LA FUENTE DE TODA SANTIDAD
J. Brian Bransfield
LA FUENTE
DE TODA SANTIDAD
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
© 2011 by J. Brian Bransfield
EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290.
28027 Madrid
(www.rialp.com)
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN: 978-84-321-4238-3
ePub producido por Anzos, S. L.
INTRODUCCIÓN
Creer es algo natural para el niño. Como también la fantasía. Pero ciertamente creer y dejar volar la fantasía son cosas muy diversas. La fantasía pretende que lo real sea algo que no es. Así hacen los niños cuando se sirven de la imaginación en sus juegos. El niño no ha de esforzarse mucho para que un palo en forma de L se convierta en una pistola, o él mismo en un gangster de los de antes. Un grupo de niños jugando en la piscina de la urbanización una tarde de verano, fácilmente se imagina que su balsa inflable es un deslumbrante barco pirata a toda vela. La imaginación es la magia de la niñez, que puede convertir el patio trasero de la casa en uno de los más famosos campos de batalla de la historia, o una muñeca en un bebé cada vez que una niña juega a ser ama de casa.
Creer, por otro lado, es lo contrario de la fantasía. Creer hace que se entre en relación con lo real. Un niño o una niña que tiene fe en su padres crece con la sencilla confianza de que sus necesidades básicas estarán cubiertas. Unos padres entregados a sus hijos se encargarán de que no les falte el sustento, una cama confortable en la que dormir, y el apoyo incondicional y consolador en los momentos de sufrimiento. El niño sabe que siempre tendrá alguien cerca, que mañana al amanecer alguien le sonreirá y se preocupará de él. Cuando un niño tiene fe en sus profesores, educadores, compañeros y amigos, se inicia una relación natural. El aprendizaje, la formación de la personalidad, la camaradería y la amistad surgen de la fe.
El niño es un experto en creer. Incluso las presiones, los problemas y los temores de la vida se convierten para él en una oportunidad para creer. El ruido de un relámpago abre la posibilidad de tener fe en el hogar como refugio. Las pesadillas e incluso los monstruos ficticios abren nuevas posibilidades a la fe en los ángeles de la guarda, en el calor del padre y la madre y en la seguridad de la familia. El sentido de la familia y el hogar es el de convertirse en ese lugar encantado donde el niño puede creer.
La Iglesia también es para el niño un lugar fascinante donde ejercer la fe. Las pupilas del niño se dilatan al contemplar las imágenes de las vidrieras que representan santos con espadas que vencen a enormes dragones. Al entrar en la capilla de una Iglesia, los niños examinan detalladamente las representaciones de los santos en las hornacinas porque expresan con fuerza la fe en que Dios guía y sana a su pueblo. Esas estatuas con los brazos bien abiertos le parecen al niño aún más grandes que cualquier peligro que pueda afrontar y las historias de la Biblia le dan la deliciosa seguridad de que Dios dirige la marcha de las cosas y al final nos salvará. El niño puede sentir la férrea determinación que tuvieron los Reyes Magos, la valentía de David frente a Goliat, la humilde docilidad de la Virgen María, y sobre todo la dulzura de Jesús. Los niños absorben cada detalle de las narraciones de las vidas de los santos. Los niños tienen fe en la promesa de que Dios nos guía y protege en medio de cualquier peligro. Los niños examinan cada detalle de una estampa piadosa para conocer los atributos de los campeones de la fe. El niño percibe que el mismo Dios que condujo a Abraham y estuvo al lado de Moisés, acudirá también en su ayuda.
Crecer puede entorpecer nuestra capacidad de creer. El misterio de la fe estaba a nuestro alcance cuando éramos niños: lo creíamos, y creíamos que Dios nos protegería, que estaría cerca y nos guiaría. Creíamos que Dios estaba a nuestro lado. También que era bueno ser bueno. Notábamos una conexión entre nuestro templo y la gente que lo llenaba, y los apóstoles y Jesús. Sentíamos el vínculo entre la Iglesia y el resto del mundo. El Dios al que rezábamos en el templo continuaría guiándonos a la salida.
