De secta hac notum est nobis quia ubique ei contradicitur (Act. Apost. XXVIII, 22).
De esa secta sabemos que en todas partes se la contradice.
El título de este libro, sorprendente a primera vista, responde a su contenido: describe la lucha de Zeus, el padre de los dioses del Olimpo, contra Dios, o lo que es lo mismo, la resistencia de la cultura pagana al cristianismo.
Sin embargo, es necesario precisar los términos en los que planteamos el estudio de un tema tan amplio. En primer lugar, nos limitamos al enfrentamiento que se produjo en los primeros siglos de nuestra era, concretamente hasta el momento en que, con el imperio de Justiniano (527-565), de una parte desaparecen los últimos reductos de la educación pagana y de otra se inicia una época de la Historia en la que también el imperio romano de Oriente ha perdido su fuerza.
En segundo lugar, nos interesamos por la confrontación intelectual cristiano-pagana, tal como se refleja en los textos literarios de la clásica y tardía Antigüedad que han llegado hasta nosotros, obra en su mayor parte de filósofos que son los portavoces de la ciencia y los exponentes de la cultura de la época.
Dejamos de lado, por tanto, la historia de las persecuciones, por más que su repercusión haya sido enorme en la Historia de la Iglesia de los primeros cuatro siglos, dada su incidencia a nivel social y político, para concentrarnos en la lucha, no menos encarnizada, que tuvo lugar en el terreno de las ideas.
El fenómeno de las persecuciones respondió al sentir generalizado de la masa del pueblo, aunque éste influyera en las decisiones políticas y provocara el martirio de miles de cristianos y la apostasía de muchos más, cuya fe no era tan fuerte y profunda como para arriesgar la vida por ella.
El nivel del que aquí nos ocupamos es diferente. Aquí no hubo derramamiento de sangre, pero se esgrimieron argumentos que no son menos interesantes de analizar, sobre todo si se tiene en cuenta que constituyen el primer capítulo de una lucha secular y que muchos de ellos se siguen utilizando en la actualidad, a pesar de que hayan desaparecido tiranos, hostilidades abiertas y espectáculos circenses.
Sin dejar de tener en cuenta las innegables diferencias entre uno y otro tiempo —hoy no se habla de enfrentamiento ni de lucha, sino de diálogo entre la ciencia y la fe—, no faltan las voces que equiparan la antigüedad tardía, en la que vivieron y publicaron nuestros protagonistas, con la época actual. Valga aludir, como ejemplo entre otros muchos (generalización de bienes materiales y culturales a todos los niveles, junto a una evidente pérdida de valores que hasta hace poco tiempo se consideraban indiscutibles), a los problemas que plantea actualmente la convivencia del mundo occidental, cristiano, con el Islam.
Y es que el cristianismo irrumpió en la sociedad como signo de contradicción y ésa ha sido una constante en su historia, sea cual haya sido el adversario que se le ha opuesto.
En efecto, desde el conflicto inicial con el judaísmo, del que da fe el texto de los Hechos de los Apóstoles que aparece en el encabezamiento de estas páginas, hasta el indiferentismo con el que tropieza actualmente la transmisión de la fe, no han faltado en ningún momento enemigos, que han intentado con todas sus fuerzas, sin desistir de la violencia, impedir los avances del mensaje que Jesucristo trajo a los hombres de todos los tiempos.
El interés de un texto que describa el arranque de esta historia secular es evidente, sobre todo si se tiene en cuenta que el ambiente de pluralismo religioso que domina hoy el debate cultural no deja de ser una reencarnación del eclecticismo preponderante en la tardía antigüedad.
Lo que llama nuestra atención es la actitud de los intelectuales de aquel entonces, cuando se apercibieron de que una fe que había encontrado sus primeros prosélitos entre gentes sencillas poco a poco fue estando presente en las capas más poderosas de la sociedad.
Esta realidad y la consiguiente reacción de los intelectuales marcan la pauta de este libro, que comienza con una descripción general del marco socio-político en que se produjo la irrupción de la nueva fe (capítulo I), para continuar con las primeras reacciones del mundo pagano, aún teñidas de desdén e indiferencia (capítulo II), y describir algunos hitos significativos de esta historia, protagonizados por Celso, Porfirio y Juliano el Apóstata, cada uno con sus peculiares acentos, condicionados en buena parte por su temperamento humano, su formación intelectual y el momento histórico en el que cada uno escribió y actuó. De ahí, los diversos puntos de partida y objetivos de cada uno de ellos.
También otros autores intermedios, cristianos unos —Lactancio, Arnobio— y otros paganos —Filostrato— reflejan en sus obras el ambiente anticristiano que se respiraba en la sociedad de aquella época.
La oposición radical y abierta comienza con Celso, el primer crítico sistemático de la doctrina cristiana (capítulo III), quien se enfrenta a una comunidad marginal a la que pretende excluir de la vida social y a toda costa mantener aislada.
