final de aquelLa Odisea colectiva fue admirable. Durante esos doscientos años Roma estuvo cien veces a punto de perecer a manos de sus enemigos. Pero mantuvo siempre la cabeza fría ante los reveses, jamás se infatuó con sus éxitos, y puso su alma en la guerra con una constancia portentosa.
A fines del s. iv a.C., Roma dominaba un territorio de varios miles de kilómetros cuadrados, tenía sus fronteras en paz y gozaba de una envidiable cohesión social. La ciudad parecía tener el destino en sus manos. Sus hombres eran fuertes; sus jefes, selectos; y sus vecinos, temerosos. Atrás había quedado la época de la lucha por la supervivencia. Llegaba el momento de trazar las líneas maestras que aseguraran a Roma un sitial de relevancia en el concierto de las naciones. Con doscientos años de paciente y trabajada historia a sus espaldas, la Urbe podía finalmente romper su confinamiento en el Lacio.
El año 280 a.C. una Roma muy segura de su destino decidió emprender una guerra de conquista más allá de sus fronteras. El blanco elegido fue Tarento, una antigua colonia griega del sur de Italia que, por sus territorios y sus riquezas, pareció particularmente atractiva a la ambición romana.
Al poco tiempo la guerra tomó un vuelo inesperado. A falta de aliados en la península, la pequeña Tarento llamó en su ayuda a Pirro, el rey del Epiro. Con esta jugada, el conflicto se internacionalizó y por primera vez Roma se vio llamada a medir sus fuerzas con una potencia mediterránea.
Pirro pertenecía al mismo linaje de Alejandro Magno y, tal como él, soñaba con planes de conquistas y hazañas legendarias. Por aquella época sus sueños no se encontraban lejos de la realidad. Pirro tenía talento estratégico, contaba con un poderoso ejército y, después de la invitación de Tarento, poseía un notable escenario donde desplegarlos.