MIGUEL PÉREZ DE LABORDA

DIOS A LA VISTA

El conocimiento natural de lo divino

MADRID

© 2015 MIGUEL PÉREZ DE LABORDA

© 2015 EDICIONES RIALP, S. A.

Colombia, 63, 8.º A - 28016 Madrid (www.rialp.com)

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Preimpresión: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-321-4591-9

«Hay épocas de “odium Dei”, de gran fuga lejos de lo divino, en que esta enorme montaña de Dios llega casi a desaparecer del horizonte. Pero al cabo vienen sazones en que súbitamente, con la gracia intacta de una costa virgen, emerge a sotavento el acantilado de la divinidad. La hora de ahora es de este linaje, y procede gritar desde la cofa: ¡Dios a la vista!» (José Ortega y Gasset, Dios a la vista, 1926).

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITA

PRIMERA PARTE. POSIBILIDAD DE CONOCER A DIOS

I. LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA ACERCA DE DIOS

1. Diferencia con otros conocimientos de Dios

2. El Dios de los filósofos

3. La apuesta de Pascal

II. EL AGNOSTICISMO

1. La difusión de la mentalidad agnóstica

2. Sobre la no evidencia de Dios

3. La posibilidad de conocer a Dios

III. EL ATEÍSMO

1. Tipos de ateísmo

2. El escándalo del mal

El problema del mal

La existencia del mal en el mundo

El origen del mal moral

El presunto origen religioso de las violencias

3. El humanismo ateo

Para afirmar al hombre, hay que negar a Dios

No puedo ser libre si Dios existe

4. Explicaciones naturalistas del origen de las religiones

SEGUNDA PARTE. LA EXISTENCIA DE DIOS

IV. ARGUMENTOS ONTOLÓGICOS

1. El argumento de san Anselmo

2. Los argumentos ontológicos en la filosofía moderna

3. Valoración de los argumentos ontológicos

V. LAS CINCO VÍAS DE SANTO TOMÁS

1. Las pruebas «a posteriori»

2. Primera vía: del cambio

3. Acerca de la imposibilidad de un proceso al infinito

4. Segunda vía: de la causalidad eficiente

5. Tercera vía: de la contingencia

6. Cuarta vía: de los grados de perfección

7. Quinta vía: del gobierno de las cosas

VI. ARGUMENTOS COSMOLÓGICOS

1. El argumento cosmológico a partir del inicio temporal del mundo

2. Pruebas cosmológicas a partir de la existencia contingente

VII. EL ARGUMENTO DEL DISEÑO

1. El sorprendente orden del universo

2. Argumento mecanicista

3. El argumento del Intelligent Design

4. ¿Diseño o proyecto?

VIII. EL ARGUMENTO DEL PROYECTO

1. El punto de partida de la prueba: el ajuste fino

El ajuste fino cosmológico

El ajuste fino del proceso evolutivo

2. Formulación de la prueba del proyecto

3. Explicaciones alternativas del ajuste fino

4. Conclusión

IX. LAS PRUEBAS ANTROPOLÓGICAS

1. Argumento del deseo de felicidad

2. Argumento de la experiencia religiosa

3. Argumento de autoridad

4. Prueba a partir de la comprensibilidad del mundo

5. Argumento moral

6. Pruebas a partir de la espiritualidad de la persona humana

X. VALOR DE LAS PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS

TERCERA PARTE. QUIÉN ES DIOS

XI. EL CONOCIMIENTO DEL DIOS IGNOTO

1. La perfección y bondad de Dios

2. Los nombres divinos

3. Incomprensibilidad y cognoscibilidad de Dios

4. Hablar de un Dios del que se desconoce la Esencia

5. La triple vía

XII. LO QUE DIOS NO ES

1. Diversos usos de la negación

2. Simplicidad y unidad

3. Unicidad

4. Infinitud

5. Trascendencia

6. Inmutabilidad

7. Eternidad

XIII. CREADOR Y SOBERANO DEL UNIVERSO

1. El fundamento de los atributos relativos: la Omnipotencia de Dios

2. La creación

La creación de la nada

Algunos problemas en torno a la creación

3. Conservación

4. Providencia

5. Gobierno

6. Omnipresencia

XIV. PERSONA

1. Las perfecciones que podemos atribuir a Dios

2. Viviente espiritual

3. Inteligencia

El objeto de la inteligencia

Inmutabilidad y simplicidad de la Inteligencia divina

Algunos problemas

4. Voluntad

BIBLIOGRAFÍA

MIGUEL PÉREZ DE LABORDA

PRIMERA PARTE

POSIBILIDAD DE CONOCER A DIOS

I. LA REFLEXIÓN FILOSÓFICA ACERCA DE DIOS

La expresión «teología» («ciencia de Dios»), usada ya por Platón, sirvió a Aristóteles para referirse a lo que llama también filosofía primera, es decir, a la metafísica. Aunque se trate de una expresión nacida en el ámbito filosófico, hoy en día se usa sobre todo para referirse a la reflexión acerca de Dios que los cristianos (aunque no solo ellos) hacen a partir de su propia fe. En consecuencia, si se quiere continuar usando la expresión «teología» para referirse al discurso filosófico acerca de la existencia y la naturaleza de Dios, resulta necesario añadir un adjetivo, llamándola, por ejemplo, teología filosófica, racional o natural. En otras ocasiones, se habla de Filosofía de Dios o, usando un término acuñado por Leibniz, de Teodicea («justificación de Dios»). Esta última expresión tiene su origen en la necesidad de justificar la existencia de Dios, para responder a quien dude de ella o a quien haya presentado algunas objeciones al respecto.