El segundo, Porfirio (capítulo IV), se encuentra con una realidad introducida por todas partes, de peso, poseída de un seguro exclusivismo, a la que debe prestar atención y procura asimilar en su sistema filosófico-teológico, ecléctico y universalista.
El tercero es Sosiano Hierocles, un alto funcionario, consejero de Diocleciano durante la gran persecución, de quien no nos ha llegado ningún testimonio escrito, pero de quien se sabe, a través de la obrita apologética de Eusebio de Cesarea Contra Hierocles, que fue uno de sus instigadores.
Con el siglo IV entramos en la época en la que el cristianismo sale de las catacumbas para instalarse en el palacio imperial, gracias a la conversión y las medidas de gobierno de Constantino (capítulo V).
Pero, en medio de ese proceso triunfal, aún sorprende la tormenta del emperador Juliano y quizás el momento más delicado de esta polémica, ya que por primera y última vez el ataque intelectual aparecía unido al poder y amenazaba con aniquilar de raíz cualquier tipo de actividad de la Iglesia.
Juliano protagoniza un intento fugaz y apasionado de implantar una nueva religión en la que, junto a elementos tradicionales y modernos —estos últimos fundamentalmente sincretistas— paganos, recoge muchos otros procedentes del cristianismo en el que había sido educado y cuya fuerza arrolladora, que está a punto de acabar con la religión tradicional, pretende aniquilar (capítulo VI).
Con la desaparición del Apóstata no cesaron las dificultades para el cristianismo; al contrario se recrudecieron por las tensiones internas provocadas por la puesta en práctica de las conclusiones de los concilios de Nicea y Constantinopla frente a los errores cristológicos y trinitarios que ensombrecieron la vida interior de la Iglesia a lo largo del siglo IV.
Pero, aun dejando de lado esos conflictos que no hacen a nuestro propósito, se producen aún episodios muy ilustrativos de la resistencia del paganismo a darse por vencido, que no podemos pasar por alto.
A primera vista pueden parecer anecdóticos; sin embargo, el primero se proyectó espectacularmente sobre la política del momento, dada la categoría de sus protagonistas: Quinto Aurelio Símaco, ilustre representante de una familia senatorial de gran alcurnia, prefecto de la ciudad de Roma y portavoz electo del senado y San Ambrosio, el gran obispo de Milán, ciudad que era a la sazón cabeza real del imperio.
La disputa entre ellos, puesta en escena ante el emperador Valentiniano II en presencia de su consejo, se centró sobre la reiterada pretensión de la nobleza romana para que se restaurara el altar de la diosa Victoria, símbolo de la presencia oficial al máximo nivel —el foro romano— de la religión pagana.
El segundo, apenas unos años después, ya en los albores del siglo V, se produjo en la intimidad, pero tuvo una mayor incidencia en la vida de los afectados y se reflejó de una manera dramática en su obra literaria.
Hablaremos también de él porque es un ejemplo elocuente de cómo una aplicación consecuente de la fe a la conducta pudo perturbar y acabar con una relación amistosa entre dos cristianos, simplemente por el hecho de que uno de ellos —Paulino, el joven y prometedor alumno del maestro Ausonio— abandonó la carrera pública para dedicarse a llevar una vida dominada por un ascetismo monacal que con los años le llevaría al obispado de Nola (capítulo VII).
Estos dos ejemplos, en medio del irreversible proceso de cristianización de la sociedad, tipifican en cierto modo el ambiente general al que hizo frente S. Agustín cuando pretendió superar definitivamente la resistencia pagana en su monumental Ciudad de Dios, ya bien entrado el siglo V (capítulo VIII).
En esta obra el cristianismo se presenta como la fuerza moral que se apresta a informar, no sólo la religiosa, sino la vida pública en los siglos siguientes.
Y el orbis christianus que se impondrá a lo largo de toda la Edad Media, mantendrá en su literatura, concretamente en los llamados libros de Quaestiones, la experiencia adquirida a lo largo de la secular polémica con la cultura pagana. En ellos se da respuesta a las cuestiones planteadas por pasajes difíciles o hasta incomprensibles de las Sagradas Escrituras.
Nosotros nos detenemos en el momento, que puede calificarse de simbólico, en el que por un decreto de Justiniano en 529, fue clausurada la academia de Atenas, el último foco de cultura pagana (capítulo IX).
Pero, antes de iniciar la descripción de nuestro tema, es decir antes de analizar una por una las etapas de este debate secular, nos parece importante hacer al lector algunas advertencias orientativas.
Ante todo, ha quedado claro por lo que llevamos dicho que no vamos a hacer un repaso sistemático de la literatura apologética que fue surgiendo en el seno de la Iglesia y que es conocida y estudiada en los tratados de Teología.
Sin embargo, como es lógico, hablaremos de los oponentes cristianos —Orígenes contesta a Celso, Agustín a Porfirio y Cirilo de Alejandría a Juliano—, si bien son las fuentes paganas y sus argumentaciones, la perspectiva que tiene sobre todo en cuenta el enfoque de nuestra exposición.
