1. QUÉ ES FILOSOFÍA
En este primer capítulo me referiré brevemente a la definición de Filosofía, tanto a la definición nominal como a la real; es decir, a la fórmula que mejor puede declarar qué significa el nombre «filosofía» y a la que, a mi modo de ver, puede resumir mejor qué significa la cosa que con ese nombre designamos.
EL DESEO DE SABER
La palabra «filosofía» es griega. Parece que fue Pitágoras quien primero la empleó, pero la acepción establecida hasta hoy la encontramos en los escritos de Platón, concretamente en El banquete, que recoge una discusión de Sócrates con amigos suyos —los «Diálogos» de Platón suelen hacer la crónica de esas conversaciones—. En aquella ocasión el argumento del debate era el amor a la belleza. Ahí Sócrates explica que una de las formas del deseo (eros) es justamente el deseo de saber. Es esto lo que en efecto significa «filosofía»: amar (philein) el saber (sophía).
Todos aspiramos por naturaleza a ser sabios —dirá Aristóteles al comienzo de su Metafísica— pero nos quedamos en «filósofos», valga decir, en aspirantes. El constitutivo esencial de la Filosofía es la búsqueda de la verdad en la forma de un deseo exigente de alcanzarla, tanto en amplitud como en profundidad. La sabiduría a la que el ser humano aspira —saberlo todo de todo, en intensidad y extensión— nunca se logra en plenitud. Si bien a esa plenitud del saber efectivamente aspiramos, siempre nos quedamos cortos. La seña de identidad de la Filosofía es esa especie de desazón en quienes la cultivan, que les hace conscientes de que es siempre más lo que nos queda por saber que lo que ya sabemos, por mucho que sea y por afortunada que pueda ser nuestra capacidad intelectual. El auténtico «saber» filosófico consiste en aprender a echar de menos, de manera que se halla resguardado de la arrogancia propia del «sabiondo».
Sócrates decía: «Solo sé que no sé nada». Eso es ya saber algo, al menos más que la absoluta ignorancia de quien ignora que ignora. El filósofo ya ha dado un primer paso en el camino hacia el saber, y ese paso lo distingue del sabiondo. Este lo ignora todo, y por eso piensa que ya nada le queda por saber, o que ya tiene suficiente con lo que sabe. Dicho a la inversa: el conformismo constituye la actitud antifilosófica por antonomasia, mientras que la modestia intelectual, bien entendida, es justamente el principio que hace posible la filosofía, la búsqueda de lo que no se posee nunca en plenitud, por más que a esa plenitud precisamente se aspire.
En el diálogo El banquete, Platón presenta la Filosofía como un tipo de «eros». Eros es una divinidad mitológica, hijo de Poros —el dios de la abundancia— y de Penía, una pobre mujer que representa la penuria, la escasez. Como hijo de ambos, Eros está a medio camino entre la abundancia y la escasez. De acuerdo con esta metáfora, cabe decir que la Filosofía está entre la plenitud del saber, a la que aspira, y la absoluta ignorancia de quien no sabe que no sabe. Aunque no posee el saber que desea, el que desea saber sabe lo que desea; nadie va sin saber a dónde va, al menos inteligentemente. Sabe que no tiene lo que busca —carecer de ello es condición necesaria para buscarlo—, pero el filósofo ya posee o sabe algo de lo que busca, al menos que lo hay. La verdad —es otra forma de expresar el interés fundamental de la filosofía— nunca es asequible a la razón humana de forma completa. Mas algo de ella podemos alcanzar si la buscamos con honestidad intelectual.
En este punto es importante hacer una precisión. Quien efectivamente busca la verdad no se conforma solo con buscarla: lo que quiere es encontrar lo que busca. La búsqueda no se justifica por ella misma, sino por el hallazgo al que da lugar. No busca verdaderamente quien no quiere encontrar lo que busca, a saber, la verdad, por mucho que en plenitud nunca la halle. A su vez, solo puede considerarse hallazgo intelectual un conocimiento verdadero. De acuerdo con esto, quien verdaderamente busca está abierto a la verdad venga por donde venga, es decir, no solo a aquella que encuentra como resultado de su búsqueda o investigación, sino también la que le sale al paso de manera inesperada. En consecuencia, si lo propio de la Filosofía es buscar la verdad —en esa forma peculiarmente exigente que le es característica, por la envergadura y alcance de su pretensión— para nada colisiona, sino que más bien converge con la fe, que es otro modo humano de conocer, a saber, dar crédito a lo que nos dice alguien que razonablemente consideramos lo merece.
