DOROTHY DAY
MI CONVERSIÓN
De Union Square a Roma
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID
Título original: From Union Square to Rome
© 2014 by Catholic Foreign Mission Society of America (Orbis Books)
© 2014 de la versión española, realizada por GLORIA ESTEBAN,
by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290 - 28027 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4457-8
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A mi hermano
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
1. POR QUÉ
2. INFANCIA
3. PRIMEROS AÑOS
4. UNIVERSIDAD
5. RAYNA PROHME
6. NUEVA YORK
7. PERIODISMO
8. UNA VIDA DISCIPLINADA
9. CHICAGO
10. PAZ
11. UNA NUEVA VIDA
12. EL TRIGO Y LA CIZAÑA
13. TUS TRES OBJECIONES
EPÍLOGO
PRÓLOGO
En 1938, la editorial Preservation of the Faith publicó De Union Square a Roma, las primeras memorias de Dorothy Day acerca de su conversión. En el libro de memorias La larga soledad, escrito por ella y publicado en 1952, aparece esta breve mención a un libro anterior: «Cuando escribí la historia de mi conversión, hace ahora doce años, omití todos mis pecados, pero hablé de todas las cosas que me habían llevado a Dios, de todas las cosas hermosas, de todas las imágenes de Dios que me habían obsesionado, que me habían perseguido durante años; de modo que, cuando nació mi hija, me volví a Dios, rebosante de gozo y agradecimiento, y me hice católica»[1].
Si se lee a la luz de sus memorias más famosas, es justo considerar De Union Square a Roma como un borrador de La larga soledad. El contenido de ambos libros es similar: los primeros años de la vida de Dorothy, su participación en los movimientos radicales de la época y la sucesión de acontecimientos —los tristes y los felices— que la llevaron a convertirse al catolicismo.
En realidad, su primer libro no omite todos sus pecados, pero sí presenta una omisión aún más sorprendente cuando decide concluir la narración antes de su trascendental encuentro con Peter Maurin y de los inicios del Movimiento del Trabajador Católico, relato este que ocupa la tercera y última parte de La larga soledad. Cuando escribió De Union Square a Roma, el propósito de Dorothy Day era más concreto. Al dirigirse a sus antiguos camaradas de la izquierda —personificados en su hermano—, pretendía justificar por qué había abrazado la fe católica: un paso que ellos consideraron una traición a la causa radical.
En esta conversión intervinieron muchos factores, entre los que se contaba el ejemplo de algunos católicos a los que había conocido. Ya desde niña percibió que poseían algo de lo que ella carecía: un sentido del equilibrio y el orden, cierto acceso a lo trascendente. Durante toda su vida, escribe Day, la habían perseguido «las imágenes de Dios» y la sensación de que la vida tenía una dimensión espiritual y más profunda. Así lo experimentó en momentos de aflicción —sus solitarias estancias en la cárcel, por ejemplo— y en momentos de dicha, como lo fue el nacimiento de su hija. Esta última experiencia, recordaba ella misma en los diarios de aquella época, acabó empujándola a dar el salto hacia la fe. Había encontrado la perla de gran valor por la que estaba dispuesta a sacrificarlo todo.
Pero, entre «todas las cosas que me habían llevado a Dios», Dorothy atribuye un peso especial a sus experiencias en el movimiento radical. Durante años se movió en un círculo ecléctico de socialistas, anarquistas, escritores bohemios y todo tipo de rebeldes, cuyo principal punto de unión eran su oposición al statu quo y sus deseos de un mundo mejor. Al hacerse católica, Day decidió no dar la espalda a lo que había de bueno y noble en principios como el espíritu de solidaridad, la veneración por los pobres y oprimidos, el respeto a la dignidad del trabajo, la disposición a sufrir por una causa, el espíritu idealista y la capacidad de indignación. En el Evangelio todo aquello adquiría un significado más amplio.