A este respecto, es obligada una observación esencial: el texto original de esas obras adversas a la nueva religión se ha perdido, por lo que nuestro conocimiento de ellas es fragmentario y, en la mayoría de las ocasiones, como veremos, filtrado a través de sus oponentes cristianos. Nos encontramos, por utilizar una comparación ilustrativa, ante unas ruinas a las que es imposible restituir la coherencia y la armonía que seguramente no habrá faltado al edificio completo.
Esto no quita para que se pueda afirmar que los argumentos de estos autores no han dejado de ser esgrimidos una y otra vez en la discusión teológica a lo largo de los siglos, hasta el punto de poder afirmarse que cada vez que el racionalismo, liberal o totalitario, ha atacado o pretendido atacar la Revelación cristiana, los ha repetido, bien se haya tratado de discutir el sentido del texto revelado, como ha hecho una parte de la hermenéutica a partir de F. D. E. Schleiermacher, o bien de poner en tela de juicio la divinidad de Jesucristo, crítica retomada de Celso por H. S. Reimarus con su famosa distinción entre el Jesús de la Historia y el Cristo de la fe.
Todo el esfuerzo de estos primeros antagonistas de la religión cristiana se ha centrado en mostrar que Jesús no existió en la realidad, que su mito lo imaginó Pablo de Tarso, que sus palabras, sus milagros, no sólo son inverosímiles, sino perjudiciales para el hombre y que la vida de los cristianos es funesta para la sociedad. Han intentado mostrar, a traves de sus obras, la diversidad y la incompatibilidad del cristianismo con la religión tradicional, resaltando, con todo el aparato expresivo que ponía a su alcance la retórica —es decir, el arte de la palabra que domina por encima de todos los demás, incluso de la filosofía, toda la educación del mundo antiguo y del que se sirvieron sin excepción todos los protagonistas que son objeto de nuestro estudio—, las antítesis irreconciliables entre ambas concepciones de la religión: monoteísmo / politeísmo, milagros / fuerzas naturales, eternidad / vida terrena, totalitarismo / relativismo, exclusividad / tolerancia.
Al mismo tiempo han hecho todo lo posible por encontrar figuras o sistemas en los que realmente valga la pena creer, sean personajes mitológicos, como el héroe Hércules y el dios bienhechor de la humanidad Esculapio, hombres extraordinarios como Apolonio de Tirana y Apuleyo, pensadores como Pitágoras y Sócrates, o finalmente sistemas filosóficos como el platonismo, el estoicismo, el epicureismo, cuyo vivo resplandor, a su parecer, pone en la sombra la brillante aureola del Dios de Galilea.
No vamos a hacer por tanto una exposición de la fe, sino a través de la crítica a que fue sometida una y otra vez por sus detractores. Si aparece la Revelación misma, que es el objeto principal de la discusión, lo hace de la mano de sus adversarios, buena pare de cuyos argumentos continúan siendo utilizados en la actualidad. En este sentido, la moderna apología de la fe, podría ganar en contundencia y eficacia sólo con repetir aquello que entonces aportaron los primeros intelectuales cristianos, que por supuesto estaban dotados del mismo bagaje de formación y cultura que sus oponentes paganos. De ahí la perenne actualidad de la literatura patrística, que en buena parte pugna aún hoy día por conseguir el puesto que merece en la cultura tardoantigua, comenzando por una edición crítica de sus obras.
Por poner sólo un ejemplo, sigue siendo actual el modo cómo Orígenes responde a las cuestiones sobre el origen de la materia —concretamente, el cuerpo humano— y del mal, o cómo Cirilo de Alejandría defiende la libertad del hombre ante el ataque de Juliano a un Dios que prohíbe a su criatura la ciencia del bien y del mal en el Paraíso y reacciona con la ira y el castigo ante la trasgresión del mandato.
Cuando Orígenes polemiza contra Celso, el argumento decisivo que esgrime es que, con Cristo, no sólo el dios de los filósofos, impasible, que gobierna el mundo desde allá arriba, sin ningún contacto posible con la materia carnal y por tanto incapaz de encarnarse, ha superado ese abismo entre el ser supremo y su creación, sino que ha irrumpido definitivamente en la Historia «la Verdad en persona». Esta pretensión es ni más ni menos, el punto fundamental de la controversia que al cabo de dos milenios tiene planteada la teología cristiana en su diálogo con el mundo moderno.
Algo análogo cabe decir de los otros dos grandes enfrentamientos, salvando las oportunas distancias de época y talante de los respectivos antagonistas. Ante el ataque masivo de Porfirio, la Ciudad de Dios agustiniana presenta el espectáculo grandioso de una humanidad penetrada por la doctrina salvadora de Cristo y a Cirilo de Alejandría, apenas unos decenios tras la muerte de Juliano el Apóstata, le basta con constatar que no queda ni huella de su intento de acabar con los que el omnipotemte emperador despectivamente llamaba galileos.
