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prólogo








off the record Ludwik Margules me platica uno de los cuentos jasídicos que formaba parte de su espectáculo Había una vez una tonada: en Ucrania, cuando todavía había judíos en Ucrania, siglo XIX quizás, un estudioso de las escrituras sagradas, hombre consagrado a esta tarea, escuchó que en un pueblo vecino existía un hombre justo. Entonces se dirigió al lugar a buscarlo, pero nadie sabía de la existencia de este hombre justo. Estando ahí en el pueblo buscó albergue y lo recibió en la casa del carbonero, que tampoco sabía del hombre justo. Pasaron dos o tres días en casa del carbonero y el hombre escuchaba todas las noches un ruido muy extraño. Después de dos o tres noches escuchando aquel ruido, este estudioso de la Biblia subió a buscar de dónde provenía y encontró al carbonero comiendo en una bandeja, como una jofaina o una cosa así llena de unas bolas de papa, especie de ñoquis, y el ruido que hacían estas bolas de papa al salpicar en el agua era el ruido que el hombre escuchaba. Y así siguió todos los días. Después de varios días el hombre preguntó: “¿Por qué come tanto?” y entonces el carbonero contó su propia historia: “Mi padre —dijo el carbonero— era un hombre muy pequeñito, muy delgado. Un día salí a caminar con él por el bosque y encontramos una patrulla de cosacos. Después de estarnos vejando, molestando, golpeando uno de los cosacos tomó una cruz y pidió a mi padre que la besara y mi padre se negó. Mi padre se negó a besarla y otra vez el cosaco insistió en que besara la cruz y mi padre dijo ‘Yo no voy a besar esa cruz’ y así siguieron hasta que los cosacos tomaron a mi padre, lo amarraron a un árbol y lo quemaron. Y mi padre produjo una flama muy pequeña, una flamita apenas porque era un hombre muy pequeño. Por eso —añadió el carbonero— como tanto. Para que cuando arda provoque una gran flama”.

La parábola, mucho más que la biografía, ayuda a comprender al personaje, pues nada más lejano a Ludwik Margules que la idea realista, trasladada por Stanislavski al teatro, de que el conjunto de detalles biográficos es capaz de explicar por completo al individuo. ¿Dónde quedarían entonces la imaginación, la voluntad, el proyecto de sí mismo? ¿Dónde el misterio que nos mantiene fascinados por todo aquello que está vivo?

Como el carbonero del cuento, Ludwik Margules es un testigo y un sobreviviente que jamás desperdició algo que lo nutriera. Este “perfecto mestizo cultural” (según se define a sí mismo) ha devorado la extraordinaria experiencia de su vida, las lecciones de una historia que vivió en carne propia, y ha forjado con su apetito proverbial la largueza de su cultura, para reconvertirlas, una y otra vez, en la llama abrasadora de su teatro.

Cierto, el recuento de su vida permite ver cómo la infancia en los campos de refugiados y la vivencia del socialismo real, la persecución y el exilio, fortalecieron al hombre y encendieron la furia del artista; cómo la sólida formación intelectual —típicamente centroeuropea— avivó su lucidez, y cómo México, amén de una gran mujer y dos hijas, le dio el oficio.

Pero si algo hay que aprender de este hombre y de su teatro es el carácter paradójico de todo acto humano, el rasgo insólito de un comportamiento que desafía todo sentido mecánico, el contraste entre la certidumbre de su pesimismo y su capacidad de sorpresa cuando se planta frente al gozo de la vida.

En alguna ocasión, sentados a la mesa con una amiga alemana con quien se regocijaba hablando en ruso, Ludwik recordó sus días en Hamburgo en tránsito hacia México: “Cuando los marineros alemanes me mostraron en son de víctimas su ciudad en ruinas, yo contesté herido: Ich comme aus Warschau (‘Yo vengo de Varsovia’), e inmediatamente me sentí muy mal por sostener actitudes de revancha”. El incidente deja ver, desde entonces, una de las características esenciales de su carácter: la lucha por el dominio de sí, una lucha sin concesiones, y la marcha hacia adelante.

Ese mismo rasgo prevaleció en la larga conversación que da cuerpo a este libro: más de treinta horas de grabaciones que recogen otras tantas sesiones realizadas en el lapso de un año y entre dos estancias de Ludwik Margules en el hospital. Con la sensibilidad en un punto de algidez, Ludwik se negó, como es su costumbre, a detallar su esfera de lo privado (“pues a nadie le interesa mi folclore personal”). Y, sin embargo, nuestras conversaciones —precedidas por unos desayunos a la altura de su generosidad y sus excesos— alcanzaron una intimidad que debo agradecer como mi privilegio exclusivo.