En una de sus declaraciones más célebres afirma: «Habría que decir que lo encontré [a Dios] en sus pobres y que, en un momento de dicha, me volví a Él. He dicho, a veces con ligereza, que la masa de arrogantes cristianos burgueses que negaban a Cristo en sus pobres me hicieron volverme al comunismo, y que fueron los comunistas y mi colaboración con ellos los que me hicieron volverme a Dios».
Hay indicios de que a Day nunca le convenció del todo el título de este libro, que sugería la existencia de un abismo entre el mundo de la agitación radical —Union Square— y el mundo de la fe, cuando en realidad la vida de Day sirvió de puente entre ambos. No hay símbolo tan claro de ello como la decisión de lanzar el primer número de The Catholic Worker el 1 de mayo de 1933, en el transcurso de un mitin comunista celebrado en Union Square.
Pero Day optó por reservar esa historia para otro libro.
Simone Weil escribió un ensayo sobre lo que llamaba «las formas implícitas del amor a Dios», entre las que incluía la amistad, el amor al prójimo, la belleza del mundo y la práctica religiosa. Todas ellas, dice Weil, guardan dentro de sí la gracia de Dios y la capacidad de elevar el alma, aunque no se reconozca a Dios de forma explícita. Y todas estas formas implícitas están presentes en la historia de Day. Pero en De Union Square a Roma se añade una más: la dedicación a los pobres y la pasión por la justicia. Citando al novelista François Mauriac, Day escribe: «Es imposible que quien guarda en su corazón la caridad auténtica no sirva a Cristo. Incluso algunos que creen odiarle han consagrado sus vidas a Él, porque Jesús se disfraza y enmascara en medio de los hombres, se esconde entre los pobres, entre los enfermos, entre los presos, entre los extranjeros».
En este libro Day describe los pasos mediante los cuales ese amor a Dios implícito fue haciéndose explícito, y cómo acabó aceptando la fe que estuvo «siempre en [su] corazón». Por otra parte, en toda conversión existe un elemento misterioso, un factor que no se puede alcanzar con la razón ni expresar con palabras. Es imposible saber a cuántos «hermanos» suyos convenció este ejercicio apologético. El misterio permanece oculto detrás de las palabras, como Day dejó entrever al hacer esta enigmática declaración —nunca como entonces estuvo tan cerca de los proverbios zen—: «Esta exaltación de la elocuencia oculta el hecho de que en este mundo hay millones de personas que sienten y, de alguna manera, siguen actuando valerosamente aunque no sean capaces de hablar o razonar con brillantez. Quizá estas mismas palabras encubran todas las cosas que ahora ignoramos, y quién sabe si ese silencio puede conducirnos a ellas».
Robert Ellsberg
[1] Dorothy Day. La larga soledad. Sal Terrae, Santander, 2000.
INTRODUCCIÓN
Esto no es una autobiografía. Tampoco es el relato completo de la vida de la autora. Para escribir sobre los acontecimientos y las personas que la ayudaron en su camino hacia Dios, Dorothy Day retrasa el reloj veinte años o más. El libro no contiene nada relativo al movimiento con el que todavía hoy continúa comprometida. Estas pocas páginas se detienen en el umbral de ese movimiento que se conoce y del que se habla en muchos lugares de la tierra. No hay en ellas controversia, aunque no cabe duda de que muchos de sus pasajes suscitarán críticas. Se trata de un documento humano cuya redacción requiere un importante esfuerzo. ¿Qué es, pues, lo que le mueve a escribirlo?
Muchos de sus familiares y amigos comunistas siguen preguntándose con consternación: «¿Cómo ha podido hacerse católica?». No en vano compartía con ellos la convicción de que «la religión es el opio del pueblo». Las circunstancias que la llevaron a convertirse son extrañas: tan extrañas que hoy, transcurridos muchos años, en la Iglesia hay quienes no creen que sea católica, sino una enemiga infiltrada.
A todos ellos, personificados en su hermano, dirige Dorothy Day este relato. Algunos capítulos ya han aparecido en la revista The Preservation of the Faith y, en respuesta a las peticiones de numerosos lectores, lo hacen ahora en forma de libro. Otros fragmentos se han publicado en America y en The Sign, cuya autorización para reeditarlos agradecemos.