Tiene sentido esta aclaración porque, pese a todo, el filósofo es vulnerable a una tentación humana común, que podría cifrarse en un querer buscar pero sin querer encontrar lo que teóricamente se busca. Aunque resulte paradójico, es posible tener esa actitud, algo contradictoria, de acomodarse en un ademán de búsqueda de la que no se quiere salir. Algo de esto queda aludido por la expresión «mirar hacia otro lado». Muchos la emplean para referirse a lo que los sabios de la antigüedad, con más precisión, describían diciendo que los humanos estamos expuestos al peligro de considerar falso, o al menos dudoso, lo que no queremos que sea verdad. Dice Dante en La divina comedia: «Un mal amor me hizo ver recto el camino torcido».
La verdad, aunque a veces duela, es un bien humano. Aún más, es el principal bien humano si es que el hombre es animal racional —que lo es— y la razón es una capacidad de conocer. En efecto, conocer es reconocer las cosas tal como en verdad son. Y a la inversa, conocer lo falso no es realmente conocer, sino más bien desconocer. Si el ser humano es capaz de conocer, por lo mismo es capaz de verdad.
La filosofía, por tanto, es un modo —quizá el modo eminente— del afán humano de conocer, completamente espontáneo y natural en un ser que, como el humano, es racional. Así puede entenderse, en un sentido muy primario, el tópico de que todo hombre es filósofo. (Kant hablaba de una serie de preguntas que ningún ser humano puede dejar de hacerse, y que son de naturaleza filosófica, si bien no todos los humanos las abordan «filosóficamente»).
LA CIENCIA DE TODAS LAS COSAS
Después de explicar el nombre, veamos la cosa (res) que llamamos filosofía. Es lo que pretende recoger en una fórmula, a la vez sencilla y exhaustiva, toda definición «real». Definiciones reales hay muchísimas, probablemente tantas como filósofos. Tal vez lo que más desazón produce a los principiantes es el espectáculo que a menudo da la historia de la Filosofía: parece que los filósofos no se ponen de acuerdo ni siquiera al definir el tema de este discurso. Y es verdad. Por esa razón Oswald Külpe pensaba que la Filosofía es indefinible. Creo que tiene razón en parte, pues definir es poner límites, y no es fácil pensar que los tiene esa búsqueda del saber sin restricción en la que la Filosofía consiste.
No sé si como definición real puede valer, pero sí vale, al menos como una descripción que resume lo más esencial del saber que la filosofía pretende, la clásica fórmula: «ciencia de todas las cosas, por sus últimas causas, obtenida mediante la sola luz de la razón natural». Me voy a detener brevemente en sus elementos principales.
a) Ciencia. Puede sorprender la afirmación de que la filosofía es ciencia, si se toma esta en la acepción que hoy resulta más corriente. Pero no en su sentido originario. Para los lógicos medievales, ciencia es «conocimiento cierto por causas». Esta definición de ciencia dice de ella dos cosas: primero, que es un conocimiento que ha de suministrar —al menos intentarlo— certeza; y segundo, que dicha certeza no es de cualquier tipo, sino la certeza racional que propiamente se deriva de una argumentación demostrativa. Y pienso que esto puede aplicarse plenamente a la Filosofía. Esta tiene que (intentar) demostrar lo que propone; de lo contrario no es filosofía sino un género literario, concretamente eso que se conoce como «ensayo filosófico». Son cosas distintas y pretenden objetivos distintos. Ya Aristóteles decía que es tan absurdo pedirle al matemático persuasión como al retórico demostraciones. Cada discurso tiene sus propios métodos.
La Filosofía debe procurar producir evidencias racionales. Y eso se logra mediante demostraciones. Es claro que la Filosofía no puede demostrar de la misma manera que la matemática, la química, o cualquier ciencia empírica, pero con los procedimientos propios del discurrir sobre cuestiones no estrictamente empíricas, la Filosofía tiene que procurar certezas demostrativas. No toda certeza es demostrativa, por supuesto. La certeza de fe no lo es. La fe nos suministra una seguridad subjetiva —en eso consiste la certeza— probablemente mayor que la de cualquier teoría científica. La certeza científica no es la única ni la más importante, pero es la que debe buscar el discurso filosófico.