1. Diferencia con otros conocimientos de Dios

Para comprender la reflexión filosófica en torno a Dios será útil compararla con otros enfoques. Evidentemente, habrá que distinguirla con precisión de lo que se suele llamar simplemente «teología», que parte de unos libros que se creen que han sido inspirados por Dios mismo. Pero es también necesario examinar qué relación tiene con el conocimiento espontáneo de Dios y con algunas consideraciones que acerca de las cuestiones religiosas se hacen desde perspectivas distintas: psicológica, sociológica, política, etc.

La historia de las religiones y la antropología cultural muestran la universalidad de la creencia en la existencia de Dios. El fenómeno religioso ha estado presente en todas las culturas del pasado, aunque hubiera también ateos, agnósticos o indiferentes. Incluso hoy en día, cuando el ateísmo es a veces presentado como un fenómeno de masas, la mayoría de las personas se declara creyente en algún tipo de divinidad.

La extensión del fenómeno religioso tiene su origen en una tendencia natural a aceptar la existencia de Dios por medio de inferencias espontáneas. En muchas ocasiones, esta admisión espontánea de un Creador surge ante la maravilla que producen el orden y la grandeza del universo. Esta estrecha relación entre la contemplación de la creación y la admisión de una divinidad está ya presente en el Salmo 18, 2, cuando dice: «Los cielos narran la gloria de Dios», pero se encuentra también en un pagano como Séneca:

Si se te ofrece a la vista una floresta abundante en árboles vetustos de altura excepcional, y que dificulta la contemplación del cielo por la espesura de las ramas que se cubren unas a otras, la magnitud de aquella selva, la soledad del paraje y la maravillosa impresión de la sombra tan densa y continua en pleno campo despertarán en ti la creencia en una divinidad[1].

Siendo tan común esta inferencia espontánea, no es extraño que en muy diversas culturas se encuentre la convicción de que la sorprendente armonía del universo depende de una inteligencia que está más allá de lo que podemos conocer en nuestra experiencia, y se sienta la necesidad de alabarla y de buscar su protección. Así nacen las religiones naturales.

Como se ve, estas creencias religiosas están íntimamente conectadas con la sorpresa, el miedo o la maravilla que nos produce el mundo en que vivimos. Que se trata de una experiencia bastante común lo muestra el hecho de que también filósofos y científicos importantes han sentido admiración ante la grandeza y la belleza del universo. Esta es, por ejemplo, una de las dos realidades que a Kant llenaban de maravilla: el cielo estrellado sobre él y la ley moral dentro de él[2]. Y no debemos pensar que los científicos, con su mente lúcida habituada a manejar datos verificados, hayan quedado al margen de este tipo de experiencias. Puede servir como ejemplo el testimonio de Christian de Duve, premio nobel de medicina en 1974, que cuenta lo que sintió en una serena noche de verano, cuando era un boy scout:

Estaba sentado, envuelto en una manta y con una bufanda en la cabeza, alrededor de una hoguera, junto a un grupo de jóvenes cubiertos como yo. No había un soplo de viento. La llama subía derecha hacia un cielo negro como la tinta, pero salpicado de estrellas. Así hacían también nuestras voces unidas en un canto que era el único sonido que rompía el silencio de la noche, acompañado a veces por el crepitar de los troncos. De repente, por un breve instante, la luz se fundió con la oscuridad, la canción con el silencio, y yo me sentí transportar a otro mundo, llevado por una intensa emoción y colmado de un sentido de inconmensurable misterio, sintiendo, más allá de la infinita profundidad del espacio, la imponente majestad de Dios[3].

A pesar de que estas inferencias espontáneas están presentes en todas las culturas, el conocimiento de Dios que ofrecen es siempre limitado, y muchas veces defectuoso y confuso. Además, quien se mueve en este nivel suele aceptar sus creencias acerca de Dios sin saber bien por qué las admite, es decir, sin poderlas justificar. Estos límites no implican que el conocimiento espontáneo de Dios sea por sí mismo dañoso o irrelevante, pero es lógico que una mente reflexiva tenga deseo de alcanzar un conocimiento de Dios más racionalmente fundado.

Hoy en día hay diversas disciplinas que, de alguna manera, incluyen en su estudio la temática religiosa. Por ejemplo, la psicología, la sociología y la política, que no adoptan un punto de vista filosófico, pues no intentan demostrar la existencia de Dios ni se preocupan de descubrir cuáles son sus atributos. Su interés se centra más bien en las consecuencias que la aceptación de la existencia de Dios puede tener en las personas o en las sociedades humanas.