En esta introducción se podría seguir escribiendo mucho más, pero nos parece mejor detenernos aquí. No obstante, hay un aspecto que no puede perderse de vista mientras se lee este libro, y es que está dirigido a su hermano, un comunista. «Se sumerge en el pasado», hasta la época en que también ella creía lo que muchos comunistas siguen afirmando creer hoy. Day no siempre puede explicarse; no siempre es agradable hacerlo. Como ya hemos apuntado, el relato termina con su conversión, momento en que se inicia realmente su labor. Y, estés o no de acuerdo con esa labor, seguro que te conmoverá la lucha por encontrar a Dios que la precedió.
1.
POR QUÉ
Me resulta difícil sumergirme en el pasado, pero es algo que hay que hacer y que pesa sobre mí como una losa. San Pedro afirma que debemos dar razón de nuestra fe: lo que yo pretendo es ofrecerte esas razones.
Esto no es una autobiografía. Soy una mujer que ha cumplido cuarenta años y no tengo intención de dejar por escrito la historia de mi vida. Te ruego que lo tengas presente mientras lees esto. Aunque es cierto que muchas veces el temor que nos inspiran nuestros pecados nos hace volvernos a Dios, lo que me interesa exponer en este libro es la sucesión de acontecimientos que me llevaron a sus pies, los atisbos que fui recibiendo de Él durante muchos años y que me hicieron sentir la imperiosa necesidad de Dios y de la religión. Intentaré recorrer y te mostraré los pasos que me condujeron a abrazar la fe que creo que anidó siempre en mi corazón. Por eso, la mayor parte del tiempo hablaré de lo bueno que encontré en un entorno y entre una gente que se habían propuesto rechazar a Dios.
Lo característico del ateo consiste en el rechazo deliberado de Dios. Y como tú no rechazas a Dios ni abrazas el mal deliberadamente, no eres ateo. Puesto que juzgas y niegas con tus palabras lo que no niegan ni tu corazón ni tu mente, considérate un agnóstico.
A pesar de sentirme poderosa e irresistiblemente atraída hacia Dios, a veces también he elegido deliberadamente el mal. Es difícil decir hasta qué punto me indujeron a elegirlo. Aquí lo importante no es en qué medida influyeron en mi estilo de vida los profesores, los compañeros o las lecturas. El hecho es que hubo en ello mucho de elección deliberada. Generalmente lo hice siguiendo «los designios y deseos de mi propio corazón»; otras veces fue quizá esa idea baudeleriana de elegir «el camino que desciende hacia la salvación»; y otras intervino la libertad, ese libre albedrío cuya existencia es probable que yo negara en aquella época. Y por eso, por ser deliberado y por conocer su gravedad, fue un pecado mortal que ojalá Dios me perdone. Fueron la arrogancia y el sufrimiento de la juventud. Una simple excusa, patética, pobre y miserable.
Ese anhelo de estar con los pobres, los humildes y los abandonados ¿no iría mezclado con el torpe deseo de unirme a los disolutos? Mauriac se refiere a este orgullo y a esta hipocresía sutiles: «Existe una hipocresía peor que la de los fariseos: el cubrirse con el ejemplo de Cristo para ceder a la propia lujuria y buscar la compañía de los disolutos».
Digo esto porque a veces, mientras escribo, me asusta mi conjetura. Como me asusta también no contar o distorsionar la verdad. No puedo garantizar que no lo haga, pues escribo del pasado. Pero toda mi perspectiva ha cambiado y, cuando busco las causas de mi conversión, a veces me vienen a la mente unas cosas, y a veces otras distintas.
