A mis padres,
bendecidos con la gracia
de amarse hasta el final.
A Chantal, Capucine, Philippe, Marc-André
y muchos otros que,
con su gozosa alegría o con sus lágrimas,
me han enseñado que los amores que cuestan poco
no valen gran cosa.
Introducción
PRIMERA PARTE
A la escucha de la palabra
¿Se acaba el amor?
Jesús habla del matrimonio
Otras perspectivas evangélicas
Como Cristo amó a la Iglesia
SEGUNDA PARTE
Qué elección hacer
Desear el matrimonio para siempre
¿Separarse?
¿Volver a «casarse»?
TERCERA PARTE
Caminos por descubrir
Callejones sin salida
Callejones sin salida hechos caminos
CUARTA PARTE
Preguntas que plantearse
Acerca del segundo matrimonio de los católicos:
orientaciones y desorientación
Epílogo
Créditos
Y se casaron, tuvieron muchos hijos y fueron felices para siempre. Este era el rito de conclusión de los cuentos de hadas. Sin duda, la fórmula expresaba un sueño antes que una realidad. Pero se creía en él. Y eso confería al amor ordinario una especie de serena fortaleza. El camino estaba señalizado, se envejecía juntos, se pasaba a otros la antorcha de la vida y del amor, y se alumbraban nuevos hogares.
No quiero idealizar el pasado. En la senda del matrimonio siempre ha habido accidentes. La historia y la literatura dan buena cuenta de decepciones y traiciones, de amores trágicos e infiernos familiares que pertenecen a todas las épocas. ¡El mapa de Ternura[1] no es tan tierno como parece! En la mayoría de los casos, si reuniéramos los recuerdos de cada una de nuestras «tribus», comprobaríamos que las familias han seguido su curso como la corriente de un río más o menos apacible. La prueba la tenemos en los árboles genealógicos, testimonio de la solidez de la institución matrimonial al paso de las generaciones anteriores. Es cierto que hay excepciones, pero no vienen sino a confirmar la regla. Con nuestros futuros sobrinos nietos, sin embargo, no ocurrirá lo mismo: cuando confeccionen su cuadro genealógico les será complicado desentrañar los lazos anudados, desanudados y vueltos a anudar de sus antepasados.
¡Qué curioso! Precisamente ahora que las costumbres, los medios de comunicación y las legislaciones hacen tambalearse como nunca la institución familiar, se apodera de nuestros coetáneos una auténtica pasión por la genealogía. Un buscador de Internet proporciona 700 direcciones de páginas web de habla francesa que ofrecen un programa para que puedas elaborar tu propio árbol genealógico. ¿Cómo no ver en ello un indicio de nostalgia? La sociedad, atomizada y uniformizada a un tiempo, diluye la identidad personal; la cultura de lo inmediato y efímero borra la memoria; una violenta reivindicación de libertad desata de antemano cualquier lazo perdurable. Todo ello hace del futuro un mundo incierto, un espacio de angustia cuando menos potencial. Así se comprende la necesidad de aferrarse de nuevo a las ramas. ¡Cada uno a su árbol!, es decir, al pasado. Cultivar la memoria a falta de diseñar un futuro.
Cuando se les pregunta a los europeos a qué dan más importancia en la vida, la familia suele cosechar la mayoría de los votos. ¡Otra paradoja! En Francia, a día de hoy, por cada dos matrimonios que se celebran se falla una sentencia de divorcio. Y conviene aclarar que de cada diez matrimonios tres son segundas nupcias (de uno de los cónyuges o de los dos) que siguen a un divorcio o a la viudez. Añadamos a esto que en las estadísticas no dejan de aumentar los PAC (Pacto Civil de Solidaridad): actualmente se contabilizan dos PAC por cada tres matrimonios[2]. Todo ello merece un comentario[3]: «Los aspectos de la vida más valorados por los franceses son, en primer lugar, la familia y, en segundo lugar, el trabajo. Detrás de ellos vienen la proximidad social (amigos y relaciones) y el ocio. La política y la religión viajan en el furgón de cola. Pero es preciso subrayar que los valores familiares han experimentado una notable evolución. Lo que hoy en día se valora es una familia fundamentada en los sentimientos y en las relaciones, más que una familia concebida como institución. Antes la familia representaba un marco institucional, una estabilidad asegurada principalmente por el matrimonio. Hoy, sin embargo, se apoya sobre todo en los sentimientos personales, lo que explica su inconsistencia y su fragilidad, así como la posibilidad de reconstruirla. Por último, en el campo de la familia se detecta el mismo movimiento de individualización que caracteriza la evolución, en todos los aspectos, de los valores de nuestra sociedad».