Más cercana a la teología natural está en cambio la filosofía de la religión, cuya temática principal es la religiosidad humana. Pero esta disciplina no se pregunta tampoco si Dios existe[4].

2. El Dios de los filósofos

No es difícil encontrar una descripción de Dios que sea aceptada por la mayor parte de los filósofos, también por aquellos que no admiten su existencia. Un buen ejemplo de este acuerdo lo encontramos en un famoso debate radiofónico acerca de la existencia de Dios emitido por la BBC en 1948, con el jesuita Frederik Copleston y el ateo Bertrand Russell como interlocutores. Copleston comenzó diciendo que, puesto que tenían que discutir acerca de ese tema, era conveniente ponerse de acuerdo sobre lo que entendían por «Dios», y propuso una definición que Russell aceptó: un Ser personal supremo, distinto del mundo y creador de él. Se trata de una descripción del significado de ese término, es decir, una definición nominal y no real, pues Russell estaba hablando de lo que pensaba que no existía.

Esta descripción de Dios era adecuada para el debate entre ellos, pero no sería aceptada en toda cultura religiosa. En el mundo griego antiguo, por ejemplo, no se hablaba de creación, y en el deísmo no se acepta un Dios personal.

De todos modos, la definición de Copleston recoge las dos dimensiones que están presentes en toda descripción de Dios:

1.Dios está separado de las cosas, no participando de las imperfecciones propias de las criaturas. Sobre todo, es inmaterial, espiritual y, por tanto, no está sujeto a las leyes naturales.

2.Dios es, de algún modo, causa de las demás realidades.

La noción común de Dios, por tanto, es la de una realidad que no está sujeta a las leyes físicas que gobiernan el mundo y que es el origen de todas las cosas, siendo Él mismo incausado. Ciertamente, hay después una gran variedad de modos de explicar que Dios es el origen o la causa del universo, y no hay tampoco acuerdo sobre qué atributos le pueden corresponder.

Se llama monoteísmo a la admisión de la existencia de un solo Dios. El politeísmo (admisión de una multiplicidad de dioses) estuvo presente en muchas culturas del pasado, y lo sigue estando en algunas religiones orientales. Estas diversas divinidades poseerían, hasta cierto punto, las dos dimensiones propias de la noción de Dios: la trascendencia y la relación causal con las cosas y los hombres, pues esos dioses son realidades celestes, de una potencia sobrehumana, de los que dependen los ciclos naturales y los sucesos humanos. Por ejemplo, cuando en el mundo griego se divinizaban algunas realidades físicas (Océano, Tierra, Cielo) o calamidades naturales (Terror, Muerte), se llamaba «dios» a «potencias o fuerzas vivas dotadas de voluntad propia y que actúan sobre las vidas humanas, dirigiendo desde arriba los destinos de los hombres»[5]. Influyen en la vida de los hombres, pero lo hacen desde lo alto, sin quedar involucrados en los sucesos humanos.

El politeísmo no es un tema del que hoy se ocupen los filósofos. El problema que se discute es más bien si existe un Dios, de modo que las respuestas posibles son el monoteísmo y el ateísmo (el agnóstico, por su parte, suspende el juicio).

Dentro del monoteísmo se pueden distinguir tres formas principales: el teísmo, el deísmo y el panteísmo, que se distinguen fundamentalmente por el modo en que entienden la relación entre Dios y las criaturas.

1.El teísmo admite la existencia de un Dios personal (que conoce y ama), capaz de interaccionar con las criaturas, también después de haberlas creado: las conserva en el ser y las gobierna. Esta es la concepción de Dios defendida por los principales filósofos cristianos.

2.El deísmo, que se extendió sobre todo con la Ilustración, admite la existencia de un Dios concebido en explícita contraposición con la religión cristiana. El Dios del deísmo es una especie de Deus otiosus que, aunque es causa del universo, no interfiere en su desarrollo, como si se desinteresase de los acontecimientos naturales y humanos porque tiene otras cosas más importantes de las que ocuparse. Se podría comparar también con un artista que, después de haber producido su obra, no quiere saber más de ella. Como dice Edward O. Wilson, que se declara deísta, se trata de «un Dios cosmológico que ha creado el universo», y no de «un Dios biológico que dirige la evolución orgánica e interviene en los asuntos humanos»[6].

En muchas ocasiones, esta no interferencia de Dios se defiende porque se piensa que la realidad, una vez producida, tiene sus propias leyes, que deben regir su desarrollo posterior. De hecho, en ambientes científicos, el deísmo se ha presentado a veces como la teoría más respetuosa con la autonomía de la naturaleza, pensando que las intervenciones admitidas por el teísmo violarían las leyes de la naturaleza.