Por mucho que deseemos conocernos, lo cierto es que no nos conocemos. ¿De verdad queremos vernos como nos ve Dios, o como nos ve el resto de nuestros semejantes? Dada nuestra debilidad ¿podríamos asumirlo? Conoces ese sentimiento de alegría que a veces nos asalta, vestido —por así decirlo— bajo el ropaje de la satisfacción con el mundo y con nosotros mismos. Somos nosotros y no queremos ser ningún otro. Estamos contentos de que Dios nos haya hecho como somos y no deseamos parecernos a nadie más. La felicidad y la alegría de nuestro estado de ánimo, en función del tiempo o de la salud de que gocemos, son puramente animales. No queremos recibir esa nítida visión interior que nos descubra nuestros defectos más ocultos. Los salmos contienen esta oración: «De las faltas ocultas absuélveme». No sabemos cuánto orgullo y cuánto amor propio hay en nosotros hasta que alguien a quien respetamos y amamos se vuelve en nuestra contra. Entonces, esa afrenta, esa ofensa repentina que recibimos, nos descubre con deslumbrante claridad nuestro amor propio, y nos sentimos avergonzados...
Empezaré escribiendo cómo descubrí la Biblia y la impresión que produjo en mí. Debía de leerla con frecuencia, porque en mi juventud me acompañaron numerosos pasajes que me inquietaban y perseguían. ¿Conoces los salmos? Fueron mi principal lectura mientras estuve en la prisión de Occoquan. Los leía con la sensación de estar recuperando algo que había perdido. Hallaban un eco en mi corazón. ¿Cómo puede haber alguien que conozca la aflicción y la felicidad humanas y no reaccione ante estas palabras?
«Desde lo más profundo, Te invoco, Señor.
Señor, escucha mi clamor;
estén atentos tus oídos a la voz de mi súplica.
Si llevas cuenta de las culpas, Señor, Señor mío, ¿quién podrá quedar en pie?
Pero en Ti está el perdón,
y así mantenemos tu temor.
Espero en Ti, Señor.
Mi alma espera en su palabra;
mi alma espera en el Señor
más que los centinelas la aurora.
Los centinelas esperan la aurora,
pero tú, Israel, espera en el Señor;
pues en el Señor está la misericordia,
en Él, la redención abundante.
Él redimirá a Israel
de todas sus culpas».
«Señor, escucha mi oración,
por tu fidelidad presta oídos a mi súplica;
por tu justicia escúchame.
No entres en juicio con tu siervo,
pues ante ti ningún viviente es justo.
El enemigo persigue mi alma,
aplasta mi vida contra el suelo,
me hace habitar en las tinieblas
como los que están muertos para siempre.
Mi espíritu desfallece;
desolado está mi corazón dentro de mí.
Recuerdo los días antiguos,
medito en todas tus hazañas,
considero las obras de tus manos.
Extiendo mis manos hacia Ti,
mi alma está ante Ti como tierra reseca.
Date prisa en responderme, Señor,
se me acaba el aliento.
No me escondas tu rostro,
y sea como los que bajan a la fosa.
De mañana hazme sentir tu misericordia,
porque confío en Ti.
Muéstrame el camino que debo seguir,
que a Ti levanto mi alma».
Durante aquellos tediosos primeros días de aislamiento en la cárcel, los únicos pensamientos que aportaban consuelo a mi alma eran esos versículos de los salmos que expresaban el temor y la miseria del hombre sumido repentinamente en la aflicción y el abandono. La soledad, el hambre y el hastío agudizaban mi sensibilidad hasta tal punto que, además de mi propio dolor, sufría también el de quienes me rodeaban. Dejé de ser yo: era el hombre. Dejé de ser una joven radical que perseguía la justicia para los oprimidos: era el oprimido. Era esa drogadicta que gritaba y se revolvía en su celda, golpeándose la cabeza contra el muro. Era esa ratera cuya rebelión le había valido el aislamiento. Era esa mujer que había acabado con la vida de sus hijos y asesinado a su amante.
Me rodeaban las tinieblas del infierno. Me envolvía todo el dolor del mundo. Como quien ha caído en un foso. La esperanza me había abandonado. Era esa madre a cuya hija habían violado y asesinado; era la madre que había dado a luz al monstruo culpable de ese crimen; era incluso ese monstruo y en mi corazón estaba contenida toda aberración.