El cristianismo surge en la historia, de una parte en un momento de paz universal, propiciada por la preponderancia romana en el mundo, pero de otra en el seno de una sociedad consciente de que esa tranquilidad se debía a la protección de los dioses, cuyo culto formaba parte de la vida oficial. Jesucristo nace en tiempos de Octavio Augusto (27 a. C.-14 d. C.), el primer Emperador.
Los dos primeros siglos de nuestra era presentan una fisonomía compacta y vigorosa, que tiene como telón de fondo una sucesión ininterrumpida de dinastías (Julio-Claudia, Flavia), a las que sigue la serie de emperadores por adopción, que incluye a Cómodo y llega hasta el 193 d. C.
En el s. III, sin embargo, con la irrupción de los caudillos militares, el imperio se hallaba sumido ya en un estado de desintegración, que no pudo ser frenado por los esfuerzos reorganizativos de emperadores de finales de siglo o principios del siguiente, como Diocleciano (284-305) o Constantino (306-337).
Es una época marcada por la crisis, tanto en la economía, sin una moneda sólida que garantizara las transacciones comerciales, como en el ejército, que cada vez necesitaba más efectivos, imposibles de encontrar entre los ciudadanos, por lo que se hacía cada vez más necesario recurrir a los bárbaros, reclutándolos ya fuera en bloque, a base de ganarse a los cabecillas de las tribus, ya individualmente.
Los primeros decenios de este siglo, entre la muerte de Marco Aurelio y la subida al trono de Decio, es decir, entre 180 y 249 d. C. el cristianismo vive una época de relativa calma, sin persecuciones abiertas y sistemáticas. Sin embargo, no por eso deja de ser éste un tiempo en el que el sentir público le era profundamente hostil.
Un reflejo del ambiente que reinaba entre los paganos aporta un pasaje del Apologético de Tertuliano, que data seguramente de los últimos años del s. II, desde luego de antes del 205, en que comienza la época montanista de su vida. Se trata de una descripción de lo que debía de pasar por entonces en la ciudad de Cartago:
«¿Qué decir de los que se entregan con semejante ceguera al odio de manera que no pueden conceder un testimonio favorable a un cristiano, sin reprocharle que lleve ese nombre? ¡Qué bueno es Cayo Seio! ¡Lástima que sea cristiano! O en otro caso: ¡De mi parte, me sorprende que Lucio Ticio, una persona tan inteligente, se haya hecho cristiano de repente!
¡Nadie se pregunta si Cayo no es una buena persona y Lucio un hombre inteligente, precisamente porque son cristianos! ¡O si no se han convertido precisamente porque el uno es bueno y el otro inteligente!
Algunos llegan incluso a pactar con este odio a expensas de sus propios intereses, felices del perjuicio que se causan, con tal de no tener en sus casas lo que detestan. Una mujer, por lo demás casta, es repudiada por su marido, que no tiene ningún motivo para estar celoso. Un hijo que se ha hecho dócil, es desheredado por su padre, que hasta ese momento lo aguantaba todo de él; un esclavo, que se ha transformado en servidor fiel, es expulsado fuera de la vista de su dueño, que hasta ese momento le trataba con dulzura. Desde el momento en que uno se mejora, tomando ese nombre, se vuelve odioso» (TERTULIANO, Apologético III 1-4).
Otro texto anónimo de la época, los Acta Petri, redactados en griego en Asia Menor a finales del s. II y conservados a través de fragmentos procedentes de diferentes versiones latinas, presenta la escena de un debate público, que tiene lugar en Roma. San Pedro comparece ante la comunidad cristiana con asistencia de senadores, prefectos y otros funcionarios imperiales. En ella se presenta Simón el mago, a quien Pedro desenmascara por sus malas artes y desafía a que repita sus milagros. Simón le responde:
«¿Tú tienes la osadía de hablar de Jesús de Nazaret, hijo de un artesano, artesano él mismo, cuya raza habita la Judea? Escucha, Pedro: Los romanos tienen sentido común; no son tontos». Y, volviéndose al pueblo, exclama: «Romanos, ¿puede nacer un Dios?, ¿puede ser crucificado? Quien tiene un dueño, no es Dios». Mientras él hablaba así, muchos decían: «Hablas bien, Simón» (Acta Petri VIII 23).
En esta época surge también la calumnia de que los cristianos adoran una cabeza de asno, mientras otros emplean una táctica menos virulenta, pero más eficaz. Fingen no hacer ningún reproche a la fides evangelica, incluso dan la impresión de creer en los escritos sagrados, pero su afán de polémica les lleva a discutir problemas difíciles y quizás incluso insolubles planteados por algunos pasajes, como la descripción de las tinieblas y terremotos que acompañaron a la crucifixión de Jesús, la hora de su muerte o la sucesión de las apariciones, tras su Resurrección.