b) De todas las cosas. La Filosofía, aunque de modo imperfecto, es el saber de máximo espectro; su pretensión es omnicomprensiva. No hay ningún sector de lo real que escape al interés filosófico. En ese sentido, la Filosofía es el más exigente modo de sabiduría al que el ser humano puede aspirar.
c) Por sus últimas causas. Si la Filosofía pretende abarcar todo el saber, entonces cabría pensar que no es más que la colección de todas las ciencias particulares: un saber enciclopédico que consiste en el conjunto de los saberes parciales. Es lo que pensaron algunos ilustrados: la Filosofía es «la enciclopedia de las ciencias». Ahora bien, si por su extensión la Filosofía aspira al máximo, también por su intensidad ambiciona ser el saber de mayor calado. Y justamente eso es lo que la distingue del resto de las ciencias, y del repertorio de todas ellas. En el lenguaje de los lógicos medievales, el objeto material de la Filosofía —la materia o contenido del que en su caso se trata— es la totalidad de lo real, mientras que su objeto formal —digamos, la forma en la que la Filosofía aborda ese contenido— viene reflejado en la fórmula «por sus últimas causas». Como toda ciencia, no se conforma con saber el qué o el cómo de las cosas, sino que se pregunta el porqué de ellas. Pero a diferencia de las demás ciencias, la Filosofía tampoco se conforma con una explicación de la realidad que no descienda hasta su fundamento más hondo. El orden de radicalidad —su pretensión de ir «a la raíz»— distingue a la Filosofía del discurso trivial, bien que eso no significa en modo alguno que tenga que subirse a las nubes o exhibir ademanes extravagantes. Al decir que la Filosofía se mueve en el nivel de las causas últimas solo se quiere indicar que su pretensión de verdad es máxima, no solo en cuanto a la extensión sino en cuanto a la intensidad del saber. Su modo de explicar no es quedarse en las causas más inmediatas de la realidad que estudia, sino tratar de acceder hasta aquellas, en último término a las cuales habría que remontarse para dar una explicación lo más cabal o completa posible. En modo alguno se quiere decir con eso que el objeto de la Filosofía sean abstracciones. Más bien emplea conceptos abstractos —como por cierto hace cualquier discurso racional— pero justamente para referirse con ellos a la realidad más real, valga decirlo así; en definitiva para entenderla. Así expresaba el filósofo Antonio Millán-Puelles la pretensión de una filosofía realista: elevar a sabido lo consabido, aquello con lo que nos tropezamos continuamente sin darle mayor relieve, pero cuyas fibras más profundas solo comparecen ante una mirada más atenta, más despaciosa. Eso es lo propio de la teoría: mirar la realidad «porque se lo merece». Es esta la mejor herencia que dejó la antigüedad griega, de la que Europa sigue viviendo hasta hoy. En ese sentido, la Filosofía es el modo más exigente de teoría.
También así se puede entender que la Filosofía es ciencia por antonomasia, toda vez que se cuestiona aquellos «porqués» que normalmente otros discursos científicos dan por obvios. Por ejemplo, al dar cuenta de los fenómenos mecánicos, la Física se mantiene en su propio nivel explicativo cuando dice que la velocidad está en función del espacio y del tiempo, sin entrar a cuestionar esos conceptos. Si lo hiciera, no llegaría al nivel de su cuestionamiento propio: el comportamiento de los fenómenos naturales y sus propiedades. Ahora bien, esos conceptos físicos, así como otros más fundamentales —como la noción de materia corpórea, que la Física no tendría sentido que cuestionara— sí que han sido objeto de indagación filosófica. A su vez, el principio de causalidad y su valor cognoscitivo, que obra como supuesto básico en toda ciencia —conocimiento cierto «por causas»— ha sido cuestionado abiertamente, por ejemplo, en las tesis empiristas del filósofo inglés David Hume. A mayor abundancia, ha habido filósofos para quienes resultaba problemática la existencia misma de la materia. Incluso la afirmación de que «hay algo» ha sido ampliamente cuestionada.
