Colección Narrativa
Las cuatro patas
del amor
Jimena Néspolo
Obra galardonada en la 59° edición del Premio Casa de las Américas
En enero de 2018 un jurado compuesto por Marta Aponte Alsina (Puerto Rico), Rodrigo Hasbún (Bolivia), Ariel Urquiza (Argentina) y Daniel Díaz (Cuba) galardonó Las cuatro patas del amor de Jimena Néspolo en la 59° edición del Premio Casa de las Américas, categoría de Cuento.
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Diagramación: Roger Castillejo Olán
© Jimena Néspolo, 2018
© Editorial Comba, 2018
c/ Muntaner, 178, 5º 2ª bis
08036 Barcelona
ISBN: 788-49-49623-0-1
Índice
Dulzuras en familia
La conciencia de los pájaros
El huevo de Neus
La oscuridad será tu sombra
La sustancia
Las cuatro patas del amor
Bata rosa pálida mayéutica
Ojos verdes
El candor más lejano
El doble oficio de la araña
La mujer del Dorado
Locro sin fines de lucro
A quien corresponda
Y su alma conoció la lujuria
y el vértigo de la aniquilación.
Thomas Mann
Vivían para morir eran inútiles
Recobraban su inocencia con la muerte
Paul Eluard
Me dio la mano que era una pata o una rama,
no sé, y echamos a andar. Pasando así el jardín de los nardos y la azucena. El del benjuí. El de las espumillas, y el de las margaritas hechas con leche y huevo.
Marosa di Giorgio
Dulzuras en familia
Se acomodaron en el linde de la galería, a metros de la pileta de plástico que habían adquirido de oferta al finalizar el verano. Después de darle vueltas al asunto, evaluando el mejor destino para sus ahorros, se habían decidido a comprar ese pequeño estanque con forma de riñón celeste a fin de poder disfrutar de las altas temperaturas cuyanas. Entonces se instalaban en su jardín de cactus, dentro del pequeño sosiego de agua de su estanque, y contemplaban aquel sol crepuscular que arreciaba la cordillera. Para nada les habría servido un aire acondicionado, con los recurrentes cortes de luz sufridos en los últimos tiempos. Amenazara o no el viento zonda, ese que parece venirse del mismo infierno levantando polvaredas a su paso, la familia se instalaba dentro del estanque enclavado en la pavura del terreno rocoso a esperar el anuncio de la luna. Pero luego vinieron los fríos otoñales; y con el ocre de los álamos y las acequias ensanchadas por el riego, el cañadón lindero extendió sus pastizales ganando cada vez más territorio hasta que la nieve del invierno decretó el fin del idilio.
—¡Éstos vienen para quedarse! —dijo el señor Vistalba, y extendió el mate a su mujer para luego agarrar otra tortita con chicharrones. Mientras masticaba, reclinó el respaldo de la silla reposera y estiró las piernas, con aire de suficiencia o de resignación; después se levantó el cuello de la campera de polar porque el frío todavía se hacía sentir, a pesar de que avanzaba septiembre. Tenía poco más de sesenta años, cabello escaso y una jubilación como docente que había estrenado meses antes de comprar el riñón celeste. No obstante, aún conservaba la jovialidad, cierto aire risueño que se imponía a pesar de la edad.
—Al primero lo tengo identificado, ya vino varias veces, es igual al primo Guillermo, por lo enjuto y los bigotitos ridículos… Los otros dos: sí son nuevos —afirmó
la señora Vistalba mientras volvía a verter agua en el mate para pasárselo a su hija, que estaba instalada junto a ella.
—¡Sí, sí: es el primo Guille! —gritó Felisa, mientras aflojaba una carcajada—. ¡Igualito!
De la presencia de la nieve, derretida hacía semanas, ya sólo quedaba la certeza del barro y el pasto quemado que se adocenaba junto a los pastizales secos. Ese jardín que en el verano expandiera cactus y malvones implantados por la mano hacendosa de la señora Vistalba se resistía a florecer y a cambio subrayaba un aspecto siniestro de terreno baldío invadido por numerosas grutas y depresiones. Pero la pequeña familia de tres, conformada por el padre, la madre y la joven hija, seguía el protocolo de reuniones adquirido en el verano: alrededor de las cinco de la tarde, suspendían sus actividades y se reunían bajo el techo protector de la recova que intermediaba entre la casa y el jardín, para asistir al momento en que ese sol constante se ocultara tras la lejana cordillera y, también, para alimentar a sus mascotas.
—¿Qué le pasó al tío Pancho? —preguntó Felisa luego de pasar el mate—. ¿No lo ven medio tristón y caiducho? La tía Uchi está más gordita, incluso parece rejuvenecida hoy, pero el tío…
La señora Vistalba se acomodó los lentes y aguzó la mirada. Se la veía concentrada tratando de discriminar algún cambio.
—A ver, voy a traer mi cuaderno —dijo y se metió en la casa. Al rato apareció con un bloc de hojas anilladas—: Dejame revisar mis notas y te digo si veo cambios o no…
La señora Vistalba se sumergió en su cuaderno, daba vueltas y vueltas las hojas, chequeaba lo que allí estaba apuntado con la evidencia que se le ofrecía ahora frente a sus ojos.
—No, no veo grandes diferencias… Mirá, acá —y señaló a su hija la página de su cuaderno plagado con dibujos en carbonilla y extrañas escrituras—: la anotación es de hace quince días. Está un poco más delgado quizá, pero en líneas generales se lo vé igual.
—¡Ah… qué lindo es tener a la familia unida y en casa! —dijo Felisa, después de que su madre abandonara el cuaderno y se dispusiera a seguir cebando.