Es por ello que, a pesar de haber alterado el orden y el ritmo de la conversación editándola, he procurado mantener en el libro el tono “hablado”, la sintaxis específica de Ludwik, sus reiteraciones enfáticas y su muy peculiar manejo de las palabras, particularmente los tiempos verbales y las preposiciones. Faltan aquí, desde luego, el acento tan característico del hombre, el ritmo pausado con el que, a la vez que articula sus ideas, elige la palabra idónea, las risas (mías generalmente) y los momentos entrañables en que la voz se rompe ahogada por la connotación emotiva de aquello que relata y donde, una vez más, entra en juego el dominio de sí, pues entregarse al sentimiento “quitaría dignidad a mi argumentación”.

Por lo demás, el carácter hablado de este libro busca también hacer homenaje a un conversador insuperable, porque Ludwik Margules —artista en cada acto de su vida— todo lo convierte en literatura, en un universo lingüístico e imaginativo que tan pronto se eleva por medio de la sorprendente metáfora como cae hecho añicos por su brutal sentido del humor.

Aun cuando el interlocutor de Margules se ha reducido aquí a unas cuantas alusiones a mi persona, el disfrute de esta experiencia que pasa por echar a andar la memoria, la revisión de la obra a la luz de su íntima relación con la vida y el descubrimiento o redescubrimiento de sí mismo, ha sido plenamente compartido. “Ahora que lo formulas así, entiendo que...” fue una frase recurrente que iluminó nuestras sesiones de trabajo.

Con el derecho que ese proceso me otorga, me he permitido citar el relato que Ludwik me platicó off the record, así como añadir un acontecimiento de su vida que también compartí y el cual no quiso él relatar. Me refiero a la muerte de su esposa Lydia, que coincidió con el proceso de montaje de Antígona en Nueva York, en 1998.

Esa tarde habíamos invitado a los alumnos del Foro Teatro Contemporáneo y a unas cuantas personas cercanas a presenciar el ensayo en el Teatro Julio Prieto. Por la mañana, cuando me enteré que Lydia había fallecido, me dirigí a su casa y ahí estuvimos algunos de sus amigos acompañando a Ludwik y sus hijas. Cerca del mediodía me preguntó: “¿Me llevas al ensayo?” Y no dejó lugar para la respuesta. El clima del ensayo era eléctrico, las continuas alusiones al entierro (Antígona al fin), al derecho de todo ser humano a una muerte y un sepelio dignos, erizaban la piel de quienes mirábamos a Ludwik Margules disponer la escena sin inmutarse. La obra corrió en el estado en que se hallaba, sin contratiempos ni sorpresas. Cuando terminó el ensayo los jóvenes estudiantes del Foro dieron a Ludwik un fortísimo aplauso lleno de cariño y conmoción que debe añadirse a las “lecciones de ética” que él mismo ha evocado en las páginas de este libro.

Finalmente, no quisiera terminar esta presentación a un recorrido por la biografía, la obra y el pensamiento de Ludwik Margules sin mencionar aquello que más aprecio en él y que me ha llevado a estar cerca suyo los últimos veinte años. Ludwik Margules es sin duda uno de los más grandes artistas teatrales mexicanos, y lo es por las características que he mencionado (lucidez intelectual y furia interna, rigor consigo y con los otros, profundidad y agudeza, inteligencia y humor implacables); pero, ante todo, Ludwik Margules es un ser humano de infinita riqueza. Pese a todas las adversidades, es la encarnación misma de la vitalidad, la capacidad de cambio y apertura, de la permanente sorpresa. Despiadado y profundamente generoso, “Ludwik es el mejor amigo en los nacimientos, las bodas, las enfermedades y las muertes”, como me dijo alguna vez un amigo común. Sabedor de la inevitabilidad de la desgracia, se aferra a la vida y celebra como un momento de triunfo el hecho mismo de mantenerse “en batalla”.