Es propio de la filosofía hacerse preguntas sobre lo que casi todo el mundo da por obvio. De forma muy ingeniosa ya lo decía Sócrates, que con delicada ironía nos invita —se ve en los diálogos de Platón— a volver críticamente sobre lo que sabíamos o creíamos saber. En Sócrates eso no revela ninguna actitud escéptica, sino más bien la filosófica de no conformarse con evidencias secundarias; tratar de ir a la raíz última de lo real para obtener un conocimiento fundamental y fundamentado de las cosas. Que las ciencias particulares no sean competentes para hacerlo no es un defecto de ellas, pues si lo hicieran nunca llegarían a cuestionarse lo que realmente constituye su tema. Que un físico dé por supuesto que existe la materia, la energía, o que no cuestione el principio de causalidad, es lo lógico, pues si lo hiciera estaría haciendo metafísica, no física. Algunos físicos, matemáticos o biólogos contemporáneos se han metido a hacer filosofía, a veces —todo hay que decirlo— sin haberla estudiado a conciencia. No es que eso sea ilegítimo, pues no puede serlo que un animal racional trate de emplear la razón a fondo en cuestiones que a nadie dejan indiferente, y que a fin de cuentas son las cuestiones filosóficas. Pero la seriedad de su propio discurso a menudo conduce a esas ciencias a reconocer su limitación metodológica para abordarlas, y a los científicos que son serios les ayuda a comprender que el discurso de la ciencia positiva no es enteramente radical, como en último término pide serlo la razón humana. De ahí que la consistencia de las teorías científicas sea parcial y remita a fundamentos o supuestos que ellas no pueden fundamentar. Uno de los menesteres de la Filosofía, precisamente, es tematizar los supuestos radicales de todo el saber humano, los principios y axiomas básicos del discurso racional que las otras ciencias sencillamente emplean sin mayor cuestión.
d) La razón natural aparece en la fórmula de la definición real de Filosofía como el instrumento del que esta se vale en su discurso. En la tradición aristotélica, la razón natural es aquella que tiene en cuenta la experiencia, a diferencia de la razón de los racionalistas del s. XVII, cuyo discurso es previo e independiente de la experiencia (a priori). La razón natural de la que hablaban Aristóteles y Tomás de Aquino abstrae los conceptos —es decir, extrae su material básico— a partir de la experiencia, del conocimiento directo de la realidad material que proporcionan los sentidos. Un viejo lema aristotélico declara que nada hay en la inteligencia que no haya estado previamente en el sentido[1].
De modo concurrente podemos mencionar otro principio clásico que recoge y amplía el anterior: «primero vivir, después filosofar»[2]. Una teoría filosófica ha de procurar retenerle la atención a la realidad con una observación cuidadosa, pero eso no es posible sin tener en cuenta el conocimiento precientífico que suministra el «trato con las cosas», la experiencia en su más amplio espectro: no solo los datos sensoriales, sino también la elaboración primaria que de ellos hace el sujeto en forma de percepciones que se configuran en el mismo vivir. El sentido común en su acepción ordinaria —common sense, lo llaman los anglosajones; gesunder Menschenverstand, los alemanes— es un dato primario para la Filosofía, de acuerdo con el realismo aristotélico. Solo con la percepción primaria de la realidad, tal como se nos ofrece, no es posible elaborar la Filosofía, pero tampoco es posible desarrollarla con cordura en contra de esa percepción.
La razón natural incluye la experiencia —piensa desde y sobre ella— pero no la fe. Por ejemplo, nunca puede ser un argumento filosófico decir que esto es así porque lo dijo Aristóteles, y Aristóteles era un señor muy inteligente. En todo caso, eso puede ser un indicio, o un argumento retórico, pero no filosófico. La Filosofía tiene que investigar qué dice este señor y por qué; que lo diga él o cualquier otro es secundario; lo primario es ver si es verdad eso que dice[3].
Ahora bien, que la Filosofía no se sirva de la fe no quiere decir que la excluya como vía de conocimiento. Para el filósofo lo esencial no es el camino o método sino a dónde conduce este, y el valor de verdad de lo que en cada caso se encuentra, lo encuentre quien lo encuentre, y llegue a él siguiendo una vía u otra. Más que el método, lo decisivo es la apertura a la verdad, venga por donde venga y venga de donde venga.