Aquel barrio se levantaba en las afueras de la gran ciudad, a una altura considerable que permitía observar el gran valle repleto de viñedos y la ciudad misma en toda su extensión. Había que tomar el corredor del Oeste camino a Chile y, luego de veinte minutos de marcha a velocidad media, se llegaba a ese barrio de casas residenciales pero austeras que se abría al costado de la autopista. De un lado se observaba el valle verde y la ciudad, y hacia el otro, el gran cordón de la precordillera rocosa. El valle se extasiaba en miríada de senderos arbolados con álamos de todas las clases existentes que en otoño ofrecían el espectáculo de su caducidad en ocres y dorados de belleza pasmosa. El señor Vistalba tenía tres hermanos a los que veía poco, porque ahora que estaba jubilado espaciaba cada vez más sus visitas a la ciudad, ya que se proveían de los insumos necesarios para la vida en almacenes próximos. La señora Vistalba, en cambio, tenía una sola hermana, que estaba instalada en la capital y que veía mucho menos aún. Ya ni siquiera con la excusa de las fiestas navideñas o pascuales se reunían con el núcleo familiar más próximo.
—¡Mamá, mirá mirá! —dijo Felisa en un grito que hizo saltar al piso el plato con tortitas y el repasador de flores descoloridas que la señora Vistalba tenía sobre sus faldas.
—¡Ay nooooo qué horror! ¡Ya se viene el jote! —gritó la señora Vistalba, de pie, con el plato roto a los pies y ambas manos tomándose la cabeza—. ¡Díos mío! ¡Esto va a ser una carnicería!
La señora Vistalba y su hija se tomaron de las manos, casi abrazadas, agitadas por el miedo frente a lo que estaba por suceder. El señor Vistalba se quedó sentado, erguido el torso, expectante, con ansiedad y aumentada alegría.
—¡Uh esto es genial! ¡Pobre tío Pancho! —dijo y tragó saliva en los dos minutos de silencio que se sucedieron luego.
—¡Dios mío! ¡Flaquito como está lo destrozó de dos picotazos!
—Sí, mamí… qué tristeza por los conejitos. Mirá, ahí baja otro jote de cabeza negra…
—¡Psss! —terció el padre—. ¡Cállense que los van a espantar!
A la señora Vistalba le gustaba llamarlos así: “conejitos”. De a poco, apenas comenzaron a reproducirse, fueron adquiriendo los nombres y los apodos que le correspondían de acuerdo a un estricto relevamiento de símiles que los tres se encargaban de procesar, con listas, retratos y dibujos. Cada día descubrían entre los conejitos a un miembro nuevo de la familia, y con ello la certeza de la victoria sobre el tiempo, porque otra vez estaban todos juntos. A la abuela Josefa, por ejemplo, la identificaban por su cofia blanca. Al abuelo Ñato, justamente por la ñata. Y así seguían con los tíos y las tías, primos y primas, hasta donde el árbol genealógico pudiera extenderse.
La llegada de los conejitos fue simultánea a la instalación del riñón de agua. Cantidad de tierra removida para hacer el pozo había pasado a los lindes del zanjón próximo sin que la familia previera mayores inconvenientes. El jardinero fue el primero en advertir que aquello pasaría a mayores, apenas vio a los primeros cuises instalando allí sus grutas.
—Hay que sacar esta tierra y limpiar el jarillal del cañadón, porque estos bichos se nos van a venir encima —afirmó entonces.
Pero a la señora Vistalba no le gustó que llamara bichos o ratas de campo y sin cola a sus conejitos; y antes de que avanzara el otoño, decidió informarle al jardinero que prescindía de sus servicios. Era un problema menos, además, para la magra jubilación del señor Vistalba.
—No hace falta que vuelva —le dijo una tarde al finalizar la poda del parral del fondo—, mis conejitos se encargarán de cortar el pasto…
Y de hecho se habían encargado. El invierno más el avance de las grutas a lo largo y ancho de todo el terreno habían evitado que creciera césped alguno. Pero con el frío intenso los conejitos desaparecieron, y en su lugar, empezaron a dar vueltas por los techos una pareja de jotes. Fue entonces cuando al señor Vistalba se le ocurrió la estupenda idea de tirarles en el jardín unos pedazos de carne podrida que acomodaba sobre papeles de diario. Muy pronto se habituaron a bajar de las alturas en busca de su alimento. Cuando la nieve se empezó a derretir y el jardín fue evidenciando su aspecto de paisaje lunar, con montañas de tierra plagadas de cráteres de donde asomaba la proliferante población de cuises, con ese centro coronado por un riñón celeste lleno de agua turbia adonde se acercaban a beber sin temor alguno, la familia Vistalba decidió que no debía intervenir en el desarrollo natural del ecosistema.
—¡No podemos dejar la casa sola! —decía la señora Vistalba cada vez que Felisa le preguntaba por qué ya no salían a pasear por la ciudad o a visitar parientes—. ¿Quién va a cuidar a nuestra familia si nos vamos?
Porque cada vez había más conejitos para identificar y sumar a la familia, o conejitos a los que ver partir en las garras de los jotes, ya que con el florecimiento de ese edén lunar se habían hecho también frecuentes las visitas de las aves.
—Querido, ¡nos quedamos sin el tío Pancho! —dijo la señora Vistalba visiblemente compungida—. ¡Qué tristeza!
—Y bueno, querida, así es la vida —dijo el señor Vistalba, mientras perdía la vista en el sol que agonizaba tras la cordillera.