Lo cierto parece que tanto el pueblo, por credulidad o por ignorancia, como las clases elevadas, por su identificación con la religión oficial, garantía de su posición de poder, culpan al cristianismo de ser la causa principal de la decadencia de Roma.
Mas, ¿en qué situación se encontraban estas últimas capas de la sociedad cuando las primeras generaciones de cristianos irrumpieron en la vida pública?
La clase senatorial estaba en franco declive, sin ninguna influencia en los asuntos de estado. De ahí que se fuera recluyendo en el campo, convirtiéndose en propietaria de grandes extensiones de terreno, en algunos casos en diversas provincias, de modo que con el tiempo se produjo una identificación entre senadores y grandes terratenientes.
Es precisamente a mediados de este siglo III cuando se editan las primeras medidas represivas sistemáticas de la autoridad imperial con respecto a los cristianos. Hasta entonces, tanto fuentes cristianas —Hechos de los Apóstoles XVI 16, Tesalonicenses XVII 5 ss.—, como paganas —por ejemplo, la correspondencia entre Plinio el Joven y Trajano, de la que hablaremos más adelante— muestran que las raíces de las persecuciones hay que buscarlas más en actitudes de determinadas personas que en las disposiciones legales.
Decio (249-251), en efecto, fue el primer emperador que, con un decreto del año 250, según el cual todos los habitantes del imperio debían ofrecer públicamente sacrificios a los dioses, desencadenó la primera de las grandes persecuciones finales a las que tuvo que hacer frente la Iglesia en esta época.
Una vez superadas estas enormes tribulaciones, con la muerte de Diocleciano en 305, quizás el rasgo fundamental del s. IV es la emergencia de una Iglesia cuya competencia organizativa muestra una fuerza tal que está en condiciones de desempeñar un papel social e incluso político superior al de las instituciones imperiales. La cabeza del estado no es ya aquél que al mismo tiempo desempeña el oficio de pontifex maximus pagano, sino el fiel cristiano que, a partir de Constantino, con algunas interrupciones, está intra, no supra Ecclesiae, y por tanto sometido a la autoridad de su obispo, como lo demuestra el caso clamoroso del obispo Ambrosio de Milán y el emperador Teodosio en la Navidad de 390.
No tiene, por tanto, nada de extraño que abrazar la fe resulte cada vez más atractivo para personas cultas y deseosas de seguir ejerciendo su influjo en el curso de la historia. Tanto más si se tiene en cuenta que la nueva fe brindaba acogida en este mundo a pobres y ricos, patricios y plebeyos, cultos e ignorantes, a la vez que les prometía una vida mejor más allá de este mundo.
En ese caso se encontraban esas familias de terratenientes a las que aludimos más arriba, que monopolizaban no sólo la tierra sino también la cultura, de modo que a la vez que administraban sus bienes estudiaban retórica y componían literatura. En este tiempo, muchas de ellas fueron convirtiéndose al cristianismo y, penetrando en los cuadros de la jerarquía, desempeñaron cada vez más un papel importante en los asuntos de la Iglesia.
En este momento el aparato administrativo del imperio no estaba en condiciones de competir con ella, incluso puede decirse que un hombre podía incluso escapar a la autoridad civil, si se acogía a la eclesiástica. Pongamos por ejemplo a Ambrosio, Jerónimo, Hilario de Poitiers, Agustín en Occidente, y Atanasio, Juan Crisóstomo, Gregorio Nacianceno y Basilio de Cesarea en el ámbito del imperio oriental. Todos ellos son personalidades de una talla que era imposible encontrar entre los emperadores, quizás con excepción de Juliano.
En efecto, combinaban el conocimiento de la teología cristiana con la filosofía pagana, la habilidad en los asuntos políticos con la convicción en los valores morales. Esas personas podían haber sido perfectamente generales, gobernadores de provincias, consejeros del emperador, pero se ocuparon de otros asuntos y con su ejemplo y sus enseñanzas lograron no sólo instruir al pueblo, sino convencerle de que sus esfuerzos debían dirigirse a dar limosnas, construir iglesias, o aspirar a la vida monástica.
A partir de todas estas premisas es lícito concluir que lo mismo que se pudo poner el cristianismo con la ruina del imperio romano en una relación de causa a efecto, también sería lícito afirmar con razón que el éxito de la Iglesia se debió en buena parte a la decadencia de las estructuras civiles del imperio. Lo cierto es que ya desde esa época, fueron ante todo estos obispos quienes promovieron y controlaron instituciones caritativas —bien conocido es el caso de Ambrosio de Milán—, e incluso organizaron la resistencia armada contra los bárbaros, cuando no era posible obtener la protección del ejército imperial, como debió hacer Sidonio Apolinar en la Galia de la segunda mitad del siglo V.