Rodolfo Obregón



presentación a la segunda edición








cuando conocí a Ludwik Margules, a principios de los años ochenta, como director del Centro Universitario de Teatro, me platicaba con frecuencia sus planes de llevar a escena Noche de Reyes. Unos diez años después, en el comedor de su casa, me mostró una carpeta de dirección que contenía un extenso análisis de la obra y sus personajes; estaba listo para llevarla a cabo. Al comenzar el siglo XXI, en los últimos tiempos del Foro Teatro Contemporáneo, Ludwik me repitió decidido: “Este año no se me va sin poner Noche de Reyes”. Y cuando —al tiempo que rematábamos este libro— fue diagnosticado con el cáncer que terminó su vida, Margules se levantó y llevó finalmente a escena la obra shakespeariana; apoyado en su bastón, vio todas y cada una de las funciones, y al concluir la temporada se retiró a su casa a esperar lo inevitable.

La noticia me tomó fuera de México, pero su impacto real sucedió al entrar unos días después al Memorial del Holocausto en Berlín. Tras las imágenes de familias arrancadas de sus hogares, de niños en presencia de la gran atrocidad, venían las cifras de judíos muertos por país. Cuando leí: “Polonia: tres millones”, el dolor por la muerte de mi gran amigo se me vino todo de golpe.

Ambas anécdotas, amén de redondear la crónica de una vida contenida en estas Memorias, pretenden ilustrar la condición extraordinaria de Ludwik Margules como un hombre que vivió en carne propia la gran historia de su siglo y como ejemplo paradigmático de la figura central del teatro durante el mismo periodo: el director de escena. El cruce de ambas: el desarrollo de una conciencia desencantada de la humanidad y la fe en la escena como universo autónomo, como único espacio de resistencia y máxima expresión de lucidez.


Han pasado doce años desde la aparición de este libro y diez de la desaparición del hombre que lo habita. Y a la distancia se perfilan ya tanto la trascendencia de su obra como los cambios en esa mancuerna que anudó el sentido de su existir: mundo y teatro.

La histórica división del poder bipolar que marcó su tiempo y determinó el núcleo de su obsesión creadora se siente cada día más lejana; en cambio, los conflictos del mundo actual parecen estar muy cercanos a ese fascismo cotidiano que Margules abordó también, en obras como las de Pinter; las nuevas amenazas del orden internacional vinieron a confirmar el brillante planteamiento desarrollado en su versión de Los justos, el de aquellos “hombres consagrados a encontrar la eternidad por vía del terror” —según el decir de uno de sus más agudos críticos— y el de un poder que responde a ellas sin el más mínimo reparo ético o legal. En ese mismo sentido, y a la luz de lo que sucede actualmente en su país de adopción, la visión expresada por Margules en su puesta en escena del Don Juan de Molière —calificada unánimemente como un fracaso— preveía ya la brutal espiral de violencia disparada justo al tiempo de su muerte por un Estado mexicano sin otra lógica que aquella machista de la fuerza y la conservación de los privilegios de clase.

En esas escenificaciones que hoy se antojan proféticas o se valoran cabalmente aparecen las virtudes de un método: la confrontación de dos épocas que, apoyada en el instinto de viejo lobo, permitieron al director encontrar la esencia de un comportamiento que se repite al tiempo que subrayaba sus diferencias. Esa historicidad que lo acerca como a ningún otro director mexicano a la astucia brechtiana para desentrañar una verdad compleja y exponerla sobre un escenario.

Pero el paso del tiempo también ha marcado una tendencia y, sobre todo, una conciencia democratizadora, en nuestro país como en muchos otros, que reveló entre otras cosas la naturaleza autoritaria de la puesta en escena (en su sentido originario, condicionada a la expresión de un pensamiento único), su peso abrumador en las formas de la enseñanza actoral y las relaciones que el arte del teatro —no más un universo autónomo— sostiene con el poder. Si bien el carácter anárquico de Ludwik Margules matizó siempre su ejercicio pedagógico y evitó que quedara enredado, como otros creadores de su generación, en las ancestrales estructuras caciquiles de nuestra política cultural, es curioso que su agudeza crítica y su álgida sensibilidad frente a todo atisbo de autoritarismo no haya reparado siquiera en la verticalidad y la jerarquización de la puesta en escena, donde anida ese germen totalitario que la identifica con el siglo de su nacimiento y plenitud. Contradicciones que humanizan al personaje y lo muestran también como hombre de su tiempo.

En esa medida, los años transcurridos desde la primera edición de este libro han marcado la desaparición paulatina de su generación, y, en su manera de entender la escena, una diferencia rotunda con las generaciones hoy activas en el teatro, que sólo supieron de sus antecesores por medio de anécdotas o mitos.