Un presupuesto del deísmo es la concepción mecanicista del universo, según la cual el mundo sería un gran mecanismo que, una vez creado, podría ser comprendido sin referencia a Dios: «como si Él no existiese». En tal caso, el mundo sería de hecho un mecanismo que después de ser creado podría funcionar por sí mismo. Por tanto, el deísmo lleva naturalmente a pensar que, en el fondo, no tenemos necesidad de Dios para explicar el universo. La existencia de Dios se convierte así en una hipótesis inútil. Como veremos, es verdad que Dios no tiene necesidad de cambiar sus planes a medida que se demuestran defectuosos, pero esto no significa que las criaturas existan o actúen independientemente de su Creador o que Dios no pueda intervenir directamente en ellas.

Por otra parte, el deísmo, negando el carácter personal de Dios, fácilmente reduce la divinidad a una fuerza o energía de la que depende el universo; más que de un verdadero Dios se trataría entonces de una realidad que, en definitiva, no sería independiente del mundo. De modo paradójico, el deísmo tiende a exagerar la independencia del mundo respecto a Dios y a infravalorar la independencia de Dios respecto al mundo, acercándose así a la posición panteísta.

3.Se llama panteísmo la doctrina que no distingue suficientemente entre Dios y el mundo, o incluso los identifica. Desde una perspectiva teísta, se puede dudar que el panteísmo hable realmente de Dios, puesto que si todo es Dios, en realidad no hay Dios. El panteísta (Giordano Bruno, Spinoza, Hegel) no acepta un Dios separado de las cosas, trascendente, que tenga un carácter personal y sea omnipotente, omnisciente, perfecto, etc. No sorprende, por tanto, que a veces no se sepa cómo encuadrar al panteísta: la identificación de Dios y mundo lleva inevitablemente a la negación de uno de los dos, cayendo en el monismo. A veces es un monismo espiritualista, porque es el mundo el que sale perdiendo, siendo reducido a simple apariencia o a una manifestación de Dios, que sería la única realidad verdaderamente existente (acosmismo). Pero las más de las veces es Dios quien en la práctica es negado, pues se sostiene que no es más que la Naturaleza misma o una especie de energía que la anima. Por ello, no podemos extrañarnos de que Spinoza, que había afirmado «Deus sive Natura», tuviese graves problemas con sus correligionarios de la Sinagoga de Ámsterdam.

3. La apuesta de Pascal

La cuestión de la existencia de Dios no es solo ni principalmente un problema teórico. La dimensión práctica de la cuestión fue resaltada por Blaise Pascal, especialmente cuando habla de la apuesta por Dios. Aunque a veces es presentada como una prueba pragmática de la existencia de Dios, no se trata en realidad de un intento de probar su existencia, pues se funda precisamente sobre la imposibilidad de tener una certeza racional acerca de la cuestión. Pascal intenta más bien probar que es razonable creer que Él existe, y, sobre todo, que es razonable comportarse como si se creyese, aunque no se esté seguro.

Su argumentación tiene la forma de una apuesta en la que tenemos mucho que ganar y nada que perder:

Pesemos el pro y el contra de apostar cruz a que Dios existe. Consideremos los dos casos: si ganáis, lo ganáis todo; y si perdéis, no perdéis nada. Apostad por lo tanto sin vacilar a que existe[7].

Pascal es consciente de la objeción de que, en el caso de que Dios exista, quien apuesta por su existencia podría perder algo: quizá, por ejemplo, se privaría de algunos placeres que le permitirían gozar más de la vida. De todos modos, un sencillo cálculo matemático le lleva a aconsejar que se apueste por su existencia:

La infinita distancia que hay entre la certidumbre de lo que exponemos y la incertidumbre de lo que ganaremos iguala el bien finito que exponemos seguramente con el bien infinito que es inseguro[8].

Evidentemente, su argumento no sería convincente para el ateo que esté absolutamente convencido de que Dios no existe, pero podría tener una cierta capacidad de convicción para los agnósticos que no saben bien qué pensar. A estos Pascal los anima a comportarse como si Dios existiese.

Esta argumentación de Pascal, que en nuestros tiempos sigue suscitando interés[9], se funda en una excesiva confianza en la forma externa de la creencia. ¿Por qué el hecho de comportarse como si se tuviese fe habría de ayudar a tenerla? ¿No sería esta una actitud farisaica? Es difícil saber con precisión lo que lleva a Pascal a tal seguridad en la forma de la creencia, pero todo parece indicar que no mira tanto al carácter externo de la forma, sino más bien a la capacidad que un comportamiento tiene de transformar interiormente las personas[10].

La argumentación de Pascal, además, contiene un presupuesto que no me parece convincente: que Dios, si existe, castigará a quien no se comporte como si Él existiese. Dios podría tener buenos motivos para acoger con misericordia a los ateos y agnósticos que, aun no aceptando que Dios existe, obren según la propia conciencia. Además, no está nada claro que a Dios le guste el que los hombres sigan determinados ritos religiosos por motivos pragmáticos o se comporten de un modo que parece un autolavado de cerebro[11].

