La señal de la Cruz

© 2011 by Juan Luis Lorda

© 2011 by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290, 28027 Madrid

By Ediciones RIALP, S.A., 2012

Alcalá, 290 - 28027 MADRID (España)

www.rialp.com

ediciones@rialp.com


Cubierta: Crucifijo (pintura). Museo Nazionale di San Matteo. Pisa

© Foto Scala

ISBN eBook: 978-84-321-3855-3

ePub: Digitt.es

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ÍNDICE

Prólogo

primera parte

LA SEÑAL DE LA CRUZ

I. Cuando Dios calla 

II. La cruz a cuestas 

III. La primera caída 

IV. La Madre sale al encuentro 

V. El cireneo

VI. El rostro del Señor 

VII. Las caídas del camino

VIII. Encontrar a Cristo

IX. La última caída

X. La desnudez de la carne

XI. Los clavos de la cruz

XII. Muerte

XIII. Descendimiento

XIV. Entierro

XV. Resurrección

segunda parte

SONETOS DE PASIÓN

1. Humano anheló ser, para eso vino

2. Angustia y soledad en aquel huerto

3. ¿Dónde fueron, Señor, los que te amaban

4. Caifás, venal pontífice aquel año, 

5. Manos que al ser lavadas le perdisteis,

6. Con qué varas y látigos te dieron

7. Mujeres de Israel, ¡clamad al cielo!

8. Ojos de Cristo, que tan dulces miran

9. Te quejas, Cireneo: ¡mala suerte!

10. A un lado del Calvario le despojan,

11. Cuando clava en la cruz su mano abierta

12. Corazón bien amado que aún palpitas

13. Tu ojos buscan los hombres que pudieron

14. Llagas de Cristo abiertas en la altura,

15. Pastor que dejas disperso al rebaño,

16. Reinas clavado en una cruz alzada

17. Tus ojos ya no ven pero nos miran

18. Muestra, Señor, tu cruz en mi existencia

19. Clavos que traspasáis la carne santa

20. Apenas respiraba cuando dijo

21. «Mi alma, Padre, en tus manos encomiendo»

22. Tu boca al expirar se queda abierta;

23. Tiembla la tierra que tu muerte llora.

24. La tormenta ha callado y llega el duelo,

25. Sangre y agua manó de su costado

26. Llaga abierta que el aire purificas

27. Corazón de Jesús crucificado,

28. ¡Con qué afán y dolor, Señor, te pido

29. Ha muerto y la tierra se ha movido

30. Lavan tu cuerpo y ya la tarde avanza

31. No es tan solo dolor lo que sentimos.

32. Cuerpo muerto de Dios que en tierra yaces,

33. Y llegan de mañana los rumores

tercera parte

HIMNOS EUCARÍSTICOS

Adoro te devote

Pange Lingua

Sacris solemnis

Verbum supernum

Ave verum

 

 

 

A la memoria de Ricardo Yepes,

cuya vida se llevó,

con tantas promesas,

un alud de nieve.

Non moriar sed vivam

et narrabo opera Domini


PRÓLOGO

Unas palabras —muy pocas— son necesarias para presentar la historia, el sentido y la forma de este libro.

 

Nació y creció, durante años, en tiempos de Navidad y Semana Santa, cuando la Liturgia invita a meditar en silencio en el misterio del Dios hecho hombre.

 

Son reflexiones evocadas por las escenas del Via Crucis, pero no está pensado para seguir las estaciones de esta venerable práctica de la piedad cristiana. Es sólo un intento de ahondar en la sorprendente paradoja de la Cruz del Señor, donde se nos dan las claves para descubrir la hondura del amor divino, la gravedad del pecado y el sentido del sufrimiento humano.

 

Las obras literarias suelen imponer su propia lógica. El texto surgió en columna y así ha crecido, porque favorece el ritmo de la reflexión, pero no aspira a ser un poema.

 

* * *

 

Al preparar la segunda edición, le añado una colección de sonetos, compuestos y corregidos en estos años; y la traducción rimada de algunos himnos eucarísticos: los del Corpus, atribuidos a Santo Tomás de Aquino, y el Ave verum. Estos sí son poemas en el sentido más tradicional.

 

J.L.L.

28.XI.2010

 

«A veces, la Cruz aparece sin buscarla.

Es Cristo que pregunta por nosotros».

 

San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, V

 

«Decían incluso: ‘¡Pobre mujer!’

y al mismo tiempo golpeaban a su hijo.

Porque los hombres somos así».