De manera consciente o no, buena parte de esos nuevos hacedores tiene una deuda importante con las aportaciones escénicas de Margules, particularmente con la última etapa de su teatro, cuando literalmente puso a la representación contra la pared, abriendo el camino para una escena liberada de la tiranía del drama. De manera inevitable, dada la naturaleza efímera del teatro, con él parece haberse perdido la complejidad en el arte del actor, su compromiso con la materia escénica llevado a una dimensión existencial.

Al igual que en el caso de otros creadores con los que Margules compartió sobre los escenarios, la ausencia de “grandes maestros” hace posible la libertad y la diversidad de la escena mexicana actual. Algo que se celebra tanto como se echa de menos su sentido de pertenencia a una visión específica del teatro, la capacidad crítica vuelta autoexigencia, la radicalidad en sus visiones del mundo y el escenario, sus enseñanzas, que en el caso concreto de Ludwik Margules desbordaban siempre la transmisión de un saber para implantarse como una inigualable lección de vida. Una lección que se actualiza en parte, para quienes no tuvieron la fortuna de estar ahí, en el trayecto de estas páginas.


Para esta segunda edición de sus Memorias hemos respetado íntegramente la voz del protagonista y la edición original del material grabado; hemos reducido nuestra intervención a las correcciones necesarias y la actualización de datos en la cronología. Y añadimos con enorme gusto un breve epílogo o colofón de su hija Lydia Margules, que sintetiza de manera entrañable las características que distinguieron a Ludwik Margules y el sentir que nos deja su ausencia.



Rodolfo Obregón



I








Llegué a México yo creo el 1 de junio de 1957, después de casi un mes de navegación desde Hamburgo, donde tomamos un barco semicarguero al que estuvimos esperando tres semanas, hospedados en un hogar de marineros a unos kilómetros de Hamburgo. La travesía duró casi un mes, era un semicarguero con un reducido número de camarotes para pasajeros. Veníamos mi madre, mi padre, mi hermano y yo. De toda la familia yo sigo viviendo, los tres ya se han muerto.

Yo tenía alguna idea de México todavía en Polonia, porque estudié periodismo internacional en la Facultad de Periodismo, en la Universidad de Varsovia; tenía la idea de un país liberal, de un país que hizo una revolución, y hasta ahí llegaban mis conocimientos. No conocía el idioma ni el clima y de hecho me sería muy difícil decir por qué vine a México, creo que fue obra de la casualidad. Quizás la pregunta idónea sería ¿por qué me quedé en México?


Habíamos decidido salir de Polonia, en Europa no nos quisimos quedar porque temíamos la tercera guerra, en Estados Unidos no pensábamos, en Israel había demasiado judío; entonces acaso aprovechamos la oportunidad y la mano que nos tendió la familia que vivía en México: mis tíos por parte de mi madre.

Mis padres tuvieron que huir del comunismo que abrazaron desde 1925, por ser demasiado comunistas, por no querer aceptar una visión pragmática que significaba, por una parte, el culto al imperio ruso y, por otra, un comunismo que en su aspecto de explotación de la gente era peor que cualquier capitalismo. Por las mismas razones mi padre fue a dar a la cárcel en Rusia. Mi padre estuvo en la cárcel por comunista en Polonia antes de la guerra, cárcel de la cual salió fortificado, mientras que de la cárcel rusa mi padre salió como un ser deshecho. Tenía miedo hasta que murió. Hasta los últimos días de su vida tenía miedo de que iban a venir por él otra vez, hasta aquí a México. Mi padre era un hombre conflicto, un hombre que estaba conflictuado consigo mismo y un hombre que ya traía conflictos. Probablemente, intentando ver bien desde una perspectiva de años, él —en paz descanse— nunca se dio cuenta de que tenía una sensibilidad artística, nunca ejerció el arte y era un artista sin saberlo. El hecho es que no pudo con su alma, no pudo con el exilio, vivía en México aislado de todos. Por otra parte, buscaba el aislamiento, aunque no se había aceptado: un verdadero exilio y un verdadero infierno. Mi madre era más racional. Mi madre era un ser bondadoso. Mis padres, ante todo mi madre, eran puritanos, seres rectos, implacables consigo mismos y con todos los que los rodeaban, fanáticos religiosos, creyentes alucinados que sustituyeron la religión de sus antepasados por la religión en el comunismo; eran comunistas creyentes que abjuraron del comunismo. La ruptura se dio a fines de los años cuarenta y principios de los cincuenta.