Pero entonces algo pasó. Mientras crecíamos, el mundo se volvía complejo y a menudo doloroso. Pasábamos con prisa ante las vidrieras y dejábamos que las hornacinas se llenaran de polvo. Ya no nos deteníamos frente a las capillas y las estatuas. Experimentábamos pruebas y pasos angostos. Aprendíamos lo que significaba la palabra ‘cáncer’. Los éxitos de Hollywood comenzaron a sustituir a las historias bíblicas. Actores y actrices muy cotizados dominaban nuestro mundo de fantasía. La gente que pensábamos que viviría por siempre, como nuestros padres y amigos cercanos, se moría. El mundo en el que una vez tuvimos fe nos hacía daño. El mundo desafiaba todo lo que nuestra primera fe nos había enseñado, y parecía ofrecernos una rápida evasión con sus fantasías.
En vez de tormentas nocturnas que siempre ocurrían afuera, ahora las notábamos desatándose en nuestro interior. Sentíamos un hambre que iba más allá de la comida. Notábamos una oscuridad peculiar, incluso si las luces estaban encendidas. Parecía que los ángeles se retiraban volando al mundo de las historias sagradas. Los monstruos empezaron a aparecer como algo habitual, empeñados en aposentarse en nuestra vida y dirigirla. El demonio, cuyo atuendo habitual de trabajo es el disfraz (cfr. 2 Co 11:14), parecía estar más a sus anchas sentado tras un escritorio, pulcramente trajeado, que no con cuernos, rabo y tridente. El agua bendita se nos mostraba incapaz de lavar las manchas más oscuras que el mal había dejado en el alma. Las estampas piadosas se volvieron tristes recordatorios de la última vigilia o funeral al que habíamos asistido. Ahora era más difícil conectar los mundos de dentro y de fuera de la Iglesia. Parecía que ya no encajaban entre sí y que cada uno seguía su propio camino. Mucha gente dejó de ser ingenua para volverse, simplemente, pesimista. El éxito ya no tenía que ver con hacer lo correcto, sino con la búsqueda del propio interés. Se había roto la conexión entre la Iglesia y el resto del mundo.
Este libro trata de la recuperación de esas conexiones. Es para católicos fieles y para católicos que quieren ser fieles. Para el que una vez fue fiel, y para el que fue menos que fiel. Este libro trata del modo en que esos mundos pueden volver a encajar. De cómo transformar nuestro conocimiento de la fe en una imagen viva y accesible que restituya nuestra capacidad de creer y pueda afianzarse en nuestra memoria. Los adultos añoramos volver a esa fe espontánea y siempre dispuesta de la niñez que todavía está esperándonos en nuestro interior. Experimentamos diariamente la sed de una relación viva y una conexión coherente entre la gracia y la vida cotidiana. Ya hemos visto bastante del mundo para saber que el pecado existe. Queremos saber no simplemente cómo ser buena gente, sino cómo ser buenos. Incluso si nos hemos apartado de la práctica de la fe durante años, seguimos percibiendo el sentido de los sacramentos en la vida cotidiana. Sin embargo, como adultos, a menudo no encontramos un modo de infundir nuevo vigor a las creencias de nuestra infancia y de asumirlas en nuestra fe adulta. Tenemos sed de que el actuar de Dios sea relevante para los interrogantes más profundos de nuestra vida.
La herramienta primordial para juntar los dos mundos de nuevo es la imagen antigua y tan familiar de la fuente, que el mismo Jesucristo nuestro Señor utilizó para describir la acción de Dios en la vida del creyente: «Si alguno tiene sed, venga a mí; y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, de sus entrañas brotarán ríos de agua viva» (Jn 7:37-38). Esta fuente está más cerca de lo que pensamos. Se supone que escuchamos su rumor cada domingo. Después de que los fieles han proclamado: «Santo, santo, santo» el sacerdote reza las palabras de la plegaria eucarística. La primera traducción que se hizo de la segunda plegaria eucarística para el Misal Romano en USA comenzaba: «Señor, eres en verdad santo, la fuente de toda santidad»[1]. En la nueva traducción, la plegaría comienza así: «Verdaderamente eres Santo, Oh Señor, la fuente de toda santidad»[2]. Estas palabras remiten al siglo ii del Cristianismo, al autor eclesiástico san Hipólito. Estas antiguas palabras han superado la prueba del tiempo. Sencillas y familiares, continúan con nosotros hoy, y sin embargo son únicas e irremplazables para la realidad que describen. La gracia, el amor de Dios por nosotros, es una fuente vigorosa y constante que fluye hasta nuestras almas y se muestra en nuestras acciones.
