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Índice
Dedicatoria
Gustad y ved: una palabra introductoria
Capítulo 1. El Sacramento del Libro
Capítulo 2. Antes del Libro
Capítulo 3. El Nuevo Testamento en el Nuevo Testamento
Capítulo 4. El Nuevo Testamento después del Nuevo Testamento
Capítulo 5. El lugar original del Nuevo Testamento
Capítulo 6. La Iglesia del Nuevo Testamento
Capítulo 7. El Antiguo Testamento en el Nuevo Testamento
Capítulo 8. El Canon del Nuevo Testamento
Capítulo 9. El Nuevo Testamento y el Leccionario
Capítulo 10. Confiar en los Testamentos: verdad y humildad de la Palabra
Capítulo 11. El Nuevo Testamento y la doctrina cristiana
Capítulo 12. El «Misterio de su voluntad» en el Nuevo Testamento
Capítulo 13. La sacramentalidad de la Escritura
Capítulo 14. El Testamento en el corazón de la Iglesia
Capítulo 15. Volver al principio
Créditos
Al Cardenal Timothy Dolan, buen pastor y pionero de la Nueva Evangelización
En mis años de estudiante, los libros eran la principal inversión de un intelectual. Por «libros» entiendo ese producto de papel, encuadernado y con cubiertas, también dotado de una amplia variedad de texturas, colores y aromas.
Antes de quedar ocultos bajo la marea de dispositivos electrónicos, hubo un tiempo en que llenaban estanterías que ocupaban paredes completas, hasta el techo, en las casas de profesores y escritores. Constituía un auténtico placer contemplarlos en filas, con toda su variedad de colores y volúmenes.
Por lo que a mí respecta, mi consumo de libros rozaba la glotonería. En ese tiempo, antes de las bases de datos online, recorría librerías y mercadillos a la caza de ofertas. Solía enviar tarjetas a los comerciantes de libros raros, en las que les comunicaba mis “necesidades”. Durante mis viajes de trabajo, gastaba en libros el dinero destinado a la comida, y los devoraba entre reunión y reunión, en los medios de transporte y en las salas de espera. Leía donde fuera y como fuera. Llevado por este deseo, era capaz de renunciar incluso al sueño.
Esta costumbre mía dio lugar a bromas amistosas entre mis numerosos familiares. Cuando alguno de mis parientes me pedía que hiciera un recado, sabía que debía dejarme tiempo para darme una vuelta por alguna que otra librería. Cuando nos trasladamos de Illinois a Ohio, los transportistas tuvieron que cargar cientos de cajas de libros, además de dar un rodeo por rutas en las que evitar las multas por sobrecarga.
Consumiendo palabras, había acumulado algo de peso, y se veía. Se puede ver todavía. Quienes vienen a mi casa siempre se dan una vuelta por la biblioteca, que ahora contiene decenas de miles de libros y ocupa una planta entera de una casa grande en Steubenville, Ohio.
La mayoría de los libros que tengo son de teología, por lo que se puede decir que la mayor parte de las palabras que consumo son palabras (logoi) sobre Dios (Theos). A medida que iba devorando esos libros por centenares, más cuenta me daba de que, de forma bastante curiosa, remitían a algo que estaba más allá de su contenido. Apuntaban a una comida.
¿Por qué me resultaba extraño? Sabía que Jesús también había sido devorador de libros. Había sido educado en la Ley, en los profetas y la historia de Israel. Pasó el mismo día de su Resurrección interpretando esos libros (cf. Lc 24, 27). El hecho de “abrir” la Escritura ese día era una clara afirmación de la importancia de sus libros; pero sobre todo preludiaba su autorrevelación completa «al partir el pan» (cf. Lc 24, 30-35). A los discípulos de Emaús se les abrieron los ojos cuando se sentaron a la mesa con Jesús. En Emaús, Jesús cumplió las palabras del Salmo: «gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34, 8), siguiendo con bastante exactitud este orden.
Cuando comencé a comprar y consumir libros era un católico recién convertido y estudiaba aún el doctorado. Comencé entonces a dirigir un grupo de estudio de la Biblia en mi casa. La mayoría de sus integrantes eran universitarios católicos que desconocían la riqueza sacramental de su tradición. Mi mujer, Kimberly, protestante por entonces, se quejaba de que mientras nosotros habíamos invertido demasiado tiempo en estudiar el menú, esos jóvenes disfrutaban de la comida.