Cuando releo esto, me parece una visión desproporcionada y demasiado apasionada de las reacciones de una joven reclusa. Pero, si vives mucho tiempo en los suburbios de las ciudades, si te codeas permanentemente con el pecado y el sufrimiento, es difícil percibirlo con tanta evidencia. Muchas veces pienso que la gente tiene un instinto de protección que le impide acercarse demasiado al sufrimiento de los demás. Se apartan de él y se acostumbran. Los periódicos y su modo de presentar los crímenes atestiguan la repugnante verdad de que leer sobre el sufrimiento ajeno provoca una excitación y un placer secretos. Podría decirse que constatar la tragedia de las vidas ajenas produce una sensación superficial. Pero quien ha aceptado la necesidad y la pobreza como el camino por el que transitar en esta vida, no blinda su sensibilidad ante el dolor ajeno.
Y si el Espíritu Santo no hubiera estado ahí para confortarme ¿cómo podría haber hallado consuelo, cómo podría haber resistido, cómo podría haber conservado la esperanza?
La imitación de Cristo es un libro que me ha acompañado toda la vida. Nunca he dejado de tropezarme con algún ejemplar y su lectura siempre me ha consolado. En el trasfondo de mi vida he percibido una fuerza latente que acabaría elevándome.
Más tarde conocí el poema de Francis Thompson, El sabueso del cielo, y me conmovió su fuerza. Fue Eugene O’Neill quien me lo recitó por primera vez en el cuarto interior de una taberna de Sixth Avenue donde solían reunirse actores y autores de la Princetown[1] después de sus representaciones:
«Le huía noche y día
a través de los arcos de los años,
y le huía a porfía
por entre los tortuosos aledaños
de mi alma, y me cubría
con la niebla del llanto».
A lo largo de mi vida diaria, en quienes trataba, en aquello que leía y oía, percibía esa sensación de ser perseguida y deseada; una sensación esperanzada y expectante.
En aquella época leí todas las novelas de Dostoievski, lo que supuso —como dice Berdyaev[2]— una profunda experiencia espiritual. La escena de Crimen y castigo en la que la joven prostituta lee a Raskolnikov el Nuevo Testamento, sintiendo el pecado que pesaba sobre él con más intensidad que el propio; el relato El ladrón honrado; pasajes de Los hermanos Karamazov como las palabras del padre Zosima, la conversión de Mitia en la cárcel, la leyenda del Gran Inquisidor; todo aquello me servía de guía. Los personajes de Aliosha y El idiota daban testimonio de Cristo en nosotros. La lectura de estos libros a mis veintipocos años, cuando experimentaba la amargura y la miseria de la vida y me estremecían su dureza y crueldad, me conmovieron en lo más profundo de mis entrañas.
¿Recuerdas el breve relato que narra Grushenka en Los hermanos Karamazov? «Había una mala mujer que murió sin dejar a su espalda la menor sombra de virtud. El demonio se apoderó de ella y la arrojó al lago de fuego. Su ángel guardián se devanaba los sesos para recordar alguna buena obra de la condenada y poder referírsela a Dios. Al fin, se acordó de una y le dijo al Señor: “Arrancó una cebolla de su campo para dársela a un mendigo”. Dios le contestó: “Toma esta cebolla y tiéndesela a la mujer del lago para que se aferre a ella. Si consigues sacarla, irá al paraíso; si la cebolla se rompe, la pecadora se quedará donde está”. El ángel corrió hacia el lago y le tendió la cebolla a la mujer. “Toma”, le dijo, “cógete fuerte”. Empezó a tirar con cuidado y pronto estuvo la mujer casi fuera. Los demás pecadores, al ver que sacaban a la mujer del lago, se aferraron a ella para aprovecharse de su suerte. Pero la mujer, en su maldad, empezó a darles puntapiés. “Es a mí a quien sacan y no a vosotros; la cebolla es mía y no vuestra”. En este momento, el tallo de la cebolla se rompió y la mujer volvió a caer en el ardiente lago, donde está todavía. El ángel se marchó llorando».