 

Charles Péguy, El misterio de la Caridad

de Juana de Arco

Primera parte

LA SEÑAL DE LA CRUZ

 

I. Cuando Dios calla

Desde que Caín envidió a Abel

—porque era bueno—,

desde que lo amó con un amor venenoso,

los buenos,

los que son verdaderamente buenos,

tienden a perder

en los juegos de azar de este mundo.

 

No conocen, no imaginan

las trampas,

esas trampas tremendas

que corren como ratas

bajo la maligna superficie de la tierra,

y aparecen de repente

entre las estructuras insolentes del poder,

en las liturgias de la vanidad

y en la lucha salvaje del dinero.

 

*

 

 

«¡Ecce homo!

¡Éste es el hombre!»

 

Suena el eco en el patio enlosado,

que está en un rincón de la muralla.

Una plaza pequeña en el espacio,

pero inmensa, ilimitada en el tiempo.

 

Lo que allí sucede tiene que ver

con lo que sucede todos los días en todas partes,

con lo que sucede a cada hombre

en todos los lugares de la tierra.

Aquella plaza es como el ruedo del mundo:

enorme, casi infinito.

 

«¡Éste es el hombre!»,

repite Pilatos, que está ya cansado.

Y al oírle, vuelven la cabeza

gentes de todos los tiempos

y miran a aquel pobre hombre

expuesto en el enlosado,

en medio de aquella plaza curiosamente infinita.

 

Lo conocen todos,

lo conocen, al menos de oídas;

han oído hablar de Él;

a veces, vagamente,

como a retazos.

Es Jesús de Nazaret, un judío,

de carne como la nuestra,

que se deja ver

porque apenas la cubre un trapo.

De carne magullada y sucia,

profanada con insolencia,

mientras Dios calla.

 

Ahí está, jadeante,

tambaleándose en silencio,

con señales de golpes

y la cara hinchada,

con la vista perdida en los surcos del suelo

y los ojos turbios.

 

«¡Éste es el hombre!»

se oye de nuevo la voz de Pilatos.

Y sus palabras suenan extrañas a estas horas,

como si quedaran suspensas en el aire,

como un eco grotesco,

una broma de mal gusto,

o un mal presagio.

 

Desde todos los rincones,

desde los lugares más remotos

de todos los tiempos,

llegan en oleadas

los murmullos de las gentes

que se entretienen en hablar.

 

*

 

¡Qué empeño en exhibirlo como un trofeo!

¡Qué ganas de insistir en un espectáculo tan triste!

¿Por qué volver siempre sobre lo mismo?

¿Qué conciencias quieren torturar?

¿Quieren hacernos creer que tuvimos la culpa?

Pero ¡si no tenemos nada que ver!

¿O es que sólo quieren remover nuestra piedad

y pedirnos limosna en su nombre?

 

Como si no hubiera en la historia tantas desgracias,

tantos infiernos, como Auschwitz,

tantos calvarios, como el archipiélago Gulaj,

tanto holocausto, como Nagasaki,

tanta esclavitud, tanto abuso, tanto horror

que los hombres hemos sabido crear

para amargar la vida de nuestros semejantes.

 

¿Por qué insistir?

¿No es mejor aprovechar

los pocos momentos de sosiego

que nos deja la historia?

¿Qué ganamos con remover la basura,

como no sea mancharnos

y sufrir inútilmente?

 

Era un pobre hombre, nada más.

Como los hay, a miles,

en todos los rincones del mundo,

en todos los agujeros de la vida,

en las cunetas de todos los caminos.

Lo mejor es olvidarlo

y enterrarlo en la historia

como fue enterrado en el sepulcro.

Quitarlo de en medio

como quiso hacer Pilatos,

que era un hombre práctico

y no quería líos,

especialmente a la hora de comer.

«¡Ecce homo!»

¡Qué ocurrencia!

¡Cómo pretenden que lo tengamos por modelo!

¿Modelo de qué?

¿Qué puede aportar un hombre así a una sociedad

que ha conseguido emanciparse del dolor?

¿Qué puede aportar un derrotado?

—Miseria.

Pero miseria ya hemos tenido mucha

y no queremos más.

Nos ha costado sangre librarnos de ella.

 

Antes,

cuando de verdad había miseria,

se acordaban de Él y rezaban.

Se sentían acompañados cuando pensaban en Él.

Muchos morían dejando a sus viudas

y a sus hijos en el arroyo,

y entonces rezaban y pensaban en Él

y se sentían mejor.

Lloraban y sufrían unos por otros

porque eran muchos y vivían juntos

y se querían, cuando no peleaban.

Y siempre había motivos para reír

y también para llorar.

Entonces se acordaban de Él y rezaban.

 

Antes,

cuando no había médicos ni seguros sociales,

rezaban.

Cuando no había cine ni televisión,

rezaban.