Como disfrutaban de la comida, estaban mejor preparados para apreciar el menú, y entendían la relación entre ambos. Era un hecho tan patente para los jóvenes que participaban conmigo en el estudio de la Biblia como lo había sido para los discípulos de Emaús. Consumir la Palabra de Dios les despertaba un hambre creciente por la Palabra de Dios.
He escrito otro libro para ayudar al lector a descubrir esa relación entre Eucaristía y Palabra de Dios. Espero que también se consuma con gusto. Esta nueva obra constituye una tercera parte —como en un amplio curso— de mis títulos La cena del Cordero y Letra y Espíritu.
No he escrito un libro académico, aunque espero que los especialistas también lo encuentren aceptable y útil. Pero tampoco es una lectura para el ocio. Parte de él exige atención, aunque deseo que se encuentre al alcance de lectores profanos e interesados en el tema.
Han pasado varios años desde mi encuentro con el St. Paul Centre for Biblical Theology. Esta institución tiene una doble misión: promover la cultura bíblica entre los laicos católicos, y familiarizar con la Biblia a profesores universitarios y al clero. Es el segundo libro que escribo con intención de que su mensaje alcance a los dos tipos de lectores.
«Un hombre dio una gran cena, e invitó a muchos. Y envió a su siervo a la hora de la cena para decir a los invitados: venid, que ya está todo preparado» (Lc 14, 16-17)[1].
[1] En las citas de textos bíblicos, seguiremos la traducción española de la Biblia de Navarra (NdT).
Una antigua tradición cuenta la historia de san Romano el Méloda, que vivió en el siglo VI y que recibe ese sobrenombre porque compuso sus homilías en forma de himnos. El relato describe la forma en que el santo recibió su vocación.
Romano había nacido en Siria. Destacó desde niño por su piedad y su amor a la casa del Señor. Pronto entró al servicio de la Iglesia: al principio, solamente encendía las lámparas y preparaba el incienso para la adoración. Cuando creció, se trasladó a Beirut para continuar sus estudios. Allí fue ordenado diácono.
Era de esa clase de estudiantes que obtienen buenas notas porque sus profesores reconocen sus incansables esfuerzos. Gracias a su celo, logró obtener buenos resultados a pesar de que su capacidad no era muy elevada. Después de tres años en Beirut, se fue a Constantinopla, capital del Imperio, para servir allí a la Iglesia.
Era lo bastante humilde para reconocer sus limitaciones y aceptarlas. En efecto, adoptó el adjetivo “humilde” como una especie de título personal. Sin embargo, anhelaba glorificar a Dios como los diáconos que cantaban mejor. En aquel tiempo, y especialmente en las iglesias orientales, la música era una parte muy importante de la adoración. Romano se lamentaba de que la calidad musical de los servicios que él dirigía era bastante inferior a la de los servicios dirigidos por sus compañeros.
Pidió a Dios la gracia de que carecía por naturaleza y preparación. Una noche, mientras rezaba, se quedó dormido y la Virgen María se le apareció en el sueño. Llevaba un libro, que le entregó diciendo: «coge el libro y cómelo». Él hizo lo que le decía. Comió el libro. Se despertó inmediatamente, sabiendo lo que tenía que hacer.
Se vistió y fue corriendo a la iglesia. Subió al púlpito y empezó a cantar un sermón sobre el nacimiento de Cristo. Ese canto es considerado hasta hoy su obra maestra, y la primera del conjunto de más de mil homilías en verso (kontakia) que compondría durante el resto de su vida. Pasado un milenio y medio, la Iglesia los sigue cantando en las grandes fiestas.
* * *
Consumir la Palabra. Incluso el lector menos experto reconocerá que la aparición a san Romano es un tropo, es decir, una imagen común en la literatura mística. Su prototipo es el encuentro del profeta Ezequiel (Ez 2, 9-3, 4) con un ángel celestial:
«Yo miré y vi una mano extendida hacia mí, y en ella había un libro enrollado. Lo desplegó delante de mí, y estaba escrito de los dos lados; en él había cantos fúnebres, gemidos y lamentos. Él me dijo: “Hijo de hombre, come lo que tienes delante: come este rollo, y ve a hablar a los israelitas”. Yo abrí mi boca y él me hizo comer ese rollo. Después me dijo: “Hijo de hombre, alimenta tu vientre y llena tus entrañas con este libro que te doy”. Yo lo comí y era en mi boca dulce como la miel. Él me dijo: “Hijo de hombre, dirígete a los israelitas y comunícales mis palabras”».