Sin embargo, muchos han olvidado el camino hasta esta fuente. Para muchos, los espinos de la vergüenza han enmarañado el camino a la felicidad y a la relación pacífica con Dios. Años de miedo y una fijación exclusiva en el fuego y el azufre han bloqueado ese camino. Y en una dirección totalmente contraria, el camino ha sido sustituido por el triste derrotero de una espiritualidad light, hasta reducir la vida espiritual a una vaga emocionalidad y una sentimentalidad superficial. Las promesas traicionadas y una hipocresía demasiado frecuente han erosionado el camino hacia Dios. Hemos olvidado los mapas que conducen a esta fuente que da la vida. El propósito de este libro es mostrarnos el camino de vuelta a la fuente, podar las excrecencias para limpiar de escombros la senda, quitar los pedruscos de en medio e invitar al lector a la fuente de toda santidad.
Una figura familiar del Evangelio puede ayudarnos en este empeño. Un día Jesús se encontró con alguien como nosotros. Era una mujer samaritana que se hallaba en medio de sus quehaceres cotidianos. La mujer fue capaz de recordar la grandeza de la fe de su infancia y se refirió a ella como el recuerdo de «Nuestro padre Jacob» (Jn 4:12). La reina Esther, en el Antiguo Testamento, también recordó la fe de su infancia en el momento de la desolación íntima: «Yo aprendí desde mi infancia, en mi familia paterna, que tú, Señor, elegiste a Israel entre todos los pueblos, y a nuestros padres entre todos sus antepasados, para que fueran tu herencia eternamente» (Est 4:16). El Espíritu Santo revive la fe de nuestra infancia en tiempos de temor y dolor, y nos fortalece con las palabras del salmista: «Deja tus cuidados con el Señor, que te sostendrá» (Sal 55:23). La samaritana vivía con el dolor cotidiano que causan el temor, el daño y el pecado. Jesús conocía el historial de su pasado pecador: «porque has tenido cinco y el que tienes ahora no es tu marido» (Jn 4:18). Siendo Jesucristo nuestro Señor nuestro guía definitivo, tomaremos como ayudante a esta mujer que encontró a Jesús[3]. Se le conoce simplemente como «la samaritana». Nunca supimos su nombre. Para nosotros es anónima, pero en muchos aspectos la conocemos muy bien. Es como nosotros en el fondo. Conoce el mundo de las promesas olvidadas y del pecado. También conoce el mundo de la esperanza y de la gracia recordadas. Y extiende su mano hacia nosotros.
Método
Este libro presenta a la samaritana como una imagen de los cristianos de hoy. Ella, en su sed, encuentra al Señor Jesús en la propia sed de Él.
El primer Capítulo describe el profundo significado del encuentro de la samaritana con Jesús. Conoce a Jesús mientras andaba entre sus tareas cotidianas y su dolor diario. Del mismo modo, nuestras ocupaciones habituales y las heridas abiertas encierran una dimensión más profunda. Este Capítulo revela que la invitación de Jesús nos llega a diario desde distintos lugares, especialmente desde nuestras heridas más profundas. Su invitación no es un ultimátum, sino una llamada personal que se dirige a nuestro yo más íntimo. Jesús se va presentando gradualmente a la mujer. Para que este hacerse presente llegue a ser completo, ella debe dejar que Jesús deshaga sus ideas erróneas y sus apegamientos desordenados. Como nosotros. La samaritana puede representar tanto a los que practican la fe regularmente, como a los que se han apartado. Jesús aleja a la samaritana de sus miedos y excusas para llevarla a la aceptación del don que le ofrece. Jesús utiliza la imagen de la fuente para describir este don. El don que Jesús ofrece tiene el sentido de convertirse en una fuente dentro del creyente. La imagen de la fuente se convertirá en la imagen central de los siguientes capítulos. Esta imagen se desarrollará para ayudar al creyente a comprender el trabajo que el Espíritu Santo lleva a cabo en las profundidades del alma del cristiano.
El Capítulo 2 nos lleva más adentro en la comprensión de nuestra propia identidad. Al ir dejando nuestros miedos, descubrimos que el miedo, a pesar de su poder, lleva consigo un don escondido. Este capítulo examina la extendida opinión de que la identidad personal es como un progreso, opinión que tan a menudo seca la fuente de nuestras vidas y conduce a la vaciedad y el caos. El verdadero significado de la identidad se encuentra a una profundidad mucho mayor de lo que nuestras nociones preconcebidas nos quieren hacer creer. Para alcanzar esa identidad más profunda, debemos pasar por la experiencia común del miedo. Solo aquí descubrimos el camino para comprender la gracia y la virtud, no como antiguos términos teológicos, sino como nuestra energía y nuestra dirección cotidianas. Una vez atravesados nuestros miedos podremos comenzar a extender la mano hacia el don de la fuente de la gracia de Dios.