Por otro lado, toda su argumentación se funda sobre la elección entre dos posibilidades, el ateísmo y el catolicismo, pero normalmente hay muchas más alternativas para elegir, y sería poco correcto aconsejar que se sigan los ritos de cualquier creencia religiosa: ¿quién duda, por ejemplo, que no se deben hacer sacrificios humanos, tan comunes en algunas religiones del pasado? ¿No es mejor ser un descreído que sacrificar inocentes? Pascal pensaba que se deberían seguir los ritos católicos, pero no puede aducir razones filosóficas a su favor.

Pienso, de todos modos, que su razonamiento se puede aplicar con provecho en teología natural, aunque desde una perspectiva diversa. Para comprenderlo nos puede servir un ejemplo de aplicación en un ámbito distinto, señalado por Jeff Jordan[12]: los intentos de curación por medio de terapias alternativas, cuando la medicina científica no ayuda. En algunos de estos casos, tenemos mucho que ganar y poco que perder: ¿quién no iría a un curandero cuando le dicen que le podría aliviar un dolor que en el hospital no consiguen calmar? Del mismo modo, podemos decir que el agnóstico tendrá que comportarse teniendo presente que Dios podría existir, y dedicar todo esfuerzo posible a resolver sus dudas, dejando de lado ocupaciones menos importantes.

Ciertamente, no se puede pretender que todos resuelvan filosóficamente sus dudas en torno a la existencia de Dios, pues no es fácil superar cada uno de los obstáculos que se encuentran en el camino. A veces, son las condiciones de vida las que impiden dedicarse a resolver estas cuestiones. Y no me refiero solo a las condiciones propias de quien vive en la miseria, sino también a las de quien pasa sus jornadas sumergido en una actividad frenética.

De entre los que saben sacar tiempo para el inútil oficio de pensar, no todos poseen talento y formación suficientes para poderse dedicar con fruto a lo que es la veta de la metafísica: la especulación acerca de la existencia de Dios. No es de extrañar, por ello, que a muchas personas simplemente no se les ocurra intentar resolver personalmente sus dudas: no sabrían por dónde empezar. Es verdad que algunas situaciones difíciles, como la experiencia de la muerte, favorecen la aparición de grandes interrogantes sobre el sentido de la vida. Pero pocos conseguirán responderlos de modo filosófico; la mayoría simplemente se acercará a una religión, para encontrar en ella consuelo.

[1] SÉNECA, Epístolas morales a Lucilio, IV, 41, 3, vol. 1, p. 257.

[2] Cfr. KANT, Crítica de la razón práctica, p. 223.

[3] DE DUVE, Life Evolving: Molecules, Mind, and Meaning, p. vii.

[4] En el mundo anglosajón, la Philosophy of Religion es en cambio una disciplina más amplia, que incluye lo que estamos llamando teología natural o filosófica.

[5] GILSON, Dios y la filosofía, p. 31.

[6] WILSON, Consilience, p. 241.

[7] PASCAL, Pensamientos, n. 418 (233), p. 460.

[8] Ibid., n. 418 (233), p. 460.

[9] Cfr. JORDAN (ed.), Gambling on God; JORDAN, Pascal’s Wager; RESCHER, Pascal’s Wager.

[10] Cfr. PASCAL, Pensamientos, n. 418 (233), p. 461.

[11] Cfr. GOLDING, The Wager Argument, p. 391.

[12] JORDAN, Pascal’s Wager and James’s Will to Belief, p. 171.

II. EL AGNOSTICISMO

La posibilidad de desarrollar una teología natural es rechazada tanto por quien niega que Dios exista (ateísmo) como por quien niega que nuestra razón pueda resolver la cuestión de la existencia de Dios (agnosticismo). Dejando para el próximo capítulo la cuestión del ateísmo, en este examinaré las razones que llevan al agnóstico a tener desconfianza en el uso metafísico de la razón para hablar de Dios.

El término «agnosticismo» fue acuñado por Thomas Huxley en el siglo XIX para oponerse a toda presunción de conocimiento (gnosis) en torno a las cosas divinas: el agnóstico rechaza que se pueda probar tanto que Dios existe como que no existe. El juicio en torno a la cuestión queda simplemente en suspenso. Se trata de una idea antigua, que había sido muy bien expresada por Protágoras:

Sobre los dioses, no puedo tener la certeza de que existen ni de que no existen ni tampoco de cómo son en su forma externa. Ya que son muchos los factores que me lo impiden: la imprecisión del asunto así como la brevedad de la vida humana[1].

Como se ve, hablando del agnosticismo no nos referimos a quien no quiere complicarse la vida, carece de certeza sobre la cuestión de Dios pero tampoco la persigue. En estos casos es mejor hablar de indiferentismo. El agnosticismo es más bien una posición filosófica, que deriva de una tesis acerca del alcance de la razón humana. De todos modos, quien piensa que Dios no se puede conocer acaba considerando al creyente como alguien que se engaña a sí mismo o engaña a otros. No es de extrañar, por tanto, que el agnosticismo se revista a veces de tintes radicales, convirtiéndose en un agnosticismo militante [2].