En una o dos generaciones se ha transformado la forma de ver y de vivir el amor humano, la pareja y la familia. Se ha cuestionado la fidelidad; o, mejor dicho, la fidelidad ha cambiado de sentido y se entiende de un modo totalmente distinto. Esta reinterpretación, que no siempre es consciente ni aparece formulada como tal, impregna las mentalidades. Durante siglos se ha vivido una fidelidad que podríamos llamar objetiva: fidelidad al cónyuge, fidelidad a un compromiso y, desde una perspectiva de fe, fidelidad a Dios mismo que se compromete en la alianza de los esposos. Los lazos del matrimonio eran sagrados. O por lo menos se tenían por tales. En ciertos casos, la permanencia de la unión entre los esposos podía no ser más que una fachada de respetabilidad tras la que se ocultaban situaciones poco honrosas y nada envidiables. Pero, en la mayoría de los casos, era también un marco positivo que permitía absorber los impactos emocionales y asumir los azares de la vida, y que inscribía a las personas y sus relaciones en la permanencia. El presente no quedaba suspendido en el vacío y el futuro aún podía mantener sus promesas.
Lo que hoy se exige es más bien una fidelidad subjetiva: la fidelidad a uno mismo. Cada uno debe seguir su camino, vivir sus emociones, hallar su felicidad. Aunque sea a costa de replanteamientos desgarradores y de rupturas no menos desgarradoras. Esa fidelidad a uno mismo hace de la infidelidad virtud: de acuerdo con los nuevos paradigmas de esa moral de la sinceridad, no es solamente un derecho, sino un deber. Un programa nocturno de televisión que versó sobre el tema La pareja: amor y traición[4] ofreció una cruda prueba de ello. La segunda compañera de Pierre Bachelet se presentó como una osada heroína capaz de desafiar lo prohibido y superar los prejuicios marchándose con el cantante, que era el marido de su hermana. «¡No tenía derecho», decía, «a dejar pasar al hombre de mi vida!». No caigamos en la ingenuidad de pensar que estos cambios en las conductas y en las reglas obedecen a una suerte de lógica interna o a una inexcusable evolución. En el plano psicológico, son consecuencia de esa reivindicación de independencia que acabamos de mencionar. El individualismo lleva necesariamente al relativismo: la ley soy yo. En el plano ideológico y político, están activamente orquestados a todos los niveles, incluido el internacional, bajo los auspicios de la ONU[5]. El reto consiste en promover «avances»: en realidad, en acabar con el matrimonio y la familia. La Iglesia católica es una de las pocas instancias que se oponen a este discurso universal e intimidatorio que los países del sur perciben cada vez más como una forma de neocolonialismo.
Los discípulos de Cristo recibieron otra visión del amor humano y del matrimonio. Mucho antes de los tiempos del evangelio, los profetas y los sabios del Antiguo Testamento habían meditado ya la Alianza de Dios con su pueblo: a pesar de las repetidas infidelidades de Israel, para ellos esa Alianza presentaba todas las características de un matrimonio indisoluble. «Aunque se aparten los montes y vacilen las colinas, mi amor no se apartará de ti, ni vacilará mi alianza de paz», dice el Señor[6]. Por eso, de modo recíproco, la alianza del hombre y de la mujer tenía vocación de reflejar esa fidelidad inquebrantable: «No le seas infiel a la esposa de tu juventud»[7]. En uno y otro caso, Jesucristo no ha venido a abolir la ley y los profetas, sino a darles su plenitud[8]. Él, que se entrega enteramente y para siempre, es verdaderamente el Esposo, «el que tiene la esposa», dice Juan el Bautista[9]. Una pertenencia que, lejos de ser resultado de una toma de posesión, lo es de una donación. No se trata de la amada que es poseída, sino del amado que se ata. La Cruz alzada un viernes fuera de los muros de Jerusalén marca para siempre y con una señal indeleble esa alianza en la carne de la historia. Resucitado de entre los muertos, Cristo puede salir al encuentro de todos los hombres e invitarles a formar parte de esa Alianza por la gracia de los sacramentos y la efusión del Espíritu Santo. Sea cual sea la diversidad de caminos, de situaciones, de vocaciones, la comunión en el amor es a partir de ese momento el horizonte de la existencia humana. Y muy especialmente de la vida conyugal: «Maridos: amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia»[10].