Completa el cuadro favorable al encumbramiento del cristianismo la serie de medidas que fueron surgiendo a partir de Constantino y le favorecieron hasta culminar con las leyes de Teodosio de 391-392, por las que los cultos paganos cayeron en la ilegalidad, mientras los sacerdotes católicos recibieron privilegios, incluso el de ser juzgados por sus propios obispos en caso de cometer acciones criminales.
Podría decirse que de las divisiones internas y hasta de las herejías sacaba fuerzas la Iglesia para afirmar su vitalidad y su movilidad frente al poder civil, como había hecho con las persecuciones de los siglos anteriores. Además, el monaquismo, que se introdujo en Occidente en la segunda parte del s. IV, desempeñó un papel de primera importancia en la penetración del cristianismo, tanto en la ciudad como en el campo.
De otra parte, la irrupción de los pueblos germanos en los territorios colonizados por Roma, que ya pronto constituyó un fenómeno imparable, hizo cambiar el aspecto de la confrontación entre imperio y cristianismo. Para ambos constituía un desafío la convivencia con la nueva situación, pero fue la Iglesia la que se adaptó mejor a ella, sobre todo en Occidente, donde el imperio tenía mucho menos fuerza en sí mismo, de una parte por falta de soldados y de otra por las deficiencias de la administración central. Éstas eran en efecto una fuente de insatisfacción para las provincias, en las que, como hemos apuntado, se propagaba la acumulación de riquezas en pocas familias y la decadencia de la vida en las ciudades.
Lo cierto es que la Iglesia estuvo pronto dispuesta a convivir e incluso a colaborar con los nuevos señores germanos, emprendiendo la tarea de su conversión en miembros de la comunidad creyente. En este sentido, apenas cuenta el hecho de que estuviera dividida, o en su propio seno hubiera herejías; se pasó, con diferencias en cada una de las provincias, de convivir con un estado moribundo, a un trato habitual con los bárbaros en condiciones de superioridad cultural.
Ambos procesos, romanización y cristianización de esos pueblos, corrieron paralelos y fueron contemporáneos. Éste es un rasgo esencial del período comprendido entre Constantino y Justiniano (527-565) y produjo, si no la salvación del imperio de Occidente, al menos la de muchos rasgos de la civilización romana.
La superioridad de la organización interna entre los cristianos frente a los paganos, en cuanto a dinamismo y eficiencia, fue evidente a lo largo del s. IV y tiene su manifestación más conmovedora en la admiración que llevó a Juliano a intentar plagiar en su nueva iglesia pagana muchos rasgos de lo que él había visto funcionar en su juventud entre los cristianos.
Otra cuestión diferente es valorar el grado de penetración de la fe cristiana en cada una de las dos partes en que se había dividido el imperio y en la sociedad.
Es verdad que antes de la conversión de Constantino, había ya en Occidente cristianos senadores, soldados y profesores, pero es también cierto que al final del s. III el cristianismo era mucho más fuerte en la parte oriental. Esto era debido, sobre todo, al hecho de que de una parte el cristianismo había surgido en una provincia oriental y sus primeros predicadores hablaban griego y de otra a que los primeros prosélitos eran, o bien judíos, o bien colonias de emigrantes griegos.
En el norte de África, las primeras comunidades latinas, concretamente en Cartago, aparecen a finales del s. II, mientras en Roma se continúa utilizando el griego durante el s. III, como demuestran los epitafios de esa época en los sepulcros de los Papas. Son dos detalles, marginales si se quiere, pero significativos del peso de sus orígenes en la primera expansión del cristianismo.
De otra parte, hasta el s. IV, el fenómeno de la conversión es prevalentemente urbano, en parte como consecuencia de los métodos de reclutamiento que se habían utilizado: los apóstoles viajaban de ciudad en ciudad y las comunidades por ellos fundadas no se extendían a los alrededores. Existía un problema de comunicación entre ambos medios y buena parte de los campesinos no hablaban ninguna de las dos lenguas de cultura y seguían utilizando el copto, el siríaco, el tracio, el celta o las lenguas bereberes. Además, los campesinos son más conservadores en su forma de pensar y tenían por tanto más dificultades para adoptar nuevas formas de religión.
La validez de esta generalización es compatible con algunos testimonios, como el de Plinio el Joven (Epístola X 96, 9b), quien ya durante el reinado de Trajano, es decir, aún dentro del s. I, podía afirmar con asombro que la superstición había alcanzado no sólo las ciudades sino también regiones agrícolas.
También en grandes extensiones de África, incluido Egipto, a finales del s. III el cristianismo es rural. Esto se nota en la época de la crisis interna provocada por la herejía donatista, así como en la de las grandes persecuciones, con un gran número de mártires y confesores que proceden de ese medio. Por el contrario, en la Galia —la vida de S. Martín de Tours— y en Constantinopla —los sermones de Juan Crisóstomo en los que exhorta a los grandes terratenientes a que se preocupen por la formación espiritual de sus colonos— el cristianismo es sobre todo un fenómeno urbano.