La historia se repite en el Nuevo Testamento, en el encuentro de san Juan con un «ángel poderoso que bajaba del cielo, envuelto en una nube y con el arcoiris sobre su cabeza. Su rostro era como el sol y sus pies como columnas de fuego» (Apoc 10, 1ss):
«En la mano tenía un pequeño libro abierto. [...] Me acerqué al ángel y le dije que me diera el pequeño libro. Él me contestó: “Toma y devóralo; te amargará las entrañas, pero en tu boca será dulce como la miel”. Tomé el pequeño libro de la mano del ángel y lo devoré. En mi boca fue dulce como la miel, pero cuando lo comí se me amargaron las entrañas. Entonces me dijeron: “es necesario que profetices de nuevo contra muchos pueblos, naciones, lenguas y reyes”».
La comida de un libro constituye un episodio extraño y fascinante, sobre todo porque se repite en dos pasajes de la Biblia. No es sorprendente que haya llamado la atención de muchos de los primeros comentaristas cristianos del texto sagrado. Cuando Romano tuvo su visión, hacia el 518 d. C., vivía en un monasterio, por lo que habría escuchado muchas veces la lectura en voz alta de las obras de los grandes intérpretes de la Biblia. Por eso, pocas dudas debió tener sobre el significado de su sueño.
San Hipólito de Roma, uno de los primeros exégetas, autor de extensos comentarios en el siglo III d. C., interpretó el significado del rollo. La escritura por las dos caras «significa los profetas y los apóstoles. La Antigua Alianza estaba escrita por un lado y el Nuevo Testamento en el otro»[2]. Además, el rollo es símbolo de «una enseñanza secreta y espiritual... Leer el exterior lleva a comprender el interior». Existe un vínculo entre la Antigua y la Nueva Alianza, pero solo puede verlo quien consume el libro.
Según san Jerónimo, la visión de Ezequiel tiene un significado especial para los predicadores: «no podemos enseñar a los hijos de Israel si no comemos antes ese libro abierto»[3].
Una generación después de Romano, san Gregorio Magno sintió la misma atracción hacia el texto del profeta, que meditaba continuamente. Además de Papa y reformador de la liturgia, Gregorio era también un gran exégeta. En su Comentario a Ezequiel, escribió de este pasaje: «lo que el Antiguo Testamento ha prometido, el Nuevo Testamento lo ha cumplido; lo que aquel anunciaba de manera oculta, este lo proclama abiertamente como presente. Por eso, el Antiguo Testamento es profecía del Nuevo Testamento; y el mejor comentario al Antiguo Testamento es el Nuevo Testamento»[4].
El significado del texto resultaba patente para los Padres, desde Hipólito y Jerónimo a Romano y Gregorio. La salvación nos llega por medio de una Alianza (también conocida por su sinónimo «testamento», del latín testamentum) y es necesario consumir esa alianza para poder compartirla.
* * *
Para un católico, tanto del siglo I como del XXI, los tropos de la literatura mística remiten a los sacramentos. Es el sentido de los ejemplos que he propuesto hasta el momento. Los textos apocalípticos de Ezequiel y de Juan son ricos en imágenes litúrgicas. La obra de Ezequiel está muy ligada al Templo, Juan contempla a la vez el cielo y la historia en términos de una liturgia sacrificial: hay altares y sacerdotes, cálices e incensarios, trompetas e himnodia; y todo culmina en un banquete sagrado. En los dos pasajes, el rollo es consumido en el contexto de una experiencia de adoración celestial.
Tanto en el relato de Juan como en el de la vida de Romano destacan algunos matices eucarísticos. Los dos hombres reciben una invitación a «tomar» y «comer», dos verbos que aparecen en los relatos de la institución de la Eucaristía (cf., por ejemplo, Mt 26, 26) desde el siglo I d. C.[5] Reciben verbalmente la alianza, y toman esa «palabra» para comerla a modo de alimento.