A veces, al meditar en la bondad de Dios conmigo y maravillarme de ella, he creído ver la razón en las cebollas que he regalado. Dios me ha enseñado cómo conocerle amando sinceramente a los pobres. Y, cuando pienso en lo poco que he hecho, me siento henchida de esperanza y de amor hacia quienes se han entregado a la causa de la justicia social.
«¡Qué gloriosa esperanza!», escribe Mauriac. «Están todos esos que descubrirán que su prójimo es el propio Jesús, aunque formen parte de la muchedumbre de quienes no conocen a Cristo o se han olvidado de Él. Y, sin embargo, recibirán mucho amor. Es imposible que quien guarda en su corazón la caridad auténtica no sirva a Cristo. Incluso algunos que creen odiarle han consagrado su vida a Él, porque Jesús se disfraza y enmascara en medio de los hombres, se esconde entre los pobres, entre los enfermos, entre los presos, entre los extranjeros. Muchos de los que le sirven oficialmente nunca han sabido quién fue, y muchos de los que ignoran hasta su nombre escucharán en el último día las palabras que les abran las puertas de la felicidad. “Yo era esos niños y era esos trabajadores. Yo era quien lloraba en la cama del hospital. Yo era el asesino al que consolaste en su celda”».
Sin embargo, los atisbos de Dios se producían siempre cuando estaba sola. Quienes me critican no pueden decir que lo que me hizo volverme a Él fue el temor a la soledad y al sufrimiento. Lo encontré precisamente durante esos pocos años en que estuve sola y fui más feliz. Lo acabé encontrando en la alegría y en la gratitud, y no en el dolor.
Aunque tampoco debería decir eso. Más bien debería decir que lo encontré a través de sus pobres y, en un momento de dicha, me volví a Él. He afirmado, a veces con ligereza, que la masa de arrogantes cristianos burgueses que negaban a Cristo en sus pobres me hicieron volverme al comunismo, y que fueron los comunistas y mi colaboración con ellos los que me hicieron volverme a Dios.
El comunismo, dice el Santo Padre, es comparable a la herejía, y una herejía es la distorsión de la verdad. Muchos cristianos han perdido en buena medida la visión del aspecto comunitario del cristianismo y el resultado ha sido el ideal colectivo. No han sabido aprender una filosofía del trabajo, no han sabido ver a Cristo en el obrero. Por eso en Rusia a quien se exalta es al trabajador, y no a Cristo. La dictadura del proletariado la sostiene un solo hombre, que es también un dictador. Se ha acabado convirtiendo al proletariado en el Mesías, en el libertador.
Al místico se le podría definir como un hombre enamorado de Dios: no como un hombre que ama a Dios, sino enamorado de Dios. Y este amor místico, que consiste en un sentimiento sublime, lleva a amar las cosas de Cristo. Sus huellas son sagradas. En todas las épocas se camina tras los pasos de su Pasión y muerte. Cada vez que se entra en una iglesia es fácil encontrarse a alguien rezando el vía crucis. Meditan los misterios de su vida, muerte y resurrección, y de ese modo rememoran amorosamente esas antiguas escenas y se identifican con sus protagonistas.
Cuando sufrimos, nos dicen, sufrimos con Cristo; estamos «completando los sufrimientos de Cristo». Sufrimos su soledad y su temor en el Huerto, mientras sus amigos duermen. Junto a Él, nos inclinamos bajo el peso de nuestros pecados, de los pecados de los demás, de los del mundo entero. Somos las víctimas del pecado y somos quienes pecan. Nos identificamos con Él, nos hacemos uno con Él. Somos miembros de su Cuerpo Místico.