1. La difusión de la mentalidad agnóstica

Son muy variados los factores que han favorecido la difusión de esta mentalidad. Uno de los motivos por los que la expresión «agnóstico» tuvo un rápido éxito en Inglaterra es que, comparado con «ateo», parecía un modo más respetable de presentarse en la sociedad victoriana, pues para la sensibilidad de la época «ateo» sonaba a revolucionario, con excesivas connotaciones de ilegalidad e inmoralidad. En cualquier caso, a pesar de que pueda estar favorecido por muchas otras circunstancias, el fenómeno del agnosticismo tiene su origen especulativo en la concepción empirista del conocimiento humano, que tuvo una gran importancia en la formación de la tesis kantiana de los límites de nuestro conocimiento y de su incapacidad de hablar de Dios. Como se sabe, Kant, que había sido despertado por Hume de su sueño dogmático, desarrolló su teoría de los límites de la razón pura de un modo que se convirtió en punto de partida para muchos filósofos de las generaciones sucesivas.

Para comprender el efecto devastador que tuvo la concepción humeana del conocimiento humano basta leer las palabras con las que termina su Investigación sobre el conocimiento humano. En ellas manifiesta su total rechazo de la metafísica, en cuanto que sus proposiciones no son semejantes a las de las matemáticas ni a los razonamientos experimentales, únicas formas de conocimiento que Hume acepta:

Si procediéramos a revisar las bibliotecas convencidos de estos principios, ¡qué estragos no haríamos! Si cogemos cualquier volumen de teología o metafísica escolástica, por ejemplo, preguntemos: ¿Contiene algún razonamiento abstracto sobre la cantidad y el número? No. ¿Contiene algún razonamiento experimental acerca de cuestiones de hecho o existencia? No. Tírese entonces a las llamas, pues no puede contener más que sofistería e ilusión[3].

La quema de libros metafísicos, o al menos su desaparición del horizonte cultural, se ejecutó de un modo radical en el proyecto ilustrado de la Encyclopédie (1751-1772), dirigida por Diderot y d’Alembert, y en el pensamiento de Augusto Comte, que propuso la distinción de tres estados en el desarrollo de la Humanidad. Tras las edades teológica y metafísica, se alcanzaría la edad positiva, pasando así de la infancia a la madurez de la razón.

Pero la difusión del agnosticismo en la cultura occidental deriva sobre todo del cientificismo que surgió en Centroeuropa entre las dos guerras mundiales. Desde el inicio del siglo XX se había empezado a desarrollar un modo de pensar caracterizado por un cientificismo radical y la consiguiente actitud antimetafísica, que se concretó a partir de 1929 en el llamado Círculo de Viena, cuyos representantes más conocidos fueron Moritz Schlick y Rudolf Carnap. Su modo de hacer filosofía intenta mantener un carácter científico, imitando la claridad y el rigor lógico de las ciencias, y un estrecho contacto con la lógica (por eso ha sido llamado positivismo lógico).

Esta mentalidad se extendió rápidamente por Inglaterra y Estados Unidos, de modo que las principales universidades americanas pronto establecieron planes de estudio de acuerdo con esta manera de entender la filosofía. En pocos años, se difundió en los principales ambientes anglosajones y, a partir de allí, en muchos otros ámbitos culturales.

El instrumento fundamental de la crítica del positivismo lógico a la metafísica fue el llamado «Criterio empirista del significado» o «Principio de verificación», que sostiene que las proposiciones con sentido (o significativas) son de dos tipos: las propias de la lógica y las matemáticas (analíticas, a priori) y las fundadas en la observación empírica (a posteriori). Fuera de estas, no habría verdadero saber. No se trata de que las proposiciones que no sean de uno de estos dos tipos sean falsas, sino que son simplemente sinsentidos; no son ni tan siquiera falsas, porque para considerar falsa una proposición primero hay que entenderla y, por tanto, tiene que tener sentido.

La aplicación del principio de verificación en metafísica tuvo efectos devastadores, pues sus proposiciones no son analíticas (como «los solteros son hombres no casados», que es verdadera por definición) ni empíricamente verificables. Por tanto, según ese principio, las proposiciones metafísicas son frases sin sentido, simples balbuceos incomprensibles. De hecho, Carnap, en uno de sus artículos más conocidos, La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje, saca una conclusión que pretende superar definitivamente la metafísica:

Ya que la metafísica no desea establecer proposiciones analíticas ni caer en el dominio de la ciencia empírica, se ve compelida bien al empleo de palabras para las que no ha sido especificado ningún criterio de aplicación, y que resultan por consiguiente asignificativas, o bien a combinar palabras significativas de un modo tal que no obtiene ni proposiciones analíticas (o, en su caso, contradictorias) ni proposiciones empíricas. En ambos casos, lo que inevitablemente se produce son pseudoproposiciones[4].