Mi madre era una persona bondadosa, racionalista, que vivía una vida llena de avatares al lado de un ser que recordaba a veces, en su falta de higiene emocional, a un salvaje temible que rompía todos los límites, que transgredía todos los límites de comportamiento. Mis padres se amaban mucho y no podían vivir consigo. Su vida, llena de amor y sacrificios por los hijos, y del uno por el otro, constituía un infierno, un infierno en la tierra. No podían vivir juntos y no podían estar el uno sin el otro. Era uno de esos amores en el borde, en el borde del comportamiento humano. Yo creo que heredé la sensibilidad de mi padre y el escepticismo hacia la gente y hacia la vida de ambos. Mi padre, éticamente, pudo romper con el comunismo, pudo romper con su patria. Emocionalmente no, lo mató el exilio. Mi madre vivió veinte años después de la muerte de mi padre. Ambos eran grandes lectores, mi madre se pasó los últimos veinte años de su vida leyendo, desde la mañana hasta la noche. Y ambos se pasaron la vida, mientras estuvieron en México —desde 1957, mi padre hasta el 69, mi madre hasta el 96—, viviendo en Varsovia. A través de sus lecturas, a través de su actitud, siguieron viviendo en Polonia. Nunca aprendieron español, mi madre un español muy rudimentario. Vivían en su calle, vivían en Varsovia. Ambos eran grandes cultivadores de la nostalgia.

Yo, claro está, llegué sin saber español a México. Entonces usaba latín, lo poco de latín que conocía me servía para mis primeros meses como instrumento de comunicación, intentando adaptarlo al mexicano. Claro, al principio era muy duro, ante todo los primeros cinco años. Duro económicamente y desgarrados nosotros cuatro por la nostalgia. En ese entonces hice mil trabajos de poca monta, desde capataz en una fábrica de ladrillos, recolector de ropa sucia y luego repartidor de ropa en una tintorería, vendedor de papel, de copias de carbón, agente textil y mil otros trabajos que me hicieron aprender el idioma junto con el conocimiento de la idiosincrasia del país. Aprendí el español en la calle y me precio de conocer a México desde abajo. Así es que aprendí el español junto con el aprendizaje teatral. Para mí, el teatro y México resultan inseparables.

Yo trabajaba en aquel entonces en una fábrica de ladrillos. Vlady, el pintor de quien me hice amigo, fue uno de mis primeros grandes amigos en México. Él me presentó con Walter Reuter, con quien empecé el aprendizaje del cine. Fui su ayudante, o más bien ayudante del ayudante del ayudante; pero él me permitía cargar los tripiés de los centurys, que son grandes reflectores de sol. Difícilmente pude acceder a cargar el tripié de la cámara, de eso se encargaba su ayudante directo, pero él me dio las primeras enseñanzas de ética, de comportamiento en el exilio. Aprendí de él y de Vlady, dos grandes exiliados, artistas.

Entonces me enteré, mientras trabajaba en la fábrica de ladrillos, de que existía una universidad en donde podía seguir mis estudios y a la vez aprender cine, que ya me empezaba a interesar en Polonia. Se trataba de la Universidad Iberoamericana, que en aquel entonces estaba en la calle Zaragoza —si no me equivoco—, en Coyoacán. Entonces empecé a asistir a esa escuela que dirigía el padre Romero Pérez. En aquel entonces la Ibero era un símbolo de “conserva”. Había libros que estaban prohibidos, libros que estaban en el índice purgatorio, que se prohibía leer. Yo ya había leído muchos de ellos y los que no, me incitó a leerlos la prohibición. Desde luego. Y ahí recibí los primeros rudimentos del conocimiento del cine, de la boca de Alex Galindo, de Julio Alejandro y otros grandes maestros.


Yo tenía ya un acervo que traía de Polonia. Desde niño tuve un compulsivo amor por el teatro. Me acuerdo de las obras y las puestas en escena a las que asistí teniendo cinco, seis años. Me llevaban también mis padres. Me sé melodías todavía, melodías que oí en algunas de estas obras, algunas hechas por niños y otras para niños. Y también me colaba a las obras de los mayores. La ópera era obligatoria, mis padres eran grandes teatrómanos y grandes melómanos de ópera. Entonces, desde chico era un fúrico consumidor de teatro. Este amor al teatro, inconsciente absolutamente, se acentuó en Rusia, donde estuve durante la guerra como refugiado.