Muchas veces hay un componente místico en el amor del activista radical hacia su hermano, hacia el compañero obrero. Ese amor se prolonga al escenario de sus sufrimientos y se reverencian los lugares donde han sufrido y hallado la muerte. Los nombres de sitios como Everett, Ludlow, Bisbee, South Chicago, Imperial Valley, Elaine, Arkansas, y todos aquellos en los que ha habido trabajadores que han padecido y muerto por su causa se han convertido en algo sagrado. Tú conoces ese sentimiento tan bien como cualquier otro radical de este país. Quizá tu ignorancia te impida reconocer el nombre de Cristo, pero yo creo que procuras amar a Cristo en sus pobres, en sus perseguidos. Cada vez que los hombres pierden la vida por sus compañeros, en cierto modo lo hacen por Él. Es algo de lo que estoy convencida, aunque tú y otros muchos tal vez no lo veáis así.
«En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis». Lo creo tan firmemente que no es de extrañar que haya acabado a los pies de Cristo.
[3]
Por hombres como estos, poco a poco me fui convenciendo de la necesidad de Dios y de la religión en mi vida diaria. Ahora sé que la Iglesia católica es la Iglesia de los pobres, por mucho que tú hables de las riquezas de los sacerdotes y los obispos. En estas páginas menciono a los pocos católicos que conocía antes de mi conversión, pero todos los días veía a la gente salir de misa. Aunque no había puesto un pie en una iglesia católica, veía que allí, junto a Él, se sentían como en su casa. Los primeros viernes de mes, durante las novenas y las misiones, salían y entraban de las iglesias como de un hormiguero. Los había de todas las nacionalidades, de todas las clases sociales, pero la mayoría eran pobres. Hasta los ataques que la Iglesia recibía me parecían una prueba de su divinidad. Solamente una institución divina podría haber sobrevivido a la traición de Judas, a la negación de Pedro, a los pecados de muchos de los que profesaban esa fe y de quienes se esperaba que socorrieran a los pobres.
O Cristo es Dios, o es el mayor mentiroso e impostor de este mundo. Vosotros, los comunistas, que decís que lo veneráis como líder de la clase obrera, ¿cómo no sois capaces de verlo? Y si Cristo instituyó su Iglesia en este mundo sobre la roca de Pedro, ese pecador que le negó tres veces, que huyó de su lado cuando corría peligro, yo también deseaba participar de ese amor tierno y misericordioso, de ese amor tan grande. Cristo puede perdonar todos los pecados y desearnos ardientemente, por muy bajo que hayamos caído.
¡Cómo divago! En parte lo hago por evitar empezar este libro. No cabe duda de que resultará inconexo y quizá incoherente, pero he prometido escribirlo. Como te he dicho, me resulta doloroso. Para ello he de escarbar en mi interior. Yo misma saldré herida. Quizá tenga que decir cosas que preferiría callar.
Al fin y al cabo, mis experiencias son más o menos universales. Todos conocemos el dolor, la tristeza, el arrepentimiento, el amor. Son cosas más fáciles de llevar cuando recordamos su universalidad, cuando recordamos que todos somos o podemos ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo.
Aun así, no me gusta escribir sobre otros ni violar su intimidad, y menos aún la de quienes me son más cercanos y queridos. Por eso, en las páginas que siguen he procurado hablar lo menos posible de otras personas, tanto de mi familia como de aquellas con las que mantuve una relación más estrecha.
Una conversión es una experiencia solitaria. Ignoramos lo que ocurre en lo más hondo del corazón y del alma de los demás. Apenas nos conocemos a nosotros mismos.
[1] Grupo teatral norteamericano creado en 1915 cuyo objetivo era la renovación del teatro de los años 20. (En adelante todas las notas son de la traductora).
[2] Escritor y filósofo ruso (1874-1948).
[3] Los inmigrantes italianos Bartolomeo Vanzetti y Nicola Sacco, ambos activistas anarquistas, fueron ejecutados en 1927 en la silla eléctrica después de ser condenados de asalto a mano armada y asesinato sin pruebas fehacientes. Se convirtieron en mártires del movimiento obrero.