Esta concepción positivista produjo desde el inicio muchas perplejidades, también a los más radicales cientificistas, sobre todo porque el propio principio de verificación no conseguía superar el filtro exigente por él mismo impuesto: para que tuviese sentido, el principio tendría que ser verificable o analítico; pero no es ni lo uno ni lo otro. Por tanto, si el principio de verificación fuese verdadero, él mismo carecería de significado. En realidad, este principio no fue admitido pretendiendo dar de él una justificación racional, sino por prejuicios pragmáticos, derivados de un interés exclusivo por la ciencia, que los llevaba a considerar que esa era la única fuente válida de conocimiento.

Esta concentración del interés y de los esfuerzos intelectuales en el ámbito científico explica también un fenómeno innegable: que el porcentaje de ateos y agnósticos entre los científicos sea más alta que la media. En un conocido sondeo de 1996[5], Larson y Witham han vuelto a proponer la pregunta que ya en 1914 James H. Leuba había hecho a un grupo suficientemente representativo de científicos. Los resultados han sido muy semejantes: en los dos casos, los que se declaraban ateos o agnósticos eran en torno al 60%, muy por encima de la media entre no científicos. En un sondeo más reciente[6], los mismos autores han comprobado que, en el caso de científicos especialmente influyentes como son los miembros de la National Academy of Sciences, los ateos o agnósticos eran un 93%.

Por desgracia, estos datos a veces son usados como un argumento de autoridad a favor de la no existencia de Dios, suponiendo que la opinión de los grandes científicos, también en ámbitos que no son de su especialidad, goza siempre de autoridad. De hecho, no son pocos los científicos famosos que, con la seguridad de quien ha alcanzado grandes éxitos en su propio ámbito de investigación, se creen en el derecho de hablar ex cathedra también acerca de temas en los que no tienen competencia alguna[7]. Pero hay que reconocer que, del mismo modo que un futbolista que ha ganado el Balón de Oro no por ello tendrá opiniones fundadas sobre la vida política del país, un Premio Nobel de Física, si no aprende a usar otras metodologías, no tendrá opiniones suficientemente justificadas en cuestiones no científicas.

A veces se contraargumenta sosteniendo que estos científicos han alcanzado la madurez intelectual, de modo que gozarían de autoridad también en ámbitos diversos al de su especialidad. Sosteniendo esta tesis, coherente con una interpretación evolucionista de la historia de las ideas, se olvidan de los muchos científicos que todavía hoy se declaran convencidos de la existencia de Dios, y a los que ciertamente no se puede acusar de inmadurez intelectual; y, sobre todo, no se tiene en cuenta que los científicos ateos no lo son a causa de sus descubrimientos científicos: en el laboratorio no se pueden hacer experimentos que comprueben la no existencia de Dios. Su tendencia a no admitirla deriva más bien de que, por el hecho de usar una metodología muy eficaz, pueden fácilmente infravalorar otras formas de conocimiento que no tienen ese mismo modo de argumentar ni esa capacidad de predicción. Como afirmó Gilson, son entonces «espíritus ocupados exclusivamente de problemas científicos tratados con métodos científicos»[8] que, muchas veces sin darse cuenta, presuponen que lo no cognoscible con el método científico simplemente no existe.

El fideísmo comparte con el agnosticismo la desconfianza en el uso metafísico de la razón para conocer a Dios, aunque el fideísta cree por fe que Dios existe. Esta tesis aparece en pensadores tan variados como Pascal, Kierkegaard y Wittgenstein. En ambientes católicos, el fideísmo ha estado presente, sobre todo en el siglo XIX, en pensadores como Bautain y Bonnetty. Su modo de pensar se suele llamar tradicionalismo, por el papel que asignaban a la tradición en la transmisión de una presunta revelación primitiva.

Este fideísmo latente en el pensamiento de autores profundamente cristianos se comprende teniendo presente, como dice Gilson, que «plegándose bajo la violencia del ataque [de la Ilustración], muchos cristianos cometieron el error de aceptar el planteamiento del problema elegido por sus adversarios. La razón se alzaba contra la fe y la tradición, y, por consiguiente, pensaban ellos, era su enemiga. La mejor respuesta que pudieron imaginar fue, a su vez, alzar la fe y la tradición contra la razón»[9].

2. Sobre la no evidencia de Dios

Dentro de la filosofía racionalista no es infrecuente la afirmación de que existe una especie de intuición intelectual, independiente de la experiencia, a través de la cual se podrían conocer verdades metafísicas; y se ha sostenido también que Dios es tan evidente que no sería necesario probar que existe, pues habría un conocimiento intuitivo inmediato de Él, que haría evidente su existencia. De modos diversos, una idea de este tipo ha sido defendida por pensadores como Lutero y Jacobi, pero también por los ontologistas (Malebranche, Gioberti), según los cuales la existencia de Dios es evidente para el hombre[10]. No tendría sentido intentar demostrar a partir de las criaturas que Dios existe, pues son las propias criaturas las que no son cognoscibles sino en cuanto que conocemos a Dios.

Esta tesis de la evidencia de Dios queda refutada por el hecho de que haya personas que buscan a Dios sin encontrarlo. La existencia de Dios no es evidente para nosotros.