Es una revelación. No todos tienen acceso a esta visión nueva y profunda, ni a la gracia que permite vivirla. Muchos la desconocen. Otros, aun conociéndola, no se adhieren a ella. Pero no es una revolución. En el corazón del hombre la buena nueva del matrimonio[11] no está libre de aristas. Jesucristo no pretende, por su palabra y su gracia, crear el amor conyugal ni inventar el matrimonio. Viene a santificar, y a purificar si es necesario, estas grandes realidades humanas. El antiguo paganismo ya ofrecía la profundidad divina del amor humano. El papa Benedicto XVI, en su encíclica Dios es amor, no teme rendir homenaje a la fuerza extática del eros, el «amor ascendente» que conduce al que ama más allá de sí mismo[12]. Cierto es que esto no carece de ambigüedades. Los mitos hierogámicos han degenerado en prostitución sagrada y el eros herido necesita abrirse al agapé para que el amor al otro se convierta en amor para el otro. Sin embargo, entre el amor y lo sagrado se advierten profundos ecos. ¿No es ese sentimiento, ese presentimiento, el que lleva a las jóvenes parejas a pedir el «matrimonio por la Iglesia», aun cuando se encuentren alejadas de toda práctica religiosa e incluso de toda convicción religiosa? A sus ojos, el matrimonio por la Iglesia es un «matrimonio auténtico», más bello, más solemne, más serio. No tendrían la sensación de estar casados si no «pasaran por la iglesia», como ellos mismos dicen. Detrás de estas expresiones poco afortunadas, que a veces desconciertan o irritan a los sacerdotes y a los fieles encargados de la preparación al matrimonio, hay que descubrir una confesión, una expectativa teñida de temor: «Un matrimonio de amor ¿no es demasiado hermoso para ser cierto?».
Sí, la alianza del hombre y de la mujer dentro del amor nupcial es una realidad santa y preciosa. Es un tesoro: dichosos quienes lo descubren y dichosos también quienes lo hacen descubrir. «Gran misterio es este», dice san Pablo[13]. Don del Creador al principio, cuando ella y él son llamados a «no ser dos, sino una sola carne»[14]. Don precioso y frágil que Cristo ha confirmado y confiado a su Iglesia, y muy especialmente a los esposos cristianos. Pero ese tesoro, como dice también el Apóstol, lo llevamos en vasos de barro[15]. Cuando el vaso se rompe, ¿hay que unir de nuevo los pedazos? ¿En qué se convierten esas piezas sueltas, esas perlas de un collar roto, esos momentos de una historia de amor interrumpida? ¿Hay que aferrarse heroicamente al ideal o hay que aceptar humildemente la realidad? ¿Se puede continuar diciendo sin pecar de ingenuidad que amor y siempre van juntos? ¿Se puede, conociendo las intermitencias del corazón, soñar y hacer soñar con un amor fiel y una alianza indisoluble?
Estas preguntas no son nuevas. La novedad está en que cada vez se plantean con más frecuencia y, desgraciadamente, dentro de las comunidades cristianas. Durante mucho tiempo, salvo excepciones, las situaciones matrimoniales «irregulares» se encontraban en su mayor parte en medios no creyentes o no practicantes. Ahora ya no es así. Desde hace años hay jóvenes católicos que viven juntos fuera del matrimonio; hay hogares auténticamente cristianos que se van deshaciendo poco a poco o se rompen de repente; hay creyentes convencidos que se vuelven a casar civilmente... Entre las costumbres del mundo y las prácticas cristianas la frontera es cada vez más frágil. Y no en la dirección que sería de esperar. En el campo de las conductas sexuales y la vida amorosa, no es el mundo el que se convierte al evangelio: son más bien los creyentes los que abrazan las costumbres de la época. Una fe sincera, una oración fiel, unos compromisos generosos: nada de eso parece tener peso suficiente en caso de crisis. Los nudos matrimoniales se desatan y se atan los de las aventuras amorosas. ¿Por qué? ¿Cómo? ¿Desde qué perspectiva? No digo que estas elecciones se hagan a la ligera ni que las decisiones se tomen al azar. Al contrario: suelen implicar elecciones cruciales y difíciles deliberaciones. Pero ¿qué discernimiento personal, qué acompañamiento fraterno, qué entorno eclesial permitirán, como dice el salmo, que el amor y la verdad se encuentren? Es una realidad que queremos amar «de verdad». ¿Qué piensa Dios? ¿Qué dice la Iglesia? ¿Qué es lo que sabe mi corazón... si es que quiere saber?