Rezaban al atardecer, para pedir

lo que no habían conseguido durante el día.

Rezar les entretenía,

les ayudaba a pasar las horas tristes de la vida,

que eran muchas.

Aunque también reían,

incomprensiblemente, reían mucho.

 

Ahora ya no rezamos.

No nos hace falta.

Hemos conseguido lo que antes pedían rezando.

Y tenemos mejores entretenimientos.

Hay que llamar a las cosas por su nombre

y atreverse a ser claros.

Puede parecer duro,

pero al final es mejor.

No hay nada que pedir,

no debemos esperar

lo que no esté en nuestras manos.

Además, ¿qué le vas a pedir a un derrotado?

 

Si quieren,

que lo tengan por patrono los esclavos;

a ver de qué les sirve,

los que no se valen por sí mismos,

los que no son capaces

de conseguir el pan de cada día.

Que lo elijan los pobres y los abandonados,

los que sufren y los que lloran,

los que están de más en el mundo

y los que van a morir,

si no tienen otro clavo donde agarrarse.

También los que envejecen

si tienen miedo a la muerte

y no les basta con haber vivido.

Y los que buscan algo que este mundo no les da,

si les quedan ganas.

Para los demás, no sirve.

No nos hagamos ilusiones.

No sirve para comer ni para triunfar,

ni siquiera para pasar el rato.

Sólo era bueno,

pero eso aquí no sirve para nada.

Si alguno quiere ser bueno como Él,

que le siga,

a ver de qué le aprovecha.

 

*

 

«¿A quién queréis que os suelte?»

—Repite en la plaza la voz de Pilatos,

que intenta acabar cuanto antes—

«¿A quién queréis que os suelte:

a Jesús, que se dice el Cristo,

o a Barrabás, el ladrón y asesino?»

 

Después de un momento de silencio,

sube el clamor decidido

de la plaza ilimitada:

«¡Queremos a Barrabás!»

«Barrabás, Barrabás», repite el eco

o quizá son otras voces atrasadas.

 

Era de esperar.

Se entiende perfectamente.

En el fondo, si queremos ser claros,

también nosotros preferimos a Barrabás.

Es la verdad.

Hay que atreverse a decirla sin vergüenza.

Barrabás nos inspira más confianza.

Por lo menos, sabemos quién era:

un vulgar ladrón como tantos.

Lo peor es no saber

con quién se juega uno los cuartos.

 

Era bueno.

Sí, es verdad que era bueno.

Lo sabe todo el mundo.

También Pilatos lo sabía.

Seguramente ése es el problema,

que era demasiado bueno

para vivir en este mundo

que no ha sido hecho ni por los buenos

ni para los buenos.

Por eso no se saben mover

y están siempre como fuera de lugar.

Por eso es mejor Barrabás,

que, por lo menos, sabía lo que quería,

como Pilatos.

 

Si uno quiere vivir en este mundo,

que hemos hecho los hombres,

tiene que espabilar

y aprender a ser como todos.

No se puede estar en las nubes.

Hay que moverse.

La gente no es tonta,

sabe lo que le conviene,

no deja pasar las oportunidades

y nadie quiere oír hablar de dolor.

 

*

 

¡Señor!, ¿no te das cuenta de que así

no vamos a ninguna parte?

¿No ves que no adelantamos,

que seguimos en las mismas,

donde estábamos entonces, con Pilatos?

 

Tendrías que hacer las cosas de otro modo.

Si no, ¿cómo te van a entender?,

¿cómo van a confiar en Ti

estos hombres que han triunfado.

y han aprendido a pasarlo bien,

si les hablas de tu cruz?

 

Mira lo que hacen los que triunfan:

los ídolos que cantan

o los grandes del deporte.

Fíjate en ellos.

No para hacer lo mismo, que no es fácil,

sino para sacar alguna idea.

Lo tuyo así no va.

No ha acabado de ir nunca.

 

¡Ay, Señor!,

¿qué habrás querido hacer con esto!

¡Cómo lo vamos a explicar,

si nosotros mismos no lo entendemos!

¡Y cómo lo vamos a entender

si no padecemos contigo!

Tendríamos que ser golpeados y escupidos.

Pero si nos golpean y escupen,

¿quién nos hará caso?

¿Quién nos escuchará,

si a Ti no te escucharon?

No nos quieren, Señor;

sobre todo, no te quieren a Ti.

A nosotros no sienten tantas ganas de golpearnos

Es a Ti al que no soportan.

Tu modo de hacer las cosas no les gusta.

Pones nerviosos

a todos estos hombres emancipados.

Sigues solo, Señor,

en medio de la plaza.