En general, puede afirmarse que el cristianismo había hecho pocos progresos entre la aristocracia y entre las clases superiores —pedagogos, filósofos— que tenían un elevado grado de educación. En efecto, al principio la fe era poco comprensible, sin una explicación intelectual que la hiciera convincente. Los cristianos tenían miedo y aversión a los dioses paganos, que veían como demonios malos y activos, cuyo contacto resultaba peligroso. Para ellos, el paganismo, es decir la cultura clásica, era rechazable in toto y su estudio equivalía a jugar con fuego.
No se puede negar que en el s. III, e incluso en el II, hubo ya cristianos cultos que pretendieron acomodar su fe a la cultura tradicional, e incluso, como veremos a lo largo de estas páginas, lograron apoderarse del helenismo para cristianizarlo, pero el sentimiento general era que ambos eran incompatibles. Es significativa la famosa visión de S. Jerónimo, relatada por el mismo santo (Epístola XXII 30), en la que comparece ante el juez divino, quien le reprocha que seguía siendo más ciceroniano que cristiano y todavía a finales del s. VI, el papa Gregorio Magno reprocha al obispo de Vienne que enseñe gramática, porque «una sola boca no puede pronunciar las alabanzas de Cristo y las de Júpiter»(Epístola XI 34). Este sentimiento debió de ser aún más fuerte en los cuatro siglos anteriores, a pesar de los esfuerzos de los Padres de la Iglesia por aproximar ambos mundos.
Los libros sagrados estaban escritos o traducidos en un lenguaje poco cultivado, en un griego o latín que hería la sensibilidad literaria de quienes estaban acostumbrados a Menandro el cómico y Demóstenes, a Terencio y Cicerón. Es difícil hacerse cargo hoy día de la gravedad de un obstáculo de este tipo, en primer lugar porque contamos con versiones cultas de la Biblia y además porque no somos conscientes de la importancia de la retórica en todo el mundo antiguo, en el que más importante que el contenido era la forma de un texto. En el mismo pasaje de la epístola citada más arriba, S. Jerónimo reconoce que cuando ha leído a Plauto, los profetas hebreos le resultan poco atractivos.
Cuando Juliano, en su famoso decreto del 17 de junio de 362, prohíbe a los cristianos enseñar a los clásicos en la escuela y les manda recluirse en sus iglesias para exponer allí a Mateo y Lucas, Apolinar de Laodicea aprovecha esa oportunidad. Pero siente que las Escrituras sagradas no están en condiciones de ser vehículos de educación y procede a transcribirlas como poemas épicos, tragedias griegas o diálogos platónicos.
Para miembros de la aristocracia senatorial existía aún otro obstáculo. Siendo herederos de la nobleza republicana y desempeñando las más altas magistraturas, incluidas las sacerdotales, se sentían guardianes de las antiguas tradiciones de Roma. La urbe había llegado a ser señora del mundo bajo la protección de los dioses, sus ritos habían rechazado una y mil veces a sus enemigos y era lógico que les costara creer que Júpiter Optimus Maximus era un demonio maligno, como pretendían los cristianos.
En medio de estas condiciones adversas es muy difícil precisar hasta qué punto el cristianismo había penetrado en las clases superiores a principios del s. IV. El edicto de Valeriano de 257 por el que desaparecían las penas impuestas a senadores y equites que rechazaban el culto al emperador, demuestra que ya en aquella época había algunos cristianos de estas clases. Los cánones del concilio de Elvira (Illiberis), en los primeros años del s. IV, imponiendo penas a quienes asistían a cultos o a juegos paganos, son un índice de que no serían pocos los cristianos que formaban parte de la clase curial en España.
Sin embargo, puede decirse que eran una minoría y que las familias senatoriales permanecieron paganas durante la mayor parte del s. IV. El grueso de los creyentes hay que ir a buscarlo entre las clases medias e inferiores de las ciudades: obreros manuales, tenderos y mercaderes. Es significativo que Cícico, una ciudad de la Propóntide, en Misia —es decir, su gobierno— enviase una delegación oficial a Juliano para pedirle la restauración de sus templos, mientras que el obispo de la misma, Eleusio, que los había destruido, era apoyado por los obreros de la mina local.
Tampoco en este punto se puede generalizar, porque había grandes diferencias entre unas provincias y otras, unas ciudades y otras: en Mesopotamia, Edesa era cristiana en el s. III, mientras Carras permanecía pagana, incluso hasta después de la conquista árabe. Palestina era una región cristiana en su mayor parte en el s. IV, pero en Gaza la comunidad de los fieles era todavía reducida cuando Porfirio fue nombrado obispo en 395 y los templos, a pesar de las leyes penales promulgadas por Teodosio, estaban aún abiertos y en ellos se celebraban abiertamente cultos paganos.
Son escasos los testimonios de violencia por parte de los campesinos ante la destrucción de sus santuarios, pero el proceso de cristianización del medio rural fue tan lento, que aún en el s. VI no se había llevado a término.