Ahora bien, la no evidencia de Dios es para algunos prueba de su no existencia, porque, en el caso de Dios, la ausencia de evidencia sería evidencia de ausencia. No es fácil resolver esta cuestión del ocultamiento de Dios, es decir, comprender por qué Dios se podría no preocupar de que algunos hombres lo ignoren, si es verdad que la felicidad de estos consiste precisamente en conocerle.

La respuesta a este problema tiene que tener presente que no está claro que sería mejor para nosotros que Dios fuese más evidente. No toda persona que supiese con certeza que Dios existe lo adoraría. Además, el fin último de la vida del hombre, ciertamente, no es ver a Dios en esta vida, y menos aún poder demostrar racionalmente que existe.

3. La posibilidad de conocer a Dios

Que Dios no sea evidente para nosotros no significa que no lo podamos conocer. A lo largo de este libro intentaré mostrar que a partir de la experiencia y por medio de las criaturas podemos saber que Dios existe y afirmar algunas cosas de Él.

Como ya he dicho, para poder fundar las argumentaciones de la teología filosófica, hay que ir más allá de las ciencias empíricas o naturales, que describen la naturaleza desde una perspectiva científica. Por medio de los métodos científicos se han ido cosechando éxitos notables, pero hay que reconocer que las ciencias no dan respuesta a muchas preguntas verdaderamente fundamentales. Como dijo Wittgenstein, «sentimos que aun cuando todas las posibles cuestiones científicas hayan recibido respuesta, nuestros problemas vitales todavía no se han rozado en lo más mínimo»[11].

Si no queremos concluir que ninguna de esas preguntas tiene respuesta, como hace el propio Wittgenstein, tenemos que probar que hay verdad y conocimiento también fuera del método científico y, en particular, que es posible un uso metafísico de nuestra inteligencia para hablar de Dios. Que es posible es lo que voy a intentar mostrar a lo largo de este libro. Por ahora, pienso que basta tener en cuenta que, para poder admitir esta perspectiva metafísica, es necesario superar el reduccionismo cientificista. La teología natural tiene su propia metodología, que es una búsqueda de los principios y las causas sin las cuales no se pueden explicar algunos de los fenómenos de nuestra experiencia[12].

Ciertamente, la filosofía no puede alcanzar una certeza matemática, pero tampoco lo necesita. A su modo, sus pruebas pueden ser suficientemente convincentes, mostrando que el teísmo es la única explicación válida (o, al menos, la mejor o más plausible) de muchos fenómenos conocidos en la experiencia. En definitiva, del mismo modo que la física moderna ha llegado a concluir que existen agujeros negros sin haberlos percibido, el metafísico puede también deducir la existencia de Dios sin tener un conocimiento directo de Él. El razonamiento es en ambos casos similar, y llega a la conclusión de que la existencia de algo (agujeros negros o Dios) es la mejor explicación, o la única posible, de algunos fenómenos observables.

Este tipo de aproximación a la metafísica defiende una razón que es moderadamente fuerte, es decir, que no es tan débil que no pueda hablar de Dios, ni tan fuerte que pueda conocer la Esencia divina. Conscientes de los límites de nuestra capacidad racional, podemos reconocer que Dios es demasiado grande para que pueda ser comprendido (es decir, perfectamente conocido) por nuestra mente, que queda deslumbrada frente a las realidades máximamente evidentes, como sucede al ojo de la lechuza ante la luz del Sol[13].

[1] Fragmento 80 B 4, tr. en MELERO BELLIDO (ed.), Sofistas, p. 120.

[2] Tomo la expresión de LARSON, Summer for the Gods, p. 73, que la usa para referirse a Clarence Darrow, el conocido abogado del Proceso Scopes de 1925.

[3] HUME, Investigaciones sobre el conocimiento humano, p. 192.

[4] CARNAP, La superación de la metafísica mediante el análisis lógico del lenguaje, p. 83.

[5] JORDAN — Witham, Scientists Are Still Keeping the Faith.

[6] JORDAN — Witham, Leading Scientists Still Reject God.

[7] Cfr. ARTIGAS, Ciencia y religión, p. 137.

[8] GILSON, L’athéisme difficile, p. 13.

[9] GILSON, El filósofo y la teología, pp. 95ss.

[10] En un decreto del Santo Oficio del 18 septiembre de 1861, DS 2841ss, se condenan algunas proposiciones ontologistas, de las que la primera es esta: «El conocimiento inmediato de Dios, al menos habitual, es esencial al entendimiento humano, de suerte que sin él nada puede conocer».

[11] WITTGENSTEIN, Tractatus logico-philosophicus, 6.52.

[12] Después de haber encontrado las causas, la metafísica vuelve a mirar a las criaturas desde una nueva perspectiva. Tomás de Aquino explica este doble proceso usando las nociones de resolutio (un razonamiento que va de los efectos a la busca de las causas) y compositio (volver de las causas a los efectos, para verlos desde una nueva perspectiva).

[13] Cfr. ARISTÓTELES, Metafísica α, 1, 993b 9-11.