Ahí vivía el mejor teatro del mundo. De eso me doy cuenta ahora. En Tayikistán. En Leninabad, actualmente Khodzhent —volvieron al nombre histórico de la ciudad, después de la caída del comunismo—, nombre que ostentaba cuando murió allá, en la fortaleza que él mismo construyó, el joven Alejandro Magno. En esta ciudad se refugiaron los artistas del Leningrado asediado por los alemanes, y de toda la Unión Soviética. Los teatros que perdieron su suelo visitaban o se quedaban en Leninabad. Pero antes todavía, en el exilio en Magnitogorsk, en los Urales (pasé de cuarenta grados bajo cero a cuarenta grados encima de cero, de Magnitogorsk en los Urales a Leninabad), vi teatro de los refugiados alemanes antinazis. Claro, eran obras panfleto, obras panfleto político antinazi, pero yo, a pesar de su panfletarismo, del cual claro no estaba consciente en aquel entonces, las devoraba.

El teatro desde chico ejercía sobre mí un poder, un poder magnético, un poder de imán, de avasallamiento, de identificación completa. Luego en Leninabad vi, por ejemplo, una obra hecha por un teatro, no me acuerdo si de Leningrado o de Kiev o de Kharkov, donde un señor con pantalones raros corría en un espacio entre toneles y cuando llegaba un extraño lo apaleaba con un palo; entonces este buen hombre que se llamaba Trufaldino corría al otro extremo, en medio del escenario hacía un salto mortal y lo apaleaba el otro señor del otro lado. Años después, ya en México, me di cuenta de que vi la más pura expresión de comedia del arte.

Entonces, yo llegué a México con un acervo así. En Varsovia, después de la guerra (regresamos a Polonia en 1946), ya me volví asiduo espectador de teatro y de cine y me bato conmigo mismo respecto a qué arte le otorgo más amor, si al teatro o al cine. Ya en la Facultad de Periodismo había estudiado fotografía y asistí a un círculo fílmico que manejaba Teodor Toeplitz, el director de la escuela de cine de Lotz y fundador de la cinematografía polaca después de la Segunda Guerra Mundial, que luego fundó también la escuela de cine y la industria de cine australiano. Entonces, comparto estos dos amores y no sé cuál es el más fuerte, acaso el teatral, pero lo digo con cierta inseguridad, no estoy muy seguro a cuál de las dos artes quiero más.

México, a mi llegada, era otro país. México creo que estaba apegado un poco a la definición del cónsul honorífico de Marruecos, el señor Franco, un hombre sabio que me dio la definición de México antes del 68 y que rezaba: “México es una dictadura paternalista suavizada por la corrupción”. El país ya cambió.

Mario Vargas Llosa vio a México post 68 como la dictadura perfecta. Yo no diría que sea una dictadura, pero siento que todavía sufrimos los restos de autoritarismo. México me dio pan y techo, México me hizo consciente de mi amor que llevaba por el teatro, lo pude sacar a flote.

¿Por qué estoy en el teatro? Porque lo que más me obsesiona es el hombre y su comportamiento y me gusta reflexionar mediante la puesta en escena respecto a su sometimiento al poder, respecto al sometimiento ante sus pasiones. Soy muy propenso a la farsa y a la comedia, siempre en los ensayos parafraseo mis propias puestas convirtiéndolas en farsas espantosas, imito a mis actores y les actúo sus papeles en tono fársico. No obstante, lo que realmente me subyuga, me tiene identificado o, salvo utilizar otra palabra, me tiene asombrado y conmovido es lo trágico, la propensión trágica en el hombre, su vocación trágica y la propensión hacia la tragedia.

Un día, a fines del 57, pasé por el Teatro El Caballito de Héctor Azar y vi a alguien ensayar, entonces me dije: “Así yo puedo también”.

Acaso tendría medio año en México, donde me establecí a fines del 57, y en 58 yo ya dirigía. En la Ibero, en la escuela de cine, creo que se llamaba Escuela de Arte Cinematográfico, un título rimbombante, daba clases de actuación el viejito Enrique Ruelas. Ruelas era un hombre muy religioso y muy enamorado del teatro y él me invitó a su clase de actuación a la Facultad de Filosofía y Letras en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Así me di por enterado de que existía una universidad que no era de los jesuitas, que era una universidad nacional, una universidad pública, e inmediatamente empecé a asistir en las tardes, las noches, en las horas que me permitía mi trabajo, mis múltiples trabajos para ganarme el pan.