Un panorama análogo presentaba el ejército, donde había cristianos entre los legionarios y decuriones más humildes. En él parece haber jugado un papel decisivo la obediencia y la disciplina, más que la fe: así se explica que las tropas siguieran con la misma decisión a Constantino y sus hijos paganos, como a Juliano y sus sucesores cristianos. La explicación podría radicar en el hecho de que el soldado se encuentra desarraigado y fácilmente se adapta al ambiente que domina en su nuevo medio. A finales del s. IV y principios del V, hay aún algunos caudillos, como el franco Arbogasto y los godos Fravito y Generido, que mantienen su fe pagana, pero la nota general, impuesta por los emperadores, es cada vez más cristiana. Es significativo que cuando Arcadio tiene que emplear la fuerza para arrestar a S. Juan Crisóstomo, utilice un grupo de soldados tracios, recién reclutados y por tanto aún paganos.
Tampoco hay que olvidar que la clase superior de los senadores se había abierto con el paso del tiempo a personas de todos los estratos sociales, algunos incluso de la extracción más baja, que habían hecho méritos como caballeros, encuadrados dentro de los oficios administrativos de la corte imperial. Entre esas personas había muchos cristianos, hasta el punto de que puede afirmarse que el senado de Constantinopla fue, desde su creación por Constantino y aún más desde la ampliación de Constancio II, cristiano en su mayoría. Esta situación se refleja en el tono en que el emperador Juliano se dirige a él en su primera comparecencia, en la que no alude para nada a su propia actitud, ya claramente opuesta al cristianismo.
Por el contrario, en Occidente las viejas familias permanecieron paganas y hasta el final del s. IV dominaron el senado y en general el tenor de la sociedad romana, como muestran las peticiones que se presentaron a Graciano y Valentiniano II por parte de Símaco a fin de que restauraran el altar de la Victoria y el sacerdocio pagano. Es significativo que sólo dos años más tarde, el papa Dámaso sería capaz de organizar una petición de senadores cristianos en protesta por esa iniciativa. Se ha llamado la atención sobre el hecho de que pasara tanto tiempo, para intentar demostrar, o bien que los senadores cristianos estaban en minoría o que en su mayor parte procedían de las capas más humildes de ese orden social. En cualquier caso, da la impresión de que, cuando Ambrosio en 384 (Epístola 27, 9-11) escribía que la curia estaba formada en su mayoría por cristianos, sin duda exageraba.
Estamos pues ante dos evoluciones diferentes en Oriente y en Occidente. En el primero, la oposición pagana no fue nunca una fuerza política seria, sino más bien académica, en el peor sentido de la palabra: profesores, intelectuales que no supieron o no pudieron constituir un movimiento organizado y eficaz. En el segundo, no es que fuera más eficiente, pero aquí hubo que tomar más en serio las objeciones de la aristocracia romana. En efecto, aún en 393, casi diez años después del gran debate del que hablaremos entre s. Ambrosio y Símaco, y aunque fuera por un corto espacio de tiempo, el usurpador Eugenio, emperador por gracia de Arbogasto y un cristiano, si bien no fervoroso, accedió a reconstruir el debatido altar de la Victoria y los sueños de restauración del culto pagano parecieron poder cumplirse.
Por todo lo anterior, puede decirse que el triunfo del cristianismo fue un factor importante en los cambios sociales de los s. III y IV. Sin embargo, hay que observar que cuando Constantino se convirtió se aventuró en una empresa arriesgada. Por entonces, los cristianos estaban aún en una franca minoría, constituida por clases política y militarmente insignificantes: el ejército era pagano, y pagano era el senado así como todo el aparato administrativo del Imperio. Aún cincuenta años más tarde, en tiempos de Juliano, se calcula que la pagana constituía hacia el sesenta por ciento de la población del imperio occidental.
Esta es una realidad que hace pensar que la conversión de Constantino fue motivada por razones religiosas, no políticas, y que él mismo se consideraba realmente el instrumento de un Dios, más poderoso que los ancianos dioses paganos.
Él y sus sucesores fueron creando una nueva aristocracia, la de los funcionarios y empleados de palacio, que se reclutaba de todas las esferas sociales y que resultaba más dócil a la voluntad del emperador y a su política religiosa. Constantino mismo llamó a muchos cristianos a desempeñar estos puestos de servicio en palacio, como asegura Eusebio de Cesarea en su biografía. Así empezó un proceso que llevó en el s. V al destierro de los paganos de la corte imperial. Esto tenía naturalmente el inconveniente de que se produjeran conversiones interesadas, pero no cabe duda de que ambos fenómenos —la paulatina conversión al cristianismo y el cambio estructural de la sociedad— fueron paralelos.
La descripción de este panorama, necesariamente complejo y seguramente susceptible de precisiones y matices, nos permite adentrarnos en los pormenores de la historia de la reacción pagana ante la extensión del cristianismo.