El Capítulo 3 nos invita a considerar imágenes de la vida espiritual y a reflexionar sobre la imagen de la fuente, especialmente la fuente de la gracia que fluye de Jesús desde la cruz, como una imagen efectiva y dramática de la vida espiritual. Este capítulo comienza comparando nuestro mundo interior a una cinta de correr de pensamientos y preocupaciones que tan a menudo socavan nuestro acercamiento a la vida auténtica y a la espiritualidad. Dios interrumpe nuestras preocupaciones y nos dirige hacia la rica fuente de la gracia. Más que como una cinta de correr, los grandes santos muestran la vida espiritual como una escalera por la que el creyente es guiado a través de las dificultades de la vida. La imagen de la escalera es similar a la de la fuente. El mismo Jesús utiliza esta imagen con la samaritana (vid. Jn 4:14). En las páginas siguientes, esta imagen será central para expresar la vida de Dios dentro de nosotros. Las fuentes son un surtidor de generosidad natural que procede de las profundidades interiores y que transforma en belleza la presión con la que surge. Las fuentes rebosan hasta refrescar, limpiar y sostenernos. El don-de-sí de Jesús en la cruz es la fuente de la vida eterna.
El Capítulo 4 repasa los misterios de la Trinidad, el pecado humano, la cruz y la llamada a la santidad, sirviéndose de la imagen de la fuente. Este capítulo confronta la popular imagen mental de Dios con el misterio de la Trinidad. La unidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo es un eterno don-de-sí, que va de una a otra Persona. El don-de-sí eterno y Tri-Uno se presenta como la base para el don temporal de uno mismo en el ámbito de la identidad de la persona humana. Este capítulo explica cómo el pecado sabotea este don-de-sí mismo y reduce el flujo de la fuente bajo la insistente presión del querer tomar-para-sí. La persona humana lucha por vivir una vida de donación de sí, pero continuamente se enfrenta a la tendencia al pecado, en particular a través de los siete pecados capitales. Los efectos del pecado se enconan en nosotros, inclinándonos a pecar. El cristiano no puede derrotar el pecado y sus efectos por sus propios esfuerzos. Este capítulo presenta el misterio de la cruz como respuesta de Dios al pecado. Dios ofrece su propio don-de-sí en su Hijo, como la fuente de gracia por la que podemos recibir su misericordia. Ya solo este don de Dios vence el pecado humano. La vida del cristiano es, por lo tanto, una respuesta a la llamada a la santidad que se ofrece en la gracia de Dios a través de los sacramentos. Esto no ocurre de una manera exótica, automática o mágica. Los siete dones del Espíritu Santo (cfr. Is 11:2) edifican las siete virtudes (cfr. 1 Co 13:13; Sab 8:7) en el creyente. Las virtudes, por tanto, hacen que el creyente viva las bienaventuranzas (cfr. Mt 5:3-12). El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que «Las bienaventuranzas responden al deseo natural de felicidad»[4]. La relación entre los siete dones, las siete virtudes y las bienaventuranzas es el modo en que cada cristiano queda transformado para vivir una vida santa y responder al deseo natural de felicidad. Este capítulo prepara para una próxima segunda parte, pues explica lo que la tradición enseña sobre la influencia de los siete dones del Espíritu Santo en el afianzamiento interior de la vida virtuosa, de modo que podamos vivir las bienaventuranzas.
Así pues, nos dirigimos ahora al Espíritu Santo, y le pedimos que nos acompañe en el camino y nos lleve a Jesús. Divisamos una misteriosa figura junto al pozo. Alza su mirada hasta nosotros, y comienza a hablarnos. Nos hace una sencilla pregunta.
1 Segunda plegaria eucarística del Misal romano, revisado de acuerdo con la segunda edición típica del Missale Romanum (1975), del 1 de marzo de 1985, para uso en las diócesis de los Estados Unidos de América.
2 Segunda plegaria eucarística de El misal romano, ibid.
3 Hans Urs von Balthasar muestra el especial significado de cada detalle del relato evangélico en el que Jesús se encuentra con la pecadora. Vid. Gloria. Una estética teológica. Vol. 1: La percepción de la forma. Encuentro, 1985.
4 Catecismo de la Iglesia Católica (CIC), nº 1718.