Sobre mis inicios y sobre mi llegada a México escribí un relato que luego publicó Huberto Bátiz en su famosa revista Cuadernos del Viento, se llamaba “Una pequeña depresión nerviosa”. Era sobre mi llegada, sobre la travesía, no lo sé, es que ahí caímos en una tormenta, en el ojo de la tormenta. Era muy especial este viaje para mí; lo único que se nos permitió sacar de Polonia, amén de cuatro dólares por persona —o sea que teníamos dieciséis dólares para toda la familia, mismos que gastamos en el barco—, era vodka. Teníamos litros y litros de vodka, aunque ya no sé, cinco o seis litros por cabeza; eso nos ayudaba a pervivir en Hamburgo, vendíamos vodka. Pero quedó mucho en el barco, entonces me acuerdo del barco con una muy pesada nube etílica donde ahogaba mi separación de Polonia y el hecho de que viajábamos en un barco que se llamaba Niedersaxen de la línea Hugo Stiness, cuyo capitán era un ex capitán de marina alemana. Era un barco carguero combinado con unas cabinas para pasajeros. El capitán era un hombre muy amable que difícilmente ocultaba su desprecio contra centroeuropeos, judíos por ende, y era durante la guerra un capitán de barco de guerra, a quien le brillaron los ojos diciendo en forma exaltada al llegar unas doce horas antes de La Habana y al ver las luces de la ciudad reflejadas en el cielo: “Hasta aquí llegaban nuestros submarinos”. Bueno, me fue muy difícil soportarlo, su compañía. En cambio, me hice amigo de los marineros, que se volvieron mis cicerones en lugares de mala muerte del puerto de La Habana.

Llegar a México era como llegar a otro mundo, otro clima, otro idioma que no conocíamos, las costumbres que me asombraban, pero probablemente me hicieron quedar en México. Con frecuencia me pongo esta pregunta: ¿Por qué estoy en el teatro?, y tengo una espléndida respuesta: “No sé”, y cualquier intento de racionalización oculta mucha mitomanía, alevosía y ventaja, porque son respuestas preparadas para periodistas que me asolan preguntándome por qué estoy en el teatro. Probablemente porque quise ladrar mis verdades y ésta era la única manera. Nunca fui adicto a la pintura, para la escritura era y sigo siendo muy flojo, entonces acaso ésta es la razón, no encuentro una respuesta salvo que la potencialidad teatral, el amor al teatro que llevaba, se me revelaron a causa de las dificultades de adaptación en México. Y no sé si es bueno preguntarse por qué uno está donde está, por qué uno está en el arte que admira y ama y por qué lo ejerce.

¿Por qué me quedé en México? Por dos razones, creo. Primero, de alguna manera México era una prolongación de Polonia, país nacionalista, hermético, unipartidista en aquel entonces. El PRI, con todo y sus vaivenes, me parecía un espléndido reflejo del PC polaco, el nacionalismo mexicano es ligeramente menor que el polaco y el hermetismo igual. Por lo tanto, yo estaba con un pie en Polonia. Eso me explicó un amigo mío, compañero de estudios que se fue a Estados Unidos y llegó a ser director de la Escuela de Cine de Chicago e hizo una serie de muy buenos documentales sobre emigrantes, entre ellos una película sobre un emigrante mexicano que se fugó con su novia a los catorce años a Chicago y que hizo el American dream. Por otra parte, México, a mi llegada, me parecía impenetrable, la complejidad probablemente de sus habitantes, las capas de sellos en las que está envuelta la idiosincrasia mexicana me resultaron alucinantes; lo indirecto, lo sobreentendido, el idioma defensa, la mentalidad defensa y la belleza, la belleza del idioma, la belleza del carácter aunada a la complejidad, siempre detrás de siete trincheras y la necesidad del fuereño, en aquel entonces como yo, que al hablar se ve obligado a ir develando, quitando velos, para llegar a comunicarse. Acaso esto me atrajo. La mentalidad mexicana se me presentaba como mentalidad misterio y a mí me gustaba participar en el misterio. Probablemente me estoy explicando, ésa es la razón por la que me quedé fascinado, me quedé alelado por México.