Pido disculpas por esta introducción un tanto extensa, que es como una conversación inconexa en la que aparecen mezcladas observaciones y reflexiones (no tengo ningún inconveniente —más bien al contrario— en que el lector aporte las suyas). Las situaciones y las preguntas que acabamos de mencionar serán el núcleo de esta obra, igual que lo han sido hasta ahora. No sustituyen a los debates teóricos ni a las encuestas estadísticas. Son el eco de muchas entrevistas y reflejan historias reales vividas por seres de carne y hueso. Por eso las acogemos con respeto y agradecimiento: porque en estas páginas, abiertamente o entre líneas, escuchamos a personas con una historia, un sufrimiento y unas esperanzas.
Nos centraremos para empezar en la actual fragilidad del matrimonio y especialmente del matrimonio cristiano. Lo cual lleva a la cuestión de la indisolubilidad de la alianza conyugal: abriremos el Nuevo Testamento para volver a escuchar el mensaje de Cristo; el evangelio habla al hombre por medio de palabras, pero también por las obras. De ahí se invita a actuar para que el «siempre dure mucho tiempo», también cuando el amor se acorta: dos de los capítulos pertenecen a este registro pastoral. Queda la gran pregunta: ¿qué camino tomar después de una ruptura? ¿La fidelidad? ¿Un nuevo matrimonio? La elección no carece de consecuencias, ni en un caso ni en otro. En una conversación entre amigas dos mujeres resumían así sus respectivas elecciones: una renunciaba a la comunión sensible con un esposo humano, la otra a una plena comunión con el Esposo divino... Intentaremos ofrecer salidas y valorar riesgos, teniendo en cuenta las dificultades de una y otra situación, pero también la gracia de Dios capaz de salvarlas.
Soy consciente de los debates que suscitan estas cuestiones y de las respuestas contradictorias que se ofrecen. Son temas delicados, que atañen a cada persona en sus decisiones más íntimas y, al mismo tiempo, a la sociedad en sus opciones éticas y políticas y a la Iglesia en su misión. No he querido soslayar esos debates: al contrario. Tampoco he querido que ocupen demasiado espacio en el curso de nuestras reflexiones para evitar hacerlas más lentas y pesadas. Por eso se retomarán al final del libro, en la última parte, en torno a algunas cuestiones clave.
[1] La obra La Clelia, Historia romana (1645) de Madeleine de Scudéry contiene el mapa de un país imaginario llamado Ternura, cuyas ciudades, caminos y relieve reflejan las etapas de la vida sentimental y amorosa de las mujeres (N. de la T.).
[2] En el año 2009, según el INSEE (Instituto Nacional de Estadística francés), se registran cerca de 256.000 matrimonios (la tasa de nupcialidad continúa descendiendo) y 175.000 PAC (que experimentan una fuerte progresión: de un 40% en 2008 y un 20% en 2009). A partir de 2005 el número de divorcios disminuye ligeramente y se mantiene por debajo de 130.000 (tasa del 45%).
[3] Palabras de Pierre Bréchon, catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad de Grenoble y presidente de ARVAL (Asociación para la investigación de sistemas de valores), en respuesta a las preguntas de Canal Ipsos sobre los resultados de la Encuesta europea de valores del año 2000.
[4] Vida privada, vida pública, programa de Mireille Dumas emitido por France 3 el 22 de noviembre de 2006.
[5] Las Conferencias Internacionales sobre la población y el desarrollo, particularmente la de El Cairo (septiembre de 1994) y la de Pekín (septiembre de 1995), intentaron imponer la visión occidental y progresista de la mujer, la pareja y la fecundidad. A ello contribuyó un vocabulario codificado, como por ejemplo “la salud sexual y reproductiva” (en realidad, la contracepción y el aborto) o la referencia al género (gender), que viene a acabar con la diferencia de sexo.
[6] Isaías 54, 10.
[7] Malaquías 2, 15.
[8] Mateo 5, 17.
[9] Juan 3, 29.
[10] Efesios, 5, 25.
[11] Es el título de un libro breve, pero muy bello, de monseñor Thomazeau. Le Cerf, 1984.
[12] Deus caritas est, nº 3-8; ver en especial el párrafo central del nº 7.
[13] Efesios 5, 32.
[14] Mateo 19, 6.
[15] 2 Corintios 4, 7.