En el siglo III d. C., el gran teólogo alejandrino Orígenes establecía una analogía entre la proclamación de la Escritura y la comunión sacramental:
«Tú, que estás acostumbrado a tomar parte en los divinos misterios, sabes, cuando recibes el Cuerpo del Señor, cómo protegerlo con todo cuidado y veneración, para que ni una pequeña partícula se caiga, para que no se pierda nada del don consagrado. Pues sabes, correctamente, que eres responsable si se cae algo por negligencia. Pero si eres tan cuidadoso para conservar su Cuerpo, y con toda razón, ¿cómo piensas que es menos culpable haber descuidado la Palabra de Dios que haber descuidado su Cuerpo?[6]
Para Orígenes, el rollo tiene una cualidad sacramental. Ha de ser entregado y consumido con el mismo decoro e igual atención —incluso con hambre— que el pan eucarístico.
Hay una presencia real en el pan y en la palabra. El Reino se hace presente, junto con el mismo rey, en la proclamación y en el sacramento. Como escribía Benedicto XVI: «renovamos en este sentido la conciencia, tan familiar a los Padres de la Iglesia, de que el anuncio de la Palabra tiene como contenido el Reino de Dios (cf. Mc 1,14-15), que es la persona misma de Jesús (la Autobasileia), como recuerda sugestivamente Orígenes»[7].
Esta es la verdad que descubrió Romano, de la que tuvieron experiencia también Jerónimo, Gregorio y Juan, y que había sido predicha por Ezequiel. La salvación nos llega a través de una alianza incorporada a una Palabra, una Palabra que se ha hecho carne, y una Palabra que se consume.
Los profetas y videntes nos hablan en imágenes que comunican misterios. En la medida en que somos capaces de comprender esos misterios, hemos de recurrir al uso de palabras para expresarlos. Dios nos hizo de modo que hemos de comunicarnos verbalmente. El Creador de este aspecto de la naturaleza humana también se adapta a él cuando inspira lo que literalmente se llama hai graphai, «las Escrituras». En el caso de Ezequiel y de Juan, Dios deja su palabra escrita en un rollo antes de invitarles a consumirla.
Dios se revela y se entrega en el rollo. Pero somos capaces de permitir que algo que ha empezado de forma tan poética acabe por convertirse en jerga común. De esta forma, los términos grecolatinos como «alianza», «testamento», «liturgia» y «Eucaristía», que hacían cantar a nuestros antepasados, se han convertido en palabras comunes, incluso han caído, como con un ruido sordo, en el vocabulario técnico.
Probablemente, el problema no es específicamente moderno, sino más bien una tentación constante. De todas formas, la recuperación de la novedad de esos términos —Nueva Alianza, Nuevo Testamento— se hace más urgente ahora que la Iglesia se embarca en la tarea de una Nueva Evangelización.
La evangelización es un proceso dinámico por el que compartimos con los demás el Evangelio, la buena nueva. Y no podemos dar lo que no tenemos. Ezequiel consumió la palabra de su mensaje profético. También Juan la tomó y la comió. Romano la consumió, la digirió, de forma que se hizo una cosa con él, y así pudo compartir lo que había recibido. Todos ellos conocieron en primer lugar la comunión con la Palabra, y solo después de eso pudieron llevar la Palabra por el mundo.
También nosotros necesitamos gustar aquello que fue objeto de pregustación en Ezequiel, del banquete de Juan y del canto de Romano. Por eso he escrito este libro: para analizar los principales términos del Cristianismo y averiguar el significado que les daban los autores sagrados, los predicadores apostólicos y sus primeros oyentes. Si logramos consumir la Palabra del mismo modo que ellos, seremos transformados igual que los primeros discípulos. Quizá entonces nuestro mundo también se vea reconstruido y renovado, como lo fue el suyo.
[2] HIPÓLITO DE ROMA, Fragmento 3; recogido en Ancient Christian Commentary on Scripture, Old Testament, volumen XIII, InterVarsity Press, DownersGrove (IL), 2008, p. 19.
[3] JERÓNIMO, Comentario a Ezequiel, 1.3.1.
[4] GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, 1, 6, 15. Citado por Benedicto XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini, n. 41.
[5] Sobre el significado de estas dos acciones, cf. Gregory Dix, The Shape of the Liturgy, Seabury, New York 1982, capítulo 4.
[6] ORÍGENES, Sobre el Éxodo 13, 3.
[7] BENEDICTO XVI, Exhortación Apostólica Postsinodal Verbum Domini, n. 93.