Interesa subrayar el sinsentido de una actitud despectiva de la Filosofía para con la fe, aunque no sea esta su herramienta científica. Y eso por dos razones:
1) La fe es una vía normal de conocimiento (por cierto, la más frecuente merced a la cual el ser humano —animal racional— alcanza a saber cosas). En efecto, conocemos fundamentalmente por tres vías: la experiencia, la razón y la fe. Lo propio de la experiencia es la inmediatez, el contacto directo con algo. La razón, en cambio, discurre mediatamente; esto es, alcanza su objeto a través de un camino que ha de recorrer desde verdades más próximas a nosotros hasta otras más remotas. Podemos saber cosas, por ejemplo, a través de un razonamiento científico. Hay, en fin, estas dos formas fundamentales de dársenos algo cognoscitivamente: que se nos muestre o que se nos demuestre. Pero también podemos saber algo por una tercera vía: alguien que tiene crédito para nosotros nos dice algo, y razonablemente nos fiamos de lo que nos dice. Probablemente más del 90% de lo que sabemos lo sabemos por fe: así, casi todo lo que sabemos de historia, de geografía, noticias de actualidad que nos refieren periodistas acreditados por un medio de comunicación, etc. Podríamos enumerar infinidad de ejemplos de cosas que sabemos, simplemente porque nos las creemos razonablemente, sin que en sentido estricto sean conocimientos racionales. Pero en todo caso lo que sabemos «por» fe también lo sabemos «con» la razón; es decir, en la forma de entender que es propia del animal racional. Entendemos, en fin, que resulta lógico dar crédito a quienes nos cuentan ciertas cosas. A la vista de esto se antoja bastante irracional —y desde luego lo es— el planteamiento «racionalista» que entiende que solo posee valor cognoscitivo lo que es resultado de una argumentación racional, por mucho que esta tesis haya sido defendida por algunos filósofos muy inteligentes. Tomada en serio, esa afirmación es incompatible con la vida normal y el sentido común. Nada más irracional que el racionalismo, porque se deja fuera no solo la experiencia, que es un sector muy importante del saber humano, sino la fuente principal por la que los seres racionales alcanzamos a saber, que es la fe.
2) Hasta ahora me he referido a la fe tomada en sentido, digamos, natural. Pero también la fe religiosa es fe, y, por tanto, fuente de conocimiento para quien la posee. El asentimiento a la fe religiosa nunca es la conclusión de un argumento racional, pero sí que es un indicio muy razonable para comenzar a pensar, a buscar razones. De hecho si uno se asoma a la historia del pensamiento occidental, observará que la fe cristiana ha supuesto un estímulo decisivo para el discurso filosófico. Precisamente quien piensa más a fondo es el que llega por lo menos a atisbar que la razón no puede decirlo todo, ni siquiera lo fundamental. Y quienes dan el paso a la fe cristiana se ven motivados a volver, a dar pasos hacia atrás para entender por qué creen, pues lo que de ningún modo se puede entender tampoco es posible creerlo. San Anselmo de Canterbury hizo célebre el dicho «la fe busca a la inteligencia»[4] y, a la inversa, también el intelecto —si no se le ponen peajes, si no se le atan las manos— busca creer[5].
Los filósofos que desprecian la fe no lo hacen por ser filósofos, sino precisamente a costa de la Filosofía. La vanidad de presentarse como librepensador ha llevado a algunos al postulado —a menudo a la impostura— de que la Filosofía exige pensar «con independencia». Eso está muy bien, pero no puede hacer olvidar la dependencia fundamental que tienen de la verdad, tanto la razón como la fe, a título de caminos hacia ella, y en tanto que tales, llamados precisamente a converger en su búsqueda. Además, como dijo Hesíodo, «ser sabio con la cabeza de algún otro es menos importante, ciertamente, que saber por sí mismo; con todo, tiene infinitamente más peso que la arrogancia estéril de quien no logra la independencia del que sabe y, a la vez, desprecia la dependencia del que cree».
RESUMEN
— La palabra «Filosofía» significa amor a la sabiduría. Dice Aristóteles que el deseo de saber está en la naturaleza de todo ser humano. Nunca logramos saberlo todo, pero a eso aspiramos por un impulso espontáneo de nuestro ser racional. La Filosofía es la forma propiamente humana de aspirar al saber absoluto, es decir, la conciencia de que, dentro de la limitación propia de una criatura, es posible captar destellos del Logos increado (Dios).
— El amplio espectro de temas por los que se interesa la indagación filosófica hace difícil definir la Filosofía. Tal vez no sea posible hallar una definición propiamente dicha. Pero vale, al menos como descripción de lo que pretende la Filosofía, la fórmula «ciencia de todas las cosas por sus últimas causas, obtenida mediante la luz de la razón natural». En esta descripción destaca, junto a la amplitud de su horizonte, una pretensión de radicalidad que no solo aleja a la Filosofía del discurso trivial, sino que también la distingue de las demás ciencias humanas.
|